Doce
—NO voy a ir —dijo AJ, desafiando con la mirada a Bo en la cocina de Fairfield House.
Bo apretó la mandíbula y se obligó en silencio a no provocar un enfrentamiento. Eran los primeros que se levantaban aquella fría mañana de lunes. La nieve había estado cayendo durante toda la noche, pero la radio había informado de que no se esperaban más nevadas durante el día. El pueblo estaba bien preparado y las máquinas quitanieves ya estaban despejando las calles.
—Sí, vas a ir —dijo, apoyando las manos en la encimera y lanzándole una mirada iracunda a la cafetera. Hacía muchos años que no madrugaba para ir a la escuela y había olvidado lo desagradable que podía ser.
—No voy a ir, y no puedes obligarme.
El filtro de la cafetera goteaba lentamente. Bo no se había esperado una actitud desafiante por parte de AJ, y no estaba preparado para ello. A lo largo de su carrera había soportado toda clase de provocaciones en los campos de béisbol, pero nada lo había afectado tanto como las palabras de AJ. «No puedes obligarme». Al fin y al cabo, el béisbol era sólo un juego. Aquello era algo muy distinto.
Miró a AJ por encima del hombro y lo examinó rápidamente, igual que haría con un bateador recién salido al campo. El chico tenía el rostro en tensión y los ojos le ardían de agresividad.
—Odio tener que decírtelo, colega —dijo, manteniendo un tono tranquilo y razonable—. Pero sí puedo obligarte. Así que ya puedes ir haciéndote a la idea —la cafetera acabó por fin y Bo llenó su taza. Dos sorbos después casi se sentía humano de nuevo—. Oye, esto no puede evitarse. Tienes que ir al colegio como cualquier otro chico.
—Yo no soy como cualquier otro chico —declaró AJ en voz baja pero obstinada—. ¿A quién le importa si voy al colegio o no?
—A mí me importa —respondió con más irritación de la cuenta. Qué demonios. Estaba irritado. Llenó un vaso de zumo y se lo tendió a AJ—. Y vas a ir. No tiene por qué gustarte, y seguramente no te gustará. Pero tampoco es el fin del mundo.
—Para ti no lo será, desde luego. Y te da igual si voy al colegio. Sólo quieres perderme de vista para poder largarte a Virginia.
—Eso es una... estupidez —dijo, tragándose una palabra más grosera. Sostuvo en alto dos cajas de cereales. AJ eligió la de la mano izquierda y Bo llenó dos cuencos, peló un plátano y empezó a cortarlo en finas rodajas—. ¿Qué? —preguntó al notar que AJ se había quedado callado.
—Nada —dijo él. Se sentó en una silla y esperó.
Bo puso los cuencos en la mesa y se sentó junto a AJ.
—Come algo. Tienes que desayunar.
—No tengo hambre. Tengo náuseas.
Seguramente lo decía en serio. Se había puesto pálido.
—Yo también las tengo cuando estoy a punto de empezar algo nuevo —dijo Bo—. A veces hasta vomito y todo, como me pasó antes de mi primer partido de liga. Aquella temporada lo hice fatal, y siempre lo achaqué a los nervios. Ahora veo que también estaba distraído.
AJ tomó una cucharada de cereales.
—¿Distraído por qué?
—Por tu madre. Se había mudado a Laredo con sus padres y yo no podía dejar de pensar en ti, aunque tú no habías nacido aún.
El chico tomó otra cucharada.
—Aun así, seguiste culpándome por haber arruinado tu carrera.
—Vamos, AJ —Bo se obligó a no adoptar una postura defensiva. El chico estaba buscándole sus puntos débiles. Al menos se estaba comiendo el desayuno—. ¿Quieres saber la verdad? Fui un imbécil y tenía miedo de fastidiarla contigo. Pero eso no me impedía pensar en ti todo el tiempo.
AJ empezó a comer con más ganas.
—¿No tienes familia?
—Mi madre, Trudy, murió hace cinco años. Y mi hermano mayor, Stoney, trabaja en una plataforma petrolífera —volvió a llenar de zumo el vaso de AJ—. Ojalá no tuviera que marcharme.
—Sí, claro —dijo AJ—. Seguro que prefieres quedarte en la nieve y hacer de canguro conmigo.
Su acusación dolió a Bo, sobre todo porque no era del todo incierta. Y la expresión de sus ojos le resultaba amargamente familiar. Hacía mucho que no veía aquella mirada de odio, frustración y angustia, pero era la misma que tantas veces había visto en el espejo.
—Yo no he dicho eso. Se supone que voy a Virginia por un programa especial. Son negocios, AJ —«es mi vida»—. Mientras esté fuera tendrás a Dino y a todos los demás para hacerte compañía. Estaré de vuelta antes de que te des cuenta —mientras hablaba pensó en la madre de AJ. Ella también se había ido a trabajar por poco tiempo. Para no regresar jamás.
Los dos sabían que aquello era diferente. La policía no iba a detener a Bo en ninguna redada. Pero, en cierto modo, era otra persona más abandonando a AJ. En su corta vida, el chico ya había perdido a su abuelo, su abuela, se había mudado al sur, su padrastro se había olvidado de él y le habían arrebatado a su madre. Y ahora él estaba pensando en marcharse. Como persona no debía de significar mucho para AJ, pero aquello era probablemente la gota que colmaba el vaso.
—Todo el mundo va la escuela. Sin excepciones. No te costará superarlo, y hasta puede que te guste. Sé tú mismo, sin avergonzarte de lo que eres, intenta hacer amigos...
—No voy a ir.
Soportar la rebeldía de AJ era como enfrentarse a una comadreja. ¿Qué podía hacer? Era ridículo dejarse intimidar por un chico, pero no podía evitarlo. ¿Cómo se manejaba una situación semejante?
—No quiero discutir contigo por esto —declaró con la voz más tranquila que pudo—. Recoge tus cosas o perderás el autobús... a menos que cambies de opinión y quieras que yo te lleve —le había ofrecido llevarlo en coche, pero AJ había rechazado la sugerencia con una expresión de horror.
—No he cambiado de opinión. No voy a ir contigo —murmuró, y para alivio de Bo se puso el abrigo, las botas de nieve y los guantes que Bo le había llevado de la habitación.
—¿Lo llevas todo? —le preguntó, animado por el cambio de actitud.
—Sí —respondió AJ—. No, espera —corrió a su habitación y volvió a los pocos segundos, guardándose la foto de Yolanda en el bolsillo de la mochila.
El gesto hizo que Bo quisiera abrazarlo y decirle que todo saldría bien. Pero AJ no quería abrazos de él y nada estaba saliendo bien, de modo que no abrió la boca. Empezar en un nuevo colegio era muy duro para cualquier chico. Bo lo sabía mejor que nadie. Había perdido la cuenta de las veces que su hermano y él habían tenido que prepararse por sí mismos para ir a la escuela. Si un chico se presentaba en clase con la ropa equivocada, con un olor raro o un aspecto distinto al de los demás chicos, estaba perdido.
—¡Espera! Necesitas dinero para el almuerzo —sacó un fajo de billetes de la cartera y le entregó uno de veinte dólares a AJ—. No tengo nada más pequeño, pero con eso habrá de sobra, ¿no crees?
AJ dudó un momento.
—Creo que tengo que comprar una tarjeta para el comedor.
Oh, sí. Sophie había mencionado lo de las tarjetas, pero Bo no había prestado mucha atención a los detalles. Cuando ella le habló por primera vez del colegio, él aún creía que la situación se resolvería por arte de magia en un abrir y cerrar de ojos. Le hicieron falta varios días y un montón de reuniones con Sophie para asimilar la realidad. AJ iba a quedarse con él a corto, medio y largo plazo.
Sacó otro billete de veinte dólares y se lo dio.
—No sé lo que cuestan esas tarjetas, pero mejor que sobre a que falte —si una tarjeta costaba cien pavos los pagaría gustosamente. Lo que fuera con tal de que AJ siguiera cooperando—. ¿Qué más? ¿Lo compramos todo el otro día? ¿Cuadernos, bolígrafos y...? ¿Cómo se llaman esa especie de regla redonda?
—Un transportador —dijo Kim, entrando en la cocina—. Buenos días, AJ. Buenos días, Bo.
Con la presencia de Kim el aire parecía hacerse más ligero y también la luz parecía cambiar, como si los rayos de sol pudieran abrirse camino a través de las nubes. Kim parecía una modelo de un anuncio de colchones, bien descansada, radiante y hermosa.
—¿Café? —le ofreció Bo.
—Espera un momento —se volvió hacia AJ con una sonrisa—. Te he alcanzado a tiempo.
Como era natural, Bo no pudo quitarle los ojos de encima. Llevaba un vestido negro de cuello alto, medias negras, botas de tacón, pendientes de aro y pintalabios rosa. No había un atuendo más favorecedor para una pelirroja que la ropa negra.
—Toma algunas cosas para la escuela —le dijo a AJ, tendiéndole una bolsa—. Carpetas, cuadernos de anillas, una calculadora, una regla y un transportador. A los profesores de mates les encantan los problemas de ángulos... —mientras hablaba se sirvió una taza de café, con leche desnatada y sin azúcar.
—Gracias —dijo AJ. Se quitó un guante y volvió a abrir la mochila para meter las cosas.
Bo estaba asombrado. Kim había reunido todas las cosas que él no había conseguido adquirir en la tienda. Sus miradas se encontraron y asintió con la cabeza en un gesto de agradecimiento.
—Bueno, ya es hora de irse —dijo, y fue a la puerta principal con AJ—. Pórtate bien. Nos veremos después.
—Adiós —se despidió AJ, y salió a la fría y oscura mañana invernal. Recorrió el camino que dividía el jardín nevado, encogido y encorvado como un condenado en el corredor de la muerte. Media manzana más abajo estaba la parada del autobús, donde ya se habían congregado unos cuantos chicos.
Bo cerró la puerta, pero permaneció junto al cristal hasta que AJ desapareció en las sombras.
—Maldita sea —masculló, sorprendido por el dolor que sentía.
—Ha ido bien —dijo una voz suave detrás de él.
—¿Tú crees? —se giró hacia Kim—. Quería llevarlo en coche, al menos en su primer día. Pero él no quiso.
—Has sido lo bastante listo para respetar sus deseos.
—No sabía que fuera a ser tan difícil.
—No creo que sea fácil para nadie —repuso ella—. No soy ninguna experta en estas cosas, pero al menos sé eso.
—Sólo porque no haya nadie con quien enfadarme no significa que no esté enfadado. Yo tampoco soy un experto. Casi todo el mundo tiene la oportunidad de aprender a ser padre. Yo aún tengo que aprender. Hasta ahora sólo he sido un padre puramente biológico, nada más —no se molestó en ocultar su dolor—. Creía que me pasaría el invierno entrenándome para triunfar en la liga profesional, pero lo que necesito es un entrenamiento intensivo para ser padre. No tengo ni la menor idea de cómo hacerlo.
—¿Sabes qué? No tienes tiempo para un entrenamiento intensivo. AJ necesita que seas un padre ahora. Necesita que estés a su lado ahora. No te preocupes por ser perfecto. A veces basta con estar ahí y ser lo que él necesita.
A Bo le gustaba cuando Kim adoptaba aquella actitud autoritaria.
—Sí, entrenador. ¿Se puede saber dónde has aprendido tanto?
—Yo no he aprendido nada.
Bo estudió su rostro, aún más hermoso cuando estaba seria. Todos los días se maquillaba concienzudamente, pero bajo su ojo izquierdo podía adivinarse un cardenal. Era casi invisible a la vista, pero Bo había aprendido de niño cómo era el aspecto de una mujer cuando intentaba ocultar que alguien la había golpeado. Sabía que Kim se pondría furiosa si le hacía algún comentario al respecto, así que no dijo nada.
—Vamos —dijo ella, volviendo a la cocina—. Te invito a una taza de café.
—¿Por qué eres tan amable conmigo?
—Porque me siento mal por ti y por AJ.
—¿Eso quiere decir que empiezo a gustarte? ¿Un poco, tal vez?
—Quiere decir que me siento mal por ti.
Bo no insistió. Se conformaría con lo que recibiera.
—Ojalá pudiera hacer desaparecer todos sus problemas con un simple chasquido de dedos —dijo.
—Si lo hicieras, no serías un padre. Serías un personaje de cómic o un superhéroe. Escucha, AJ tiene que ir a la escuela, por muy difícil que le resulte. Una vez que supere el temor inicial, todo saldrá bien.
—Sí, pero...
Ella le puso la mano en el brazo. Era la primera vez que lo tocaba a propósito, y el tacto de su mano tuvo un efecto sorprendente en Bo. Sintió una conexión tan íntima y especial que le hizo pensar que no estaba solo en aquella situación. Pero esperó que ella no se diera cuenta, o pensaría que estaba chiflado.
—Deja de preocuparte —le dijo ella—. AJ estará bien.
Mientras caminaba por la calle hacia la parada de autobús, AJ miró por encima del hombro a la colorida mansión que dejaba atrás. Bo se había apartado de la puerta, seguramente con un gran suspiro de alivio. AJ sabía que estaba impaciente por librarse de él.
Unos cuantos chicos esperaban en la parada, que era básicamente una marquesina con un banco. Podía oírlos hablar, dos chicos y una chica. Sus voces despedían bocanadas de vapor en el frío aire de la mañana, como las bocas de unos dibujos animados.
Aún no habían visto a AJ. Se sintió como un espía extranjero, camuflado entre los árboles que se alineaban en las aceras.
El rugido de un motor diesel precedió a la aparición del autobús. Venía hacia él, barriendo la calle con sus potentes faros. Sin pensar, AJ se apretó contra el tronco de un árbol dos veces más grueso que su cuerpo. Se quedó completamente inmóvil, sin respirar siquiera para que no lo delatase el vapor del aliento. Si quería alcanzar el autobús tendría que darse prisa.
Pero siguió sin moverse, ni siquiera cuando oyó los frenos del autobús y el chirrido de la puerta al abrirse. Unos minutos después, la puerta volvió a cerrarse y el autobús se alejó en una nube de humo tóxico. El silencio helado volvió a descender sobre la calle y AJ soltó lentamente el aire que había estado conteniendo.
¿Qué había hecho? ¿Por qué había perdido deliberadamente el autobús? Nunca en su vida había faltado a la escuela. Ni una sola vez. No se podía decir que lo entusiasmaran las clases, pero odiaba meterse en problemas. Y faltar al colegio era un problema muy grave.
Así lo había pensado siempre, pero ahora veía las cosas de otra manera. Su madre estaba detenida y eso era más importante que faltar al colegio.
El viento soplaba con fuerza y los copos de nieve le aguijoneaban el rostro como pequeñas agujas. AJ no tenía ningún plan. Había actuado por impulso, pero de una cosa estaba seguro; no podía quedarse allí hasta convertirse en una estatua de hielo, esperando a que saliera el sol. Tampoco podía volver a Fairfield House. Si lo hacía, Bo lo metería en el coche y lo llevaría al colegio. Llegar tarde al colegio de la mano de su padre como si fuera un crío, sólo serviría para empeorar aún más la situación.
Metió la mano en un bolsillo de la mochila. La noche anterior había imprimido algunos mapas e información de internet, de modo que quizá su plan había empezado a forjarse entonces.
Empezó a caminar, con la cabeza gacha para protegerse del viento. El viaje más largo empezaba con un simple paso, o eso decía la gente.
Todo el pueblo le resultaba extraño, pero tenía la vaga idea de que si se dirigía colina abajo hacia el lago acabaría llegando al centro de Avalon. Allí estaban las tiendas, los restaurantes, el ayuntamiento y la biblioteca municipal.
Y la estación de tren.
Bo le había dicho que había varios trenes diarios a Nueva York. El corazón de AJ se aceleró, al igual que sus pasos. Seguía sin tener un plan. Sabía que aquello era una locura. Lo único que tenía era su mochila con las cosas del colegio, los mapas y las direcciones y cuarenta dólares en su mochila. Seguramente era mucho más de lo que su madre tenía cuando la detuvieron.
No le fue difícil encontrar el camino al centro del pueblo, tomando como referencia la vasta superficie blanca del lago helado, que el sol naciente empezaba a teñir de matices rosados. La nieve formaba un manto tan hermoso y brillante que hacía daño a la vista. Al observarlo con más detenimiento vio algunos indicios del verano: había casas con embarcaderos que se internaban en la extensa blancura, y junto a un parque desierto vio una silla sobre un andamio con un cartel: El socorrista no está de servicio.
Las farolas acababan de apagarse, dejando paso a la luz del día. Un par de restaurantes estaban abiertos, y la pastelería Sky River ya estaba llena de gente y despidiendo unos olores tan deliciosos que a AJ le costó seguir caminando. Vio un paso a nivel y siguió la vía hasta llegar a la estación.
Muy bien, pensó mientras se unía al flujo de viajeros que entraban en el viejo edificio de la estación. Allí estaba. Entonces levantó la mirada hacia el panel con los horarios y los destinos y sintió que lo abandonaba la seguridad. ¿Cómo iba a saber qué tren debía tomar para Nueva York? Y una vez allí, ¿qué haría?
Permaneció de pie en el vestíbulo, agradecido por los grandes calefactores del techo. Tras él había una fila de pósteres promocionales de Avalon y el lago Willow que mostraban a familias sonrientes remando en canoa, presenciando los fuegos artificiales, esquiando y contemplando las hojas del otoño. AJ sacudió la cabeza. Cuando era más joven creía que esas familias idílicas existían de verdad, pero ya sabía que las personas de esos pósteres eran modelos contratados para posar sonrientes, y que seguramente ni siquiera se conocían entre ellos.
Pero no era el momento de pensar en familias felices, sino en lo que iba a hacer a continuación. Había cuatro andenes, una taquilla y varias máquinas expendedoras de tickets. Observó atentamente a los pasajeros. Compraban un billete, lo introducían por una ranura del torniquete y pasaban por la barra giratoria para recoger el billete al otro lado. Vio a un adolescente que miraba a ambos lados, colocaba las manos a los lados del torniquete y saltaba por encima de la barra, tan rápido como una centella.
Había que estar muy seguro para intentar colarse sin billete, y AJ desistió de arriesgarse, convencido de que lo pillarían. Era mejor mezclarse con el resto y no llamar la atención. Siguió observando a los pasajeros. Algunos hablaban por sus móviles, otros hablaban entre ellos.
—... llámame cuando llegues a Nueva York, ¿de acuerdo? —dijo alguien. Una voz de mujer.
—Sabes que lo haré —respondió una voz profunda y masculina.
AJ se acercó discretamente a la pareja. El tipo iba a Nueva York. Todo lo que AJ tenía que hacer era imitar sus movimientos y subirse al mismo tren.
El pasajero en cuestión era un hombre alto y negro con la cabeza rapada, y su novia era una mujer rubia y bonita que empujaba un cochecito de niño. El bebé estaba envuelto en una prenda de lana con una capucha provista de grandes orejas redondas. Tenía la piel blanca y un mechón de pelo color zanahoria se asomaba bajo la capucha, y a AJ le recordó una de esas muñecas que se ganaban en las tómbolas de la feria.
—Ten cuidado, Julian —le dijo la mujer—. Charlie y yo vamos a echarte mucho de menos.
El hombre se agachó delante del bebé.
—Cuida de tu madre, ¿de acuerdo?
El bebé hizo un ruidito y se retorció en el carrito. El hombre volvió a erguirse.
—Hasta la vista, Daisy.
El rostro de la joven se encogió en una expresión trágica y se abrazó fuertemente al hombre.
—Prométeme que me llamarás y que me escribirás.
—Todos los días —le prometió él, inclinándose y aspirando como si estuviera oliendo sus cabellos—. Lo juro por Dios.
AJ se sintió avergonzado por estar observándolos, como si los estuviera espiando o algo así. Nada de eso. Sólo necesitaba ver cómo se tomaba el tren para Nueva York. Al menos, el hombre no la besó ni nada parecido, aunque se comportaba como si quisiera hacerlo. Le dio un último abrazo y se puso a la cola en una de las máquinas expendedoras. La rubia llamada Daisy lo observaba con lágrimas en los ojos.
Tal vez, al igual que AJ, el hombre se iba mucho más lejos que a Nueva York.
AJ se colocó en la cola detrás de él. Su bolsa de viaje tenía una etiqueta con su nombre: J. GASTINEAUX, y el nombre de la Universidad de Cornell. Introdujo un billete de veinte dólares en la máquina y pulsó algunos botones. La máquina le devolvió algunas monedas e imprimió un billete.
Cuando le llegó el turno a AJ, introdujo el dinero que Bo le había dado para el almuerzo y pulsó los mismos botones que el tipo. Contuvo la respiración y esperó. Los segundos se hicieron interminables, pero finalmente la máquina vomitó el cambio y expulsó el billete con su banda magnética. AJ corrió hacia el mismo torniquete por el que había pasado el hombre y el billete actuó como una llave mágica. Tuvo que acelerar el paso para alcanzar al hombre, que estaba subiendo las escaleras de una pasarela sobre las vías para acceder al andén número cuatro.
La sala de espera acristalada estaba atestada de pasajeros. AJ se colocó junto a la puerta y pensó en el siguiente paso. ¿Qué haría al llegar a Nueva York? ¿Intentaría volver a Houston? Su madre ya no estaba allí. Tenía algunos amigos, pero ninguno querría acogerlo para no meterse en problemas. La cruda realidad era que no tenía ninguna opción favorable. Ninguna en absoluto.
El tren entró en la estación envuelto en un remolino de vapor. Los pasajeros salieron al andén y subieron a bordo. AJ se quedó lo más cerca posible de Julian. No supo por qué. Tal vez porque había sido muy agradable con el bebé. O por lo que fuera. Lo único que importaba ahora era que ya estaba en camino.
Y solo.