Miércoles, 20 de octubre de 1999, 11:01 PM

Interior del estado de Nueva York

Deberían haber llegado a esta entrada hacía una hora, estos dos exóticos viajeros ataviados con equipo caro. La más baja de los dos, una ágil jovencita al borde de convertirse en mujer, describió un lento círculo para examinar el terreno circundante. Era de noche, pero su visión nocturna era excelente y, por si no lo fuese, podría haber utilizado el par de prismáticos infrarrojos de alta potencia que colgaban de su cuello sujetos por una gruesa correa.

Tenía la piel morena y poseía un atractivo atlético y juvenil. Parecía que no se sentía del todo cómoda embutida en el equipo, aparentemente nuevo, y las ropas con las que se cubría, visto que no paraba de juguetear con los accesorios. Ató y desató el cinturón y las botas hasta que consiguió una sujeción ideal, sin que le apretaran. Abotonó el cuello y se apresuró a desabotonarlo cuando vio que le oprimía la garganta.

Miró la colina y la pradera que se abría ante ellos. Comenzó a caminar en círculos, como si buscase algo en concreto.

—Sí, sin duda éste es el lugar pero, joder, no se parece en nada a...

Antes había hablado de la tierra abriéndose, de la piedra y el fuego en erupción devorando a sus hermanos. Ahora miraba con el recuerdo de una imagen fantasma, sin poder ver.

—Ha... ha sanado.

Su compañero asintió con la cabeza.

El hombre resultaba tan peculiarmente atractivo como ella resultaba extrañamente hermosa. Se trataba de un hombre muy moreno, vestido a su vez con ropas de aventura de la mejor calidad y equipado con los aparatos más caros y útiles. Sin embargo, sus arreos habían conocido ya algunos viajes, y parecía sentirse muy cómodo con ellos.

La luna se reflejó en su desnuda testuz cuando giró la cabeza para examinar los alrededores.

—Bueno, en caso de que te hayas equivocado, el helicóptero se encuentra a escasos minutos de aquí. Podemos pasar toda la noche buscando, aunque supongo que estaremos de acuerdo en acabar cuanto antes con este asunto para poder marcharnos de aquí.

—No estoy equivocada. Lo vi desde arriba... como era antes. Pero ahora es normal. Parece normal. No estoy equivocada. —Dejó de caminar en círculos y señaló una elevación—. Ésa es la entrada, me parece. El ángulo parece el adecuado, aunque... el prado tendría que estar... destruido.

Hesha no dijo nada. La pradera presentaba casi el mismo aspecto que la última vez que había estado en ella, pero sabía lo que podía hacer el Ojo. Era Ramona la que había visto "algo" desde el aire y los había vuelto a traer a este lugar.

Hesha y Ramona reunieron el equipo e hicieron acopio de valor para adentrarse en la madriguera del demonio que había masacrado a la partida de guerra Gangrel ante los propios ojos de la joven. Ésta se puso a la cabeza, obligando a Hesha a trastabillar para cederle el paso. Dilató las aletas de la nariz y a punto estuvo de decir algo, pero cambió de opinión y procuró tranquilizarse.

No le hacía falta llevar la voz cantante en estos momentos, y sabía que Ramona estaba allí en una misión muy personal. Hesha buscaba pistas, quizá incluso respuestas, pero Ramona tenía una cuenta de sangre pendiente. No es que fuese a saldarla esa noche, aunque podría aliviar el montante si resultaba ser cierto que su sire seguía con vida en el interior de la cueva que se abría ante ellos.

Treparon por una cuesta empinada y se acercaron a la entrada de la cueva. En aquel momento, Ramona se detuvo. Giró el cuello y sacudió las articulaciones en un intento por tranquilizarse. No miró a Hesha antes de volver a emprender el camino. El Setita, preparado desde el momento en el que su piloto los había dejado allí, no se detuvo ante el umbral. Su búsqueda, ya con siglos de antigüedad a las espaldas, rara vez, si acaso, se dejaba interrumpir por la indecisión.

Sin mediar palabra, la Gangrel y el Setita se adentraron en la caverna. La caliza rezumaba humedad. Las gotas de agua desprendidas del techo producían el único sonido. Ambos Vástagos avanzaban en absoluto silencio, pese a albergar esperanzas de que no hubiese nadie presente para escuchar cualquier posible pisada.

Hesha, a pesar de su deseo por poseer el Ojo, aún no se había recuperado por completo de su último encuentro con la macilenta criatura otrora conocida como Leopold. El Setita no se sentía entusiasmado ante la perspectiva de enfrentarse de nuevo a la monstruosidad que había estado a punto de matarlo en la ciudad de Nueva York y que luego se había dado a la fuga. Que siguiera desaparecido por el momento.

La exuberante fragancia del bosque fue cediendo el paso a un olor estanco de tierra y piedra húmedas.

—Me parece que antes la cueva no era así de profunda.

—La cosa que destruyó a tu partida de guerra jugó con la roca y con la tierra como quien chapotea en un charco. Sin duda, si una cueva más profunda es lo que deseaba, eso es lo que obtuvo.

Ramona asintió con la cabeza para mostrar su aquiescencia y aceleró el paso.

Ninguno estaba preparado para la asombrosa visión a la que tuvieron que enfrentarse tras deslizarse por un túnel que giraba en redondo.

Ramona no pudo contener una exhalación. Llevaba pocos años más sobre la tierra de los que delataba su aspecto, por lo que su reacción resultaba comprensible. No obstante, Hesha era un veterano curtido por los siglos, además de un coleccionista de artículos curiosos y de poder más allá de cualquier sueño. Incluso él se quedó paralizado, presa del asombro.

Iluminada por un fulgor, sutil pero persistente, se extendía en todas direcciones y ángulos una escultura que ocupaba casi por completo una caverna de tamaño considerable. Ramona se estremeció y apartó la mirada. La obra era atroz, rayana en la locura personificada. Riostras, columnas, muros y un centenar de formaciones variadas se fundían y separaban en un caprichoso collage que podía calificarse de genialidad encarnada.

Ramona se encogió. Hesha, no. Sus ojos absorbieron el espectáculo y reconocieron que "genialidad" no era un término que hiciese justicia a aquel trabajo. Aquella era una obra maestra que escapaba a la más compleja de las magias ya olvidadas. Increíble más allá de los sueños del profeta más venerado.

¿Profetas venerados?

Vio que la obra no estaba compuesta sólo de piedra. La carne y los huesos adornaban la escultura, estaban incorporados a ella. Sin sentir piedad ni conmiseración por los así enterrados, el Setita vio articulaciones y cuerpos, quizá una docena o más, pocos intactos por completo, algunos moviéndose aún. Eran Vástagos, Gangrel, y Hesha supuso que el que buscaba Ramona se contaba entre ellos. Sabía que la joven podría mancillar la magnificencia de la obra por medio de la manipulación que estaba dispuesta a realizar, y a punto estuvo de decidir que no podía permitírselo. No obstante, la prudencia y su propio interés pesaron más que nada. Seguía necesitando a la joven y de poco le serviría negarle su objetivo.

El movimiento de Hesha le prestó algo de coraje a Ramona. Se giró muy despacio para enfrentarse a la monstruosidad, pero se limitó a examinar la periferia, concentrándose en detalles aislados. No podía soportar, quizá ni siquiera pudiera asimilar, el conjunto.

—¿Profetas venerados? —susurró Hesha para sí. Una de las figuras incorporadas a la perturbadora escultura era la del profeta Malkavian, Anatole. Hesha estaba seguro de la identidad del hombre, aun cuando al cadáver le faltase un brazo y se viera cubierto de sangre reseca. El Setita conocía cientos de rostros, y aquel pertenecía a uno de los Vástagos más célebres. ¡Era Anatole, el Profeta de la Gehena!

Poco a poco, los demás sentidos de Hesha pudieron recuperarse del tremendo estímulo visual de la obra. Olió la sangre. Sobre él, a su espalda.

Y procedente del brazo amputado que yacía sobre el suelo de piedra a varios metros de distancia, junto a algún tipo de tela. Sin perder de vista la inmóvil figura del profeta, Hesha comenzó a aproximarse a la articulación.

Mientras tanto, Ramona se acercó a la luminiscencia de la escultura.

—Aquí está —musitó con voz rota, al cabo de un momento—. Dios, está aquí. Sigue con vida.

Hesha se hallaba concentrado en el brazo, por lo que quizá no pudo prestar la suficiente atención a su respuesta, o al menos al tono de la misma.

—Mátalo ya —espetó—. Acaba de una vez y olvídate de ello.

Volvió a fijarse en el brazo. Había sangre seca sobre él. Echó un nuevo vistazo al cadáver de Anatole, empalado en una estilizada aguja en el corazón de la escultura.

Esbozó una sonrisa. No le cupo duda de cómo utilizar aquella sangre, aunque fuese una cantidad tan ínfima.

El Setita volvió a mirar a Ramona, cuya esbelta silueta se había paralizado en una postura marcial. Golpeó la escultura. Las afiladas garras de la joven provocaron una lluvia de chispas que bañó la piedra, pero sólo durante pocos de los muchos ataques. Los demás no tardaron en hender la carne del hombre, un Vástago, en parte incrustado en la piedra y en parte sobresaliendo de la misma.

La Gangrel se apartó de aquel cuerpo descuartizado, de la escultura imperfecta, e inclinó la cabeza.

Hesha volvió a concentrarse en el brazo que sostenía. Olisqueó la sangre y se dio cuenta de que era aquel buqué excepcional lo que flotaba en el aire que le rodeaba.

Hesha oyó cómo las garras de Ramona mutilaban otra porción carnosa de la escultura. Luego otra, y otra, hasta que dejó de escuchar. De hecho, sus oídos dejaron de percibir sonido alguno.

En aquel momento, el imperturbable Setita supo lo que eran la adoración y el miedo. Súbitamente consciente de algo antes incluso de poder registrar el descubrimiento en su mente, se incorporó muy despacio dándole la espalda a la maravillosa escultura. Lo que vio estuvo a punto de dejarlo con la boca abierta.

Una serie de símbolos complejos garabateados con sangre cubría toda la pared y gran parte del techo adyacente. Como erudito versado en infinidad de idiomas, Hesha supo de inmediato que aquello era un mensaje escrito. Como erudito versado en infinidad de idiomas, Hesha sólo pudo estremecerse presa de la frustración al verse impotente para traducirlo, para reconocer la lengua siquiera.

También supo de manera instintiva que aquel ensangrentado mensaje encerraba secretos sin parangón, sin duda procedentes de Anatole.

El cómo pudo concluir que aquellos caracteres guardaban inmensos secretos, no sabría expresarlo. Quizá fuese capaz de traducir porciones del texto de forma subconsciente gracias a su vasto conocimiento de los idiomas. Lo más probable es que aquellas palabras radiaran poder porque eran la verdad. Ostentaban un poder similar al de algunas de las reliquias en posesión de Hesha. Como la copia de El libro de Nod que nunca dejaba de crecer. ¿Llegarían a suplantar estas palabras a ese venerado texto?

Por increíble que pudiera parecer, Hesha se imaginó que sería posible.

Se puso manos a la obra de inmediato, tras dejar que la mochila que llevaba a la espalda resbalara por sus hombros hasta el suelo. Extrajo de ella una cámara digital y una impresora portátil. Conectó un transmisor a la impresora y encendió ambos aparatos.

Comenzó a sacar fotos. No dejó margen para el error, superponiendo los bordes de las imágenes. Le preocupaba la iluminación, pero vio un par de las primeras instantáneas tomadas y decidió que bastaría para distinguir los oscuros trazos de sangre sobre las paredes de piedra clara.

La transcripción exigió más de un centenar de fotografías, que Hesha introdujo en la impresora.

—¿Qué haces? —Ramona, cometidos sus crímenes piadosos, se acercó a él.

Hesha levantó la mirada.

—¿Estás bien?

Ramona asintió con la cabeza.

—Creo que ese texto contiene un mensaje importante. Lo he fotografiado todo, pero también quiero imprimir algunas copias antes de irnos. En ocasiones, este tipo de magia no puede almacenarse durante mucho tiempo por medios tecnológicos. No pienso marcharme hasta haber impreso hasta la última palabra.

Ramona volvió a asentir y se alejó algunos pasos de Hesha. Seguía goteando sangre de sus garras.

El Setita terminó de preparar la impresora y la cargó con papel fotográfico. La activó y el aparato comenzó a producir más de un centenar de imágenes. Mientras tanto, Hesha se dedicó a fotografiar la escultura. Sobre todo, para dejar constancia de la obra, pero las líneas y la habilidad con la que habían sido creadas eran tan asombrosas que casi todas las fotos que sacó podrían calificarse de obras maestras de la composición.

Al cabo de un tiempo, dio por terminado el trabajo e imprimió también esas fotografías.

El Setita hojeó con cuidado las imágenes impresas de los sangrientos caracteres mientras la impresora procesaba la segunda carga de instantáneas. Parecía que todo había quedado registrado, pero se propuso conservar los archivos digitales de las fotografías.

Mientras las imágenes de la escultura se procesaban, Hesha observó a Ramona. Se sentía impresionado por la muchacha. Por la entereza demostrada. Por cómo no necesitaba ni deseaba alardear de lo que había venido a hacer. Había encontrado a su sire. Con vida. Y lo había matado. Lo había librado (y también a los demás) de un tormento interminable. Y, probablemente, había cargado ese sufrimiento sobre sus propios hombros.

Ramona se giró.

—Ya he terminado —acertó a decir Hesha.

Ramona echó un vistazo al astillado marco de carne y hueso, a cierta distancia de ella.

—Yo acabo de empezar —repuso, con voz tensa y atenazada por la emoción.

Hesha asintió con la cabeza.

Se apresuraron a salir de las cavernas. Cuando el piloto rojo de su radio le indicó que se había restablecido la conexión, Hesha llamó al helicóptero.

Minutos después, mientras el vehículo descendía del firmamento nocturno, Hesha se preguntó si debería regresar y borrar aquellas líneas escritas con sangre. Después de todo, apreciaba más sus posesiones cuando le pertenecían en exclusiva. En este caso, no obstante, desechó la idea. Se encaramó al helicóptero y se abrochó el cinturón de seguridad mientras le venía a la cabeza el propósito del Libro egipcio de los muertos. Se preguntó si este mensaje dictado con sangre cumpliría la misma función para Anatole.

Puede que la labor del profeta no hubiese terminado todavía.