Diecisiete
KIM se sentía moderadamente optimista al salir del banco con su madre. Bo había estado en lo cierto. Al ser víctima de un interés abusivo, su madre tenía derecho a recurrir ante el banco. Lo consultaron con un especialista y trazaron un sistema de cuotas que ayudaría a Penelope a liberarse del préstamo. Para ello deberían ser muy cuidadosas con el dinero y tener un poco de suerte.
—Deberíamos celebrarlo —dijo Kim.
—Ahora tengo un presupuesto muy limitado y mi intención es recortar todos los gastos innecesarios —cerró de golpe su billetera y se dirigió hacia el coche—. Vamos a la tienda de camino a casa y te lo demostraré.
—Podemos ajustamos al presupuesto —le aseguró Kim—. Sólo tenemos que pensar en la manera de celebrarlo con muy poco dinero.
Penelope asintió.
—Solía llevarte a St. Regis para tomar el té, ¿recuerdas?
—Recuerdo cómo me hacían daño los zapatos y lo aburrida que era la música de arpa.
—A mí tampoco me gustaba mucho —corroboró su madre. Metió la llave en el contacto y arrancó el motor.
—Aun así fuimos muchas veces. Creía que era muy importante para ti.
—Y yo creía que a ti te gustaba. Una de las dos debería haber dicho algo.
—Lo estoy diciendo ahora —afirmó Kim—. Se acabaron los tés aburridos.
—Nunca más —prometió su madre, y puso el coche en marcha.
Su forma de conducir también parecía más suave y segura. Dino Carminucci había estado dándole lecciones. Penelope afirmaba que era un entrenador nato, pero Kim sospechaba que la atracción por Dino iba más allá. Le resultaba difícil aceptar la idea de que su madre pudiera estar saliendo con alguien.
—Te has quedado muy callada —observó Penelope—. ¿En qué estás pensando?
—En ti y en Dino. ¿Estáis saliendo juntos?
Silencio.
—Nos gusta estar juntos —admitió su madre al cabo de unos segundos—. Nos gusta mucho. No te molestará, ¿verdad?
—No, claro que no —se apresuró Kim a responder—. Sabe Dios lo mucho que te mereces ser feliz.
—Ya sé que estás muy disgustada por las cosas que has descubierto de tu padre, pero recuerda que no todo fueron problemas. Yo no vivía en un estado de sufrimiento perpetuo ni pasábamos penalidades de ningún tipo. Y tú tampoco creciste en la miseria. En muchos aspectos, éramos una familia feliz.
—¿Éramos? Tal vez lo pareciera en su día, pero ahora... No había nada real, mamá. Todo era una inmensa farsa.
—No fingíamos ser felices. Simplemente lo éramos.
El padre de Kim había sido un hombre muy exigente y crítico. Al esforzarse por complacerlo, Kim había creído ser feliz. Pero no podía evitar sentirse furiosa al descubrir que todo había sido una mera ilusión.
—No lo dices en serio, ¿verdad, mamá?
—Pasé treinta y cinco años con tu padre. Y casi todo ese tiempo fui feliz. Teníamos nuestros altibajos, como todo el mundo. Ahora puedo ver que había signos inequívocos de que algo no iba bien, pero por aquel entonces decidí ignorarlos. O quizá estaba demasiado preocupada por guardar las apariencias. Yo quería a tu padre, pero cuando me dejó de esta manera, con todos sus secretos saliendo a la luz... Con Dino todo es muy distinto. No quiero compararlo con tu padre, pero su vida es un libro abierto. Tiene cuatro hijos mayores y una ex mujer extremadamente rencorosa. Ha sido muy sincero conmigo al hablarme de su pasado. No es ningún santo, pero me parece un hombre maravilloso.
—Y creo que es muy afortunado al estar contigo —dijo Kim. Se sentía feliz por su madre, y también por ella misma. Por una vez en la vida, no tenía que complacer a ningún hombre para ser feliz.
En Los Angeles siempre estaba pensando en lo que sería mejor para Lloyd, desde sus deseos sexuales hasta su imagen delante de las cámaras. Era humillante cómo se había sometido a aquel estilo de vida. Pero eso se había acabado. Para siempre.
Se detuvieron en Wegman's y, fiel a su palabra, Penelope no se pasó del presupuesto destinado a las compras.
Era extraño, pero Kim empezaba a acostumbrarse a la vida en aquel pueblecito de montaña. Incluso a vivir en Fairfield House. Todo era cuestión de adaptarse al ambiente y asegurarse de que iba decentemente vestida cuando salía de su habitación. Al principio, el proyecto de su madre le había parecido una locura. Pero no había tardado en establecer una camaradería muy especial con los otros residentes de la vieja y laberíntica mansión solariega.
Con casi todos ellos, al menos.
No, no iba a pensar en eso ahora. Ni ahora ni nunca, pero por alguna razón sus pensamientos volvían una y otra vez a Bo Crutcher. Su optimismo inicial dejó paso a una sensación inquietante. Quería probar cosas nuevas, y sin embargo seguía volviendo a lo que mejor sabía hacer... Encontrar lo bueno de cada situación. En eso había consistido su trabajo y se le daba realmente bien. Pero era hora de dar un cambio radical. Estaba entablando una relación muy especial con su madre. Ayudándola a salir de una crisis económica. Buscando el encanto en la vida pueblerina...
Daphne McDaniel volvía del trabajo cuando Kim y su madre llegaron a casa. Como siempre, Kim se sintió más animada al verla. En muy poco tiempo, Daphne se había convertido en una buena amiga, y eso que en cualquier otra circunstancia no habrían tenido absolutamente nada en común.
—¿Puedo ayudaros con las bolsas? —se ofreció Daphne.
—Gracias —le puso una gran bolsa en los brazos y ella se cargó con dos más. Las tres fueron a la cocina y empezaron a sacar las cosas. En una de las bolsas, Kim encontró un rompecabezas de bolsillo. Se lo tendió a su madre y sacó un avión de madera que había comprado ella misma—. Parece que las dos estábamos pensando en AJ.
—Las tres —dijo Daphne, y sacó del bolso una pequeña pelota hecha con gomas elásticas—. He tardado dos años en hacerla y decidí traérsela.
Todo el mundo en la casa entendía que la huida de AJ había sido un acto de desesperación y que lo hacía merecedor de un trato especial.
—Podemos dárselo todo cuando vuelva a casa esta noche —dijo Penelope—. Dino se lo ha llevado a tomar una pizza. Bo y Bagwell han salido con sus amigos, así que sólo estamos las tres.
—Entonces no deberías molestarte en hacer la cena —dijo Daphne—. A mí me basta con unos cereales.
—Oh, no, de eso nada, jovencita —replicó Penelope—. Pensaba hacer una ensalada de espinacas y mandarinas. A los hombres no les gusta mucho.
—Una ensalada de chicas —dijo Kim—. Mi favorita.
Daphne fue a su habitación a cambiarse de ropa, lo que normalmente consistía en cambiar las medias de red y las botas Ugg que llevaba al trabajo por unos vaqueros negros y unas botas Doc Martens. Kim se quedó en la cocina para terminar de guardar las cosas y vio como su madre examinaba el recibo de la compra, apretaba los labios y guardaba el papelito en un cajón.
—Mamá, yo podría ayudarte. Tengo algo de dinero ahorrado. No puedo saldar todas tus deudas, pero...
—No es eso lo que necesito de ti, y lo sabes. El dinero sólo es dinero, pero tú... Sólo con estar aquí ya me estás ayudando —suspiró—. Me siento como una tonta por todo lo que ha pasado.
—Todos hacemos tonterías. Y si no, mírame a mí. Un trabajo estúpido y un pésimo gusto por los hombres.
—¿Qué hombres? —preguntó Daphne, entrando en la cocina y agarrando una naranja del frutero.
—Un tipo de Los Angeles. Era mi cliente —respondió Kim, estremeciéndose.
—Lloyd Johnson, ¿verdad? —adivinó Daphne—. ¿Cómo era?
—Un crío inmaduro, egoísta y arrogante. No sé en qué estaría pensando... Me siento como una idiota por creer que podría funcionar.
—¿Y qué? —preguntó Daphne—. Más idiota sería empezar una relación creyendo que no puede funcionar.
—Bueno, pero éste era uno de esos romances que todo el mundo sabe que está condenado desde el principio. Todo el mundo, salvo la pareja implicada. Vamos... ¿Acaso pensaba alguien que Dennis Rodman y Carmen Electra iban a durar más de cinco minutos?
—Dennis y Carmen seguramente lo pensaban —dijo Penelope—. ¿De verdad queremos criticar a la gente por creer en el amor?
—No, por creer en el amor no. Por no tener sentido común. Eso fue lo que me pasó a mí con Lloyd, lo admito. Me dejé llevar por la excitación del momento, sin pararme a pensar en lo que estaba haciendo.
—Creo que tengo justo lo que necesitamos —dijo Daphne, y echó a correr hacia las escaleras—. Enseguida vuelvo.
A Kim seguía doliéndole pensar en su antigua vida. Recordaba a Lloyd caminando por la alfombra roja, los flashes de las cámaras, los patrocinadores, las preguntas de los periodistas... A ella misma manteniéndose al margen, conteniendo la respiración mientras Lloyd respondía pregunta tras pregunta como ella le había enseñado.
Su actuación ante la prensa fue tan impecable y depurada como uno de sus triples en la cancha. Y a medida que su carrera crecía como la espuma, también lo hizo su relación. Formaban un equipo. Eran invencibles. Nada podía detenerlos.
Hasta que llegó la fatídica noche. Algún día tendría que enfrentarse a lo ocurrido y analizar no sólo el arrebato de Lloyd sino también su propio comportamiento. ¿Qué clase de persona lo provocaría deliberadamente para bajarle los humos y salvar su carrera? ¿Dónde quedaba su amor propio?
—Siento que te hayan hecho daño —le dijo su madre—. Pero al mismo tiempo me alegro por ti. Creo que el fracaso con Lloyd acabará siendo una bendición.
—Esta presunta bendición vino en forma de hombre al que creía que amaba. Un hombre que me rechazó y me despidió en público —se estremeció y rezó porque retiraran el video de YouTube, como ella había pedido—. No sé cómo puede ser una bendición.
—Tal vez esto sí te parezca una bendición —dijo Daphne, regresando a la cocina con una botella de tequila y unos cuantos limones.
—Excelente —aplaudió Kim. Fue al aparador y sacó un cuchillo, una tabla de cortar, un salero y tres vasos pequeños.
—Oh, no —exclamó su madre—. Yo no bebo tequila.
—Sí, tú también —insistió Kim—. Piensa en el dinero del psiquiatra que nos vamos a ahorrar.
—Tú y Daphne podéis divertiros —dijo ella—. Yo me encargaré de limpiarlo todo después.
—No vas a librarte, mamá —la llevó al comedor y sirvió los tres vasos como si fuera una experta camarera.
—Me sentará mal —dijo su madre.
—Tranquila —le dijo Daphne—. Es tequila El Tesoro. Es tan suave como agua filtrada.
—Pero hay que morder el limón —añadió Kim, cortando tres rodajas—. Observa y aprende, madre —hizo una demostración del legendario ritual alcohólico. Agitar el salero, lamerse la mano, vaciar el vaso de un trago, morder el limón, poner mueca por la acidez y finalmente sonreír al sentir el líquido abrasador en el estómago.
Daphne la imitó y se tomó su chupito con la misma pericia.
—Te toca, mamá —dijo Kim.
—Pero os prometí una ensalada de...
—No tenemos hambre —la interrumpió Daphne.
—Es verdad —corroboró Kim—. Vamos, mamá, complácenos. Es una experiencia muy... enriquecedora.
—De acuerdo, pero no voy a lamerme la mano. Me parece asqueroso.
—Lámete la mano, he dicho. Si no, ¿cómo vas a conseguir que la sal se pegue? E intenta hacerlo todo de una vez. La clave está en no detenerse hasta que hayas acabado —le hizo otra demostración y lo puso todo delante de su madre.
Penelope hizo un mohín con los labios. Muy rápidamente, se lamió el dorso de la mano y se esparció un poco de sal. Esperó un momento y entonces se lamió la sal, se tomó el tequila y mordió el limón. Siguiendo las instrucciones, se lamió los labios y se limpió la boca con una servilleta.
—Ya está. ¿Satisfechas?
—Es un buen comienzo. Tienes que tomarte dos más —dijo Kim.
—O tres —añadió Daphne.
Unos minutos después, Penelope se recostó en el sofá con un suspiro.
—Me siento como una mujer nueva... Dios mío, es estupendo saber que no soy demasiado mayor para probar cosas nuevas.
—Te lo dije —Kim sirvió otra ronda y levantó su vaso en un brindis—. Por probar cosas nuevas.
—Mejor tarde que nunca —dijo Penelope, brindando con Kim y con Daphne.
—Por el cambio —dijo Daphne.
—Por no volver a acercarme a ningún deportista —añadió Kim. Pero incluso estando mareada por el tequila, sabía que no bastaba con declarar lo que no quería. Tenía que averiguar lo que sí quería.
—¿No te parece irónico? —preguntó su madre—. Has abjurado de los deportistas y estás viviendo en una casa llena de ellos... Dino, Bagwell y Bo.
—Es tan guapo... —comentó Daphne, y no hizo falta preguntarle a quién se refería.
—¿Por qué no le pides una cita? —le sugirió Kim—. Que nosotras sepamos, está libre.
—No, no es mi tipo. Es un hombre de familia, y a mí no me gustan los críos.
Bo, un hombre de familia. Todo era cuestión de perspectiva, pensó Kim.
—Además —añadió Daphne—, es obvio que le gustas tú.
—Apenas me conoce —protestó Kim, ignorando las mariposas de su estómago. Tampoco era muy difícil gustarle a un chico con su melena pelirroja, sus grandes pechos y sus largas piernas.
—Está colado por ti... Predigo una aventura romántica.
Kim se puso colorada. Apenas reconocía la atracción entre ella y Bo, y no creía que nadie más la hubiera advertido. Pero Daphne había dicho que era obvio.
—¿Qué sentido tiene una aventura romántica?
—¿Cómo? ¡Es lo mejor del mundo!
—Tal vez, pero una aventura tiene fecha de caducidad. Y eso es muy triste.
—Sólo porque sea triste que algo se acabe no significa que no puedas disfrutarlo —señaló Daphne—. Tengo razón. Sabes que tengo razón.
Perdieron la noción del tiempo, se olvidaron de la cena y siguieron hablando de tonterías hasta que Bo y Bagwell llegaron a casa, con los rostros colorados por el frío. Kim intentó ignorar la reacción que le provocaba la presencia de Bo Crutcher. El pulso acelerado, el rubor cubriéndole el rostro... Debía de ser el tequila, sin duda.
—Buenas noches, caballeros —los saludó su madre. Su intento por aparentar que el tequila no la había afectado hizo reír a Kim y a Daphne.
—¿Va todo bien? —preguntó Bo, mirando los vasos y los restos de limón—. ¿AJ está bien?
—Pues claro —se apresuró a asegurarle Kim—. Dino se lo llevó a cenar fuera. Luego volvieron a casa y estuvieron jugando al cribbage...
—¿Jugando a qué?
Kim se echó a reír al ver su expresión. ¿Había algo más atractivo que un hombre desconcertado?
—Es un juego de cartas. Ya están los dos en la cama. Y nosotras estamos de celebración.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál es el motivo?
—Que estoy resolviendo mis problemas económicos —respondió Penelope—. Y aprendiendo a preparar chupitos de tequila. Ah, y que Kimberly ha pasado página.
—¿Qué página? —preguntó Bo.
—Voy a reorientar mi carrera con un nuevo y mejor propósito —declaró Kim—. Se acabó dar la cara por unos idiotas que montan pataletas en público. Se acabó compadecerse de unos bestias que cobran millones de dólares. Se acabó preparar a unos paletos sin estudios para que parezcan profesores de Harvard —ella y Daphne volvieron a brindar.
—A por ello, chica —dijo Daphne.
—Por no volver a trabajar nunca más con ningún deportista —reiteró—. Se acabaron los clientes zafios y maleducados. Se acabó pedirle peras al olmo. Se acabaron las monas de seda que sigan siendo monas, o como se diga —se tomó su tequila—. Qué refrán más absurdo... ¿Qué mona se ha vestido alguna vez de seda?
—Judith Leiber —dijo Bo.
—¿Qué tienes contra los deportistas? —le preguntó Bagwell a Kim.
Ella le dedicó una sonrisa.
—¿De cuánto tiempo dispones?
—¿Cuánto necesitas? —preguntó Bo. Lucía un aspecto arrebatadoramente apuesto. ¿Desde cuándo tenía tan buen aspecto? Mirando a Bo y a Bagwell, decidió que su problema no eran los deportistas per se. Ni siquiera los hombres en general. Lo único que quería era una nueva vida que no se pareciera en nada a la que acababa de dejar atrás.
—Nada, porque ya no voy a hablar más del tema.
—Estupendo. Tengo una proposición que hacerte —dijo Bo.
—Perdona, ¿has dicho «proposición»? Deberías tener cuidado al decir esa palabra cuando hay una mujer soltera que puede oírla.
—Tres mujeres solteras —les recordó su madre.
—Lo siento —se disculpó Bo—. He empleado la palabra equivocada. ¿Quieres decir que estás buscando marido?
—Antes tengo que conseguir una cita —dijo Kim, volviendo a llenarse el vaso.
—Bueno, en ese caso...
Kim levantó su mano para detenerlo.
—Un hombre simpático, tranquilo y aburrido que sepa cómo comportarse.
—Lo que sea. Pero sigo teniendo una proposición que hacerte.
—No me gusta cómo suena eso...
—Los dos saldríamos ganando, te lo juro.
—Es verdad —corroboró Bagwell—. Ha encontrado la solución para no ir a Virginia.
—Así es. Voy a contratar a alguien que trabaje conmigo aquí, y así no tendré que separarme de AJ.
—Oh, es una idea magnífica —dijo Penelope, ajena a la tensión que se respiraba entre ellos—. Parece la solución ideal.
Kim tragó saliva para deshacer el desagradable nudo que se le había formado en la garganta.
—Vas a pedirme que sea yo quien te ayude, ¿verdad?
—Vamos, Kim —la animó Bagwell—. Puedes hacer una excepción con Bo. Él te necesita.
Kim se negó a reconocer la oleada de calor que la invadió de repente.
—Me he pasado la tarde celebrando que empiezo una nueva vida. Y permíteme que te diga que las necesidades de un hombre no son precisamente el mejor estímulo.
Bo cruzó el comedor y se sentó junto a ella.
—También se trata de tus necesidades, como parte de tu nueva vida.
—No va a servirte de nada —dijo ella.
—¿El qué?
—Tu encanto personal. No voy a dejarme engañar.
—Oye, ya sé que hemos empezado con mal pie, pero...
—¿No te gusta Bo? —intervino Penelope—. No sabía que no te gustara.
—No es nada personal —le respondió Kim, pero sin apartar la mirada de Bo.
—Eso es una tontería —replicó su madre—. Si alguien te desagrada es algo personal. Deberías habérmelo dicho antes de que se alojara aquí.
—No habría importado —dijo Kim—. Vivir aquí es la mejor solución para AJ. Creo que todos estamos de acuerdo en que el chico es lo que importa.
—Y él es la razón por la que te necesito —insistió Bo—. Vamos, Kim. ¿Qué dices?
Ella pensó en AJ, en lo perdido y solo que se sentía sin su madre y en lo valiente que tenía que ser. Por AJ sólo tenía una opción.
—Necesito otro tequila.