Tres

KIM cojeaba por el aeropuerto en busca de la terminal de vuelos regionales. El vestido se agitaba alrededor de sus piernas desnudas y el desgarrón llegaba a escasos centímetros de su ropa interior. Confiaba en poder tomar un vuelo regional al norte del estado y de esa manera evitar el fatigoso trayecto hasta la ciudad y un largo e incómodo viaje en tren, y al menos en eso le sonrió la suerte. La compañía Pegasus Air tenía una plaza libre en el próximo vuelo con destino a Kingston, que saldría dentro de una hora. Kim garabateó su firma en el recibo, sin atreverse a mirar la cantidad desembolsada con su tarjeta de crédito, y se dirigió hacia la zona de espera. Pocos minutos después se anunció el embarque y los pasajeros se pusieron en fila para subir al avión.

El acceso al aparato se realizaba a través de un largo corredor al aire libre, pobremente protegido por un toldo que el viento glacial azotaba sin tregua. Kim estaba tan cansada que ya ni siquiera era consciente de las miradas que provocaba su vestido, pero sí del frío que castigaba sus piernas y de los pequeños remolinos de nieve que la perseguían por la escalera hasta el interior del Bombardier bimotor.

Se quedó dormida nada más ocupar su asiento, y se despertó con un sobresalto cuando el avión tomó tierra en las colinas nevadas del condado de Ulster. Miró por la ventanilla al paisaje triste, gris e invernal y sintió una nueva oleada de dudas. Abandonar una exitosa carrera, un novio y todas sus pertenencias en Los Angeles para volar al otro extremo del país y refugiarse en el pequeño pueblo donde vivía su madre viuda tal vez fuese una medida un poco drástica. Pero a veces había que obedecer al instinto, y la noche anterior su instinto la acuciaba a escapar. Con frecuencia sus impulsos le habían hecho tomar decisiones precipitadas que acababan siendo equivocadas, pero en aquella ocasión era diferente. Porque bajo el miedo, la humillación y la decepción sufridas, latía una férrea determinación para superarlo todo.

Irguió los hombros y soportó estoicamente el paseo glacial hasta la sala de espera del minúsculo aeropuerto. A Kim se le daba muy bien aparentar calma y serenidad, y nadie podía sospechar que estaba al borde de un ataque de nervios.

La sala de espera era un edificio de aluminio, oscuro y cavernoso, que se convertía en un túnel de viento cada vez que se abría la puerta. Kim dejó el bolso en un mostrador libre. Era un regalo de navidad de Lloyd y había costado varios miles de dólares. Pero su diminuto interior sólo contenía los pendientes de diamante, muy pesados y poco prácticos, que le regaló el jugador de hockey con el que estuvo saliendo antes que con Lloyd, una barra de labios, un tubo de maquillaje, la tarjeta platino de American Express, el permiso de conducir y un fajo de billetes que había sacado de un cajero automático. Otro cuantioso cargo a la tarjeta de crédito, pero en esos momentos tenía otras preocupaciones más acuciantes que el dinero. Sacó el teléfono móvil para encenderlo. El móvil conectado le recordaría la noche anterior, pero ignorarlo tampoco era la solución. Apretó la mandíbula y pulsó el botón. Tal y como esperaba, había un sinfín de llamadas perdidas, pero no se molestó en escuchar el buzón de voz. No le apetecía escuchar las imprecaciones de Lloyd, del mánager de Lloyd, de los entrenadores de Lloyd y de los padres de Lloyd. A sus treinta años aún seguía necesitando el consejo de sus padres para todo.

No, no echaría de menos aquel rasgo inmaduro de Lloyd. Ni ningún otro rasgo, como tampoco echaría de menos su dinero, su aspecto o su fama. El corazón y la dignidad de Kim valían mucho más que todo eso.

El móvil emitió un sonido para alertar de la batería baja y la pantalla se apagó. Tanto mejor, pensó Kim. Salvo que ahora necesitaba hacer una importante llamada. Miró alrededor en busca de un teléfono de pago. Lo único que vio fue una cabina al otro lado del aparcamiento. Habría que atravesar cincuenta metros de tundra helada. No, por favor.

—Disculpe —le dijo a la chica del mostrador—. ¿Hay algún teléfono por aquí dentro? Mi móvil se ha quedado sin batería.

—¿Es una llamada local? —le preguntó la chica, examinando el atuendo de Kim.

—Sí.

—Puede llamar desde ahí —dijo la chica, señalando un teléfono en la pared, rodeado por notas adhesivas.

A Kim le temblaban tanto los dedos que a duras penas consiguió marcar el número correcto.

—Fairfield House.

—¿Mamá?

—¡Kimberly! —exclamó su madre—. Buenos días, cariño. ¿Cómo estás?

«No quieras saberlo», pensó Kim.

—Has madrugado mucho —continuó su madre.

—No estoy en Los Angeles. He venido en un vuelo nocturno.

—¿Estás en Nueva York?

—Estoy en el aeropuerto del condado, mamá.

Hubo un silencio vacilante al otro lado de la línea.

—Vaya... No sabía que tenías pensado irte de Los Angeles.

—¿Puedes venir a recogerme? —horrorizada, sintió un escozor en la garganta y en los ojos. Debía de ser la fatiga, se dijo a sí misma. Estaba muy cansada después de un viaje tan largo.

—Estaba recogiendo las cosas del desayuno.

Al infierno con el desayuno. Kim tuvo que morderse el labio para no gritar.

—Mamá, por favor. Estoy muerta de cansancio.

—Claro. Estaré ahí en un pispas.

Kim se preguntó cuánto tiempo sería un «pispas». Su madre siempre estaba diciendo cosas como «pispas», algo que sacaba de sus casillas al anticuado padre de Kim.

—Espera, ¿puedes traerme un abrigo y botas de nieve? —se apresuró a preguntarle, pero era demasiado tarde. Su madre ya había colgado.

No le costó imaginarse cuál habría sido la reacción de su padre al ver su atuendo. En el mejor de los casos le habría lanzado una mirada incrédula y le habría manifestado su desaprobación.

«Ojalá hubiéramos tenido tiempo para perdonarnos mutuamente, papá».

Apartó esos pensamientos de su cabeza. Algún día haría las paces con su pasado, pero no aquella mañana. Lo más importante ahora era no convertirse en un polo con lentejuelas. Se sentó en un banco de la terminal y empezó a dar cabezadas como un borracho. Se desperezó de golpe y miró el reloj. Su madre aún tardaría otros diez minutos en llegar. Diez minutos más. ¿Cuántas cosas podrían ocurrir en diez minutos? Era el tiempo que se tardaba en enviar unas flores. O escribir un e-mail. O romper con un novio. O dejar un trabajo. Aquellos diez minutos, en aquel lugar, en aquel momento, eran el comienzo de la eternidad.

Se incorporó bruscamente en el banco. En aquel instante podía elegir una nueva dirección en su vida. Podía dejar definitivamente atrás el pasado y seguir adelante. Todo el mundo lo hacía. ¿Por qué no ella?

Su madre había empezado una nueva vida en Avalon. Al quedarse viuda, Penelope Fairfield van Dorn se había mudado al pequeño pueblo de las montañas para vivir en la casa donde había crecido. Kim sólo había visitado la casa en una ocasión, dos veranos atrás. Penelope siempre prefería encontrarse con su hija en la ciudad, almorzar juntas y pasear por las calles de Upper East Side. Estaba convencida de que el pueblo de Avalon le resultaría demasiado aburrido a Kim.

Penelope estaba fascinada por el trabajo de su hija, así como por sus amistades y su estilo de vida. Unas semanas antes, en Navidad, se habían reunido con la familia de Lloyd en Palm Springs. Penelope y Lloyd se habían profesado una adoración mutua, o al menos eso le había parecido a Kim. Después de lo sucedido la noche anterior ya no estaba segura de conocer a Lloyd Johnson. Lo único que sí sabía con total seguridad era que no quería volver a verlo. Nunca más.

La sala de espera se había quedado en silencio y casi desierta. La chica del mostrador y otro par de empleadas tomaban café y cuchicheaban entre ellas, mirando de reojo a Kim de vez en cuando. En un día normal de trabajo, Kim también estaría tomando café y cotilleando. En su profesión el cotilleo era mucho más que una simple manera de llenar el silencio. A veces podía ser un enemigo mortal, pero otras podía ser el método más efectivo para llamar la atención de un cliente. Kim lo había utilizado como una herramienta muy poderosa, y se preguntó qué rumores estarían circulando sobre ella en Los Angeles. La gente de su empresa no tenía ni idea de lo que había pasado tras la escandalosa ruptura en público. No sabían que Lloyd la había seguido hasta el aparcamiento del hotel y...

La inquietud la hizo ponerse en pie. Tenía los dedos entumecidos, por lo que apenas le molestaban los zapatos. Fue al aseo de señoras y se quitó las gafas oscuras. Siempre las llevaba consigo bajo el sol de California, pero aquélla era la primera vez que las usaba para ese propósito.

Sacó el corrector del bolso y se retocó el maquillaje. Era un cosmético usado por los maquilladores profesionales para cubrir los defectos más llamativos, y Kim era muy hábil disimulando las imperfecciones faciales. Satisfecha con su aspecto, volvió a la sala de espera y se quedó junto a la ventana. Deseaba que su madre llegase cuanto antes, pero al mismo tiempo la preocupaba el estado de las carreteras. Los inviernos del norte del Estado de Nueva York no eran para tomárselos a la ligera. Los todoterrenos más resistentes patinaban continuamente en la carretera. ¿Qué clase de vehículo conduciría su madre con aquel tiempo? ¿Un híbrido? ¿Un escarabajo Volkswagen? ¿Un Volvo? ¿Un modesto Chevrolet o un Cadillac como el que se acercaba por el aparcamiento? Kim no tenía ni idea, y la incomodaba reconocer lo poco que sabía de la nueva vida de su madre. Desde la muerte de su padre, su madre había experimentado un cambio radical. Al principio se había quedado destrozada por la pérdida, y las marcas del dolor y sufrimiento habían hecho estragos en su bondadoso rostro. Pero era cierto que el tiempo lo curaba todo, y con el paso de las semanas y los meses su madre fue mejorando paulatinamente. Seguía afirmando que añoraba a su marido, pero una sonrisa volvía a acompañar sus palabras. ¿Cómo era posible?, se preguntaba Kim. ¿Cómo se podía superar la pérdida de alguien a quien se había amado durante más de treinta años?

Daría lo que fuera por saberlo, porque a ella le estaba costando más trabajo de la cuenta olvidar a Lloyd. Y eso que sólo habían estado dos años juntos.

Un PT Cruiser blanco y amarillo entró en el aparcamiento y se detuvo junto al bordillo. Kim se acercó al cristal de la ventana, pero ya sabía quién estaba al volante. En el costado del vehículo había una pegatina donde podía leerse: Fairfield House. Su otro hogar. Kim estaba demasiado cansada para asimilar su significado y apenas tuvo fuerzas para salir al exterior y dejar que su madre la rodeara con sus brazos. Granos de hielo salado se le metieron en los zapatos. Puso una mueca de dolor y se le escapó un sollozo de la garganta.

—¿Qué pasa, cariño? —le preguntó su madre, apartándose para mirarla.

Kimberly estaba al límite de sus fuerzas, balanceándose sobre sus temblorosas rodillas en la crujiente acera cubierta de sal. Pero no podía derrumbarse delante de su madre, quien la observaba con expresión preocupada en su amable y desconcertado rostro.

—Ha sido una noche muy larga. Siento no haberte llamado antes de venir. No... no tenía planeado hacer este viaje.

—Bueno. Ha sido una sorpresa maravillosa —dijo su madre, intentando mostrar más entusiasmo que preocupación—. Mírate... Vas a pillar una pulmonía con esta ropa. ¿Dónde está tu equipaje? ¿La compañía aérea ha perdido tus maletas?

—Vamos a casa, mamá —el cansancio la abrumaba como una ola implacable de la que no podía escapar—. Me estoy congelando.

—Vamos —dijo su madre, y en pocos segundos las dos estaban en el interior del coche.

Los neumáticos patinaron ligeramente al ponerse en marcha, recordándole a Kim que su madre no era la mejor conductora del mundo. Cuando su padre vivía y residían en Nueva York, Penelope rara vez conducía y jamás lo hacía con nieve. Pero ahora que vivía al norte del Estado estaba aprendiendo a vivir sin un marido a su lado, y eso incluía conducir por sí misma. La adaptación de Penelope a su nueva vida demostraba que tenía una fuerza interior de la que Kim jamás había tenido constancia. Inclinada sobre el volante, sacó el coche del aeropuerto y se dirigió hacia el noroeste para internarse en las Catskills.

—He dejado a Lloyd —dijo Kim en voz baja y tranquila—. Y también mi trabajo. Estoy... Ten cuidado, mamá —una camioneta se acercaba en sentido opuesto, ocupando casi toda la calzada.

—Sí, por supuesto —giró bruscamente hacia la derecha y las ruedas de la camioneta despidieron la nieve sucia y derretida contra la luna delantera, pero Penelope permaneció imperturbable y se limitó a conectar los limpiaparabrisas—. ¿Que has dejado a Lloyd, dices? No lo entiendo, cariño. No sabía que tuvieras problemas.

Mientras se abrochaba el cinturón de seguridad, Kim se dio cuenta de que la historia era demasiado larga y que su cerebro estaba demasiado agotado para explicarlo todo, de modo que optó por la versión resumida.

—Anoche discutimos en una fiesta —dijo—. Fue una desgracia por partida doble. Me abandonó y me despidió. La cosa se puso bastante... fea, así que me fui directamente al aeropuerto con lo puesto y con este bolso —se tocó las gafas de sol, pero decidió dejárselas puestas.

—Es un bolso muy bonito —comentó su madre.

Kim recordó al tipo del aeropuerto que se lo había recogido del suelo. ¿Cómo había sabido que era un Judith Leiber? ¿Sería gay? No lo parecía, desde luego.

—Lloyd me lo regaló por Navidad.

—Podrías venderlo por eBay —sugirió su madre, encendiendo la calefacción.

—Siento no haberte llamado antes —se disculpó Kim, deleitándose con el aire caliente—. No sabía muy bien lo que hacía.

—¿Y ahora ya lo sabes? —le pregunto su madre amablemente—. ¿Tienes dudas?

—No. Aún no. Por eso estoy aquí.

—¿Para siempre?

—De momento —estaba en un estado de shock. Había sufrido un trauma y una desagradable escena en público. Las imágenes de su ruptura podrían estar circulando ya por internet.

La gente se recuperaba de ese tipo de traumas. Eran cosas que pasaban y Kim había vivido en Los Angeles el tiempo suficiente para saber que su caso no era único ni especial. Sabía que acabaría superándolo. Pero en esos momentos no podía imaginarse cómo.

—La empresa me habrá despedido el lunes por la mañana —murmuró.

—Tonterías. Eres la mejor publicista de la Costa Oeste, y tu empresa lo sabe.

—Mamá. Se trata de Lloyd Johnson, de los Angeles Lakers. Es el cliente más importante que ha tenido nunca Will Ketcham Group. Puede pedir lo que quiera y será complacido al instante. Despedirme a mí será tan fácil como cambiar una máquina de refrescos averiada.

—¿Y no podrían mantenerte en nómina aunque no trabajaras para Lloyd?

—Imposible. Si un cliente tan importante quiere que me echen a la calle, así se hará. Soy buena en mi trabajo, pero no irreemplazable. Al menos, no para ellos —«ni para Lloyd».

—Pues en ese caso, ellos se lo pierden. Se han quedado sin una publicista de enorme talento.

Kim intentó sonreír.

—Gracias, mamá. Ojalá todo el mundo pensara como tú.

—¿Y tus cosas? —le preguntó su madre.

—Lo tengo todo almacenado, ¿no te acuerdas? —había dejado su apartamento justo antes de Navidad—. Lloyd y yo estábamos viviendo en Heritage Arms mientras buscábamos casa para él. La idea era irnos a vivir juntos. Creía que todo sería maravilloso... ¿Soy una estúpida sin remedio?

—No. Sólo una romántica incurable.

¿Lo sería? Kim siempre se había visto como una sensata y realista mujer de negocios, pero había algo de verdad en las palabras de su madre. Porque bajo su fachada fuerte y profesional latía un corazón que creía ciegamente en el amor eterno.

—Mamá... he acabado con los deportistas. No quiero volver a saber de ellos.

—Cariño, nunca acabarás con los deportistas. Son tu pasión.

—¡Ja! Puede que no sean todos iguales, pero hace mucho que no conozco a ninguno que no sea un cretino. Cuando empecé a trabajar para ellos todo era muy distinto. Me encantaba ayudar a unos chicos que estaban empezando en su carrera. Pero desde hace tiempo lo único que hago es inventar mentiras y justificar los excesos de unos clientes que no saben comportarse, convenciendo a la prensa y a los aficionados que una estrella del deporte puede hacer lo que le dé la gana. No me hice representante para esto. Y ya no aguanto más.

—Qué inoportuno...

—¿Qué quieres decir?

Su madre no respondió y entró en la calle donde vivía. King Street era un elegante bulevar dividido por hileras de arces y castaños, donde a lo largo de los últimos cien años habían levantado sus mansiones los banqueros y magnates. Cada casa era una obra de arte de una época dorada, todas ellas rodeadas de muros de piedra o vallas de hierro forjado. Actualmente algunas habían sido compradas por personas obsesionadas con conservarlas. Otras estaban en un estado lamentable, y algunas, como Fairfield House, habían pertenecido a la misma familia durante generaciones.

Penelope condujo por una larga calle bordeada por vallas y metió el coche en el camino de entrada, patinando ligeramente al tomar la curva.

Kim contempló boquiabierta la casa, uno de los edificios históricos más grandes y famosos del pueblo. No era la casa solariega al final de la calle que ella recordaba de su infancia.

—¿Mamá?

—He hecho algunos cambios. ¿Verdad que está preciosa? Terminamos de pintarla al final del verano. Quería mandarte unas fotos por e-mail, pero no sabía cómo hacerlo. ¿Qué te parece?

Kim no tenía palabras. La estructura seguía siendo la misma y también los vastos jardines, aunque estaban cubiertos de nieve y algunos setos habían sido recortados en forma de figuras ornamentales. Pero la casa blanca y negra donde habían vivido sus abuelos había sido pintada con una paleta de colores que sólo podrían encontrarse en una casa de Barbie o en un frasco de Pepto-Bismol. Sus torrecillas y gabletes se elevaban como una deslumbrante tarta nupcial sobre una superficie de nata montada. La cochera y el cenador del jardín también lucían diversas tonalidades de lavanda y fucsia, contrastando fuertemente con el fondo nevado.

Kim parpadeó unas cuantas veces, pero la imagen no desapareció. Tal vez sólo fuese una primera mano de pintura. A veces la imprimación dejaba un color muy extraño.

—Perdóname, mamá, pero... ¿has dicho que habéis... acabado de pintar?

—Sí. Por fin. Los Hornets se pasaron todo el verano pintando —dijo su madre mientras aparcaba bajo el elaborado porte cochére que se arqueaba sobre el camino de entrada. El techo abovedado de color azul cielo y verde lima contrarrestaba el efecto del remate coralino.

—¿Los Hornets pintaron la casa? —preguntó Kim, sin salir de su asombro.

—Pues claro. Los jugadores necesitaban un trabajo. Y lo han hecho muy bien.

Los Hornets eran el equipo de béisbol de Avalon. Todo el pueblo se había volcado con el club, cuya llegada había transformado la tranquila comunidad a orillas del lago en una sede de la liga profesional. Al contar con un presupuesto muy limitado, las familias del pueblo ofrecían trabajo, alojamiento y comida a los jugadores, y a veces incluso apoyo moral.

—¿No hay ninguna ordenanza municipal que prohíba los colores chillones? —preguntó Kim.

—No, que yo sepa —respondió su madre—. Al menos nadie me ha dicho nada.

Kim entró en la casa y comprobó que el caleidoscopio de colores no se limitaba al exterior. Las paredes del pasillo y de la escalera también ofrecían una vertiginosa gama cromática.

—Es excesivo, ¿verdad? —le preguntó su madre mientras colgaba el abrigo.

—Un poco.

—Si te soy sincera, fue una cuestión de ahorro. Son colores descatalogados, así que la pintura no me costó casi nada. Usé un poco de esto, un poco de aquello, y animé a los pintores a ser creativos.

Seguramente había combinaciones peores de las que habían creado los jugadores de béisbol, pero en aquel momento a Kim no se le ocurría ninguna.

—Bueno, y dime, ¿estás segura de que has acabado con Lloyd?

—Completamente. Hemos acabado para siempre —el recuerdo de la noche anterior la golpeó con una fuerza aturdidora y sintió que empezaba a temblar. Su trabajo consistía en ganar la aceptación del público para sus clientes, y a veces lo hacía tan bien que resultaba imposible separar al hombre real del individuo creado para las cámaras. Tal vez por ello no se había esperado lo de Lloyd. Había empezado a creerse el mito que ella misma había creado.

—Te has puesto pálida —dijo su madre, tomándola del brazo y haciéndola sentarse en el banco del vestíbulo—. ¿Necesitas algo?

Kim oyó a su madre como si le estuviera gritando desde el extremo de un tubo, y se recordó a sí misma que el horrible incidente había pasado. En incontables ocasiones les había dicho a sus clientes lesionados que no pensaran en el dolor y se concentraran en la recuperación. Era el momento de poner en práctica sus propios consejos.

—Estoy bien —le dijo a su madre en voz baja, pero firme. Se quitó las gafas oscuras y usó una punta del chal para limpiarse el maquillaje.

La expresión de su madre pasó del horror a la furia. Penelope van Dorn no era una mujer que se enfadará con facilidad, pero cuando lo hacía podía ser temible.

—Santo Dios... ¿Cuánto tiempo llevas soportando esto?

Kim agachó la cabeza.

—Mamá, soy idiota, pero no tanto. Nunca imaginé que Lloyd fuera capaz de llegar a las manos. Anoche empezamos a discutir por una estupidez y acabamos perdiendo los papeles —tragó saliva al recordar las miradas de los asistentes, su huida de la fiesta, a Lloyd siguiéndola hasta el aparcamiento. Su puño había aparecido de repente, como un arma cargada de locura dirigida a su rostro.

Al menos Kim aprendía rápido de sus errores, y había desaparecido antes de que Lloyd tuviera tiempo para pensar en lo que había hecho.

—Kimberly... —su madre tenía los ojos llenos de lágrimas—. Lo siento mucho.

—Ya lo sé, mamá. No te preocupes. Ya no puede hacerme daño —dijo Kim con firmeza.

—Tienes que denunciarlo.

—Pensé en hacerlo, pero no serviría de nada. Lloyd es un personaje muy popular y nadie lo condenaría por haber discutido con su novia.

—Pero...

—Por favor, mamá. No quiero que te compadezcas de mí ni que llames a la policía. Lo único que quiero es fingir que Lloyd Johnson nunca ha existido. Y por eso estoy aquí. Para empezar de nuevo.

Los brazos de su madre la rodearon con fuerza y Kim se vio envuelta por el dulce olor maternal que tanto había echado de menos. Cerró los ojos y se abandonó a la seguridad que le inspiraba, pero al mismo tiempo sintió como el calor de su madre traspasaba sus defensas y desataba los sollozos reprimidos.

Se sentaron juntas y su madre le estuvo acariciando el pelo y arrullándola hasta que Kim expulsó todas sus lágrimas. Entonces aceptó el paquete de Kleenex que le ofrecía su madre y se secó los ojos.

—Estaré bien. He sufrido heridas peores haciendo deporte.

—No hay peor herida que la provocada por la persona amada —murmuró su madre con una convicción que inquietó a Kim.

—¿Mamá?

—Vamos a instalarte —decidió Penelope, repentinamente animada.

Kim siguió a su madre por el salón delantero, pintado de verde manzana, al vestíbulo principal, pintado de color calabaza.

—Te alojarás en la misma habitación que usabas cuando visitabas a tus abuelos de niña. La he conservado igual que estaba. Incluso tienes algo de ropa en el armario que te sentará bien. No parece que hayas cambiado nada desde el instituto.

Kim no se había atrevido a engordar ni un gramo al vivir en Los Angeles. Pero a pesar de su talla seis se había sentido como una vaca al compararse con la mayoría de mujeres californianas.

El pasillo del segundo piso hacía una T en el centro. A la derecha quedaban los dominios de Kimberly, quien, al ser nieta única, había disfrutado de toda el ala para ella sola.

—¿Por qué pones esa cara? —le preguntó su madre.

—¿Qué cara?

—La cara de la derrota.

—Bueno, mírame... Se suponía que estaba viviendo una vida fabulosa, y sin embargo aquí estoy, de vuelta en casa de mi madre —se calló un momento—. Suponiendo que a ti te parezca bien.

—¿Que si me parece bien? Esto va a ser lo que ambas necesitamos. El círculo se ha cerrado y todo será maravilloso, ya lo verás.

Kim quería saber qué iba a ser maravilloso, pero no se atrevió a preguntar.

—Te prepararé un baño —decidió su madre, entrando en el cuarto de baño del dormitorio—. Es justo lo que necesitas.

Kim dejó el bolso en el suelo, se quitó el chal de seda y, por fin, pudo quitarse los zapatos. Pasó unos cuantos minutos recorriendo la habitación y reencontrándose con los objetos del pasado, como la colección de recuerdos del campamento Kioga, donde había veraneado de niña y donde había trabajado como monitora. Sus lazos con aquel lugar eran muy tenues, pero los recuerdos eran imborrables. Los veranos en el campamento a orillas del lago Willow habían sido una mágica sucesión de días dorados, muy lejos de la vida que llevaba en Nueva York el resto del año. Año tras año, aquellas diez semanas veraniegas habían modelado su personalidad como nunca lograron hacer los costosos colegios e institutos privados de Manhattan.

Conservaba el remo pintado donde todas las chicas de la cabaña habían escrito sus nombres, los trofeos que había ganado en numerosos deportes, la sudadera gris con capucha y con el emblema del campamento... Se puso la holgada prenda y evocó los recuerdos secretos de aquel verano con diecisiete años. El verano que, sin que ella lo supiera, iba a marcar el rumbo de su vida.

La ventana ofrecía una espectacular vista de las montañas más allá del pueblo. De niña solía acurrucarse en el alféizar a contemplar el exterior e imaginarse que su futuro la aguardaba en algún lugar lejano del horizonte. Y así era. Como su madre había dicho, se había cerrado el círculo.

El carísimo vestido de seda y lentejuelas cayó al suelo. El sujetador había sido diseñado para cualquier cosa menos para ser cómodo, y Kim suspiró de alivio cuando sus pechos quedaron libres. No llevaba nada de cintura para abajo. No se podía usar ropa interior con un vestido tan ceñido como aquél.

—¿Las toallas están en el armario ropero? —le preguntó a su madre.

—Sí, cariño —respondió ella desde el baño. Dijo algo más, pero fue imposible oírla con el ruido de los grifos.

Kim fue por el pasillo hacia el armario, y se encontró cara a cara con un hombre desconocido ataviado con un impermeable. Tenía el pelo gris, un rostro duro y curtido y absolutamente nada que hacer en la casa de su madre.

Un grito de pánico subió por su garganta al tiempo que se tiraba del jersey hacia abajo.

—Eh, tranquila, no quería asustarte —dijo el hombre.

—No se acerque —le ordenó Kim, intentando mantener la calma. Tenía que alejar al desconocido de su madre. Normalmente llevaba consigo un spray de defensa personal, pero, lógicamente, se lo habían confiscado en los controles del aeropuerto—. Los objetos de valor están en el piso de abajo. Llévese lo que quiera y márchese —señaló las escaleras, consciente de que con cada movimiento le ofrecía al hombre un espectáculo bastante impúdico.

El intruso levantó las manos con las palmas hacia arriba.

—Tú debes de ser Kimberly —dijo—. Penny siempre está hablando de ti.

¿Penny? ¿Aquel ladrón tenía un diminutivo para su madre?

En aquel momento apareció su madre por el pasillo y a Kim se le encogió el estómago.

—Me había parecido oír veces... ¡Oh!

—Si se le ocurre ponernos la mano encima, lo pagará caro —advirtió Kim—. Se lo juro —había aprendido defensa personal, pero no le hacía gracia ejecutar los movimientos estando medio desnuda.

Su madre soltó una carcajada.

—Cariño, éste es el señor Carminucci.

—Dino —dijo él—. Llámame Dino, por favor.

Esbozó una sonrisa que le recordó a Kim a aquel cantante de jazz, Tony Bennet. Estaba tan confusa que no podía articular palabra. Esbozó una sonrisa forzada e intentó encontrarle sentido a aquella situación surrealista. ¿Qué demonios estaba haciendo aquel hombre canoso y de ojos marrones en el segundo piso de la casa de su madre? Se parecía tanto a Tony Bennet que miraba a Penelope como si fuera a ponerse a cantar. «Penny». Nadie llamaba así a su madre.

—Dino es uno de nuestros huéspedes —explicó su madre—. Los conocerás a todos en la cena.

¿Huéspedes? La confusión de Kim aumentaba por momentos.

—Hum. Es un placer conocerlo, pero... —dejó la frase sin terminar y señaló vagamente la puerta de su habitación. Las sospechas crecían en su interior al recordar el anuncio del coche.

—Kimberly acaba de llegar —le dijo su madre al hombre—. Ha venido desde Los Angeles en un vuelo nocturno.

—Entonces estarás muy cansada, Kimberly. Os veré después —se dirigió hacia las escaleras silbando suavemente.

Kim agarró la mano de su madre y tiró de ella hacia el dormitorio.

—Tenemos que hablar.

—Desde luego —afirmó su madre con una sonrisa irónica—. Eso mismo llevo pensando desde hace... quince años.

Touché.

—Te he preparado un baño caliente de espuma —continuó su madre—. Podemos hablar mientras te bañas.

Kim estaba demasiado cansada para discutir, y pocos minutos después estaba sumergida en la bañera antigua, rodeada por un manto de espuma con olor a lavanda. La sensación era tan deliciosa y relajante que los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Es maravilloso tenerte en casa, Kimberly —dijo su madre, mirándola con cariño desde el taburete donde estaba sentada.

—Si es tan maravilloso, ¿por qué no me invitaste a venir desde el funeral de la abuela? —preguntó Kim. Su abuela murió dos veranos atrás, y para Penelope había sido horrible perder a su madre poco después de haber perdido a su marido.

—Siempre creí que preferías que nos viéramos en la ciudad, o que yo fuera a Los Angeles. Pensaba que Avalon te parecería muy aburrida en comparación con tu estilo de vida.

—Mamá.

—De acuerdo, también pensé que no apoyarías mi iniciativa.

—Tu iniciativa... Supongo que te refieres a los huéspedes.

—Así es —admitió su madre.

—¿De cuántas personas estás hablando, mamá?

—En estos momentos tengo a tres huéspedes. Dino es el dueño de la pizzería del pueblo y está reformando su casa, de modo que se hospeda aquí temporalmente. El señor Bagwell pasa los inviernos en el sur, pero este año se ha quedado en Avalon y necesitaba un lugar donde vivir. Y luego está Daphne McDaniel... Es encantadora. Estoy impaciente porque la conozcas. Y aún queda sitio para más. Hemos terminado de amueblar la suite de la tercera planta y espero que alguien la ocupe muy pronto.

—¿Qué está pasando, mamá? ¿Por qué necesitas tener a un montón de desconocidos en casa? Si me hubieras dicho que te sentías sola, habría...

—No son desconocidos. Son huéspedes que pagan por alojarse aquí. Y créeme, no pueden sustituir a mi hija.

—Deberías habérmelo dicho —insistió Kim con una mueca de remordimiento, pensando en las veces que había visto a su madre tras la muerte de su padre. Se habían visto en California, en Florida, en Nueva York... Pero nunca se le había ocurrido que su madre quisiera tenerla allí. En casa.

—Mi vida ha cambiado mucho desde que tu padre falleció —dijo su madre.

—Eso parece —corroboró Kim, pensando en Dino Carminucci.

—Me concedieron un permiso y empecé justo después del Día del Trabajo.

—¿Empezaste...?

—Mi negocio. Fairfield House.

Kim sintió que le daba vueltas la cabeza.

—He pasado una noche horrible, mamá. Perdóname si me cuesta asimilar las noticias. ¿Me estás diciendo que has convertido esta casa en una pensión?

—Eso es lo que he hecho, sí —afirmó su madre en tono despreocupado—. Es la tradición familiar. Mi bisabuelo, Jerome Fairfield, construyó esta casa cuando se hizo rico con el negocio textil. En aquel tiempo era la mayor mansión del pueblo. Posteriormente, al igual que muchos otros, lo perdió todo en el crack del 29 y nunca consiguió recuperarse, por lo que su mujer y él empezaron a acoger huéspedes. Fue la única manera de conservar la casa y hacer frente a las deudas.

Kim nunca había oído aquella parte de la historia familiar.

—Así que se podría decir que lo llevo en la sangre —concluyó Penelope.

Durante los siguientes minutos, Kim no supo qué decir. No se habría quedado más sorprendida si su madre le hubiera dicho que practicaba el nudismo o el puenting.

—¿Y cuándo pensabas decírmelo? —le preguntó finalmente.

—Si te soy sincera, he esperado lo más posible para decírtelo. Sabía que no te haría gracia.

—Pues claro que no me hace gracia, mamá. ¿Acoger huéspedes en tu casa? ¿Por dinero? ¿Te has vuelto loca?

Su madre se levantó y colocó las toallas en el taburete.

—Llámame lo que quieras, Kimberly, pero no soy yo la que vuela de un extremo a otro del país vestida con un traje de noche y unos tacones de aguja.

—Eso no es una locura —se defendió Kim—. Es una crisis, mamá. Una crisis personal.

—Entonces has venido al lugar apropiado —dijo su madre con una sonrisa.

—¿Esta pensión es un hogar para las personas con problemas?

—No exactamente, pero la gente parece encontrar aquí su camino, en Fairfield House —lo dijo con una curiosa expresión de orgullo.

Kimberly examinó el sonriente rostro de su madre como si estuviera mirando a una extraña. Penelope Fairfield van Dorn había nacido y se había criado en Avalon, formaba parte de la clase más alta y elitista del pueblo y sus raíces se remontaban a los días en que las familias Roosevelt y Vanderbilt veraneaban en las montañas Catskill. Al padre de Kim nunca le había gustado aquella aldea perdida, a pesar de ser el pueblo natal de su mujer, y siempre había preferido el trepidante ritmo de la ciudad. Pero Penelope siempre decía que su corazón pertenecía a aquel sitio, e incluso de niña, Kim había visto a su madre mucho más feliz y relajada en el pueblo que en la gran ciudad.

Y finalmente podía comprender por qué la casa de su infancia era tan importante para Penelope.

Kim encontró unos vaqueros, una camiseta y unos calcetines gruesos sobre la cama, junto a la sudadera del campamento. Sus viejas ropas aún le quedaban bien, pero le resultaban bastante incómodas. La ropa, sin embargo, era el menor de sus problemas.

Se secó el pelo, volvió a maquillarse y, tras comprobar que no había moros en la costa, bajó a la cocina y se sentó a la mesa para agarrar con ambas manos la taza de porcelana con el chocolate caliente de su madre.

Las paredes de la cocina estaban pintadas de rojo cereza y el zócalo, de amarillo chillón. Kim observó a su madre mientras ésta limpiaba el horno y el fregadero, intentando encontrar alguna explicación clínica: depresión, Alzheimer, demencia senil...

—Mamá...

—Era la única forma de conservar esta casa —dijo su madre, adelantándose a la pregunta.

—Creía que habías heredado la casa de la abuela libre de deudas.

—Y así fue. Pero entonces me hizo falta dinero y cometí la torpeza de pedir un crédito hipotecario.

—¿Me estás diciendo que necesitas alojar huéspedes para poder vivir aquí?

—Estoy diciendo que tengo que hacer algo si quiero salir adelante —replicó su madre en tono tranquilo y resignado.

—Pero ¿cómo es posible, mamá? No nos hacía falta nada. Papá ganaba muchísimo dinero...

Penelope se detuvo, dejó el trapo y se sentó junto a la mesa.

—Kimberly, quizá me equivoqué al ocultártelo, pero no quería que te llevaras un disgusto si te contaba cuál es mi situación actual.

—No me digas...

—No tienes por qué ser sarcástica, cariño. Las dos hemos tenido nuestros secretos.

—Lo siento. ¿Qué parte de «mi novio me dejó un ojo morado» te parece secreta?

—Oh, Kimberly. Soy yo quien debería sentirlo.

—Puedes sincerarte conmigo, mamá. Ya soy mayorcita para aceptar la verdad.

—Bueno, la verdad es que tu padre dejó una enorme deuda al morir.

—¿Una deuda? —repitió Kim, sorprendida. Nunca habían vivido como una familia endeudada.

Su madre sonrió, pero sin el menor atisbo de humor.

—Quería que conservaras un buen recuerdo de tu padre, pero supongo que era una ingenuidad por mi parte.

—No lo entiendo. ¿Tenía papá una vida secreta que no descubriste hasta que murió?

Penelope juntó las manos sobre la mesa.

—En cierto modo, así fue. Cuando estaba vivo, nunca hablaba de sus deudas. Yo no sospechaba nada, y aún hoy me cuesta entenderlo. Al parecer, invirtió mucho dinero en fondos de alto riesgo y tuvo que hipotecar la casa para hacer frente a los pagos. No es que no amara a tu padre... Lo amaba con todo mi corazón y nunca imaginé que estuviéramos viviendo por encima de nuestras posibilidades. A veces creo que fue eso lo que mató a tu padre. El estrés y la tensión por estar ocultándolo.

—No sabía nada —murmuró Kim, y cerró los ojos para evocar una imagen de su padre, siempre tan distinguido y reservado. La relación entre ambos siempre había sido muy difícil, y aquella nueva revelación lo hacía parecer aún más distante, como si nunca lo hubiera conocido de verdad.

—Al morir, todo salió a la luz y tuve que tomar medidas drásticas para saldar sus deudas. Me vi obligada a... vender algunas cosas.

Su voz temblorosa y vacilante llenó de aprensión a Kim.

—¿Qué cosas, mamá?

—Bueno... Todo.

Todo. No podía ser. Tenían una casa en Manhattan, otra residencia en Long Island y un apartamento en Boca Raton. Era imposible perderlo todo.

—¿Estás segura? —le preguntó.

—Eso mismo le pregunté al abogado y al juez. Los intereses de la hipoteca del apartamento ascendían al doce por ciento. La casa de Montauk y el apartamento de Largo estaban embargados. Nuestros ahorros y acciones eran prácticamente inexistentes. Lo único que quedaba era esta casa porque mis padres me la dejaron, pero nada más.

—Mamá, lo siento mucho. No sabía nada —se sentía traicionada por dos hombres en los que había confiado plenamente y a quienes había creído conocer.

—Yo tampoco.

—¿De verdad no sabías nada? ¿Nunca tuviste la menor sospecha cuando papá vivía?

La sonrisa de su madre estaba cargada de amargura.

—Nunca. Fui una estúpida por desentenderme de nuestra situación económica.

—No fuiste estúpida, mamá. Tenías buenas razones para confiar en él. Pero... ¿estás segura de que la solución es alojar huéspedes en casa?

—Te aseguro que he barajado todas las opciones posibles. Pero piénsalo, Kim, nunca estudié una carrera ni tengo habilidades para los negocios. Tenía que hacer algo urgente o me habría visto obligada a vender Fairfield House.

—No puedo creer que papá te dejara en esta situación. ¿Cómo es posible que no te enterases de nada?

—Porque nunca me percaté de que debería prestar atención —respondió su madre, levantándose de la mesa.

—Deberías habérmelo dicho mucho antes.

—Lo sé. Pero me parecía muy cruel cargarte con más preocupaciones. Ya fue bastante malo que tu padre nos dejara de esa manera tan repentina. No quería añadir esto a tu dolor.

—¿Y qué pasa con tu dolor?

—Lo sofoqué con la ira y el resentimiento —dijo Penelope.

Kim no supo si madre estaba bromeando. Después de todo lo que había oído esa mañana, ya no estaba segura de nada.

—Richard era un maestro del engaño. Hacía que los demás vieran lo que él quería que vieran.

Eso era cierto. Todo el mundo tenía la misma opinión de Richard van Dorn, un caballero refinado y rico que vivía con su familia en la mejor zona de Manhattan. Kim iba a los mejores colegios, disfrutaban de las vacaciones más lujosas y en su casa se celebraban las fiestas más glamurosas. Sus padres pertenecían a los clubes más selectos y participaban en obras benéficas. ¿Cómo era posible que su padre hubiera conseguido ocultar sus deudas?

Richard van Dorn se revolvería en su tumba si supiera que su mujer había convertido su casa en una pensión. Tal vez hubiera debido pensar en ello antes de largarse al otro barrio y dejar en la ruina a una esposa humillada y destrozada cuyo único pecado había sido creer en él.

Pero Penelope no parecía especialmente humillada. Todo lo contrario. En vez de ahogarse en la desesperación como un personaje melodramático, se había lanzado con ilusión y entusiasmo a su nueva aventura, cambiando su lujoso estilo de vida en Nueva York por el frío invierno en las montañas nevadas. El cambio era tan radical que Kim apenas podía reconocer a su madre, y se vio obligada a admitir que nunca había conocido a la verdadera Penelope Fairfield van Dorn. Su madre no había querido estrechar los vínculos con ella porque había intentado mantenerla al margen de sus problemas económicos, y tampoco había querido manchar el recuerdo de su padre con la desagradable verdad.

Todo sucedía por una razón, y a Kim se le presentaba la oportunidad de enmendar el largo desapego. Ayudaría a su madre a salir adelante, aunque para ello tuviera que vivir en un diminuto pueblo de las montañas y ponerse a trabajar con sus propias manos. Tal vez no fuera la vida que había imaginado para sí misma, pero sus propios sueños y objetivos la habían conducido a un callejón sin salida. Siempre se había movido por la necesidad de impresionar a su padre y de hacer honor a su reputación labrándose un nombre para sí misma. Y en cierto modo eso era lo que había hecho para sus clientes. Pulir su imagen para presentarlos en sociedad.

No era muy probable que en aquel lugar fuera a encontrar sus respuestas, pero tal vez consiguiera algo mucho más valioso. La posibilidad de recuperar la relación con su madre, la única persona que le había dado un amor incondicional. Y tal vez, con un poco de suerte, pudiera encontrar un camino que no condujera al desastre.