Dieciocho
A la mañana siguiente, Kim se despertó con un horrible dolor de cabeza y el inevitable remordimiento por lo que había hecho. Sabía muy bien que el tequila animaba a hacer y decir cosas de las que siempre había que arrepentirse por la mañana.
Pero por mucho que lo intentara, no conseguía arrepentirse del trato al que había llegado con Bo Crutcher. Se miró con el ceño fruncido al espejo mientras se cepillaba furiosamente los dientes.
—Habías abjurado de los deportistas de por vida —escupió al lavabo—. Y al momento siguiente estás rompiendo tu promesa.
La mujer del espejo la miraba impenitente.
—Simplemente he antepuesto las necesidades de los demás a las mías propias. Y no, no estoy hablando de Bo Crutcher. Estoy hablando de mi madre, que necesita el dinero, y de AJ, que necesita estar con su padre.
Se pasó los dedos por el pelo.
—Y ahora estoy hablando sola... ¿Qué demonios me está pasando?
Unos golpes en la puerta la sobresaltaron. Agarró su bata, pero no encontró el cinturón y tuvo que aferrársela por la pechera mientras abría la puerta.
—Mira tu correo electrónico —le dijo Bo. Estaba recién duchado y aún no se había abrochado la camisa. O tal vez fuera así el diseño. En cualquier caso, la vista de su pecho descubierto hizo que a Kim le flaquearan las rodillas.
—Siempre miro mi correo —dijo—. No tienes que llamar a mi puerta a primera hora de la mañana para decírmelo.
—Mi agente te ha enviado el vídeo de una entrevista para que decidas si necesito o no prepararme para los medios.
«No lo necesitas», pensó ella, intentando no mirarlo. «Sólo tienes que mostrarte tal cual...». Agachó la cabeza para ocultar una sonrisa.
—Le echaré un vistazo —volvió a mirarlo y descubrió que, a diferencia de ella, él no se molestaba en evitar mirarla. La intensidad de sus ojos le recordó que sólo llevaba puesta una bata sin cinturón—. ¿Le has hablado a AJ de nuestro acuerdo?
—Sí, y le parece muy bien. Todo lo bien que le puede parecer algo en estas circunstancias, claro. Necesitaba oír que voy a hacer todo lo que haga falta para quedarme con él.
—Lo dices como si yo fuera tu último recurso.
Él bajó la mirada a sus piernas desnudas.
—No podrías ser el último recurso de nadie.
Kim ignoró todo lo que insinuaba aquel comentario.
—Quiero que sepas que sólo hago esto por AJ. Por ninguna otra razón. Y por su bien vamos a hacer un buen trabajo. Esta noche quiero conseguir una entrevista para la revista Baseball Monthly, en Cooperstown —la noche anterior se había quedado despierta pensando en él, a pesar del tequila. La idea de un nuevo proyecto era tan estimulante como un café bien cargado, y ya había empezado a diseñar una estrategia.
—¿En serio? —se rascó el pecho desnudo y se meció sobre sus talones—. Es genial, Kim. Te lo agradezco mucho.
Vista al frente, se recordó Kim.
—No creo que vaya a gustarte trabajar conmigo. Tengo intención de ser tan inflexible como un sargento. Tenemos poco tiempo.
—¿Sí? Bueno, pues te equivocas en una cosa.
—¿En qué?
—Sí va a gustarme trabajar contigo. Voy a disfrutar de cada minuto.
—Como tú digas... Te veré abajo —dijo, y le cerró la puerta en las narices. Se vistió rápidamente y bajó a la cocina a prepararse una taza de café.
AJ la sorprendió cantando con la radio.
—Pareces de muy buen humor esta mañana.
—¿Sí? Supongo que me alegro de verte —le dijo ella, consiguiendo arrancarle una sonrisa.
—Claro.
—Así que tu padre te ha explicado que va a trabajar conmigo, ¿no? Yo me dedicaba a las relaciones públicas en mi antiguo trabajo. De esta manera, tu padre no tendrá que marcharse.
—¿Y por eso estás tan contenta?
Sí.
—No —dijo rápidamente—. Pero me parece estupendo que haya encontrado la manera de quedarse contigo.
AJ se quedó callado mientras se preparaba un cuenco de cereales. Kim lo observó discretamente, pensando en el comentario de Daphne sobre tener una aventura con Bo. Allí tenía la razón por la que no podría haber nada entre ellos. No podía tontear con Bo cuando había un chico frágil y asustado en medio.
Seguramente AJ se estaba preguntando por qué Bo había decidido no ir a Virginia. Era una jugada muy arriesgada. En la llamada Escuela de la Fama de Virginia no sólo habría aprendido a dirigirse a los medios, sino que podría conocer a la gente adecuada y establecer las alianzas oportunas para lanzar su carrera al estrellato.
Ella se encargaría de encontrar otras vías para su éxito. La entrevista para Baseball Monthly sería un paso gigante, y dentro de poco habría un importante evento del que también pensaba aprovecharse. Era una recepción informal para las jóvenes promesas de los Yankees que tendría lugar en el hotel Pierre de Nueva York. El objetivo era reunir a la prensa y los patrocinadores con las futuras estrellas del béisbol. Las invitaciones sólo se repartían a los jugadores más prometedores, y Kim estaba decidida a que Bo Crutcher fuera uno de esos jugadores.
Además de los cereales, AJ llenó una bandeja de magdalenas, fruta, yogurt, zumo de naranja y leche.
—Eres un pozo sin fondo —observó Kim—. ¿Dónde te metes todo lo que comes?
—Soy un chico. A mi edad se come mucho.
—Ya veo... La verdad es que no conozco a muchos chicos de tu edad.
—No es tan difícil encontrarnos. No somos una especie en peligro ni nada por el estilo.
—Hasta hace muy poco sólo vivía para mi trabajo. Se podría decir que algunos de mis clientes se comportaban como críos —lo pensó por un momento—. Pero eso sería un insulto para los críos.
—Claro —dijo él con una amplia sonrisa.
—Lo digo en serio. Algunos de mis clientes eran espantosos.
—¿Cómo cuáles?
—Bueno, había una estrella del tenis tan insoportable que no podía convencer a nadie para que fuera su chófer. Tenía veintiséis años y siempre estaba teniendo rabietas como un niño pequeño.
—¿Y por qué la gente se lo permitía?
—Ese es el problema con un hombre adulto que te paga para que cuides de él. No puedes ponerlo de cara a la pared cuando se porta mal.
—Nadie pone a Bo Crutcher de cara a la pared —dijo Bo, entrando en la cocina con unos vaqueros viejos y una sudadera nueva, recién afeitado e irresistiblemente atractivo.
Kim se puso rápidamente a comprobar su agenda electrónica. No había nada nuevo en su PDA, salvo el proyecto de Bo.
—Guárdame un sitio —le dijo él a AJ, sosteniendo la puerta del comedor para que el chico pasara con su bandeja.
Se sirvió una taza de café y pasó tan cerca de Kim que sus cuerpos se rozaron.
—¿Cómo definirías tú «portarse mal»? —le murmuró al oído.
—Como lo que estás haciendo ahora mismo —respondió ella—. No seas imbécil.
—Jamás.
—En serio, tenemos trabajo que hacer. Hay que repasar el video de tu entrevista y ver cuáles son los puntos débiles.
—Muy bien. Iré por mi portátil.
—Buena idea. Lo veremos después de desayunar.
Bagwell, Daphne y Dino se unieron al desayuno y Penelope preparó otra cafetera. Día a día, Kim se iba acostumbrando a aquella casa llena de gente, a la charla del desayuno, al ruido de los platos y al elegante estilo de su madre para servir la comida. Últimamente Kim había empezado a notar las atenciones que Dino le prodigaba a Penelope. Siempre le llenaba la taza de café y le apartaba la silla para que se sentara. Aquel hombre iba en serio y tenía intención de hacerlo bien.
Al acabar el desayuno, AJ agarró su mochila y se despidió para ir al colegio. Aún faltaban diez minutos para que llegase el autobús, pero AJ parecía no querer correr ningún riesgo desde lo de Nueva York. Bo le había advertido que si volvía a hacer una estupidez semejante lo llevaría y lo recogería en coche todos los días, lo que resultaría demasiado vergonzoso para un chico de su edad. Además, AJ no era ningún tonto y sabía que su comportamiento podía influir en el caso de su madre.
Aun así, Bo telefoneaba todos los días al colegio para asegurarse de que AJ había llegado. Era sorprendente cómo el imbécil con quien Kim se había enfrentado en el aeropuerto se había convertido en alguien en quien no podía dejar de pensar.
Después de que todo estuviera recogido, Bo colocó el ordenador portátil en la mesa del comedor.
—Es una entrevista que me hicieron en noviembre, después de las pruebas —dijo—. La clase de cosas que un jugador hace normalmente.
El vídeo empezaba con una música enlatada y el emblema de la MLB, las Grandes Ligas de Béisbol, seguido por una imagen del nuevo estadio. A continuación, la cámara hacía un barrido por los jugadores que habían sido invitados a jugar la pretemporada. Era un privilegio, pero también una prueba durísima. El menor fallo suponía el final de un sueño.
Alienados frente a dos micrófonos, los jugadores se fueron turnando para responder a las preguntas de los periodistas. Todos parecían muy jóvenes y verdes, y estaban claramente nerviosos ante la pared gris de cemento que servía de fondo y tras las mesas bastas y desnudas que tenían enfrente.
Kim no podía apartar los ojos de Bo en la pequeña pantalla. Era como observar el descarrilamiento de un tren a cámara lenta. Su encanto natural no aparecía por ningún lado, tenía el pelo largo y desgreñado y no se había afeitado. Más que un aspirante a jugador profesional del béisbol parecía un ex presidiario defendiéndose a sí mismo ante un jurado. Defendiéndose o incluso atacando. Cuando le preguntaron por su experiencia ofreció un insípido resumen de su carrera. Y cuando alguien le preguntó por el porcentaje de lanzadores de su edad que conseguían llegar a una liga profesional, la grabación emitió un pitido para disimular la obscena respuesta de Bo.
El resto de la entrevista no fue mucho mejor. Silencios incómodos, cuerpos rígidos, lenguaje soez y un amplio repertorio de ruidos ambientales como roces de pies, carraspeos, sonoras exhalaciones ante el micrófono y el agua agitándose en los vasos.
«Estoy hecha para este trabajo», pensó Kim.
Cuando el vídeo llegó a su fin la imagen de Bo se quedó congelada en la pantalla del ordenador. Tenía la misma expresión de un condenado ante un pelotón de fusilamiento.
Todo el mundo parecía haberse quedado sin palabras alrededor de la mesa. Finalmente, Daphne pasó un plato con pastas de la pastelería Sky River y ella misma se sirvió una.
—Tomaos una —les sugirió—. Es más efectiva para tu salud mental que una hora de psiquiatría.
—Pero con muchas más calorías —dijo Penelope, tomando una pasta de almendras.
—¿Cómo he estado? —preguntó Bo, como si hiciera falta preguntar algo.
—¿Sinceramente? —Kim había perdido el apetito—. Parecías un preso al que estuviera interrogando la policía.
—Vamos, no he estado tan mal —se defendió él, agarrando un donut con azúcar—. ¿O sí?
—Sí —respondió todo el mundo a la vez.
—No te desanimes. Es un proceso de aprendizaje. Por eso existe la Escuela de la Fama —dijo Kim, adoptando una actitud más entusiasta—. Se trata de entrenar la mente en vez de los músculos. Tienes treinta segundos para cautivar al público y que te recuerden —le mostró la pantalla—. Lo único que recordarán de esta entrevista es que se estaban muriendo de aburrimiento.
—Uf —exclamó Dino con una mueca.
—Yo creo que recordarán cómo llamó a Roger Clemens «más idiota que un hámster sordo» —dijo Daphne.
—Es que lo es —insistió Bo—. Como cualquier otro borracho. Odio a esa escoria.
—Odia lo que quieras, pero en una entrevista sólo puedes hablar de ti —le dijo Kim—. En serio, tienes mucho que aprender. Por decirlo suavemente, ha sido un completo desastre.
Bo adoptó la voz de un locutor.
—Damas y caballeros, Kimberly van Dorn ha salido a calentar para lo que promete ser un partido apasionante.
—Déjate de bromas.
—Vaya, parece que te has levantado hoy con el pie izquierdo. Fuiste tú quien accedió a ayudarme —le recordó él.
—Por el bien de AJ. No olvides cómo me convenciste para hacerlo. Me gusta AJ.
—¿Y yo? ¿No te gusto, ni siquiera un poquito?
Kim se puso rígida e intentó no pensar en cómo Bo le atacaba los nervios.
—No empieces a comportarte como uno de mis clientes, porque no eres como ellos.
—No, claro. Ellos son ricos y famosos, yo no.
—Pero aspiras a serlo.
—Aspiro a jugar al béisbol. Es lo que siempre he querido hacer —sus ojos ardieron de pasión—. El resto, el dinero y la fama pueden llegar o no. Pero si puedo jugar seré feliz.
—Oh, Dios mío.
—¿Y ahora qué he hecho? —preguntó él, levantando las manos con las palmas hacia arriba.
—Lo veo en tu cara. De verdad no te importan el dinero y la fama. Tu pasión es el béisbol.
—Pues claro que es mi pasión. ¿Por qué si no estoy jugando año tras año sin cobrar un centavo, trabajando en un bar o en cualquier otra cosa para poder comer? Si lo que quisiera es dinero, me habría largado a trabajar en una plataforma petrolífera al Mar de China o habría montado un concesionario de automóviles. Pero ¿jugar al béisbol por dinero? —echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, mostrando el buen humor que le había faltado en la entrevista. Pero dejó de reír cuando vio que nadie más lo hacía—. ¿Qué? ¿Por qué pones esa cara?
Kim no podía evitarlo. Cuando estaba inspirada tendía a quedarse boquiabierta.
—Es... fabuloso.
—¿El qué? —preguntó él. Le dio un mordisco al donut y una lluvia de azúcar cayó sobre su pecho—. ¿Yo?
Kim se sorprendió mirando sus labios blancos.
—Sí. No. Quiero decir... Es fabuloso lo que acabas de decir. Has hablado desde el corazón y has dicho la verdad, y eso te servirá para ganarte a la gente. Todo el mundo recordará tu sinceridad.
—¿El jugador de béisbol al que le gusta el béisbol? ¿En qué me diferencia eso de otros jugadores?
—No es que te guste el béisbol. A muchos deportistas les gusta lo que hacen. Es tu entrega lo que va a encantar al público.
—¿Sí? —agarró una servilleta y se sacudió el azúcar espolvoreada, lo que sólo sirvió para mancharse su sudadera azul marino—. Eh, Dino. ¿Has oído? Kim acaba de decir que soy fabuloso.
Dino parecía estar más pendiente del azúcar esparcida por su ropa.
—Hay algo que siempre les pedía a mis clientes, y es que cuenten su historia —dijo Kim—. Por desgracia, muchos de ellos no sabían cómo hacerlo para que resultara interesante. Algunos empezaron a entrenarse a una edad tan temprana que nunca supieron por sí mismos si les gustaba o no el deporte.
—Y a Bo simplemente le gusta lo que hace —dijo su madre, sonriendo—. Qué bonito.
—Será mucho más fácil para mí si tengo un cliente que va a causar buena impresión en la gente. Con muchos de mis clientes tenía que hacer lo imposible para persuadir a la prensa que los mirase con buenos ojos.
—Estupendo —dijo Bo—. Entonces, ¿ya está todo hecho?
Kim negó con la cabeza.
—Ni siquiera hemos empezado.
—Bueno, pues dime lo que debo hacer. Es tu especialidad, ¿no? Convertir un diamante en bruto en una bonita gema pulida.
—Suponiendo que haya una piedra preciosa bajo la fachada —replicó ella, mirándolo con suspicacia.
—Ja. Sabes que sí, cariño.
—Regla número uno —dijo ella—. No vayas por ahí llamando «cariño» a las mujeres.
—Si se lo llamara a los hombres pensarían que soy rarito.
—Y no digas «rarito».
—Todo el mundo dice «rarito». ¿Qué tiene de malo la palabra?
—No es la palabra, sino el contexto. Hazte un favor a ti mismo y no la emplees.
—¿Cuál debo emplear? ¿Ho-mo-se-xu-al? —pronunció las sílabas separadamente en un tono burlón y desdeñoso.
—¿Qué tal si te limitas a no sacar el tema? No hay ninguna necesidad de debatir la orientación sexual de nadie —lo miró fijamente a los ojos—. A menos que sea la tuya la que te preocupe.
Bo soltó un bufido.
—Me estás matando, de verdad que sí. Primero me comparaste con Casanova, al que no me parezco en nada. Ese tío se tiraba a todo lo que tuviera faldas, y yo no tengo ese problema. En este momento mi mayor problema eres tú. Y se supone que vas a ayudarme...
—Así es, pero necesito que tú también pongas de tu parte.
—Lo que haga falta —dijo él, zampándose los restos del donut—. Cariño.