Ocho
—TE gustará la casa de Sophie y Noah —dijo Bo mientras se dirigían al encuentro con Sophie, después de haber comprado un abrigo, unas botas y unos guantes para AJ y una caja de kolaches calientes para ella. Sophie tenía su despacho en el pueblo, pero los fines de semana siempre se quedaba en casa con su familia—. Ya lo verás. Viven en una granja y Noah es veterinario. ¿Te gustan los perros?
—El año pasado me mordió uno cuando intentaba acariciarlo —respondió AJ, tocándose la cicatriz junto a la boca.
—No va a morderte ningún perro —le aseguró Bo. «Strike uno», pensó—. ¿Y los gatos? ¿Te gustan?
AJ se encogió de hombros.
Strike dos.
—¿Y los caballos? A todo el mundo le gustan los caballos, ¿no?
—Me hacen estornudar.
Strike tres. Eliminado.
—Tengo que hacerte una confesión —dijo Bo—. A mí tampoco me gustan mucho los caballos. Cuando me vine de Texas todo el mundo creía que era un vaquero.
AJ no dijo nada.
—Por Dios, AJ, ¿y los hámsters enanos? ¿Tienes algo en contra de ellos?
—Nunca he visto ninguno. ¿Hay hámsters enanos aquí?
—No lo sé —admitió Bo, conduciendo por la carretera que bordeaba el lago—. Oye, ya sé que te resulta extraño estar aquí y que estás preocupado por tu madre, pero vamos a hacer todo lo posible por ayudarla, ¿de acuerdo? —miró al chico y éste asintió—. Sophie sabrá lo que hay que hacer. Antes trabajaba en el Tribunal Internacional en La Haya.
—Holanda —dijo AJ—. La sede del gobierno neerlandés.
—Eres muy listo —dijo Bo, impresionado—. Casi nadie sabría localizar La Haya en el mapa. Yo tampoco sé mucho, pero sí sé que hay que ser muy buen abogado para trabajar allí.
Confiaba plenamente en Sophie, quien se había casado con Noah Shepherd, el mejor amigo de Bo, la primavera pasada. Se había visto implicada en un desagradable incidente en La Haya y había decidido volver a Avalon. Tenía dos hijos de su anterior matrimonio y ella y Noah habían adoptado a otros dos niños de un pequeño país del África meridional. A Bo le parecía un tremendo salto de fe, casarse y tener hijos a la vez. No podía imaginarse a sí mismo dando un paso semejante. Apenas podía dirigir su propia vida; ¿cómo podría hacerse responsable de una familia?
La inesperada llegada de AJ lo había pillado totalmente desprevenido. Bo nunca había dejado de pensar en aquel chico ni de mandarle el cheque mensual, pero aquélla era la primera vez que lo veía como una persona de carne y hueso. Una persona con sentimientos, necesidades y miedos. Un niño al que habían separado abruptamente de su madre y cuyo padrastro no se preocupaba ni de darle su número de teléfono. Un crío traumatizado que, de repente, tenía a Bo Crutcher como padre. Sin duda se estaba preguntando qué había hecho para merecer algo así.
Antaño una granja lechera, la casa de Noah se extendía sobre una loma que dominaba el lago Willow. La hacienda constaba de una gran vivienda y numerosas dependencias, incluyendo un granero, un establo y la consulta veterinaria. En el camino de entrada se levantaba un letrero con el nombre: Clínica veterinaria Shepherd.
La granja había sido fundada por los abuelos de Noah, quien había pasado allí toda su vida salvo cuando fue a la universidad de Cornell. Bo no se imaginaba cómo debía de ser pertenecer a una familia arraigada en el mismo lugar desde siempre y que permanecía unida. Noah era la persona más feliz que Bo conocía, gracias sin duda a aquella inalterable sensación de pertenencia. Ojalá alguien le hubiera ofrecido lo mismo a AJ, pero por desgracia ya era demasiado tarde.
Aparcó junto a la casa, y nada más bajarse del coche aparecieron un par de grandes formas peludas que se lanzaron velozmente hacia ellos. Rápido como un rayo, AJ volvió a meterse en el coche y cerró con un portazo. Bo no tenía nada que temer de Rudy y Opal, pero a un chico que había sido mordido en la cara por un perro debían de parecerle aterradores.
—Al suelo, ya —les ordenó a los perros que saltaban a su alrededor. Por suerte habían sido entrenados para obedecer y se posaron sumisamente en la nieve—. Tranquilo, AJ. Te prometo que se quedarán quietos.
El chico dudó en el interior del coche.
—No pasa nada —insistió Bo—. No dejaré que se acerquen a ti.
AJ salió lentamente del coche y caminó rápidamente hacia el porche. Bo no se enorgulleció por ayudar al chico a superar sus temores. Sabía que AJ sólo estaba intentando salvar la cara.
Sophie estaba esperando en la puerta y los saludó con una sonrisa. Era una mujer rubia y muy atractiva, a pesar de los vaqueros viejos y el jersey manchado de compota.
—Hola, Bo —dijo, y le sonrió afectuosamente a AJ—. Soy Sophie. Tú debes de ser AJ.
—Sí, señora.
Entró en el vestíbulo y miró vacilante a su alrededor.
—Dadme vuestros abrigos —dijo Sophie, y los hizo pasar al interior de la casa.
Cuando se casaron, Sophie había cambiado la vida de Noah por completo, incluyendo aquella típica casa de soltero. Los relojes de pared con marcas de cerveza, el futbolín y la batería del grupo de música habían sido confinados al garaje, provisto de calefacción y de un barril de cerveza, y una colección de fotos de su nueva familia habían sustituido a la antigua decoración masculina.
A Noah no le habían importado nada los cambios. Estaba tan feliz y enamorado que Sophie podría haber pintado la casa de rosa, si hubiese querido.
—Noah está en la clínica —dijo ella—. Y los niños están acabando de desayunar.
Los llevó por un pasillo hasta la enorme cocina, con sus paredes amarillas cubiertas de dibujos infantiles que recordaban a las pinturas rupestres de las cavernas.
—¡Tío Bo! —exclamó Aissa, su sobrina adoptada, agitando una tostada de mermelada de uvas. Tenía cuatro años y era tan bonita que sería imposible no mirarla.
—Hola, pequeña —la saludó él—. Y hola a ti también, Buddy —le dijo a su hermano, de siete años. Se llamaba Uba, pero la versión americanizada de su nombre no había tardado en imponerse.
Aissa le enseñó un par de pequeñas botas de color rosa.
—Quiero salir a jugar.
—¿Te has vuelto loca? —le preguntó Bo—. Hace mucho frío ahí fuera.
Los pequeños estaban bajo el cuidado de su hermano mayor, Max, el hijo que había tenido Sophie con su primer marido. Max estaba en octavo curso y parecía que se le daban muy bien los pequeños. AJ se mostró muy tímido durante las presentaciones, rechazó la oferta de zumo de manzana y tostadas con mermelada e intercambió una mirada de recelo con Max.
—Kolaches —dijo Bo, tendiéndole la caja a Max.
—¡Sí! —exclamaron los tres niños. Se lanzaron ávidamente sobre la caja, pero Max se detuvo antes de morder uno de los pasteles—. Hum... ¿quieres uno? —le preguntó a AJ.
—No, gracias.
—Tenemos cosas que hacer en el despacho —dijo Sophie, aliviando la tensión—. ¿Puedes quedarte con estos dos, Max?
—Claro —respondió Max con firmeza.
Fueron al pequeño y ordenado despacho de Sophie, provisto de ordenador, ficheros, un tablón de anuncios con recortes de periódicos y mapas. Los estantes estaban repletos de libros de derecho y de fotos familiares en las que todos sus miembros aparecían felices y sonrientes. Bo sabía que Sophie lo había pasado muy mal, pero aquellas fotos demostraban que siempre había luz al final del túnel.
Sophie le puso a AJ una mano en el hombro. El tacto tuvo un efecto inmediato en el chico, cuya expresión se relajó visiblemente. Un simple roce bastaba para ofrecer apoyo y consuelo, y Bo se dio cuenta de que, salvo cuando lo subió dormido por las escaleras, apenas lo había tocado. Sin duda tenía mucho que aprender para ser padre. Y además tendría que aprenderlo por su cuenta.
—Ayer me puse a hacer llamadas en cuanto Bo me contó lo de tu madre —le dijo Sophie a AJ—. Ya sé que es un momento angustioso para vosotros, y por eso vamos a resolverlo lo más deprisa que podamos.
—¿Cuándo? —preguntó AJ—. ¿Cuándo podré ver a mi madre? ¿Cuándo podré irme a casa?
—No lo sé, AJ. Los casos de inmigración suelen ser muy complicados, pero eso también puede actuar a nuestro favor. Cualquier cosa puede ocurrir en un caso como éste. Estoy trabajando con un colega especializado en inmigración —volvió a tocarlo ligeramente en el brazo y le señaló la pantalla del ordenador—. ¿Ves este documento? Es una apelación de emergencia que enviaremos al tribunal federal el lunes por la mañana. En ella haremos constar que un ciudadano estadounidense menor de edad ha sido abandonado sin ningún tipo de tutela legal. De esa manera tal vez podamos conseguir la libertad provisional para tu madre.
El rostro de AJ volvió a cubrirse de preocupación mientras miraba la pantalla.
—Necesito ver a mi madre. No puedo esperar más.
Bo quería abrazarlo, pero no quería profundizar en su relación afectiva con AJ. Odiaba aquella situación. Finalmente, recordando cómo lo había tocado Sophie, le dio una palmadita en el hombro.
—Los asuntos legales llevan su tiempo, pero no duran para siempre.
AJ se apartó de su mano.
—¿Cuánto tiempo?
Bo intercambió una mirada con Sophie.
—Nadie puede saberlo.
—¿Por qué no puedo ir con ella y ya está? —insistió el chico—. Al centro de internamiento, a México o a donde sea...
—Eres ciudadano estadounidense, y mandarte allí es tan difícil como traerla a ella de vuelta —explicó Bo, recibiendo un gesto de aprobación de Sophie—. Además, no es eso lo que tu madre quiere para ti —Yolanda se había mostrado inflexible al respecto en su llamada telefónica. AJ no podía ir con ella a un lugar peligroso y hostil.
—Soy un niño —le recordó AJ innecesariamente—. ¿Es que eso no cuenta? Soy un niño y se supone que tengo que estar con mi madre.
—Así lo exigía la ley hasta hace poco —dijo Sophie—. Pero la reforma del Acta de Inmigración eliminó ese derecho fundamental. Antes, si unos padres indocumentados podían demostrar que su deportación dejaba en situación de riesgo a un ciudadano estadounidense, como es tu caso, AJ, el juez podía permitirles que se quedaran en el país. Pero con la nueva acta se procedió a la deportación automática —les enseñó un documento que había imprimido—. A mediados de los noventa se efectuaban alrededor de cuarenta mil deportaciones al año. Hoy son más de trescientas mil al año. Según el INS y el ICE se está procediendo a la expulsión de un criminal o sospechoso de terrorismo, pero no siempre es así. En muchos casos, miles de trabajadores honrados, incluso veteranos de guerra, son detenidos y deportados en masa.
—No creo que necesite saber todo eso... —dijo Bo, mirando a AJ.
—Quiero saberlo todo —declaró el chico—. Aunque sean malas noticias.
—No tienen por qué ser malas noticias —respondió Sophie—. Simplemente, tenemos que buscar otra estrategia. Mientras tanto, tu lugar está aquí, en Avalon, con Bo.
Bo intentó no sentirse ofendido por la expresión de AJ.
—De acuerdo, tal vez no sea el padre del año —admitió—. Pero estoy dispuesto a cumplir con mi parte —siempre que se disponía a lanzar en un partido de béisbol podía adivinar lo que estaba pensando el bateador, basándose en su postura, su mirada y sus movimientos faciales. Se preguntó si aquella técnica le serviría con el chico. De ser así, la expresión de AJ revelaba una peligrosa combinación de ira y miedo. Un bateador que se dispusiera a batear en un estado semejante tenía todas las de perder ante el lanzador.
Bo volvió a alargar la mano hacia su hombro, pero esa vez el chico estaba preparado y se alejó de su alcance.
—Voy a ver si quedan algunos de esos pasteles —dijo, y salió del despacho.
Bo se giró hacia Sophie.
—¿Qué puedo decir? El chico me quiere.
Sophie sonrió compasivamente. En sus ojos brillaba la sabiduría de una madre.
—Está aterrorizado, pero los dos conseguiréis superarlo. Estoy convencida.
—Sé sincera conmigo, Sophie. ¿Qué posibilidades tiene Yolanda?
—Como ya le he dicho a AJ, puede ocurrir cualquier cosa. Lo más importante ahora es investigar el caso a fondo. Necesitamos averiguar todo lo que podamos sobre Yolanda, incluso los detalles más secretos de su vida privada.
—¿A qué te refieres exactamente? —preguntó Bo con una sensación incómoda.
—No estoy segura. Sospecho que esto va a durar más de lo querríais tú o AJ —lo miró fijamente a los ojos—. Sólo intento ser realista, Bo. A veces las cosas no salen como queremos.
—No puedo hacer esto, Sophie. No estoy preparado. Vivo encima de un bar, por amor de Dios.
—¿Es un lugar seguro para AJ?
—Por supuesto. Pero no creo que sea el mejor lugar para un niño. Es un apartamento muy pequeño y ruidoso. Si esto va a alargarse más de lo previsto, tendré que buscar otro sitio.
—Te sugiero que lo hagas —lo animó Sophie.
Bo asintió y sacó su móvil del bolsillo.
—Tengo que hacer una llamada.
—Y yo necesito un kolache antes de que se acaben —dijo Sophie, y se marchó a la cocina.
Dino Carminucci respondió al primer toque. Bo lo había puesto al corriente de la situación el día antes, y Dino se había ofrecido a hacer lo que pudiera a pesar de su incredulidad inicial.
—Has hecho bien en llamarme —le dijo Dino, después de que Bo le hubiera resumido la conversación con Sophie y la necesidad de buscar otro lugar para vivir—. Tengo el sitio perfecto. Ven a verme cuando acabes con la abogada.
—¿Esta es la «mejor solución» de la que estabas hablando? —preguntó AJ, mirando con escepticismo lo que parecía una enorme casa de caramelo.
—Dino me ha asegurado que es un lugar idóneo para alojarse. Pero, ¿sabes lo que he oído? La dueña es una mujer viuda y medio loca...
—¿De verdad? —el rostro de AJ se iluminó de repente.
—Eso me dijeron mis compañeros de equipo cuando la ayudaron a reformar la casa.
Una hilera de árboles dividía la calle por la mitad, y a ambos lados se sucedían las mansiones erigidas cien años atrás o más por las acaudalas familias como residencias veraniegas. Casi todas habían sido conservadas y reformadas por la nueva clase alta de Avalon, jóvenes profesionales que habían hecho su fortuna en la industria tecnológica o las finanzas. Otras habían sido transformadas en oficinas y consultas para médicos, contratistas y empresarios, pero siempre respetando el aspecto original.
Bo miró a AJ para observar la reacción del chico a aquel escenario de cuento. La nieve le daba un bonito y tranquilo aspecto a la calle y sólo faltaban los coches de caballos para completar una estampa clásica. Pero AJ seguía adoptando una postura defensiva, abrazándose fuertemente y sin mirar a Bo.
Fairfield House destacaba en el vecindario como una prostituta en una iglesia. Su elaborada estructura había sido pintada con varios tonos de rosa y naranja, y un cartel en la verja anunciaba habitaciones en alquiler.
—La casera tiene una habitación disponible en la última planta —le dijo a AJ—. Ofrece desayuno y cena, que es más de lo que yo puedo conseguir en mi apartamento sobre el bar —a pesar de sus intentos por tranquilizar a AJ, tenía que admitir que la estrafalaria casa de caramelo le ponía los vellos de punta.
Su aprensión aumentó con el chirrido de la verja al abrirse y con la sal del camino crujiendo bajo sus pisadas. El mobiliario del porche constaba de una butaca blanca de mimbre, enfundada en una cubierta de plástico, y varias macetas con tallos raquíticos y deshojados, restos olvidados de un clima más caluroso.
Bo se cuadró y llamó al timbre. En el último segundo recordó que debía quitarse el gorro, pues Dino había descrito a la dueña como una mujer muy recatada. AJ permaneció detrás de él, seguramente calculando el tiempo que tardaría en volver corriendo al coche. Bo empezó a impacientarse y volvió a llamar al timbre, que resonó como una especie de gong. A través de las cortinas de encaje del vidrio emplomado de la puerta vio a alguien acercarse. Bo cada vez se sentía más lejos de su elemento. Sacó rápidamente la tarjeta que le había dado Dino y leyó el nombre de la casera. Penelope van Dorn.
Van Dorn. Un nombre con clase, desde luego. Seguramente debía de ser una especie de institutriz o maestra rural extremadamente severa y estirada.
La puerta se abrió bruscamente.
—¿Puedo ayudarlo?
Por un momento Bo fue incapaz de articular palabra y de pensar en nada.
No era ninguna institutriz severa y almidonada. Era una mujer escultural de metro ochenta aproximadamente, con una larga y llameante melena rojiza que le caía en suaves ondulaciones hasta la mitad de la espalda y con las curvas suficientes para dejar a Bo de piedra, boquiabierto y absolutamente anonadado.
Cuando su cerebro volvió a funcionar, sólo pudo pensar en una cosa.
Estaba perdido.