VEINTE

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La alarma sonaba en una secuencia de tres tonos: era la señal de un ataque aéreo.

—Debo darme prisa, señora. ¿Podrá volver sola a su camarote? —dijo Deryn rápidamente.

—Me temo que no, señor Sharp. Debo vigilar mi cargamento.

—Pero… pero… estamos en alerta —balbuceó Deryn—. ¡No puede ir a la sala de máquinas!

La doctora Barlow le quitó la correa de Tazza de las manos.

—Este cargamento es más importante que sus normas, jovencito.

—Pero los pasajeros deben quedarse…

—Y los cadetes deben tener dieciséis años —la doctora Barlow hizo un gesto de despedida con la mano—. ¿No tenía que ir a una especie de estación de combate?

Deryn refunfuñó, pero decidió darse por vencida y se dio la vuelta. Había hecho lo que había podido: por ella, la científica podía colgarse de una ventana si quería.

Deryn corrió hacia la barquilla principal por la pasarela metálica que temblaba bajo sus pies. Los pasillos del dirigible se llenaron de miembros de la tripulación que corrían en todas las direcciones. Esquivó un escuadrón de hombres con uniformes gástricos y llegó hasta la escotilla que salía de las entrañas, por la que se escurrió hasta la mitad para echar un vistazo al exterior.

En el viento helado, entre la barquilla y la bestia aérea, retumbaba un sonido desconocido. No era el zumbido de los motores de impulsión, sino el desagradable rugido de la tecnología clánker. Un rayo de luna se reflejó en la distancia en una forma alada, con una cruz de hierro pintada en la cola. Después de todo, los aviones alemanes podían alcanzar esa altitud.

Deryn acabó de bajar con un salto y aterrizó con tanta fuerza que sus dientes chasquearon. La estación de combate de los cadetes estaba en la parte alta, con los murciélagos, por lo que necesitaba un uniforme de vuelo si no quería congelarse. Deryn tenía el uniforme en el camarote, pero entre las literas de los aparejadores siempre había alguno de recambio. Avanzó entre la multitud de hombres y rastreadores de hidrógeno buscando un uniforme con un par de guantes en los bolsillos. No tenía tiempo de buscar unas gafas; la testarudez de la doctora Barlow ya le había hecho perder demasiado tiempo.

Por un instante, mientras se abrochaba el mono hasta el cuello, Deryn sintió vértigo. La agitación por el combate inminente se sumaba a la angustia de saber que la doctora Barlow había estado a punto de descubrir su secreto. La científica había prometido no contárselo a nadie, pero todavía no conocía toda la historia, al menos por el momento. Con aquella mirada tan aguda, tarde o temprano descubriría la verdad.

Deryn respiró profundamente y sacudió la cabeza para aclararse las ideas. No era el momento de pensar en secretos. La guerra finalmente había estallado.

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Tiró de la cuerda de seguridad para comprobar su resistencia y luego se dirigió a las escotillas que conducían a los flechastes.

Al menos media docena de máquinas voladoras perseguían al Leviathan. Resultaba difícil contarlas ya que se mantenían a cierta distancia para protegerse de los halcones bombarderos y de sus redes antiaéreas.

Deryn ya se encontraba a medio camino de la parte alta, escalando veloz entre el viento gélido. Hombres y animales fabricados se apiñaban en los flechastes y las cuerdas oprimían la membrana con su peso.

Oyó cómo los motores de impulsión cambiaban de sentido y el mundo empezó a inclinarse. Cuando el dirigible dio la vuelta, Deryn se encontró de nuevo debajo, colgada y aferrada a los flechastes con ambas manos. Los tripulantes que tenía a su alrededor se balanceaban cogidos por sus arneses de seguridad, pero el mosquetón de Deryn estaba libre de su cinturón.

—¡Maldita sea! —exclamó, mientras se miraba las manos doloridas. Seguramente el señor Rigby tenía razón cuando recomendaba el uso de mosquetones de seguridad en la batalla. Balanceó los pies y atrapó las cuerdas con una pierna para liberarse de una mano. El dirigible viró bruscamente y, encima de ella, un lagarto mensajero perdió su agarre. Pasó rozando por su lado mientras caía y oyó cómo soltaba palabras al azar con una espantosa mezcla de voces humanas.

Deryn apartó la mirada de la pobre bestia: sus dedos habían encontrado el gancho de seguridad. Lo aseguró a una cuerda y se dejó colgar del arnés, con lo que pudo descansar los músculos doloridos de las manos.

Un estruendo llenaba el aire cada vez con más intensidad.

A una distancia de medio kilómetro, una máquina clánker se acercaba a gran velocidad. En cada una de sus alas rugía un motor y el aparato dejaba tras de sí dos estelas gemelas de humo. Sus anchas alas de murciélago se extendían y giraban sobre sí mismas mientras el avión se acercaba.

La ametralladora empezó a disparar, rozando el flanco del Leviathan.

Hombres y bestias corrían por todas partes para esquivar las balas. Deryn vio que alcanzaban a un rastreador de hidrógeno que se debatía agonizante contra los flechastes y finalmente caía al vacío agitándose violentamente. Los gusanos luminosos despedazados bajo la piel por los proyectiles desprendían destellos verdes y brillantes.

El avión seguía acercándose a la aeronave con un gran estruendo. Deryn se soltó el arnés y se deslizó hacia abajo tan rápido como pudo. Las balas hicieron ondular la membrana justo encima de su cabeza, como si fueran piedras que impactan en el agua. Las cuerdas se estremecían entre sus manos y temblaban con el dolor de la aeronave.

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Por fin la ametralladora dejó de disparar y el avión se alejó. No obstante, en la oscuridad se encendió una chispa luminosa: el artillero había encendido un bote de fósforo. Alzó el artefacto, del que salían chispas y humo, mientras el avión viraba para volver hacia el Leviathan.

Deryn se aferró a las cuerdas, pero no podía subir hacia ninguna parte. El olor a almendra amarga del hidrógeno llenó sus pulmones. Todo el dirigible estaba a punto de explotar.

Entonces el haz de un reflector iluminó la oscuridad. Una bandada de halcones bombarderos que llevaban redes antiaéreas seguía el arco de su trayectoria. Los cabos brillantes colgaban de los arneses de los pájaros, que volaban como si transportaran una telaraña. Los halcones giraron y volaron en formación, extendiendo la trama luminosa en la trayectoria del avión.

La máquina se estrelló contra la red, que la envolvió derramando ácido de araña fabricado por sus cabos. En pocos segundos, el ácido quemó las alas, las estructuras metálicas y la carne. Las piezas del avión salieron disparadas con violencia mientras las alas se plegaban como tijeras en el aire.

Los tripulantes del avión clánker, el bote de fósforo mortal y un centenar de piezas metálicas se precipitaron sobre los picos nevados.

Del flanco del dirigible se oyó un profundo estallido de alegría y todos levantaron el puño mientras la máquina se precipitaba al vacío. Los aparejadores se pusieron a trabajar enseguida para reparar la membrana, pero algunos hombres todavía colgaban inmóviles de sus arneses, ya sin vida o gravemente heridos.

Aunque Deryn no era médico, y en aquel momento ya debería estar en la parte alta, le costó mucho tiempo empezar a subir de nuevo y dejar atrás aquellos cuerpos ensangrentados.

Allí fuera había más aviones, se recordó a sí misma, y los murciélagos fléchette debían ser alimentados.

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La parte superior estaba llena de tripulantes, ametralladoras y rastreadores enloquecidos con el olor del hidrógeno vertido.

Deryn se mantuvo a cierta distancia de la concurrida zona dorsal y empezó a correr a lo largo de la blanda membrana lateral hacia un lado. Pensó que, después de recibir aquella lluvia de balas, la bestia aérea no notaría las pisadas de un pequeño cadete.

La tripulación del Leviathan contraatacaba en aquel momento: las ametralladoras vibraban ancladas en la espina dorsal y en las cápsulas de los motores, mientras los reflectores guiaban a los halcones bombarderos en la oscuridad. Pero lo que el dirigible realmente necesitaba era más murciélagos fléchette en el aire.

Cuando llegó a proa, Newkirk y Rigby ya estaban allí lanzando puñados de comida a los murciélagos a toda prisa. Algunos aparejadores se habían unido a ellos para reemplazar a los cadetes que faltaban.

El contramaestre la miró enfurecido y Deryn exclamó:

—¡Estaba con la científica, señor!

—Me lo figuraba —le lanzó una bolsa de comida—. Nos han cogido desprevenidos, ¿eh? ¡Quién se iba a imaginar que estos malditos clánkers serían capaces de volar a esta altura!

Deryn empezó a arrojar grano y fléchette tan rápido como podía. La mayoría de los murciélagos ya estaba en el aire en medio de aquel tumulto.

—¡Al suelo, muchachos! —gritó alguien—. ¡Se acerca uno!

Un avión avanzaba hacia la proa con gran estruendo. Deryn se tiró al suelo y cayó bruscamente sobre un fléchette que se había desviado. La ametralladora principal disparó una ráfaga y los proyectiles pasaron silbando por encima de su cabeza. Una bandada de murciélagos asustados alzó el vuelo entre la estela de los proyectiles.

Deryn alzó la vista. La ametralladora había dado en el blanco. El avión dio un bandazo y el motor carraspeó. Después giró sobre sí mismo y empezó a dar vueltas fuera de control, arrugándose como un trozo de papel entre las manos de un gigante.

En la parte alta del dirigible se oyeron gritos de júbilo, pero el señor Rigby no se detuvo a celebrarlo. Se levantó, corrió hacia Newkirk y ató su cuerda de seguridad a la del cadete.

—¡Venga, Sharp! —gritó—. ¡Engánchese! Tenemos que ir hacia delante.

Deryn se puso en pie de un salto, corrió tras ellos y enganchó su cuerda de seguridad a la de Newkirk. El contramaestre los alejó de la zona dorsal y los condujo a la empinada pendiente de proa. Todavía quedaba un centenar de murciélagos que fingían estar enfermos en sus nidos, pero esa noche el Leviathan necesitaba a todas sus bestias en el aire.

La piel de la proa era más dura que la del flanco ya que había sido diseñada para hacer frente a tormentas y ráfagas de viento. Las botas de Deryn resbalaban en aquella superficie compacta y el peso del saco de comida le hacía perder el equilibrio. Tragó saliva: en la parte frontal de la bestia aérea escaseaban las cuerdas y los flechastes y además estaban muy separados unos de otros.

La pendiente era cada vez más pronunciada. Pronto Deryn pudo ver todo el recorrido hasta las anteojeras en los ojos de la ballena, que impedían que se distrajera y la protegían de las balas.

Otro avión rugía detrás de ellos y su ametralladora disparaba contra la cápsula del motor a babor. El ruido de los engranajes chirriaba en el aire gélido y, en respuesta, los haces de luz de dos reflectores siguieron al avión en un cielo oscuro y lleno de sombras.

Deryn se dio cuenta horrorizada de que los encargados de los reflectores se habían olvidado de cambiar el color del haz luminoso a rojo para indicar a los murciélagos que era el momento de lanzar sus fléchette. Guiaban a la bandada directamente hacia la trayectoria del avión clánker. Los murciélagos por sí solos no pesaban demasiado, pero las puntas metálicas que tenían en el estómago podían derribar el avión. Los gritos escalofriantes de las pobres criaturas se oían más que el ruido de los motores averiados y de las alas que se partían.

Mientras Deryn observaba cómo se precipitaba el avión, resbaló. El suelo se movía bajo sus pies.

—¡Caemos en picado, muchachos! —gritó el señor Rigby—. ¡Agarraos a lo que podáis!

De repente las montañas nevadas aparecieron delante de ellos y el estómago de Deryn dio un vuelco. ¡El dirigible nunca había descendido tan rápido! Deryn se tiró al suelo y buscó con los dedos algo a lo que agarrarse. El saco de comida resbaló y esparció higos y fléchette en el cielo nocturno.

Seguía resbalando…, cayendo.

Entonces la cuerda de seguridad se tensó y detuvo bruscamente a Deryn. Alzó la mirada y vio a Newkirk y Rigby acurrucados en la cavidad de un nido, mientras los murciélagos volaban por encima de sus cabezas.

Se refugió al calor de la cavidad. Estaba llena de estiércol de murciélago y de fléchette viejos, pero al menos había donde agarrarse.

—Encantado de que se una a nosotros, señor Sharp —dijo Newkirk sonriendo como un loco—. Fantástico, ¿verdad?

Deryn frunció el ceño.

—¿Desde cuándo es tan valiente?

Antes de que pudiera contestar, el mundo volvió a dar vueltas bajo sus pies.

—Hemos perdido un motor —dijo el señor Rigby.

Deryn cerró los ojos para escuchar el latido de la aeronave. Parecía débil. Volaba en un ángulo muy extraño y el flujo de aire que los rodeaba era turbulento.

Aún se oía el rugido de los aviones clánker en la oscuridad (y por el ruido, probablemente, eran dos) y en los haces luminosos de los reflectores del Leviathan se veían pocos murciélagos. Las bestias revoloteaban inútilmente en el cielo nocturno, demasiado asustadas por los disparos y los enfrentamientos como para volver a volar en formación.

—¡Necesitamos más murciélagos ahí arriba! —gritó el señor Rigby mientras desenrollaba rápidamente una cuerda de su cinturón para reemplazar el cabo que unía a Deryn y Newkirk por otro de unos quince metros de largo—. Hay una gran cavidad debajo de nosotros, Sharp. Baje y mire a ver si consigue alzar a alguna maldita criatura más —puso en las manos de Deryn su saco de comida—. Asegúrese de que hayan comido antes de que salgan.

—¿Y yo, qué hago? —se quejó Newkirk.

Parecía que la batalla le sentaba de maravilla, mientras que Deryn estaba a punto de vomitar.

—Tendrá que esperar a que encontremos una cuerda más larga —dijo Rigby, que seguía ocupado con las cuerdas—. No quiero perder a mis dos últimos cadetes.

Deryn se encaramó al borde de la cavidad, intentando no pensar en los picos de las montañas que cada vez estaban más cerca. ¿Había perdido demasiado hidrógeno el dirigible como para mantenerse en vuelo?

Se quitó esa idea de la cabeza y descendió con cautela hacia una grieta oscura en la piel de la bestia. El rugido de un motor clánker parecía cada vez más cercano, pero Deryn no se atrevía a apartar la mirada de sus pies y sus manos.

Quedaban pocos metros…

Detrás de ella, una ametralladora abrió fuego y Deryn se apretó contra el Leviathan, susurrando con los ojos cerrados:

—No te preocupes, bestezuela. Te quitaré de encima a esos caraculos.

El destello de los reflectores atravesó sus párpados cerrados y la máquina se alejó rugiendo, dejando tras de sí una estela de humo maloliente que se mezcló con el hidrógeno que salía del dirigible.

En el último tramo, Deryn se dejó caer y sus botas se aferraron a duras penas al borde de la cavidad. Cogió con fuerza la cuerda, se balanceó hacia el interior y aterrizó de rodillas.

La cavidad estaba vacía. No quedaba ningún murciélago.

—Diablos —maldijo Deryn en voz baja.

El suelo se movió bajo sus pies. Se dio la vuelta y miró a su alrededor. El horizonte estaba inclinado. Las montañas habían desaparecido y en su lugar se podía ver un cielo frío y estrellado… ¡El Leviathan volvía a ganar altura!

Salió de la cavidad. Ahora que el dirigible subía de nuevo, la pendiente por la que había descendido estaba prácticamente en horizontal. Rigby y Newkirk habían salido al exterior con sus arneses unidos por una larga cuerda.

—No ha habido suerte, señor —gritó Deryn—. ¡Creo que se han ido todos!

—Entonces, vayámonos, muchachos —el señor Rigby se dio la vuelta y empezó a subir hacia la zona dorsal—. Abandonemos la proa antes de que vuelva a caer en picado.

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«MASACRE EN LA ZONA DORSAL»

Los tres desenrollaron las cuerdas de seguridad en toda su longitud y mientras subían iban despertando a los últimos murciélagos que quedaban. Deryn ascendió tan rápido como le fue posible. Si el dirigible seguía virando de aquel modo, estar en la parte alta ya no era una buena idea.

Los dos últimos aviones merodeaban a cierta distancia y Deryn se preguntaba a qué estaban esperando. Aún se veían algunos halcones bombarderos en el aire, pero sus redes estaban rotas. Solo había un reflector encendido: los tripulantes intentaban agrupar a los murciélagos fléchette en una única bandada.

En la zona dorsal, la situación era peor. Un equipo de mecánicos desmontaba la ametralladora delantera. Había hombres heridos por todas partes y se había vertido tanto hidrógeno que los rastreadores estaban frenéticos. Las balas habían acribillado el enorme arnés de la ballena.

Deryn se arrodilló al lado de un hombre herido, que aún agarraba la correa de un rastreador de hidrógeno. El animal aulló apartando la mirada del rostro pálido de su amo. Deryn se fijó mejor. El hombre estaba muerto.

Deryn empezó a temblar, pero no sabía si era por el frío o por el horror de la batalla. Solo llevaba un mes a bordo, pero se sentía como si hubieran matado a su familia y hubieran quemado su casa delante de sus ojos.

Entonces se volvió a oír el inconfundible rugido de los motores clánker y todas las miradas se dirigieron al cielo oscuro. Los dos últimos aviones se acercaban juntos para arremeter una vez más contra la aeronave.

Deryn se preguntó qué deberían de estar pensando los tripulantes de aquellas dos máquinas. Habían visto caer a sus compañeros. Seguro que sabían que iban a morir. ¿Qué tipo de locura les hacía pensar que matar al Leviathan a toda costa era tan importante?

El único reflector iluminó su trayectoria y uno de los aviones vibró en el aire. Las pequeñas sombras negras de los murciélagos se lanzaron contra las alas del avión, que se inclinó bruscamente. Una parte impasible del cerebro de Deryn observaba el cambio del flujo de aire alrededor de las alas: en poco tiempo el avión se retorcería y se precipitaría…

Se dio la vuelta cuando el avión estalló en llamas.

Pero el rugido del otro motor cada vez era más cercano.

—¡Maldita sea! ¡Pretende estrellarse contra nosotros! —gritó el señor Rigby mientras corría hacia delante para verlo mejor.

Alguien soltó un juramento en la ametralladora delantera. Sus compresores volvían a fallar, pero había otras ametralladoras que disparaban desde más lejos, en la popa. De pronto, todos los reflectores volvieron a encenderse e iluminaron la noche, y el avión que se acercaba brilló como una bola de fuego en el cielo.

Diminutas alas negras revolotearon en los haces luminosos de los reflectores y el avión vibró y dio un bandazo al colisionar contra los murciélagos. Pero de algún modo consiguió seguir adelante.

Finalmente, a unos treinta metros de distancia, la máquina empezó a girar sobre sí misma en el aire. Las alas se plegaron y sus piezas salieron disparadas en todas direcciones. La cabina del artillero se desprendió, pero el arma seguía disparando. La hélice se soltó del motor y dibujó espirales en el cielo como un insecto enloquecido.

Deryn notó un temblor bajo sus pies; se quitó un guante y se arrodilló para tocar las gélidas escamas dorsales con la palma de la mano. La aerobestia emitía un gemido ahogado. Los cascotes del avión desintegrado habían colisionado contra el Leviathan y habían roto la membrana. Deryn cerró los ojos.

Una pequeña chispa y se convertirían todos en una bola de fuego.

Oyó un grito. El señor Rigby se tambaleaba en el flanco en pendiente, con las manos en el estómago.

—¡Le han dado! —gritó Newkirk.

Rigby dio algunos pasos tambaleantes y cayó de rodillas, rebotando ligeramente sobre la membrana. Newkirk corrió detrás de él, pero el instinto hizo que Deryn no se moviera de donde estaba.

Toda la nave se inclinó hacia delante y volvió a caer en picado, y todo a su alrededor se impregnó de olor a hidrógeno.

El señor Rigby resbaló a lo largo del flanco, arrastrado por la fuerza de la gravedad y después empezó a rodar.

Deryn dio un paso adelante y vio en el suelo la cuerda que le unía a los demás.

—¡Maldita sea!

Si el contramaestre caía al vacío, arrastraría a Newkirk con él y tirarían de Deryn como una mosca en la lengua de una rana. Buscó a su alrededor algo a lo que agarrarse, pero los flechastes que tenía en los pies estaban desgastados y dados de sí.

—Newkirk, ¡vuelve aquí!

El chico se detuvo un momento mientras veía cómo el señor Rigby se deslizaba. Entonces entendió lo que pasaba y se dio la vuelta, pero ya era demasiado tarde: la cuerda que lo unía a Rigby se había tensado.

Desesperado, Newkirk miró a Deryn mientras alargaba la mano hacia el cuchillo que llevaba en el cinturón.

—¡No! —gritó Deryn.

Entonces se dio cuenta de lo que tenía que hacer.

Se dio la vuelta y empezó a correr en dirección contraria, descendiendo a toda velocidad por el flanco opuesto del dirigible. Tras sortear a hombres y rastreadores mientras la membrana caía, Deryn saltó con todas sus fuerzas al cielo nocturno.

La sacudida de la cuerda la golpeó como un puñetazo en el estómago y el arnés de seguridad le segó los hombros. Se encogió como una pelota mientras su cuerpo golpeaba la membrana del flanco y se quedaba sin aliento.

Deryn rebotó hasta que se detuvo y entonces empezó a deslizarse hacia arriba a lo largo del flanco de la bestia aérea. ¡Rigby debía de haber tirado de Newkirk y el peso de los dos hombres la estaba arrastrando nuevamente hacia la zona dorsal!

Intentó agarrarse a varias cuerdas hasta que finalmente consiguió aferrarse a una y se detuvo. Pero la cuerda de seguridad tiraba con fuerza y el arnés le cortaba la respiración.

Entonces la cuerda se aflojó y Deryn miró hacia arriba aterrorizada. ¿Se había roto? ¿La había cortado Newkirk?

En la zona dorsal, había un escuadrón de aparejadores que sujetaban su cuerda y tiraban con todas sus fuerzas de algo que había al otro lado de la nave. Estaban subiendo a Newkirk y al contramaestre herido.

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Deryn respiró aliviada con los ojos cerrados. Se sujetó con fuerza a los flechastes, confiando en que sus manos aguantarían y no se precipitaría al oscuro vacío. Pero cuando el dirigible volvió a escorarse, miró hacia abajo y se dio cuenta de que con dos manos no bastaba.

Todos se precipitaban al vacío.

Los Alpes se alzaban ante ellos acercándose a una velocidad vertiginosa: los picos más altos estaban a pocos metros de ellos. Un manto de nieve lo cubría todo salvo algunos peñascos, oscuros y afilados como dientes que esperan pacientes a su presa.

El Leviathan herido se precipitaba lentamente hacia el suelo.