TREINTA Y SIETE

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—¡Pero si el motor aún no está lo suficientemente caliente! —exclamó Alek—. Con este frío podemos romper un pistón.

—Funcionará o no funcionará —le gritó Hirst—. ¡Pero de todas maneras la nave se elevará!

El jefe de ingenieros del Leviathan tenía parte de razón. Bajo ellos el lastre brillaba al sol mientras lo derramaban por los tanques delanteros. La cubierta de metal se alzó por debajo de los pies de Alek, como un barco alzado por el oleaje del océano. Los hombres corrían por la nieve de vuelta a la aeronave acompañados por los aullidos y silbidos de los animales impíos resonando como una jungla entera a su alrededor.

La aeronave se desvió de nuevo. El hielo de las cuerdas del suelo se partía a medida que estas se extendían y tensaban. El señor Hirst se movía rápidamente hacia la parte exterior de la cápsula del motor, cortando las cuerdas de la polea que habían usado para alzar las piezas del motor. En unos pocos momentos, todas las conexiones con el suelo estarían cortadas.

Sin embargo, el motor aún no estaba engrasado del todo. Todavía no habían probado ni la mitad de las bujías de incandescencia y Klopp les había prohibido que lo pusieran en marcha antes de que él hubiese inspeccionado personalmente los pistones.

—¿Funcionará? —preguntó Alek a Hoffman.

—Merece la pena intentarlo, señor. Probemos despacio.

Alek volvió a los controles. Le resultaba extraño ver las agujas y los manómetros del Caminante de Asalto fuera de su lugar habitual en la cabina del piloto y los engranajes y pistones que pertenecían al tronco del caminante expuestos al aire libre.

Cuando cebó las bujías, un montón de chispas volaron alrededor de su cabeza.

—Ahora despacio —dijo Hoffman, poniéndose las gafas.

Alek cogió la única palanca de control pues la otra estaba encima del motor de estribor con Klopp y la movió con suavidad hacia delante. Los engranajes se pusieron en marcha y rodaron, cada vez más rápido, hasta que el rugido de todo el motor hizo temblar la góndola entera. Echó un vistazo por encima del hombro y vio las tripas desvalijadas del Caminante de Asalto centrifugando ante sus ojos y un humo negro alzándose desde los tubos de escape.

—¡Esperen la orden! —gritó el señor Hirst por encima del fragor.

Señaló el parche de señales de la membrana de la aeronave. Estaba hecho de piel de sepia, les había explicado el jefe de ingenieros, y estaba conectado con tejido nervioso fabricado a los receptores abajo en el puente. Cuando los oficiales de la nave colocaban papel de colores en los sensores, el parche de señales imitaba la tonalidad exactamente como una criatura en libertad camuflada. El rojo intenso significaba a toda velocidad, el púrpura significaba media potencia y el azul significaba a cuarta velocidad con otras tonalidades intermedias.

Pero con todos aquellos motores sin comprobar, Alek dudaba de que su noción de «media velocidad» fuese la misma que la de Klopp. Podrían tardar días en conseguir el equilibrio correcto y no obstante los alemanes estarían allí en cuestión de minutos.

Las cuerdas que les amarraban en tierra volaron cuando los aparejadores las cortaron y Alek sintió otro tirón bajo sus pies. El frío viento ahora tiraba de la nave y la gran bestia patinaba hacia un lado por el glaciar.

—¡Un cuarto de velocidad! —gritó Hirst.

El parche de señales se había vuelto de color azul oscuro.

Alek presionó lentamente el pedal con el pie. El propulsor se puso en marcha, este giró perezosamente unos momentos y luego los mecanismos se engranaron, prendieron y las aspas desaparecieron difuminadas al rodar.

Enseguida, el propulsor ya estaba impulsando aire helado por la cápsula descubierta. Agachó la cabeza aún más, arrebujándose en su abrigo con fuerza. ¿Y cómo sería a «toda velocidad»?

—Baja una muesca —exclamó Hirst.

Alek miró el parche de señales, que ahora estaba más pálido. Soltó un poco hacia atrás el mando con cuidado de no calar el motor.

—¿Ha oído eso? —preguntó Hoffman en el relativo silencio—. Es el motor de Klopp.

Alek escuchó con más atención y distinguió un rugido distante. Mientras su motor funcionaba al ralentí, el de Klopp se escuchaba con fuerza, impulsándolos hacia un giro gradual a la izquierda.

—¡Está funcionando! —exclamó, sorprendido de que los motores del Caminante de Asalto pudieran mover algo tan inmenso por el cielo.

—Pero ¿por qué estamos girando hacia el este? —preguntó Hoffman—. ¿Acaso la fragata no viene por aquella parte?

Alek tradujo la pregunta al señor Hirst.

—Es posible que el capitán quiera ganar velocidad valle abajo. Somos un poco pesados, por culpa de vuestros motores, y la tracción delantera hace que la nave se eleve —Hirst alzó un pulgar sobre su hombro—. O es posible que haya visto a esos tipos de ahí atrás…

Alek se dio la vuelta intentando ver entre el borrón de las hélices de propulsión. Tras ellos una flota de aeronaves se elevaba sobre las montañas: Kondor, interceptores Predator y una nave de asalto gigante Albatross con planeadores en su barquilla. Era un ataque aéreo a gran escala, calculado para descender justo cuando el Hérkules y sus exploradores llegasen de Austria.

El jefe de ingenieros se inclinó hacia delante en los puntales, descansando tranquilamente un pie en la junta principal. Se puso sus gafas y dijo:

—Espero que estos ruidosos cacharros estén a punto.

—Eso espero yo también —Alek se ajustó sus gafas y volvió a los controles.

La nariz del Leviathan se balanceó lentamente hacia el este hasta que finalmente la aeronave estuvo encarada hacia la extensión del valle.

El parche de señales se volvió de color rojo intenso.

Alek no esperó la orden de Hirst. Empujó la palanca hacia delante con fuerza. Por un momento, un chisporroteo estalló entre la maraña de engranajes y pistones. Después el motor rugió de nuevo y volvió a la vida, con el propulsor dando vueltas entre un destello de luz del sol.

—¡Comprueben el rumbo! —gritó por encima del ruido.

Alek vio a lo que se refería aquel hombre: la aeronave estaba virando a estribor puesto que su motor impulsaba más fuerte que el de Klopp. Los blancos dientes de la montaña se cernían ante ellos.

Tiró un poco hacia atrás de las palancas aunque un momento después la nave se balanceó demasiado hacia el otro lado. Klopp debía de haber visto también el giro y seguramente había impulsado su propio motor para compensar.

Alek soltó un gruñido de frustración. Era como si dos hombres quisieran pilotar un caminante a la vez y cada uno tuviese el control de una pierna.

El señor Hirst se echó a reír y gritó:

—No te preocupes, muchacho. Ahora la aerobestia ya ha captado la idea.

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«A TODA MÁQUINA»

Alek intentó ver algo entre el helado viento de proa. Extendiéndose a su lado, el flanco de la criatura había vuelto a la vida. Un oleaje recorría toda su longitud, como un campo de trigo ondeándose bajo un fuerte viento.

—¿Qué está pasando?

—Eso se llaman cilios. Son como remos minúsculos que agitan el aire. Ahora la bestia nos mantendrá estabilizados aunque los motores clánker no lo hagan.

Alek tragó saliva, incapaz de apartar la mirada de aquella superficie ondulante de la aerobestia. Cuando trabajaba en los motores, intentaba pensar en la aerobestia como en una máquina inmensa y ahora se había convertido otra vez en una criatura viva.

Fuera como fuese, los minúsculos cilios los estaban guiando valle abajo. Era como montar a caballo, suponía Alek. Podías decirle adónde ir, pero él elegía dónde poner sus pezuñas.

Hoffman le dio un ligero empujón en el hombro.

—Decid adiós a nuestro feliz hogar, joven señor.

Alek miró a su izquierda. Pasaban a toda velocidad junto al castillo. Allí había provisiones para diez años y había estado un total de dos noches en él…

Sin embargo, volaban demasiado cerca: los muros del castillo casi estaban al mismo nivel que el motor. Por debajo de Alek, las cuerdas que colgaban en vertical aún se arrastraban por la nieve y se dirigían directamente hacia la fragata y sus exploradores.

—¡No nos estamos elevando!

—Parece como si estuviésemos transportando media tonelada de más o algo así —gritó Hirst—. ¡Los científicos no pueden haberse equivocado tanto! ¿Está seguro de que estos motores no son más pesados de lo que nos habéis dicho?

—¡Imposible! El profesor Klopp sabe exactamente el peso de cada pieza del Caminante de Asalto.

—Bueno, pues algo nos está sujetando hacia abajo —gritó Hirst.

Alek vio unos parpadeos de luz ante ellos: estaban soltando más lastre de los tanques delanteros. Entonces algo sólido cayó hacia el suelo como un remolino.

—¡Por los clavos de Cristo! —soltó Hoffman—. ¡Es una silla!

—¡Qué está pasando! —gritó Alek a Hirst.

El jefe de ingenieros vio cómo otra silla pasaba volando hacia el suelo.

—Habrán hecho sonar una alerta de lastre. Van a lanzar por la borda todo lo que no sea necesario —señaló hacia delante—. ¡Y ahí delante tenemos el porqué!

Alek entornó los ojos para poder ver a través del viento helado. Una bruma blanca se estaba alzando en la distancia. Unas extremidades de metal destellaban bajo la luz del sol, levantando una arremolinada nube de nieve.

El Hérkules se abalanzaba valle arriba hacia ellos. Si seguían con aquella altitud, el puente del Leviathan chocaría contra la cubierta de batería de la máquina.

El instinto de Alek le indicaba que tirase hacia atrás de las palancas de control. Pero la bandera de señales aún estaba en rojo. Perder velocidad significaba perder elevación, lo que solo empeoraría las cosas. Y si daban la vuelta, entonces deberían enfrentarse a las armas de los zepelines que los perseguían.

Hoffman se agarró a su brazo, acercándose y murmurando a toda velocidad en alemán:

—Esto será culpa del conde.

—¿A qué te refieres? —preguntó Alek.

Apenas se había visto con Volger desde que discutieron el día anterior. El conde había estado de acuerdo agriamente con el plan, pero no había ayudado en absoluto con los motores. Se había pasado todo el día yendo de un lado a otro desde el Caminante de Asalto destrozado, transfiriendo los equipos de radio y las partes de recambio a sus nuevos camarotes en el Leviathan.

—Estuvimos trasladando cosas a su camarote, señor. Me hizo envolver un par de veces lingotes de oro con vuestras ropas. Y eran muy pesados.

Alek cerró los ojos. ¿En qué estaría pensando el conde Volger? Cada lingote de oro pesaba treinta quilos. ¡Una docena de lingotes ocultos significaba el equivalente a tener tres polizones a bordo!

—¡Sujeta los controles! —exclamó.