Capítulo 40
Martes, 31 de agosto de 1999, 2:56 AM
Avenida Piedmont
Atlanta, Georgia
Victoria se detuvo por unos instantes en lo alto de las escaleras. Quería darse una oportunidad para evitar cualquier posible enfrentamiento con el Profeta de la Gehena preparando un ejercicio de aquellos a los que estaba acostumbrada a someterse. Pero ya había tomado la decisión de venir aquí y buscar respuestas, por lo que no haría ningún favor, ni a ella misma ni a sus temores, el que intentara eludir lo desagradable creando ensayos hasta que saliera la senda que más se ajustara a sus preferencias. Aquello equivalía a no perseguir el azar en primer lugar, y no se atrevió a considerar las permutaciones que aquel curso de acción pudiera generar.
Así que cubrió la distancia que la separaba de Anatole, o al menos de alguien que afirmaba ser él. Alguien que la llamaba, quizá por error, sin duda con oscuros motivos, "Reina de las Manzanas".
El sótano se abría a la izquierda de Victoria. El muro de los cimientos de la casa quedaba a su derecha. Primero los pies, luego la cintura y, tras agacharse, por fin la cabeza alcanzaron el nivel del piso subterráneo del edificio. Seguía calzando las botas de tacón alto que llevara puestas en el escenario de la batalla entre los trenes de carga, por lo que cada paso resonaba con la cadencia de la punta de sus dedos seguida de los altos estiletes.
Cuando la Toreador llegó al escalón que la permitía examinar la estancia sin tener que inclinarse, se detuvo por unos momentos para asimilar lo que veía. El sótano era una habitación enorme llena de numerosas mesas y un montón de deshechos, los cuales parecían ser en su mayoría esculturas rotas o a medio completar, o puede que ambas cosas a la vez. Las mesas estaban dispuestas de tal modo que formaban dos tés. La parte superior de cada T se alineaba junto a las paredes izquierda y derecha del sótano tal y como lo veía Victoria, dándole la espalda al muro de sujeción. A intervalos, las mesas que componían el cuerpo de cada T se estiraban hacia el centro del cuarto, aunque esto dejaba un espacio libre razonable para trabajar entre ambos remates. Un pedestal ocupaba aquel lugar, y un busto (el de una mujer, dedujo Victoria por las delicadas curvas del cuello y los hombros) coronaba el mismo, aunque la Toreador sólo podía ver la nuca de la obra. Por algún motivo, parecía haberse librado de la destrucción que imperaba en el resto del cuarto.
Un hombre bastante atractivo se encontraba de pie en la esquina más lejana de la que quedaba a la derecha de Victoria. Llevaba el sucio cabello oscuro muy corto, pero Victoria se dio cuenta de que lo había llevado más largo y en coleta, quizá hasta no hacía mucho. Sabía darse cuenta de esas cosas. Clasificó sus rasgos como franceses, con aquella nariz esbelta y las mejillas hundidas.
El hombre miraba en otra dirección durante aquella primera inspección. Victoria encontró a aquel hombre (que debía de ser Anatole, o al menos un buen impostor, dado que había visto fotografías suyas) bastante anodino. Aquella era la opinión que sostenía desde que hubiese visto la foto en cuestión, y que había hecho pública, para desmayo de un joven Toreador que afirmaba haber conocido al Vástago y que se permitió el disentir con Victoria. Aquel joven afirmaba que había que ver al Malkavian en persona para apreciar su donaire, pero ahora que lo tenía delante, se reafirmó en su primera impresión.
Fue en ese momento cuando Anatole se giró para mirarla, y Victoria sintió cómo un relámpago recorría todo su cuerpo. Se convirtió en un cable de alta tensión por un instante, y supo la impresión que ella misma debía de inspirar en aquellos hombres y mujeres que la veían por vez primera... o segunda, o cuarta... Las características físicas del Malkavian seguían siendo agradables, si bien nada inspiradoras, pero los ojos que ahora la observaban brillaban con un fuego cegador que lo transformaba por completo. En aquel instante, Victoria no dudó que aquel poderoso Vástago estuviese bendito con habilidades inimaginables incluso para aquellos que lo doblaran en edad, ni que tuviese visiones, ni que estas visiones atañeran al futuro y que lo que viera fuese a ocurrir. Aquella impresión de su poder y de los terribles secretos que debía de guardar le conferían una sexualidad animal que sólo un loco podría poseer.
Victoria recorrió absorta los últimos seis escalones antes de recuperar el control de sí misma lo suficiente como para sentirse meramente impresionada por el Profeta de la Gehena.
Anatole esbozó una sonrisa sesgada, inteligente.
—Bienvenida a tu salón.
Cuando Victoria respondió con una expresión atolondrada, el Malkavian describió un arco con el brazo para señalar el pedestal que se alzaba en el centro del cuarto, antes de volver a concentrar su atención en un hueco vacío sobre la mesa que tenía ante él. Lo frotó despacio con un dedo, siguiendo un patrón que Victoria no supo relacionar con nada reconocible. Él se afanaba en su tarea, no obstante, por lo que Victoria aprovechó aquel instante de libertad de su mirada para acercarse al busto que coronaba el pedestal.
Mientras se acercaba, aprobó la línea de un vestido que mostraba la cantidad exacta de la suave piel del hombro y el cuello, y el cabello compuesto de tal modo que pareciera natural. Cuando Victoria rodeó el pedestal para ver el rostro de la mujer de frente, se detuvo y estalló en carcajadas.
No le cupo duda alguna de que se trataba de ella misma. Aquel era el busto de Victoria Ash, otrora primogénita Toreador de Atlanta.
Era una imagen absolutamente maravillosa de sí misma, si se le permitía opinar a Victoria, para lo que se sentía cualificada tanto de forma subjetiva como profesional. Los detalles resultaban impresionantes, aquel rizo rebelde sobre la frente, la pícara sonrisa, el leve sesgo de la cabeza. En verdad se trataba de una obra de arte, sin duda lo mejor que había visto de Leopold. El único defecto estribaba en los labios. Victoria se inclinó para mirar más de cerca y vio que la forma del barro había sido apenas alterada, como si le hubieran tirado algo a su boca o, más bien, a la boca de la Victoria esculpida. Un accidente, supuso, que el artista no había podido corregir.
Victoria, envalentonada, se giró hacia Anatole.
—¿Sabías que ésta era yo?
—Sí —fue la inmediata respuesta, aunque el Malkavian no había dejado de mirar la mesa, por lo que le daba la espalda.
Victoria se apartó de la estatua por un momento. Pensó en acercarse a Anatole para ver si lograba descifrar las líneas que estaba trazando en el polvo, pero se decantó por inspeccionar las cajas colocadas sobre otra mesa.
—Todo sigue tal y como estaba —intervino Anatole, sin volverse para mirar a Victoria.
—¿Quieres decir como estaba cuando tú llegaste? —La Toreador miró de reojo a Anatole antes de volver a fijar su atención en las cajas. De una extrajo un par de bozzettos casi iguales, los primeros bosquejos del sujeto del escultor.
—Y también antes de eso —asintió Anatole.
Victoria posó los dos dibujos y sacó algunos más antes de volver a echar un vistazo en dirección a Anatole. Pensó por un momento y decidió continuar con aquella conversación. Sospechaba que jamás conseguiría sacar nada en claro del Malkavian a menos que se lo propusiera.
—¿Quieres decir que llevan así desde que murió el artista?
Anatole dejó de dibujar con el dedo y se giró. Cuando hubo completado le movimiento, miró a Victoria, inexpresivo. Por fin, el más leve atisbo de una sonrisa afloró a aquel rostro de rasgos delicados.
—Basta de juegos, Reina de las Manzanas.
Victoria se mantuvo en sus trece.
—¿Qué quiere decir eso de "basta de juegos"? Tengo entendido que eso es a lo que te dedicas, Profeta. Al igual que tantos de los de tu clan, hablas con acertijos y rodeos.
La fina sonrisa de Anatole no se esfumó.
—Pero al igual que tan pocos de ellos, mis acertijos no ocultan ninguna mentira, sino que intentan revelar la verdad.
—Me parece que me estás dando la razón —suspiró Victoria.
Anatole volvió a mirar a la mesa y empezó otra vez a dibujar algo con el dedo, en el aire en esta ocasión. Victoria observó durante un rato, pero no pudo determinar la naturaleza de aquel objeto fantasma. Así que se volvió de nuevo hacia las cajas.
—Sigue buscando para encontrar lo que nos hace falta.
Victoria decidió responder sin mirar al Malkavian.
—¿Nos? Dirás lo que me hace falta a mí.
—No, "a mí" no, "a ti".
La Toreador volvió a exhalar un suspiro. En esta ocasión se volvió hacia Anatole e incluso dio un paso en su dirección, así como en la de la bella estampa de sí misma moldeada en barro.
—¿"A ti" como si fuese "a mí"?
—Sí.
—Para aclarar las cosas —insistió Victoria, negándose a sucumbir ante aquella aparente falta de lógica—, lo que quieres decir es "a ti" y "a mí" para indicar "a nosotros".
El Malkavian asintió con la cabeza.
Victoria se giró de nuevo y echó un rápido vistazo a los bocetos. No encontró nada interesante, sólo toscos bosquejos de hombres y mujeres a los que no conocía, aunque le pareció que algunos podrían ser intentos de conseguir la composición de la obra final que remataba el pedestal a sus espaldas.
Creía que estaba conduciéndose con cuidado, pero una de las estatuillas inacabadas se cayó de la mesa para estrellarse contra el suelo. Miró el estropicio por un instante, pero la pérdida no había sido mucha; no se trataba más que de la imagen de un hombre con una nariz exagerada.
Anatole comenzó a recorrer la estancia a largas zancadas y Victoria siguió sus movimientos con la mirada, aunque volvió a escarbar entre las cajas llenas de miniaturas cuando se hizo evidente que aquellas caminatas no obedecían a propósito alguno.
Al cabo de unos quince minutos, Victoria había terminado de registrar todas las cajas y la combinación del desasosiego del Malkavian, unido a su fracaso a la hora de encontrar algo de utilidad, la hicieron estremecerse de frustración. Decidió descargarla sobre Anatole.
—Bueno, entonces, ¿por qué me llamas la Reina de las Manzanas? —preguntó, en un tono de voz no demasiado agradable—. Supongo que conoces mi auténtica identidad —insistió, al ver que la única respuesta que recibía era el frufrú de las pisadas.
Anatole se detuvo en seco. Volvió a mirarla. En esta ocasión, sus ojos relampagueaban e iluminaban su rostro con un fulgor espectral, casi demoníaco.
—Desde luego, querida. Te irás volando de aquí para portar fruta, de ahí tu nuevo nombre.
—Eso no aclara nada —rezongó Victoria, sin saber si debería ceder a la furia que crecía en su interior o intentar apaciguarla. No quería que Anatole volcase su ira sobre ella, pero también creía que podría instarlo a decir algo más. Sabía, sin necesidad de intentarlo, que sus técnicas acostumbradas no surtirían efecto sobre él.
—Todo se desvelará a su debido momento.
—Está bien —escupió Victoria—, intentemos juntar las piezas del rompecabezas, al menos.
Se adelantó hasta situarse junto a la imagen de barro de su busto y señaló a la obra con un ademán.
—¿Qué es esto de aquí? ¿Por qué me estaba esculpiendo Leopold? ¿Es esto lo que buscamos, lo que buscas o lo que busco?
Anatole negó despacio con la cabeza, con un gesto rayano en lo despreciativo. Victoria sintió cómo su frustración crecía hasta apabullarla.
—Tú ya has encontrado lo que necesitas. Nosotros sí, al menos. En cuanto a la escultura, sí que entraña importancia, pues en su interior se encuentra el sire del joven brujo.
Anatole esbozó una sonrisa y, por un momento, adoptó un aspecto de lo más corriente. Por otro instante que se le hizo eterno, Victoria se sintió mareada.