Capítulo 28

Domingo, 29 de agosto de 1999, 9:18 PM

Avenida este Ponce de León

Atlanta, Georgia

Pese a la perentoriedad del asunto que le ocupaba, Benison había remoloneado a la hora de despertar. Por lo general se incorporaba con la precisión de un reloj al desaparecer el sol, pero eso había sido cuando era príncipe, antes de que Eleanor...

Bueno, antes de que su vida hubiese experimentado una multitud de cambios.

Sentía su físico revivido, e incluso su vigor mental parecía renovado. Sospechaba que eso se debía a que tenía algo en lo que concentrarse, aun cuando no comprendiera del todo la misión que le había sido descrita con tanta vaguedad en su sueño.

¿Qué otra cosa cabría esperar de Anatole? ¡Una lista concisa de instrucciones no, desde luego!

Pero, ¿por qué le parecía tan importante ayudar al profeta? Cierto era que existían lazos de sangre, de clan, entre los Malkavian (la enloquecida, condenada, desesperada, obsesiva y experta especie que constituían), menos sólidos que en muchos clanes, pero patentes. A Benison no le bastaba aquella explicación para justificar lo que sentía en aquellos momentos. Cierto era que la celebridad de Anatole contribuía a alimentar la prestancia de Benison. Resultaba mucho más sencillo negarse a las peticiones de un desconocido que a alguien de cierto renombre, ya fuera infame o exaltado.

Así y todo, ni siquiera aquello parecía adecuado. La única explicación que satisfacía a Benison era la que concernía a su ciudad. Su antigua ciudad. En Atlanta debía de haberse desencadenado algo más importante que una simple incursión del Sabbat. Mientras dormía, Benison había recibido comunicados de otros Malkavian donde se le informaba de que la ofensiva había traspasado los límites de la ciudad; pero era a Atlanta donde se dirigía Anatole, no a ninguna otra.

Claro está que siempre cabría la posibilidad de que lo estuvieran coaccionando, de que su presteza y voluntariedad no fueran sino una ilusión.

Benison recordaba también que Hannah no había asistido a la fiesta del solsticio de verano donde había tenido lugar la emboscada, y se preguntaba qué papel desempeñaría la mujer en todo aquello. ¿Subyacía en el sueño que había tenido la venganza contra Hannah por cualquier posible participación en su destronamiento? ¿Sería ella la que lo coaccionaba ahora?

Busca el Manto de Nessus, había dicho el extraño, Anatole. Aquel era el manto que había terminado con la vida de Hércules, el héroe griego, o al menos aquello era lo que contaba el libro de la tienda de Little Five Points. Por norma, Benison planteaba las cuestiones de este tipo a Hannah, no se las planteaba acerca de ella; pero, dado que aquello debía de resultar inviable, no le quedaba otra opción. Así que el ex príncipe se había colado en una librería. El recuerdo de verse en aquel almacén hojeando libros no era algo que le resultase divertido.

En cualquier caso, el libro explicaba que la esposa de Hércules, furiosa por el motivo que fuera, le había regalado a su esposo un manto curtido con la piel del centauro Nessus, manto empapado de la sangre del centauro y el veneno de una flecha que Hércules le había disparado a Nessus tiempo ha. Al echarse el manto sobre los hombros, Hércules había enloquecido y murió.

Lo que llevaba de nuevo a la pregunta: ¿Era el manto del sueño un símbolo para algo más, como la traición de Hannah a semejanza de la de la esposa del héroe griego, o iba Benison de veras en pos de aquel manto? Lo primero era, sin lugar a dudas, más propio de lo que cabría esperar de un Malkavian. Benison tendría que saberlo, pues nunca habría conseguido y mantenido el título de príncipe si sus habilidades fueran meros adornos.

Por tanto, la única forma de zanjar aquel asunto, o al menos de comenzar a tantear el problema, consistía en visitar la capilla Tremere. Presumía que la encontraría desalojada y reducida tras la batalla que sin duda había seguido a la emboscada en el Museo de Arte, aunque existían infinidad de posibilidades. Puede que un puñado de Tremere (Hannah entre ellos, incluso) siguiera resistiendo las embestidas del Sabbat desde el interior de la capilla. O puede que hubieran sucumbido aquella noche de solsticio, o poco después, y que el lugar estuviese desierto. O, si los Tremere habían caído, quizás era el Sabbat el que ahora ocupaba o, al menos, había saqueado el lugar.

De demostrarse la veracidad de esta última suposición, las oportunidades de descubrir un Manto de Nessus real se tornaban escasas.

Benison había caminado el puñado de kilómetros que separaba aquella librería de Little Five Points de la capilla Tremere, a la que ya se aproximaba. Se alegraba de encontrarse lejos de la zona que rodeaba a la librería. No porque se tratara de un foco de concentración contracultural dentro de Atlanta, sino por la naturaleza de quienes buscaban áreas similares para desarrollar sus actividades. En el pasado, aquello había atraído a innumerables Vástagos haraganes carentes de territorio en la Atlanta que Benison hubiese preferido regir, que se traducían ahora en Sabbat ansiosos de víctimas fáciles en una ciudad que quizás aún no comprendiesen del todo. ¿Qué mejor sitio para desenvainar los colmillos y atisbar un alma atormentada que entre aquellos que habían renunciado a ella, o pretendían renunciar a ella en un patético intento por encontrar un lugar en la periferia de la sociedad del ganado?

Tampoco es que el tramo de Ponce de León que había recorrido Benison fuese distinto. Prostitutas y camellos, pensiones de mala muerte y clubes de striptease se alineaban a lo largo de casi toda la avenida. Benison permaneció atento a la presencia de otros Vástagos, pero no vio nada de lo que preocuparse hasta llegar a un par de bloques de distancia de la fortaleza Tremere. Hasta ese momento, cualquier observador casual, incluso perteneciente a la Estirpe, lo habría tenido difícil para detectar al Malkavian, oculto como estaba por medio de poderes de la sangre aprendidos hacía mucho.

Aun cuando no hubiera Vástagos presentes, ni Tremere ni Sabbat, las trampas ocultas que los brujos vampiros habían dejado casi con total seguridad resultarían formidables de por sí. Puede que los poderes que volvían casi invisible a Benison prevalecieran sobre las defensas de los Tremere, pero lo dudaba.

El Malkavian se esforzó por poner a prueba sus poderes y siguió acercándose. Mientras el enorme edificio comenzaba a erigirse ominoso recortado contra el cielo nocturno cargado de humedad, Benison oteó las calles y edificios vecinos. Una pareja sospechosa sentada junto a la ventana en un restaurante al otro lado de la calle consiguió que se detuviera por unos instantes, pero todas sus dudas acerca de su posible pertenencia a la Estirpe se disiparon cuando la cena llegó a su mesa y vio cómo comenzaba a dar cuenta de un menú que no le sentaría bien al estómago de ningún vampiro. Sí, algunos Vástagos poseían la habilidad de retener los alimentos, pero constituían una rara excepción.

Benison no se detuvo de nuevo hasta encontrarse frente a la inmensa casa entejada. Se alzaba a cuatro pisos sobre el suelo, plantas de gran altura, no como la de los magros techos de los edificios de oficinas o las residencias modernas. Aquella era una de las majestuosas casas de Atlanta, quizá la más majestuosa de todas; Benison lamentó de nuevo que hubiera caído en manos de los Tremere. El príncipe recordaba cómo se habían levantado aquellos cimientos a principios del período conocido como Reconstrucción del Sur que siguió a la Guerra entre Estados.

Ahora estaba en ruinas. El piso superior se veía demolido por completo, y el fuego había devorado y ennegrecido los inferiores. Benison no podía imaginar cuánto habría quedado incólume tras el devastador incendio, aunque suponía que los Tremere debían de haber dispuesto medidas protectoras tanto mágicas como mundanas por todo el lugar.

Un corto paso peatonal lo condujo desde la acera hasta la gran verja de hierro que rodeaba la mansión. Benison observó los distintos lugares donde se había doblado la valla, sobre todo alrededor de aquella entrada y en el camino principal. Al otro lado de la puerta frontal discurría un sendero de ladrillo que comunicaba el exterior con el monumental portalón del edificio. Las puertas seguían en pie, si bien algo entreabiertas.

Benison se acercó. Puede que aún existiera una posibilidad de encontrar lo que buscaba, lo que Anatole buscaba, en el interior de aquel edificio calcinado y desvencijado. Suponía que, al menos, disfrutaría de intimidad dentro de la casa. No le parecía probable que quedara ningún Vástago entre sus muros, y dudaba que el ganado hubiera decidido ocupar el edificio tan pronto. Aquel sitio despertaba escalofríos en la espalda del antiguo príncipe. Para los mortales debía de ser inalcanzable.

Cuando se acercaba a los seis escalones de ladrillo que elevaban el sendero hasta el rellano frente a las puertas, una sensación de vértigo abrumó a Benison. Al principio creyó que estaba siendo atacado, antes de decidir que debía tratarse de mero agotamiento, secuela de las severas heridas que había recibido y de las que apenas comenzaba a recuperarse. Por fin se dio cuenta de que no era sino su mente jugándole malas pasadas de nuevo, pues de las cenizas de la estructura demolida en el presente se alzó ante él la gloriosa y egregia mansión del pasado.

Los ennegrecidos muros se tornaron prístinos y blancos una vez más, las paredes derruidas se reconstruyeron, la desaparecida cuarta planta se materializó.

Benison sacudió la cabeza. Era aquella una visión extraña, en nada parecida a aquellas a las que estaba acostumbrado. No era igual que cuando se imaginaba un ejército confederado fuera (¡o incluso dentro!) del Museo de Arte. Aceptaba a aquellos fantasmas de buena gana, y ni siquiera ahora era capaz de disipar la sensación de que habían existido en realidad. ¡Pero esto! Éste era un truco desconcertante, puesto que le constaba que el edificio estaba en ruinas.

De hecho, si se concentraba lo bastante, Benison podía ver el edificio calcinado bajo la imagen superpuesta del reconstruido. ¿Sería su mente la que lo confundía? ¿Tan unido se sentía a la hermosa estructura de antaño que se negaba a renunciar a ella aun cuando sus ojos le dictaran lo contrario?

¿O sería aquel un truco de Anatole? ¿Una visión que otro Malkavian había logrado de algún modo? Cosa curiosa, aquel planteamiento hizo que Benison se tranquilizara. Al menos eso podía aceptarlo como un regalo, en lugar de la aprensión que le producía el verse obligado a considerar que su propia mente pudiera estar manipulándolo.

Así fue como Benison se desprendió de la imagen de la mansión en ruinas y abrazó la que ofrecía cuando aún estaba intacta.

Entró. Tanto su memoria como su visión revelaron una habitación casi tan alta como la propia mansión, aunque bastante reducida en términos de superficie. Se alzaban dobles puertas enfrente y a la derecha del Malkavian, así como un tramo de escaleras de caracol que conducían al palco del segundo piso. Se veía otra barandilla en la tercera planta, aunque no parecía que se pudiera disponer de acceso directo a la misma desde aquella cámara.

Una galería de curiosidades arcanas amueblaba el cuarto. Veía una mesa de borde bajo junto a la que reposaba un enorme sillón de color rojo. Tres peonzas giraban sin cesar sobre la mesilla. Veía una cavidad iluminada excavada en el suelo que parecía contener huesos de algún tipo. Docenas de cuadros colgaban a gran altura de las paredes, pero sólo dos marcos quedaban a la altura de la cabeza. Uno de ellos exhibía un documento: una confesión de siglos de antigüedad procedente de los juicios por brujería de Salem; el segundo, dispuesto cerca de las puertas que quedaban a la derecha de la entrada principal, resultaba todavía más interesante.

Lo que había allí enmarcado era un espejo, de aspecto sencillo. Sin duda lo componían materiales preciosos (un reborde de plata inscrito con diminutos diamantes), pero los objetos de lujo del ganado perdían su valor frente a un Vástago quisquilloso. En cualquier caso, era el reflejo del espejo lo que había sobresaltado y ensimismado al Malkavian. Cuando Benison lo miró, la imagen que vio de sí mismo carecía de rostro. Donde tendrían que haber estado los ojos y la nariz del Malkavian, sólo se veía un vacío color carne.

Igual que en su sueño, claro está, salvo que en él había sido el semblante de Anatole y no el suyo el que careciera de expresión. Benison apartó los ojos del espejo y los fijó en las puertas que se levantaban junto a él. Vaciló por un instante antes de acercarse a ellas. La del lado izquierdo se abrió cuando giró la manecilla de cristal y Benison se encontró al final de un largo pasillo.

Ahora, ¿hacia dónde? ¿Qué había esperado encontrar tras aquella puerta? ¿Un manto doblado sobre una silla?

Benison se rió de sí mismo, aunque sabía que el recado que le habían encomendado carecía de toda lógica. Su única opción, a expensas de posteriores intervenciones oníricas, era la de explorar toda la mansión. Disponía de una eternidad de noches que dedicar a su búsqueda, y nada se lo impedía.

Por tanto, comenzó a recorrer el tenebroso pasillo. No tocó las paredes, pero éstas parecían empapeladas con arrugado terciopelo rojo, y el suelo estaba cubierto por una mullida moqueta del mismo color y textura. Benison paseó la mirada por todas las puertas y por cada elemento decorativo, con la esperanza de encontrar una revelación.

Ésta le llegó al Malkavian tras haber cubierto casi la mitad del pasillo. Sobre una de las paredes vio un cuadro de lo que supuso que sería un místico zen japonés inclinado frente a una fuente de aguas cristalinas. Junto a él se erguía otro hombre, rasurando la cabeza del místico.

Puede que fuera un presentimiento, en nada tan obvio como el espejo del recibidor, pero aquella imagen imbuyó a Benison de una sensación de certeza. ¡Aquellas imágenes procedían de su sueño! Intentó abrir la puerta más cercana al cuadro. Se trataba de una robusta puerta de madera con elaboradas tallas que adornaban los paneles superior e inferior. Cedió ante la presión de la mano de Benison y se abrió en silencio.

El Malkavian penetró en una reducida estancia decorada con inusual sencillez, al menos para lo que cabría esperar en una capilla Tremere. Las paredes habían sido entarimadas con paneles de roble; una mesa rectangular de ese mismo material, que denotaba las huellas del uso continuado, se erguía en el centro de la habitación. Tres sillones con orejas a juego flanqueaban la mesa, una de ellas a la cabecera del mueble y las otras dos en el centro de sus caras más largas. Cada sillón estaba rematado por cojines de cuero de color verde; hileras de pequeñas piedras de jade lucían inscritas en los brazos de los asientos.

Se alzaban dos puertas en la pared frente a Benison, entre las que colgaba un tapiz que representaba un paisaje boscoso. Se veían tapices similares en el centro de las paredes que quedaban a su izquierda y a la derecha. No obstante, el que tenía enfrente le llamó de nuevo la atención puesto que, entre las tejidas imágenes de los árboles y las enredaderas, aparecía un druida. Ante él, en la margen izquierda del tapiz, descansaba un caldero negro dispuesto sobre una hoguera, pequeña pero poderosa.

Aquellos retazos de su sueño parecían tan naturales y, sin embargo, Benison no pudo reprimir un escalofrío involuntario. A pesar de todo, no vaciló, sino que se dirigió hacia la puerta de la izquierda de las dos que tenía enfrente. Aceptaba todo aquello con tanta certeza que no se detuvo a considerar el hecho de que la mansión, en potencia, aún pudiera estar habitada, ni el que todavía no hubiera activado ninguna trampa ni cerradura de naturaleza bien mágica o mecánica.

Benison se limitó a acercarse a la puerta y abrirla.

Tras ella, vio el manto. Doblado sobre una silla.

Entre risas, penetró en la estancia, decorada sin demasiado buen gusto.

El cuarto en sí parecía sacado de un catálogo de mobiliario de oficinas, con su enorme escritorio, el sillón de cuero, el mueble bar con lavabo incorporado y dos sillas frente al despacho que flanqueaban una mesilla sobre la que descansaba un humidificador. Los demás detalles se tornaron borrosos cuando Benison se acercó al sillón de cuero para observar el grueso manto de color verde doblado encima del respaldo.

Por primera vez, Benison se quedó clavado. Algo parecido a la reverencia se apoderó de él, y no fue sino gracias a un esfuerzo de determinación que consiguió alzar las manos y llegar a recoger la tela. Una vez entró en contacto con el artículo, aquella extraña sensación se desvaneció y, de improviso, el manto adquirió un aspecto de lo más corriente. El Malkavian no se dejaba engañar. Aquello era lo que había venido a buscar.

Sostuvo el manto frente a él y lo desplegó de tal modo que su parte delantera le resultara visible. Con toda seguridad, eran manchas de sangre lo que lo salpicaban, y no de las que podría haber producido una herida cualquiera. La sangre era espesa y estaba reseca, extendida por gran parte de la pechera y los hombros del pesado tejido de color verde.

Benison miró alrededor. Se preguntaba si aquel cuarto tan extraño y mundano podría ser (podría haber sido) el de Hannah. No encajaba con ella, aunque, ¿quién era capaz de descifrar a un Tremere? ¿O, ya puestos, a un Malkavian? En aquel momento, Benison se sentía incapaz de adivinar nada acerca de ninguno de los dos. Lo único que sabía era que tenía el manto de Hannah y que ahora debía encargarse de que llegara a manos del Profeta de la Gehena.

Después de salir de aquella laberíntica mansión. Benison no sentía el impulso de explorar el edificio. Albergaba la sensación de que aquello sólo podría acarrearle algún desastre o, cuanto menos, peligro. Lo mejor era marcharse cuanto antes.

Cuando abrió la puerta para regresar a la estancia de las sillas incrustadas de jade, se desvaneció la ilusión que mostraba a la capilla como la joya que fuera en su día. Benison se vio en el interior de una habitación calcinada y desahuciada. Había desaparecido el jade del mobiliario, y las propias sillas estaban astilladas y reducidas a cenizas. La mesa seguía en pie, aunque en equilibrio precario. Benison le dio un empujón y el mueble se desplomó.

Aquello le recordó las cuentas que había de saldar con el Sabbat. De repente, estuvo seguro de que entregarle aquel manto a Anatole era lo mejor que podía hacer para satisfacer aquel propósito.