VEINTITRÉS
VEINTITRÉS
Deryn esperó a que aquel extraño muchacho suizo le estrechase la mano. Tras vacilar un momento, finalmente se la dio.
—Me llamo Alek —dijo—. Mucho gusto.
A pesar del dolor de cabeza, Deryn sonrió. El muchacho tenía más o menos su edad, el pelo castaño rojizo y rasgos muy marcados pero agradables. Llevaba un abrigo de piel que seguro que en algún momento había sido elegante, pero ahora se veía desgastado. Sus ojos de color verde oscuro se movían inquietos, como si estuviera a punto de salir corriendo con aquellas ridículas botas.
«Todo es muy extraño», pensó Deryn.
—¿Seguro que estás bien? —le preguntó Alek.
Su inglés era impecable, a pesar del acento clánker.
—Sí, creo que sí —dijo Deryn.
Dio una patada en el suelo para recuperar la estabilidad, preguntándose cuándo desaparecería aquella sensación de mareo. Tenía la cabeza aturdida, eso era cierto. Era incapaz de recordar el momento exacto del impacto, solo la caída: la nieve cada vez más cerca, el dirigible que se escoraba sobre un lado y que la hubiera aplastado si no hubiera trepado tan rápido.
Deryn bajó la mirada hacia su cuerda de seguridad: estaba distendida y deshilachada, pero seguía unida a los flechastes. Seguramente había sido arrastrada por la nieve mientras la aerobestia patinaba. Si el dirigible se hubiera escorado un poco más, habría quedado aplastada como un manchón grasiento bajo la ballena.
—Estoy un poco mareado, eso es todo —añadió, y observó la membrana agujereada por las balas. El olor a almendra amarga del hidrógeno que se vertía le confundía aún más las ideas—. Pero no estoy ni la mitad de mal que está la pobre bestia.
—Sí, tu nave tiene un aspecto horrible —dijo Alek. La observaba con los ojos bien abiertos, como si nunca antes hubiera visto una criatura fabricada. Tal vez eso explicaba la inquietud de su mirada—. ¿Crees que podréis arreglarla?
Deryn retrocedió unos pasos para poder observar mejor los restos del naufragio. No había prácticamente nadie trabajando en el flanco de estribor. Pero en la zona dorsal, las siluetas de los hombres se recortaban contra los haces de luz de los reflectores proyectados hacia el cielo. Las barquillas debían de haber ido a parar al otro lado del naufragio, por lo que los trabajos de reparación habrían empezado allí.
Deryn sabía que debía ir a toda prisa a ayudar e intentar averiguar qué les había sucedido a Newkirk y al señor Rigby, pero tenía las manos demasiado débiles para trepar. Mientras yacía inconsciente, el frío le había penetrado en los huesos.
—Costará, pero creo que sí —sus ojos inspeccionaron aquella tierra desolada—. ¡Aunque no creo que sea bueno permanecer aquí mucho tiempo! Quizás tu gente podría ayudarnos.
El muchacho puso cara de circunstancias.
—Mi pueblo está bastante lejos de aquí. Y no sabemos nada de dirigibles.
—No, claro, me lo imagino. Pero aquí hay bastante trabajo. Necesitaremos muchas cuerdas y tal vez piezas de recambio. Los motores de este lado deben de estar hechos pedazos. Los suizos sabéis de engranajes, ¿verdad?
—Lo siento pero no podemos ayudaros —Alek se descolgó de la espalda algunas de las bolsas con los botiquines—. Aunque puedo darte esto. Para los heridos.
Ofreció las bolsas a Deryn. Abrió una de ellas y miró en su interior: vendas, tijeras, un termómetro en un estuche de piel y una docena de botellitas. Quienesquiera que fueran los habitantes del pueblo de Alek, sabían cómo proveerse en la montaña.
—Gracias —dijo—. ¿De dónde lo has sacado?
—Lo siento, debo irme —el muchacho retrocedió un paso—. Me esperan en casa.
—¡Espera, Alek! —gritó y le sobresaltó. Si vivía en aquel paraje, seguramente no estaba muy acostumbrado a los forasteros. Pero no podía dejarle marchar de ese modo—. Dime solo dónde está tu pueblo.
—Al otro lado del glaciar —Alek señaló al horizonte, hacia ninguna dirección concreta—. Bastante lejos de aquí.
A Deryn le pareció que escondía algo. Era evidente que para vivir en una tierra gélida y desolada como aquella por fuerza se tenía que estar un poco mal de la chaveta. ¿O se trataba tal vez de forajidos?
—Me parece un lugar extraño para levantar un pueblo —dijo con cautela.
—Bueno, digamos que no es un gran pueblo. Solo somos yo y… mi familia.
Deryn asintió lentamente sin dejar de sonreír. Ahora Alek cambiaba la historia. Ese pueblo… ¿existía o no?
Alek retrocedió otro paso.
—Escucha, en realidad no debería haberme alejado tanto de casa. Había salido de excursión cuando vi cómo se precipitaba la nave.
—¿De excursión? —dijo Deryn—. ¿Con toda esta condenada nieve? ¿De noche?
—Sí. Suelo salir de excursión por el glaciar de noche.
—¿Con medicamentos?
Alek parpadeó.
—Los llevo porque… —hizo una larga pausa—. Esto…, lo siento pero no sé cómo se dice en inglés.
—¿Cómo se dice qué?
—Te lo acabo de decir: ¡no lo sé! —se dio la vuelta y empezó a deslizarse sobre sus divertidas y grandes botas—. Tengo que irme.
Era evidente que la historia de Alek era una sarta de mentiras. Y seguro que los oficiales de la nave querrían saber de dónde había salido. Deryn empezó a seguirle, pero sus pies rompieron la frágil superficie del hielo y las botas se le llenaron de nieve.
—¡Diantre! —exclamó y entonces entendió el porqué de aquellas enormes botas—. ¡No te vayas, Alek! ¡Te necesitamos!
El muchacho se detuvo reacio.
—Escucha. Te traeré lo que pueda, ¿de acuerdo? Pero no le digas a nadie que me has visto. No vengáis a buscar a mi familia, no es buena idea. No nos gustan los extraños, podemos ser peligrosos.
—¿Peligrosos? —preguntó Deryn.
Seguro que eran fugitivos, o peor. Se metió una mano en el bolsillo y buscó su silbato de mando.
—Extremadamente peligrosos —dijo Alek—. ¡Tienes que prometerme que no le dirás a nadie que me has visto! ¿De acuerdo?
Permaneció allí de pie, con sus ojos verdes clavados en los de ella. Deryn contuvo la respiración, intentando aguantar la intensidad de aquella mirada. Le entró un cosquilleo en el estómago, como cuando miraba a su adversario antes de una pelea.
—¿Me lo prometes? —volvió a preguntar Alek.
—No puedo dejar que te vayas, Alek —dijo en voz baja.
—¿Que no puedes qué?
—Debo notificar tu presencia a los oficiales de la nave. Querrán hacerte algunas preguntas.
Alek abrió los ojos como platos.
—¿Me vais a interrogar?
—Lo siento, Alek. Pero si hay tipos peligrosos alrededor, mi deber es comunicarlo a los oficiales —levantó los botiquines—. Sois contrabandistas o algo parecido, ¿verdad?
—¡Contrabandistas! ¡Qué tontería! —dijo Alek—. ¡Somos gente muy decente!
—Si sois tan decentes —dijo Deryn—, ¿por qué me estás contando esta trola?
—¡Solo intentaba ayudar! ¡Y no sé lo que es una trola! —exclamó el muchacho y soltó algo desagradable en alemán.
Se dio la vuelta con sus enormes botas y se dirigió hacia la oscuridad.
Deryn sacó el silbato de mando de su bolsillo. El metal helado le quemó los labios mientras hacía sonar en el aire frío una rápida secuencia de notas que alertaban de la presencia de un intruso.
Volvió a meterse el silbato en el bolsillo y corrió con dificultad detrás de él, sin prestar atención a la nieve que se le acumulaba dentro de las botas.
—¡Espera, Alek! ¡Nadie te va a hacer daño!
Alek no respondió y siguió patinando. Pero Deryn oyó unos gritos a sus espaldas y el ruido de los rastreadores de hidrógeno en los flechastes. Cuando oían la alarma de intruso, las bestias saltaban como conejos que huyen de un incendio.
—¡Detente, Alek! ¡Solo quiero hablar contigo!
El muchacho miró por encima del hombro y el miedo se reflejó en sus ojos cuando vio a los rastreadores. Soltó un grito de pánico y disminuyó la velocidad hasta detenerse. Se volvió de nuevo hacia Deryn.
Deryn corrió con todas sus fuerzas para llegar antes que los rastreadores. No era necesario que las bestias le dieran un susto de muerte al pobre Alek.
—¡Espera! —gritó—. No hay ningún motivo para…
Su voz se quebró cuando vio lo que Alek sostenía en la mano: una pistola de metal negro que resplandecía a la luz de la luna.
—¿Estás chalado? —gritó mientras respiraba el olor amargo del hidrógeno.
La simple chispa de un disparo bastaba para incendiar el aire y hacer que el dirigible se convirtiera en una enorme bola de fuego.
—¡No te acerques más! —gritó Alek—. ¡Y haz que se alejen esas… cosas!
Deryn se detuvo y observó a los rastreadores que saltaban hacia ellos en la nieve.
—Lo haría si pudiera. ¡Pero no creo que me escuchen!
La pistola dejó de apuntarla a ella para apuntar a los rastreadores, y Alek apretó la mandíbula.
—¡No lo hagas! —gritó Deryn—. ¡Arderemos todos!
Pero Alek ya había levantado un brazo y apuntaba a la bestia más cercana…
Deryn se lanzó hacia delante y apretó su cuerpo contra la pistola. Una bala no era nada en comparación con morir quemada. Agarró a Alek por los hombros y lo arrastró con ella al suelo, sobre la nieve.
Deryn se golpeó la cabeza contra el hielo, con un golpe seco, que le hizo ver las estrellas. Alek cayó encima de ella y el cañón de la pistola se clavó entre sus costillas. Deryn cerró los ojos esperando la deflagración y el dolor.
«LUCHA EN EL HIELO»
Alek intentaba liberar la pistola y Deryn la apretaba cada vez más contra su cuerpo. La lucha los iba hundiendo en la nieve y Deryn se cortó la mejilla con el hielo.
—¡Suéltame! —gritó Alek.
Deryn abrió los ojos y le clavó la mirada a Alek, que se quedó inmóvil por un instante. Entonces, Deryn habló con voz lenta y clara.
—No dispares. ¡El aire está lleno de hidrógeno!
—No quiero disparar a nadie. ¡Solo quiero irme!
Empezó a luchar de nuevo y la pistola se hundió cada vez más entre las costillas de Deryn, que soltó un grito de dolor. Puso una mano en la pistola con la intención de apartar el cañón.
Se oyó un gruñido ronco y un rastreador plantó su largo hocico en la cara de Alek. El muchacho se quedó de nuevo inmóvil y el miedo hizo palidecer su rostro. De pronto, ya estaban rodeados por aquellos animales, que exhalaban un humeante aliento al jadear.
—Todo bien, bestezuelas —dijo Deryn con calma—. ¿Podéis apartaros un poco, por favor? Estáis asustando a nuestro amigo y no queremos que apriete el condenado gatillo, ¿verdad?
El rastreador que estaba más cerca ladeó la cabeza y soltó un pequeño aullido. Deryn oyó gritos: la tripulación llamaba a las bestias. Las sombras verdes de los gusanos luminosos danzaban a su alrededor.
Alek suspiró y sintió que se aflojaban sus músculos.
—Suelta el arma —dijo Deryn—. Por favor.
—No puedo —dijo Alek—. Me estás apretando los dedos.
—Oh —Deryn se dio cuenta de que todavía tenía su mano aferrada a la de Alek—. Bueno, si te suelto, no me dispararás, ¿verdad?
—No seas idiota —dijo Alek—. Si hubiera querido, ya te hubiera disparado.
—¿Me has llamado idiota? ¡Maldito mocoso! ¡Casi nos haces volar por los aires! ¿Acaso no sabes cómo huele el hidrógeno?
—Por supuesto que no —dijo mirándola indignado—. Qué pregunta más tonta.
Deryn le devolvió la mirada pero soltó la mano. El muchacho dejó caer la pistola y se levantó, mirando con recelo a los hombres que tenía alrededor. Deryn se puso en pie y se sacudió la nieve de su uniforme de vuelo.
—¿Qué sucede aquí? —se oyó una voz en la oscuridad.
Era el señor Roland, jefe de los aparejadores.
Deryn saludó.
—Cadete Sharp informando, señor. Perdí el conocimiento en el impacto y, cuando me desperté, este muchacho estaba a mi lado. Me dio estas bolsas, creo que están llenas de medicamentos. Vive por los alrededores, pero no quiere decir dónde. Intentaba detenerlo para interrogarlo y ha sacado una pistola, ¡señor!
Deryn se arrodilló, cogió la pistola y, toda orgullosa, se la dio al señor Roland.
—Pero he conseguido desarmarlo.
—No me has desarmado —murmuró Alek y se giró hacia el señor Roland. De pronto, su mirada había dejado de temblar—. ¡Te pedí que me soltaras!
—¿Ah, sí? —el señor Roland examinó a Alek detenidamente y, a continuación, observó la pistola—. Austriaca, ¿verdad?
Alek asintió.
—Creo que sí.
Deryn miró fijamente a Alek. ¿Era un clánker después de todo?
—¿De dónde la has sacado? —preguntó el señor Roland.
Alek suspiró y cruzó los brazos.
—De Austria. Os comportáis de una manera ridícula. He venido a traeros medicamentos y me tratáis como a un enemigo.
Cuando pronunció la última palabra, uno de los rastreadores ladró. Alek retrocedió y miró al animal aterrorizado.
El señor Roland se rio.
—Bien, si únicamente has venido a ayudar, imagino que no tienes nada de qué preocuparte. Sígueme, joven, llegaremos hasta el fondo de la cuestión.
—¿Y qué pasa conmigo, señor? —preguntó Deryn—. ¡He sido yo quien lo ha capturado!
El señor Roland la miró como todos los oficiales técnicos miraban a los simples cadetes: como a una porquería pegada en la suela del zapato.
—Bien, ¿por qué no lleva todas esas bolsas a los científicos? A ver qué pueden hacer con ellas.
Deryn abrió la boca para protestar, pero la palabra «científico» le recordó a la doctora Barlow. Poco antes del impacto, se había dirigido a la sala de máquinas. Llena de trastos y piezas sueltas, no era el lugar ideal en el que estar durante la caída.
—A la orden, señor —dijo Deryn y salió corriendo hacia la nave.
Pidiendo disculpas rápidamente a la bestia aérea medio deshinchada, se aferró a los flechastes y empezó a subir. Notaba las manos débiles y temblorosas, pero dar toda la vuelta a la inmensa criatura le hubiera costado una eternidad con lo inclinada que estaba.
Trepó hacia arriba mientras trataba de sacar de su cabeza las dudas que le despertaba aquel extraño muchacho.