Capítulo 34
Lunes, 30 de agosto de 1999, 9:53 PM
Muelle de carga
Atlanta, Georgia
—Disculpa —dijo Elford—, pero tengo que irme.
El Tzimisce, sentado en un taburete bajo, le hablaba a un fragmento del maltrecho teléfono móvil que había destrozado la primera vez que había tenido a Victoria como prisionera. Su voz, gélida y aguda, recordaba al rascar de uñas sobre una pizarra.
Victoria se estremeció al oírla, y al verle el rostro. Seguía tal y como lo recordaba. Delgado como una cerilla, pero dotado de una enorme tripa distendida que parecía imposible de mantener en equilibrio. La carne se tensaba como la cuerda de una guitarra contra aquel grotesco armazón, tan enjuto con excepción del estómago que los huesos parecían sobresalir. La cabeza, desprovista de cabello, era un pequeño triángulo invertido dotado de una boca diminuta. Los brazos y las piernas se encontraban plegados como acordeones; Victoria se asombró al comprobar la similitud de aquella silueta con la de una mantis religiosa. La multitud de miembros resultaba imposible de descifrar porque se doblaban en ángulos imposibles en los lugares más insospechados.
Elford tiró el teléfono a un lado y se incorporó. Cuando estiró las piernas, las articulaciones crujieron para componer una partitura de huesos entrechocando. La luz del interior del vagón procedía de un pequeño montón de brasas incandescentes. Pese a la exigua iluminación, la escuálida carcasa de Elford proyectaba una sombra astillada sobre el suelo.
Sin proponérselo, Victoria trastabilló un paso hacia atrás.
Elford escupió.
—¿Has vuelto para terminar conmigo, zorra Toreador?
Le sonrió, intentando recordar que tenía una ilusión que mantener. No sólo la que propulsaba su sangre, sino además una interna, el resultado de su confianza en sí misma. De vacilar, se convertiría de nuevo en su prisionera.
Si quería venganza y solaz de los demonios que la martirizaban, aquel era el único modo de conseguirlo.
Aquello era lo que se había dicho momentos antes, y ahora tenía ante sí la oportunidad de exorcizar sus fantasmas.
La sonrisa se disipó para dar paso a una réplica mordaz.
—Ya veo que has conseguido una lengua nueva.
Elford adelantó un pie, al parecer indiferente al aura dorada que emanaba de Victoria.
—Pues sí. Ya ves, me hacía falta. He estado ocupado. —Dicho lo cual, se apartó y señaló con sentida formalidad a un aparato detrás de su desocupado taburete. Se trataba de los estribos que habían aprisionado a Victoria la primera vez que se despertó en aquel sitio.
La mujer se estremeció y hubo de tragarse el nudo que le atenazaba la garganta, pero se mantuvo firme.
La estridente voz de Elford se tornó más melodiosa y burlona.
—No sabes cuánto he pensado en ti y lo mucho que deseaba tu regreso, princesa mía.
Se inclinó sobre el instrumento y extendió su nueva lengua, larga y estrecha como la de una serpiente, para lamer con delicadeza el grillete metálico que había retenido la mano izquierda de Victoria. Limpió un reguero de sangre reseca y se volvió hacia Victoria, con la lengua aún afanada en su asquerosa tarea como si estuviese dotada de vida propia.
Elford continuó así, con los ojos clavados en los de Victoria.
—Ésta, sangre de tu muñeca... aquí, de tu mejilla... —Mientras Elford hablaba, su lengua se estiró aún más de aquella boca ridícula para danzar sobre la mesa surtida de correas de sujeción y abrazaderas.
Victoria no se había atrevido a mirarle a los ojos la vez anterior, pero sí que lo hizo ahora. El hecho de que el monstruo no intentara apoderarse de su mente le resultó revelador. Quizá se debiera al hecho de que carecía de tales habilidades. Victoria no se esforzó por emplear sus poderes mentales, como hiciera con los Setitas que la habían rescatado de aquel lugar. Quería que Elford supiese qué era lo que le había golpeado cuando ella decidiera atacar.
—Aquí, sangre de tu vientre... —seguía canturreando Elford—, ah... y aquí, mira qué dulce, ¡sangre de tu pecho! —La cadencia melodiosa de su retahíla se interrumpió cuando escupió la última palabra en dirección a Victoria, antes de gruñir:— ¿Te crees que me importan tus encantos, zorra? ¿Piensas mantenerme lejos de ti con estos trucos?
Se acercó aún más.
Victoria no se inmutó, conocedora del alcance de sus poderes. Sabía que cada blasfemia proferida por Elford, cada centímetro que avanzaba, le costaba un triunfo. Esperaba que ella lo liberase de su influjo. Sí, el poder de Victoria acentuaba su belleza hasta tal extremo que debía de asemejarse más a una diosa divina que a nada engendrado por esta tierra, pero también imprimía en los demás la sensación de que debía de estar dotada de un poder inigualable, lo que contribuía a prevenir posibles atentados. Lo que inspiraba no era tanto miedo como respeto.
Victoria levantó un brazo en dirección a Elford y apuntó el arma a su estómago. Supuso que no podría errar el tiro contra un blanco tan enorme.
—Monstruo, sólo he vuelto para terminar lo que fui tan tonta de dejar a medias.
Apretó el gatillo y el arma cobró vida. Docenas de ráfagas salieron escupidas del cañón para acribillar el cuerpo de Elford. Una, dos, cinco o seis se enterraron en la magra tirantez de aquel estómago orondo y gangrenoso, hasta que las tripas estallaron con una contundente explosión que sacó a Victoria volando por la puerta abierta del vagón.
Permaneció aturdida durante unos instantes. Cuando recuperó la consciencia, sentía que una neblina se había apoderado de su mente y tardó otro momento en recuperar el sentido. Su sombrero había desaparecido, pero el ajustado mono de terciopelo permanecía intacto salvo por los desgarros ocasionados por el impacto contra la grava, que se había hincado en la carne de su espalda. Se incorporó hasta quedar sentada y escupió, tras lo que empleó una manga para limpiar las hediondas babas que le empapaban el rostro y la boca. Una vez incorporada por completo, enjuagó los restos que le salpicaban los senos y el vientre. El purulento icor se arracimaba en glóbulos semejantes a excrementos de rata sobre el suelo. Victoria se alejó unos pasos.
Concentró su atención en el desvaído vagón azul. El metal que rodeaba el marco de la puerta se había combado hacia fuera debido a la fuerza de la explosión pero, por lo demás, todo seguía igual. No percibió ruido ni atisbo alguno de movimiento procedente del interior.
—Pero qué bonito —dijo una voz a su espalda.
Victoria se giró en redondo.
El hombre volvió a hablar:
—Vaya, tú también eres preciosa, encanto, ¡pero esto! Dos pájaros de un tiro. Exquisito.
El que así hablaba era pálido, más que cualquier otro Vástago que Victoria hubiese conocido, e iba ataviado sin tacha con un traje de etiqueta cortado a medida para realzar su esbelta y atractiva figura. Sostenía un bastón en la mano izquierda, con el que tamborileaba en el suelo para subrayar sus palabras. Apoyaba la diestra en la cintura, con la palma hacia fuera. Pese a la insinuante presencia del hombre, su cabello engominado y sus bien pobladas cejas oscuras, Victoria lo encontraba inquietante y perturbador. A saber por qué, la palabra "pederasta" le vino a la cabeza; supuso que aquel adjetivo se ajustaba a aquellos modales tan siniestros como congeniales.
Los tres hombres que respaldaban al vampiro no eran más que matones de tres al cuarto. Dos de ellos apuntaba a Victoria con sus pistolas y el otro, algo apartado del resto a fin de poder esgrimir su arma con mayor facilidad, se apoyaba sobre un grueso bastón que, con su casi metro ochenta de altura, seguía siendo más bajo que su propietario.
Victoria se alisó las ropas y recuperó la compostura tras desprender una última mota grasienta de su brazo desnudo.
—Espero que el Tzimisce no fuese amigo tuyo.
—Dios me libre, no. Era más bien un problema, en realidad. Se negaba a crear nada útil, cuando lo que más falta nos hace son más monstruos Tzimisce para erradicar a los pocos de los tuyos que aún quedan en mi ciudad.
—¿Tu ciudad?
—Pues claro, pero mira que soy descortés. Soy Sebastian, obispo de Atlanta.
Victoria soltó una carcajada.
—Así que ya se la han endilgado a alguien.
El semblante de Sebastian se oscureció apenas, apartó la mirada y repuso, amostazado:
—Así es, en efecto. —Volvió a asaetear a Victoria con los ojos—. No, no, señorita Ash, yo no volvería a intentarlo.
Desapareció el sugerente fulgor de las mejillas de la Toreador y, con él, algo de su apostura.
—Me parece que se ha roto tu hechizo —continuó Sebastian—. Mis ghouls te veneraban hace apenas unos instantes pero creo que si les diera carta blanca ahora mismo, no se les ocurriría otra cosa más que violarte. —Parpadeó—. Tendrás que excusar mis toscos modales, pero quiero dejar mi mensaje bien claro.
El rostro de Victoria perdió todo rastro de emoción.
—A veces, la mejor forma de hacerlo es dando rienda suelta al cerdo maleducado que llevamos dentro, ¿verdad?
Sebastian no pareció darse por aludido.
—¡Eso es! Cómo me alegro de que sepas comprenderme sin apenas conocernos. Vamos a llevarnos mucho mejor de lo que me imaginaba.
Fue en ese momento cuando Victoria escuchó un tosido rasposo a su espalda, seguido de una voz estridente.
—Apártate de ella, Lasombra. La zorra me pertenece. A lo mejor te hago un regalo algún día, si es que consigues retener Atlanta bajo tu mando hasta entonces. Hasta el último centímetro de esa mujer, por dentro y por fuera, es mío para que lo explore... y lo perfeccione.
Elford ocupaba el desvencijado marco de la puerta del vagón. Ahora sí que parecía un esqueleto. Su abultado vientre había sido reemplazado por harapientas tiras de carne tumefacta que supuraban su característica substancia negra.
Victoria se veía atrapada entre dos fuegos. Pudo desembarazarse de parte del fatalismo que la asaltaba al confiar en sus posibilidades para manipular a ambos enemigos y enfrentarlos entre sí el tiempo necesario para orquestar su huida. Si consiguiera lanzar a cada Vástago a la garganta del otro, quizás pudiera despachar o desanimar a los tres ghouls y ponerse a cubierto.
Cosa extraña, pese a que Elford no había muerto y, a efectos técnicos, no había conseguido vengarse, su confianza se había redoblado. Puede que el ver a la bestia en tan precario estado fuese suficiente, o quizás no fuese más que la anticipación de la inminente batalla. En cualquier caso, si sobrevivía, si escapaba, estaría preparada para afrontar el futuro con la misma devoción inexorable que la había llevado hasta allí.
—Maldita sea —rezongó Sebastian tras ella.
Sin mirar en su dirección, Victoria anduvo de espaldas en dirección al Lasombra mientras se dirigía a todos los presentes, con los ojos clavados en Elford:
—Llegas tarde, Elford. Ya he rendido pleitesía a mi obispo.
Se giró y se enderezó a fin de que la exuberante figura embutida en terciopelo quedara marcada de relieve, antes de dejarse caer de rodillas a cuatro pasos escasos de Sebastian. No quería acercarse demasiado.
El Tzimisce rugió. Sebastian se limitó a elaborar aún más su primer juramento:
—Maldita condenada.
Elford se apresuró a descender del vagón y, cuando estaba a punto de superar el último peldaño, tropezó.
Consiguió apoyarse en sus frágiles brazos, pero aulló de dolor. Su pie seguía colgado, balanceándose del alambre gracias al espeso hilo de sangre que emanaba del muñón. Transcurrido aquel primer instante, el pie se soltó y cayó al suelo.
Sebastian y los ghouls observaban al enfurecido Tzimisce como hipnotizados. Victoria aprovechó para impulsar un torrente de sangre en ebullición a sus piernas, que la incorporaron como un resorte y la impulsaron como alma que lleva el diablo en dirección al coche aparcado.
—¡Destrozadla! —gritó Elford.
Pese a la ventaja conseguida y a su velocidad, las esperanzas de Victoria se evaporaron cuando escuchó la respuesta de Sebastian.
—Por mucho que lo lamente, creo que tiene razón. Es demasiado peligrosa. Cogedla, ¡ya!
La grava crujía bajo los estiletes de sus tacones. Aún a varios metros del lado del copiloto de su BMW, Victoria saltó y consiguió caer sobre el asiento del conductor, si bien de forma algo precaria.
Pulsó un interruptor para izar la capota y giró la llave para encender el motor. Las ruedas originaron una lluvia de guijarros antes de encontrar asidero en la tierra apelmazada y catapultar el coche hacia delante.
Restallaron los disparos y Victoria se agazapó en su asiento, entre maldiciones. Escuchó las quejas del vehículo cuando varias balas lo alcanzaron, pero mantuvo el acelerador pisado a fondo mientras agarraba la palanca de cambios para meter la segunda marcha.
Uno de los neumáticos reventó a causa del impacto de un proyectil y el coche reculó sobre la grava, aunque Victoria consiguió que la máquina siguiera rodando. Se acercaba al puente que cruzaba las vías cuando un abismo se abrió de improviso ante el vehículo. Intentó frenar en seco, demasiado tarde. El coche planeó sobre la oscura boca... pero Victoria no cayó en ella.
Volvió a recuperar la primera e intentó acelerar de nuevo, mas unos tentáculos compuestos de sombras se deslizaron por los laterales del vehículo y, tras abrazarse a todos los puntos de apoyo posibles, evitaron que el coche se moviera.
Victoria se aplastó sobre los asientos y se apresuró a arrastrarse hasta el lado del copiloto, el más alejado de sus perseguidores. Intentó abrir la puerta, sin éxito, por lo que se escurrió por la ventanilla, desgarrando la capota con uno de sus tacones en el proceso. Una vez afuera, se giró para enfrentarse al ghoul que, armado con un garrote, se encontraba casi encima de ella.