Capítulo 39

Martes, 31 de agosto de 1999, 2:54 AM

Avenida Piedmont

Atlanta, Georgia

El observador posó su bolígrafo. Al principio se sintió sorprendido, luego enojado y, por último, mudo de asombro.

Primero se había abierto la puerta del sótano. Esto había sobresaltado al observador, que hubiese jurado que la había dejado cerrada cuando siguió a Anatole escaleras abajo. Éste se había acercado por un instante al pie de la escalera hacía un rato y había mirado hacia la puerta, pero no se había aproximado a ella ni había hecho ademán siquiera de pisar los escalones. El observador pasó una página de su cuaderno y comprobó la hora a la que aquello había ocurrido. Las 2:21 AM.

También le sorprendió el no haber oído a nadie indagando por el piso de arriba. A fuer de sincero, se le deba mejor ocultarse que detectar a los demás cuando éstos decidían esconderse, pero sus habilidades al respecto sin duda bastaban para tenerle al tanto de cualquiera salvo de los espías más dotados.

Razonó que quien pudiera ocultarse de él también poseería la habilidad de abrir una cerradura, dado que la que cerraba la puerta de la cocina había sido forzada. Por tanto, el humor del observador tendió al enojo.

Le molestaba aquella interrupción precisamente por tratarse de una interrupción. Después de que Anatole hubiese decidido por fin sus incesantes sugerencias acerca de marcharse de Chicago, y tras llegar al refugio del Toreador, el Malkavian se había lanzado a un alarde de verborrea.

El observador no quería que este excepcional período terminase, y temía que esta llegada pudiera conseguirlo con tantas noticias interesantes de las que informar, entre ellas el hecho de que ya estaba casi seguro de que, cuando Anatole se refería al joven brujo, debía de estar hablando de Leopold. ¿Qué retorcida visión del escultor poseía el Malkavian para verse impulsado a pensar en el artista en aquellos términos? Sí, podían trazarse similitudes entre artistas y alquimistas, pero el observador intuía que debía de haber algo más; bien fuera algo más profundo, o tan evidente que resultaba sencillo pasarlo por alto.

Fue entonces cuando Anatole le dijo a la Reina de las Manzanas que pasara, que la estaban esperando.

Fue entonces cuando el observador se había sentido desfallecer. Aquella era la primera vez que era testigo de cómo Anatole se dirigía a alguien que estuviese en las inmediaciones de cuerpo presente. Sí, en ocasiones hablaba con el observador mismo, pero estaba claro que Anatole no pensaba en él como en alguien que compartiese su espacio físico. Al menos el observador esperaba que no fuese así, y Anatole no había hecho nada que le obligara a pensar lo contrario, desde luego nada tan evidente como su reciente interpelación.

Además de la sorpresa que suponía la elocución en sí, el observador se había quedado atónito ante las palabras enunciadas. Se percató de que el saludo daba a entender que Anatole conocía la identidad de la persona de pie en lo alto de la escalera, así como el hecho de que él...

—¿Quién me llama? —había respondido una voz.

El observador había rectificado la última palabra para que se leyera "el hecho de que ella". Anatole llegó a responder a eso.

—Soy yo, Anatole, Profeta de la Gehena, y tengo algo que decir acerca de tu... acerca de nuestro futuro.

El observador se preguntó si algo conectado con el futuro de Anatole implicaba que esa Reina de las Manzanas, quienquiera que fuese, estaría conectado con el suyo, con el de su clan, o incluso con el misterio que pretendían revelar.

Se hundió aún más en las sombras de una esquina del cuarto cuando escuchó los pasos que bajaban por las escaleras. Dudaba de que pudieran verlo aun sin necesidad de aquel esfuerzo añadido, pero aquello le resultaba de lo más interesante y no quería tener que prestarle ni un ápice de atención a su camuflaje una vez los acontecimientos hubieran comenzado a desarrollarse.