Siete
LA música que salía de un coche llamó la atención de Kim al salir de la tienda de ropa, cargada con la ropa interior térmica, pantalones de lana y un par de jerseys. Se había puesto unos vaqueros nuevos, unas botas y una chaqueta nueva, y estaba preparada para resistir al duro invierno.
Mientras vivía en California había añorado la nieve, el patinaje sobre hielo y el snowboard. En toda su carrera sólo había trabajado para una estrella de los deportes de invierno. Un jugador de hockey llamado Newton Granger, al que le faltaban tantos dientes que parecía tener un problema en el habla y quien, a pesar de jugarse la vida en la pista de hielo, le tenía un miedo patológico a los dentistas. Kim había hecho todo lo posible por crear una imagen de tipo duro, impenetrable y silencioso, pero su permanente sonrisa bobalicona y desdentada echaba a perder cualquier intento.
Nunca, nunca más volvería a acercarse a un deportista profesional. Estaba destinada a hacer cosas más importantes, aunque aún no tuviera ni idea de qué cosas podrían ser.
Enseguida localizó la fuente de la música machacona. Era un deportivo que acababa de entrar en la plaza principal del pueblo... con la capota bajada, más propio de las playas de Malibú que del norte del Estado de Nueva York en pleno invierno.
El coche aparcó frente a Sport Haus, una tienda de deportes especializada en ropa y equipo para el invierno. La capota negra se desplegó sobre el vehículo, ocultando al conductor y al pasajero a la vista. Un momento después salió un hombre alto y robusto, y por un instante fugaz Kim tuvo la sensación de que le resultaba familiar. A continuación salió un chico que parecía tener tanto frío como ella, embutido en un abrigo demasiado grande para él, sin gorro y con las manos en los bolsillos, y que miraba a su alrededor con expresión fascinada. El hombre parecía la clase de tipo duro y peligroso a quien las chicas decentes debían evitar. Sus movimientos eran seguros y desenvueltos, insinuando un poderoso carácter y una personalidad atronadora. Kim no estaba ciega y además se había especializado en el estudio de esos detalles. Su trabajo había sido observar la imagen que proyectaba una persona y, en el caso de sus clientes, modelar esa imagen para la opinión pública.
Mientras estaba comprando se le había despertado el apetito, y pensó que no había tenido hambre desde la fiesta de Los Angeles, donde la comida había consistido en bocaditos de queso, ensalada con aceite de trufas y champán.
Al infierno con la dieta, pensó, y entró en la pastelería Sky River, uno de los comercios más antiguos y populares del pueblo. Kim siempre la visitaba cuando estaba en Avalon.
Nada más entrar en el atestado establecimiento, con su suelo de baldosas blancas y negras, su decoración ecléctica a la última moda y con los silbidos y gorgoteos de una cafetera elevándose sobre las risas y las charlas de los clientes, sintió que había tomado su mejor decisión en mucho tiempo. El ambiente era cálido y acogedor, impregnado con los olores más deliciosos que pudieran imaginarse, y a Kim se le hizo la boca agua mientras examinaba con detenimiento las vitrinas repletas de pasteles, kolaches, buñuelos de mantequilla, bollos de canela, cruasanes rellenos de mazapán, frambuesas y chocolate, tartas con dibujos de azúcar y pan rústico recién hecho. Pidió una taza de té y un dulce de jarabe de arce relleno de helado. En Los Angeles estaría cometiendo poco menos que un delito al consumir aquella sobredosis de calorías, pero esa vida se había acabado.
Estuvo echando un vistazo por la tienda mientras esperaba a que alguna mesa se quedara libre. Tal vez estuviera demasiado sensible, pero por todas partes veía parejas felices y enamoradas. Sonriéndose por encima de las mesas, tomándose de la mano mientras esperaban en la cola, compartiendo miradas íntimas... Kim acababa de salir de una mala relación y no debería sentir celos de esas parejas, pero no podía evitarlo. No le gustaba estar sola en medio de la multitud, ni en ninguna otra parte.
«Menos mal que tengo una casa llena de gente para hacerme compañía», se recordó a sí misma.
La gente de ciudad parecía encantada de pasar el fin de semana en el parque natural de las montañas Catskill, un lugar idóneo para la práctica de deportes de invierno. Ataviados con sus gorros y abrigos de colores, hablaban animadamente sobre las óptimas condiciones meteorológicas: nieve recién caída y cielos despejados. Algunos irían a Deep Notch para escalar en el hielo, otros irían a esquiar a Saddle Mountain. También se podía patinar sobre hielo en el lago Willow o hacer esquí de fondo en el campo. Todo el mundo rebosaba de entusiasmo ante la perspectiva de adentrarse en los fríos parajes de la Madre Naturaleza, lejos de los teléfonos móviles y los correos electrónicos.
«A mí también me encantaba el invierno», pensó. Y tal vez aún le gustara. Últimamente no había prestado mucha atención a sus gustos y aficiones.
Un asiento se quedó libre en la barra, frente a la ventana, y Kim lo ocupó rápidamente con el periódico, el pastel y la taza de té. Le hincó el diente al dulce y tuvo que contenerse para no gemir de placer. Estaba tan delicioso que por unos momentos de puro éxtasis se olvidó de Lloyd, de su vida, de su alocada madre y de su futuro incierto. Si todas las personas pudieran empezar el día con un dulce de jarabe de arce con helado, se acabarían las guerras en el mundo.
Se fijó en una colección de fotografías artísticas y hermosamente enmarcadas de Avalon, el lago Willow y las montañas Catskill. Las imágenes estaban bañadas con una luz dorada y los colores eran suaves y apagados, como si hubieran sido pintados por un artista. Junto a la caja registradora había una pila de libros en venta y firmados por la autora. Recetas familiares, de Jennifer Majesky McKnight. La portada mostraba a una mujer mayor con las manos cubiertas de harina, amasando la levadura del pan.
En un mostrador lateral estaba la prensa del día, y mientras Kim esperaba a que se le enfriara el té se puso a hojear el Avalon Troubadoir. Además de escribir su libro de cocina, Jennifer Majesky McKnight escribía regularmente una columna en el periódico. El tema de aquel día era una reflexión sobre las propiedades del cacao.
Kim tomó un sorbo de té y leyó las noticias de nacimientos, matrimonios y defunciones que se agolpaban en la misma página. También se hablaba de las promociones universitarias, los ascensos profesionales e incluso los noviazgos y compromisos. Sin embargo, no se decía ni una sola palabra sobre las rupturas conyugales. ¿Por qué no? La muerte del amor también era un suceso crucial en la vida. ¿Por qué la gente lo consideraba un tabú o un vergonzoso secreto? ¿Por qué no anunciarlo públicamente como un gran acontecimiento? Al fin y al cabo, era más importante que una ceremonia de graduación, un ascenso en el trabajo o un despido.
Kim llevaba en el mundo de las relaciones públicas desde que se graduó en la universidad, y le costaba creer que las rupturas y divorcios sólo sirvieran para provocar morbo y escándalo entre el público, en vez de servir como ejemplo y ser motivo de admiración.
Se imaginó cómo sería su propio anuncio en la prensa: «Kimberly van Dorn anuncia orgullosamente su ruptura con Lloyd Johnson, estrella de la NBA y base de los Angeles Lakers».
«El orgullo de los Lakers», como habían definido a Johnson, había sido su mejor cliente. Cuando la despidió en público, en una sala llena de gente importante, Kim cometió el error fatal de dejar caer su copa de champán. El ruido atrajo las miradas de todos los presentes, pero no sólo fue el estrépito de los cristales rotos, sino el ruido de su propia carrera haciéndose pedazos. Gracias a Dios, la escena posterior en el aparcamiento no fue presenciada por nadie.
El té se le revolvió en el estómago y por unos segundos los olores de la pastelería le produjeron náuseas. ¿Cómo podría volver a comer algo? ¿Cómo podría enfrentarse al mundo sin que el pánico le impidiera respirar?
Para distraerse, buscó las páginas de humor en el periódico y agradeció encontrar su tira cómica favorita.
Trataba de una mujer joven que había vuelto con su madre después de que su vida se hubiera venido abajo. Demasiado familiar para poder encontrarle gracia, pensó Kim.
Dejó el periódico y contempló el exterior a través de la ventana. En California se despertaba con el estruendo del tráfico y la contaminación de Los Angeles, pero la imagen de aquel bonito y pintoresco pueblo de las montañas la hizo sentirse como si hubiera entrado en otra dimensión. Los viejos edificios de ladrillo rodeaban la plaza principal de Avalon, y los tenderos y comerciantes desplegaban sus toldos y esparcían sal en las aceras.
Kim se sentía como una extraña en aquella aldea de cuento, sobre todo en invierno, cuando todo quedaba cubierto por un manto de nieve inmaculada. Entonces vio al hombre y al chico a los que un rato antes había visto salir de un coche. Estaban atravesando diagonalmente la plaza en dirección a la pastelería. El hombre se movía con decisión, y el chico lo seguía unos cuantos pasos por detrás. Llevaba una chaqueta de esquí y unos guantes, y flexionaba y extendía las manos como si no estuviera acostumbrado a aquellas prendas invernales.
La campanilla que colgaba sobre la puerta avisó de su entrada en la pastelería. Kim no quería parecer descarada, de modo que observó sus reflejos en el cristal. El hombre seguía pareciéndole familiar, pero no conseguía reconocerlo. Hasta que se echó hacia atrás la capucha de su parka y liberó sus largos cabellos rubios.
Kim tragó saliva al ver su melena leonina y permaneció con todos los músculos en tensión mientras el hombre se servía café en el mostrador lateral y el chico se tomaba un kolache. Minutos después, el hombre pagó la cuenta, intercambió algunas palabras con la camarera y Kim vio como agarraba una caja atada con lazo.
—Vamos, AJ —dijo el hombre—. Tenemos que ponernos en marcha.
Kim mantuvo la mirada hacia abajo, y cuando el hombre pasó a su lado le murmuró un rápido saludo.
—Señorita.
Los dos salieron de la pastelería. «Señorita».
Asustada, Kim se dio la vuelta en el taburete y estiró el cuello para mirarlo. No podía ser. Era imposible que fuera él.
El hombre y el niño se subieron al coche y se perdieron de vista antes de que Kim tuviera tiempo de pensar con claridad.
No había nada que pensar. Una parte de ella lo había reconocido en cuanto lo vio al otro lado de la plaza. Era el imbécil del aeropuerto. Y de todos los puebluchos y aldeas del Estado de Nueva York, había tenido que escoger el suyo.