Capítulo 18
Domingo, 8 de agosto de 1999, 5:42 AM
630 de la avenida West Harrison
Chicago, Illinois
Veo una caravana que atraviesa esta América hace más de un siglo. Viajo subido en una de las diligencias con mis hijos e hijas sentadas a mi alrededor o atrás, con su madre. Los escucho gruñir de dolor e incomodidad, pero debo mantener la carroza en marcha. La pérdida de los demás significaría nuestra propia pérdida. ¿De qué sirve tener un destino si llegamos solos?
Lleva algún tiempo embarazada. Siempre está embarazada. Es tanta mi prole.
¿Adónde irán todos? Ha habido tantos antes que éste.
El niño sale serpenteando del vientre de su madre y se sienta junto a mí. Está aquí porque conoce el camino. No tardamos en encabezar la caravana de carros y nuestra senda converge con el sinuoso curso de un antiguo río. Viajamos en línea recta, pero el río se impulsa entre pliegues y recodos igual que una serpiente enloquecida atrapada en la caja que sería este valle inscrito entre dos cadenas montañosas.
Los caballos de nuestra carreta tiran de toda la caravana. Se han perdido conmigo. Sin mi hijo, que nos ha mostrado este camino. Nos apresuramos a cruzar el valle, pero no somos lo bastante rápidos. La lluvia, la cual me doy cuenta de que lleva algún tiempo empapándonos, propicia que el río se salga de su cauce. La inundación es roja, pero no como la sangre. Demasiado diluida. Fluye demasiado deprisa.
Las olas bañan los cascos y los tobillos de nuestros caballos y no tarda en lamer el fondo de los carruajes. Seguimos abriéndonos paso a través de la tormenta. El valle se abre frente a nosotros. Si pudiéramos llegar a aquella loma, estaríamos a salvo.
Los caballos resbalan en el limo carmesí, pero tiran de nosotros, inexorables, por el camino sumergido. Las aguas han subido tanto que amenaza con arrastrar a algunas de las carretas pero, en un alarde de fuerza y velocidad, los caballos vadean el valle y se llevan su proscrita carga con ellos.
No llueve fuera del valle. Una llanura inmensa se extiende ante nosotros, pero donde se rozan valle y llanura, donde nos encontramos ahora, se alza una pequeña ciudad. Mi hijo dice que debemos entrar, lo que hacemos pese a ver que el lugar está poblado por tratantes de esclavos, ladrones y asesinos. Pero creen que somos de los suyos al ver que nuestras ropas gotean agua roja, y piensan que se trata de la sangre de aquellos a los que hemos tenido que asesinar para refugiarnos aquí.
No los saco de su error, claro está, ya que necesitamos descansar. Si queremos sobrevivir, tendremos que aprovecharnos de este malentendido.
Me preparo para dormir hasta el día siguiente. Soñaremos algo más, mis multitudes y yo. Mis multitudes más uno y yo.