Capítulo 49
Sábado, 16 de octubre de 1999, 12:02 AM
Interior del estado de Nueva York
Partes de mí se convierten en mí de nuevo y me siento pleno y saciado como hacía mucho tiempo que no lo estaba. Hubo unas cuantas partes de mayor tamaño a las que les había encomendado responsabilidades específicas, así como una plétora de fragmentos menores, tanto aquellos ya inservibles y atrofiados como aquellos de cuya existencia ya me había olvidado.
Poco después de mi liberación de la creencia en el Dios judeocristiano, descubría la mentalidad zen, y un sueño que tuve parece corresponderse casi al pie de la letra con una famosa teoría zen. En mi sueño era un pupilo, lleno de preguntas para el maestro que me servía el té. Mientras profería mi retahíla de dudas en rápida sucesión, el maestro continuó llenando la taza hasta que el líquido rebosó.
—Si tienes la cabeza tan llena, ¿cómo vas a aprender nada más? —dijo.
Ahí fue cuando me despojé de gran parte de lo que era, y de lo que vuelvo a ser. Para poder aprender. Para poder ver con claridad.
Gracias a que pude ver fui capaz de asimilar la ingente tarea que se me planteaba y supe lo que debía hacer. Gracias a que recuperé mis conocimientos, ahora comprendo cómo podría conseguirlo.
Me acerco a Hannah. Me dio buenos consejos. Vivirá en el interior de esta cosa y, con el tiempo, adquirirá un gran renombre por ello, pero sólo es una fracción de ella misma. Toda ella está aquí, pero es mucho lo que comparte el espacio con ella y el artista no pudo utilizarla en su totalidad.
Levanto el manto de sus hombros. La sangre que lo manchaba ha desaparecido. No importa si lo chupé del tejido mientras vaciaba la mente o si fue Hannah la que la bebió para recuperar algo más de sí misma. Lo quito de la escultura. Ha perdido su utilidad, creo, aunque quizás alguien docto en las artes de los objetos de poder sepa sacarle provecho. Una de tales personas vendrá aquí pronto, cuando yo se lo permita.
Me adentro en el laberinto que es la obra. Durante mis exploraciones espirituales, di con el sitio; ahora debo encontrarlo en este mundo. No resulta difícil. Veo la formación al cabo de un rato y me aproximo.
Se trata de una esbelta aguja de roca fundida ya endurecida y perfectamente suave. A su alrededor hay una especie de foso, un canal circular de piedra negra donde burbujean y derraman sus lágrimas nueve manantiales. El icor de la tierra fluye de sus bocas. Veo una miasma amarillenta. A mis pies, un efluvio verde y púrpura. Una bilis entre gris y rosada.
Mis conocimientos matemáticos son vastos, aunque este problema es sencillo y no me exige demasiado. Hace cientos de años leí obras firmadas por Pitágoras ya perdidas y olvidadas. Los mortales saben tan poco de los círculos que recorren... Sí, quizá nosotros los Vástagos suframos los mismos espejismos, aunque nuestra órbita debiera ser mayor. Pero también más larga.
El encontrar un medio de mantener la perfección dentro de esta obra maestra, como sugirió Hannah, no ha resultado sencillo, dadas las incontables permutaciones de sus elementos a considerar. El completar los requisitos de esa perfección será mucho menos complicado, aunque no menos monumental. Después de todo, la vida de uno es su mayor monumento.
Me miro los brazos. ¿Derecho o izquierdo? ¿Importa?
No.
Elijo el izquierdo. Durante muchos años mortales consideré su apéndice la mano de diablo y, dado que esperaba trabar amistad con uno, su elección parece razonable.
Camino varios pasos lejos de la aguja, hasta el punto donde sé que se inclina el ángulo que necesito. Es una fina capa de cuarzo comprimido. Comprimido y endurecido hasta lo imposible. Afilado por todo un borde hasta un punto que ningún espadachín pudiera haber producido, ni siquiera imaginado, durante mis años mortales.
Me arrodillo junto a él.
Impulso el brazo derecho lejos de mi cuerpo, igual que un ave batiría sus alas. Me lanzo hacia delante y la estructura cristalina se entierra en mi carne, endurecida por la edad. Una, dos, tres veces, hasta conseguirlo. La resistencia de mi piel es tanta que a veces se opone a mis deseos. A la altura del hombro, el brazo derecho se desprende. La sangre brota y salpica la sublime obra que se yergue en las proximidades, pero no es más que material superficial; no afectará a la obra en sí.
Me estremezco de dolor. Una vez, al menos. O puede que sea la pérdida lo que me haga temblar. Resulta desconcertante el ver una parte de ti desligada del resto. Lo tiro lejos y veo que pasa volando cerca del manto de Hannah. Quizá esos dedos se conviertan algún día en los de un santo, guardados en cajas de madera, venerados y reverenciados.
Me río.
La sangre corre en gruesos ribetes torso abajo, pero sólo por un instante. La sangre es una parte de mí que me responde con la misma fiabilidad que los cinco dedos que me quedan; sella la herida. Pronto habré dejado de necesitar la sangre pero, hasta que haya terminado, debo conservarla.
En un destello de aprensión, me doy cuenta de que aún no estoy listo para escalar esa aguja. Ése será mi final. ¿Qué ocurrirá si fracaso?
Aún no conozco todas las respuestas. Ni siquiera comprendo del todo cómo expresar las que sé de modo que sea menos que un acertijo para cualquier mente vacía de las conexiones, permutaciones y asociaciones que me ha costado una vida almacenar. Pero sé que debo intentarlo. Debo dejar algo si no quiero que mi posible, puede que inminente fracaso, despoje de sentido a mi vida.
Eso es algo que no temo tanto por mí como por aquellos que dejo atrás.
Eso espero, al menos. Espero haberme liberado de mi ego.
No obstante, no puedo emplear mucha sangre. Rodeo los contornos de la escultura y recojo mi brazo desdeñado. La sangre de su interior es fuerte y espesa. Podría pintar durante kilómetros, que es exactamente para lo que la necesito.
Sostengo el trozo de mí entre las rodillas a la altura del codo y hundo los dedos de la mano izquierda en la herida que remata el brazo derecho. Mi sangre ha sellado también esa herida, por lo que no se ha perdido mucha. Escarbo con delicadeza para quitar la costra. El fluido rojo como el rubí baila en la yema de mis dedos. Sigo controlándolo.
Me acerco al muro, con gestos precisos, para crear un mensaje en una lengua que sepan entender quienes mejor puedan aprovechar los conocimientos.
La sangre hace el resto.
Transcurren varias horas, me siento desfallecer. Espero no estar demasiado débil para completar mi verdadero trabajo. Vuelvo a tirar mi brazo, vacío y marchito, cerca del manto.
Me vuelvo hacia la aguja.
Un capitel para nueve fuentes. No hay correlación. El campo es demasiado pequeño, por lo que podría darse cualquier combinación, lo que equivale a que no se dé ninguna. Voy a crear un diseño de cuadrados. Una cuadrícula. Mi suma de dos cuadrículas a las fuentes que son el cuadrado de tres.
Trepo a la punta de la aguja. Su base se asienta sobre un túmulo rocoso sobre el que mis pies encuentran asidero. Desde esta altura recupero la perspectiva de la obra que vi dentro de mi cabeza mientras dormía. Impresionante.
La aguja en sí es demasiado lisa como para escalarla. Lo sé, así que ni siquiera lo intento, sino que me izo del primer modo que se me ocurre. Puedo tocar la punta, así que apoyo la mano abierta sobre ella y la aguja horada mi carne, empala mi mano. Creo que esta obra es lo bastante fuerte como para soportar muchos castigos, bien sean provocados o consecuencia del paso del tiempo.
Flexiono el brazo y tiró de mí hacia la cima. La aguja ofrece tan poca fricción que mi mano comienza a hundirse cada vez más en el bruñido huso, y por un momento me temo que el agujero de la palma se limite a abrirse más allá de la anchura de la mano y caiga, con la articulación completamente destrozada e inútil. No tengo otra mano con la que volver a intentarlo.
La integridad de mis huesos prevalece y consigo llegar a lo alto. Allí, igual que un acróbata o un gimnasta, me izo sobre la punta en una especie de pino a una mano. En equilibrio entre la vida y la muerte. Entre el pasado y el futuro. Entre la desesperación y la esperanza. Me dejo caer hacia la segunda alternativa de cada opción.
Escucho mi propio grito de agonía retumbando y resonando por las cámaras cuando la aguja me traspasa. La sangre comienza a rezumar de mi cuerpo, pero en esta ocasión no la detengo.
Tiro de mi mano y, no sin esfuerzo, consigo liberarla. Un desgarro separa el pulgar del índice por medio de un enorme boquete.
Esa articulación está libre y extendida, y levanto la cabeza y las dos piernas para que se unan a ella. El patrón de cuadrados es evidente y, a medida que mi sangre baña la aguja para fundirse con la sustancia estanca a los pies de la estatua, siento cómo también mi consciencia fluye y se mezcla.
Había estado cerca en el pasado. Nunca más cerca que cuando la sombra del dragón me protegía del sol, pero nunca tan cerca como ahora. Nunca antes había establecido una conexión tan directa. Ha sido siempre cuestión de ocultarse. De trazar mi camino en secreto a través de puertas desconocidas para ambos. No siempre ha sido al dragón al que me he acercado, pero su implicación en los acontecimientos de este siglo lo han hecho tan... tan accesible...
Una costra rocosa comienza a extenderse por mi cuerpo. Al menos este anfitrión viviente no me ha rechazado. He conseguido añadir perfección a lo inmaculado.
Gracias a Dios (¿por qué no darle las gracias ahora?) que una de sus (¿Sus?) herramientas es tan osada. Tan fuerte de corazón y de alma que un deseo de crear pesó más que cualquier otro propósito durante un puñado de noches. ¿Te rechazó el joven brujo, Dragón? ¿Te sometió a su voluntad durante noches? ¿Podré hacer yo lo mismo? ¿Y a mayor escala? ¿Y, en lugar de crear, conservar?
Mi cuerpo se estremece. Lo observo. Veo una última perla de sangre, el glóbulo final de fluido procedente de mi antiguo cuerpo, deslizándose por el canal erosionado por el torrente ya derramado.
Comienza a nublárseme la vista pero, en lugar de la oscuridad inminente, espero la luz. Creo que estoy preparado. No lo estoy.
Es una epifanía demoledora. El fuego lacera mi cuerpo, pero ahora mi cuerpo es el mundo. Imagina el dolor en lugares donde creías que no podías sentirlo. En zonas tan lejanas que ni siquiera puedes imaginar la distancia.
Es la epifanía de la fragilidad de la vida que siente un padre al mirar a los ojos de su hijo muerto.
La epifanía de una madre que sostiene por vez primera una vida unida a ella por un cordón carnoso. Es todo cantando a la vez dentro de mi cabeza.
Y la habilidad, el destino, la claridad para comprenderlo.
Y para hablar con ello.
Y quizás...
Quizás para dirigirlo...