Dos

BO CRUTCHER observó a la pelirroja con tacones en la puerta de la terminal. Había llegado en un vuelo nocturno procedente de Los Angeles. Él estaba esperando otro vuelo nocturno, procedente de Houston, pero el letrero sobre la puerta indicaba que llevaba retraso.

La pelirroja de Los Angeles era su tipo de mujer. Alta, delgada, exuberante melena, grandes pechos y ropa provocativa. Lo estaba mirando con una expresión asesina, pero Bo tenía una larga espera por delante y cualquier distracción era bienvenida. Aquella mujer lo hacía pensar en sus cosas favoritas: chupitos de tequila, jazz de Stanley Clarke y un lanzamiento con efecto que ningún bateador podría batear. Tenía un trasero perfecto y un rostro que relucía como la diosa de una pintura del Renacimiento.

No debería estar comiéndosela con los ojos, pero una mujer así era difícil de ignorar. La examinó como un amante del arte examinaría la Venus de Botticelli. Bo nunca había entendido cómo un pintor podía concentrarse en el lienzo cuando estaba ante una modelo desnuda.

La pelirroja se lanzó hacia la cinta transportadora, como si hubiera leído sus indecentes pensamientos, y Bo tuvo que recordar cuál era su propósito. No era así cómo había planeado pasar el fin de semana. Debería estar en casa, durmiendo a pierna suelta tras una noche gloriosa en el bar Hilltop Tavern. Torres se enfrentaba a Bledsoe en el partido del año y Bo había desembolsado mil pavos para tener televisión por cable en el local. Había previsto una noche en vela, sirviendo una cerveza tras otra a los clientes y amigos, animando al equipo perdedor en la inmensa pantalla de plasma que había instalado en el bar y que había desatado la ira de su jefa, Maggie Lynn. Una noche ideal, se mirara por donde se mirara.

Salvo que nada había salido como estaba previsto. Todos sus planes se fueron al garete cuando comprobó su buzón de voz y se encontró con el mensaje más inesperado de su vida. En aquel momento se vio obligado a dejarlo todo y conducir a toda velocidad desde Avalon, en las montañas Catskills, hasta el aeropuerto La Guardia, en Nueva York, para esperar el vuelo de Houston.

De pie junto a la puerta 22-C de la terminal, sentía como el pánico lo invadía por momentos. Y aún le quedaba otra media hora de angustiosa espera. Miró a su alrededor y volvió a fijarse en la pelirroja, quien parecía estar teniendo problemas con sus zapatos en el pasillo mecánico. Estaba inclinada hacia delante, intentando desatarse las correas.

Se dio cuenta de que estaba atrapada y corrió hacia ella.

—Parece que le hace falta ayuda, señorita.

Ella siguió peleándose con las correas del zapato. Al parecer se le habían quedado enganchados los dos tacones. Bo buscó rápidamente algún interruptor de emergencia, y al no encontrar ninguno se agachó para rodearle el tobillo con una mano y tirar del pie hasta liberarlo. Ella dejó escapar un grito de miedo y asombro.

—Apártese de mí —le ordenó—. Se lo advierto. Quíteme las manos de encima o...

—Enseguida —la interrumpió él.

El otro zapato se negaba a ceder, y casi habían llegado al final del pasillo. La mujer corría el riesgo de sufrir graves heridas si no conseguía sacar el tacón de la ranura. Bo dio un fuerte tirón y consiguió liberar el zapato. Se oyó el inconfundible crujido de una tela rasgada y la mujer cayó hacia atrás. Bo consiguió sujetarla antes de que impactara contra el suelo y la levantó en sus brazos al tiempo que salvaba el final del pasillo móvil. Entonces la dejó en suelo firme y se apartó, levantando las manos para dejar claro que no pretendía hacerle daño.

Sería un iluso si esperase gratitud de la iracunda pelirroja. Debería haberla dejado caer sobre su apetitoso trasero o que la cinta móvil la hubiera engullido como a un dibujo animado. Pero a pesar de su hostilidad, sus rasgos lo seguían fascinando con una perfección que parecía esculpida en mármol. Se preguntó de qué color serían los ojos que ocultaban aquellas gafas oscuras.

Vio que se le había caído el bolso al suelo y se agachó para recogerlo en un gesto de cortesía.

—Tenga, señorita —le tendió el bolso con una floritura—. Bonito bolso. De Judith Leiber, ¿verdad?

El comentario pareció desconcertarla. Las mujeres siempre se sorprendían con el conocimiento que Bo demostraba tener de modistas y diseñadoras. Algunas incluso suponían que era homosexual. Nada más lejos de la realidad. A Bo le encantaban las mujeres y le gustaba conocer sus gustos y aficiones como si estuviera llevando a cabo un estudio antropológico.

La pelirroja le arrebató el bolso.

—¿Puedo invitarla a una copa? —le preguntó él, señalando con la cabeza un bar cercano. Estaba abierto y muy concurrido a pesar de la hora.

Ella lo miró como si estuviera escupiendo sapos por la boca.

—Pues claro que no.

—Sólo preguntaba —dijo él sin perder la sonrisa. A veces a las mujeres como ella les gustaba ponerlo difícil—. ¿Una noche movida?

Un atisbo de sonrisa asomó casi imperceptiblemente a su hermosa boca.

—Lo siento. Creo que me confunde con otra persona —hablaba con una dicción clara y limpia que a Bo le resultó tremendamente sensual—. Alguien que tenga interés en hablar con usted —se dio la vuelta y se alejó, mostrando una pierna larga y torneada por el corte del vestido.

—No hay de qué —murmuró él, sin apartar la vista de su ondulante trasero.

Strike uno, pensó. Tal vez fuera mejor así. No estaba allí para ligar con despampanantes desconocidas, sino para enfrentarse a la temida realidad.

Se paseó de un lado para otro, observando la puerta como un gladiador en la arena que esperase el ataque de leones hambrientos. La gruesa puerta de color gris seguía cerrada a cal y canto, y ya había acabado con la paciencia de la azafata del mostrador al preguntarle en cuatro ocasiones cuándo llegaba el maldito vuelo.

Miró la hora en su reloj. Aún quedaban veinte minutos. El bar estaba atestado de gente que bebía café o Bloody Marys mientras hablaba por sus móviles, consultaba su correo electrónico o leía el periódico. ¿Por qué ya nadie podía limitarse a beber sin más? ¿Todo el mundo tenía que estar permanentemente ocupado con una cosa u otra, incluso cuando se disfrutaba de una cerveza?

A Bo se le hizo la boca agua al pensar en una fría y deliciosa cerveza de barril. Aún tenía tiempo. Podía tomarse una y estar de vuelta en cuestión de minutos.

Miró una fila de personas que estaban embarcando en un vuelo a Fort Lauderdale y sintió una punzada de envidia. Fort Lauderdale sería un buen destino en esos momentos, pensó mientras se dirigía lentamente hacia el bar. Quince minutos eran más que suficientes para tomarse una cerveza que acabara de despejarlo. Se apostaría en la barra, frente a la caja registradora. Allí se recibía el mejor servicio, tal y como había aprendido en sus muchos años trabajando como camarero. Cada vez que el barman se acercaba a la caja, veía el rostro del cliente en el espejo y éste tenía garantizado un servicio más rápido y eficaz. De modo que se posicionaría en la barra y...

—¡Taylor Jane Purvis, vuelve aquí! —gritó una voz furiosa.

Un proyectil pasó a toda velocidad junto a Bo en dirección al pasillo móvil que casi se había tragado a la pelirroja. Era una niña pequeña con una mata de rizos rubios que había dejado atrás a su madre, cargada con nueve bultos de equipaje. La pequeña saltó al pasillo y siguió corriendo, imprimiendo una velocidad adicional a su carrera y aumentando considerablemente la distancia con su madre.

Bo dudó un momento. Aquella mañana ya lo habían acusado de ser un pervertido en aquel mismo pasillo, pero la niña se estaba alejando de la madre y podía caerse o extraviarse. Decidido, se lanzó en su persecución junto al suelo deslizante y la alcanzó en unas pocas zancadas. La agarró sobre el pasamanos y la levantó como si fuera un premio de feria entre el flujo de viajeros. Los pies de la sorprendida niña siguieron pataleando en el aire.

—¿Eres Taylor Jane? —le preguntó Bo, sosteniéndola a la altura de sus ojos.

La pequeña asintió, muda de asombro.

—Tu madre te está buscando.

La niña pareció recuperarse de su sorpresa inicial. Dejó escapar un grito y le dio un puntapié en una zona especialmente vulnerable de su cuerpo.

Bo le enseñó a la niña una nueva palabra, la soltó en el suelo y retrocedió con las palmas en alto, mirándola como si fuera un cartucho de dinamita.

La madre apareció junto a ellos y la agarró de la mano.

—¡Taylor Jane! —exclamó, y se volvió hacia Bo con los ojos llenos de pánico—. Apártese de mi hija o llamaré a seguridad.

—Lo que usted diga —no se molestó en explicar que únicamente había pretendido ayudar. Sólo quería alejarse lo más posible de Taylor Jane. Nunca se le habían dado bien los niños...

Strike dos. El incidente terminó costándole la cerveza. Los pasajeros de un nuevo vuelo habían desembarcado y los sedientos clientes ocupaban hasta el último palmo de la barra.

Bo regresó a la puerta 22-C justo cuando la azafata abría la puerta de seguridad. Los mozos se alineaban con sus sillas de ruedas y carritos eléctricos. Bo sintió como sus músculos se tensionaban y todos sus sentidos se agudizaron al máximo para captar hasta el más mínimo detalle. Un hombre pasó a su lado con la funda de una guitarra a la espalda. Los tacones de una mujer resonaban en el suelo. El abrigo de un ejecutivo olía a marihuana. Dos mozos de equipajes hablaban en español. El entorno lo bombardeaba con toda clase de percepciones, y una descarga de adrenalina le lanzó la última advertencia.

La huida. Aún había tiempo para escapar y desaparecer. No sería la primera vez que hiciera algo semejante...

Observó las puertas con los destinos iluminados. Raleig, Nashville, Oklahoma, última llamada a los pasajeros con destino a Nueva Orleans... Podía comprar un billete allí mismo y embarcar. Ahora. Sin pensarlo dos veces. Nadie podría culparlo por ello. Cualquier hombre en su sano juicio dejaría que fueran otros más preparados los que se enfrentaran a la situación.

Se acercó al mostrador del vuelo para Nueva Orleans.

—¿Puedo ayudarlo? —le preguntó el auxiliar, un hombre corpulento con el pelo de punta, levantando la mirada del monitor.

Bo carraspeó torpemente.

—¿Quedan plazas libres en este vuelo?

El auxiliar asintió.

—En Nueva Orleans siempre hay sitio para todos.

Bo se sacó la cartera del bolsillo trasero, y al abrirla se cayeron una vieja factura y una moneda. Se agachó y recogió la moneda. Era muy antigua, con un triángulo en relieve. Uno de esos objetos simbólicos que se recibían al jurar que se había permanecido sobrio todo un año. De ninguna manera podía habérsela ganado Bo. ¿Quién querría pasarse un año entero sin beber? Él no, desde luego. Ya era bastante duro sobrevivir a una temporada de béisbol. Si conservaba aquella moneda era porque procedía de un tiempo, un lugar y una persona a la que Bo no conocía, pero a quien estaba íntimamente vinculado.

—¿Señor? —lo llamó el auxiliar—. ¿Necesita algo?

Bo examinó la moneda en su mano. Servicio, unidad, recuperación.

—No, nada —respondió en voz baja. Cerró el puño alrededor de la moneda y volvió a la puerta 22-C. Un mozo esperaba con una radio encendida, sintonizando la emisora entre crujidos e interferencias.

En su cabeza, Bo oyó el lejano rugido de una multitud, como los ecos del océano en una caracola. La voz del locutor atronaba por los altavoces del estadio.

«Damas y caballeros, esta noche no cabe ni un alfiler en el Yankee Stadium. Y aquí tenemos a nuestro primer lanzador, dispuesto a conseguir el mayor triunfo de su carrera. En momentos como éste no hay un lugar más solitario en la tierra que el montículo. Ahí lo tenemos, cara a cara con Tony Valducci. Se prepara para lanzar... Bola rápida. Demasiado alta. Un lanzamiento arriesgado, pero hay demasiado en juego, señoras y señores. Un auténtico americano de Texas, Crutcher parecía destinado a ingresar en la liga de béisbol profesional recién salido del instituto, pero la fortuna no estuvo de su lado. Hicieron falta otros trece años y un golpe de suerte, pero aquí está, demostrando que la edad no es un problema y que el trabajo y la perseverancia tienen su justa recompensa. Por fin ha llegado el momento de Bo Crutcher».

Bo a punto estuvo de chocar con el mozo. Se sacudió la fantasía y se concentró en la puerta. Los pasajeros procedentes de Houston salían en un flujo constante. Hombres de negocios pegados a sus móviles, parejas y viajeros solitarios que se dirigían a la recogida de equipajes, padres de aspecto cansado con sus hijos despeinados y enfurruñados. El avión parecía no vaciarse nunca.

Bo empezó a tener dudas. ¿Habría anotado correctamente el número de vuelo? ¿Se habría confundido de hora, de compañía aérea y de día? ¿Estaría cometiendo un error imperdonable?

Se disponía a abordar de nuevo a la azafata de la puerta cuando una pareja de ancianos salió de la rampa. Los mozos los acomodaron en un carrito eléctrico. Finalmente, una auxiliar de vuelo con el pelo ralo y los ojos enrojecidos desembarcó del avión con alguien tras ella. Fue hacia el mostrador y le entregó un portafolios a la otra azafata. El último pasajero salió a la terminal, con una maleta abollada y recubierta con cinta adhesiva y una mochila que emitía ruidos metálicos. Llevaba una gorra de béisbol de los Yankees, regalo de Navidad de Bo, y una bolsa colgada al cuello con una tarjeta donde se leía: Menor sin acompañante.

Strike tres. Eliminado.

Bo dio un paso al frente y adoptó su mejor postura.

—¿AJ? —le preguntó al chico al que nunca antes había visto—. Soy yo, Bo Crutcher. Tu padre.