TREINTA Y CINCO
TREINTA Y CINCO
Deryn tuvo que reconocer que la tristeza de Alek había sido evidente desde el principio.
La había visto cuando él la había despertado la noche del naufragio, con sus oscuros ojos verdes llenos de tristeza y de temor. Y el día antes, cuando él le contó que era huérfano, debía de haber comprendido por sus silencios lo intenso que era su dolor.
Pero ahora, toda aquella tristeza había quedado al descubierto, acompañada por las lágrimas que bajaban por sus mejillas y sus fuertes sollozos. De alguna manera, el hecho de revelar quién era había desatado el control que el muchacho tenía sobre su tristeza.
—Pobre chico —dijo Deryn en voz baja, arrodillándose junto a él.
Alek estaba acurrucado junto a la caja de cargamento, con el rostro sepultado entre sus manos.
—Lo siento —se sorbió la nariz, con aspecto avergonzado.
—No seas bobo —se sentó junto a él, con la cálida caja a su espalda—. Yo me volví medio loco cuando mi padre murió. No hablé durante un mes.
Alek intentó decir algo, pero no lo consiguió. Algo atenazaba su garganta, como si se la hubiesen cerrado con pegamento.
—Shhh —añadió Deryn, y le apartó un mechón de pelo del rostro. Las mejillas del muchacho estaban húmedas por las lágrimas—. Y no te preocupes, no se lo voy a contar a nadie.
Ni que había llorado, ni quién era en realidad; algo que ahora era obvio. Había sido una estúpida por no haberse dado cuenta antes. Alek tenía que ser el hijo de aquel duque que había empezado todo aquel lío. Deryn recordó que el día en que subió a bordo del Leviathan oyó que habían matado a un aristócrata y que aquello había irritado a los clánkers.
«Todo aquel embrollo por un maldito duque», había pensado tantas y tantas veces. Por supuesto, no debía de ser lo mismo para Alek. Enterarte de la muerte de tus padres es como si todo tu mundo estallase, igual que si se hubiese declarado una guerra.
Deryn recordó que tras el accidente de Pa, su madre y sus tías habían intentado convertirla en una verdadera señorita: faldas, ir a tomar el té y todo lo demás. Como si quisieran borrar a la antigua Deryn y todo lo que había sido. Había tenido que luchar como una fiera para seguir siendo ella.
Aquella era la respuesta, seguir luchando con fuerza, a toda costa.
—La científica pondrá al capitán de nuestra parte —dijo Deryn en voz baja—. Y entonces saldremos de aquí en un santiamén. Ya lo verás.
No es que estuviese completamente segura de que el plan de los motores de Alek funcionase, pero cualquier cosa era mejor que quedarse allí sentados esperando a que soplase por fin una corriente de aire propicia.
Alek tragó saliva de nuevo, intentando recuperar la voz.
—Les envenenaron —finalmente consiguió decir—. Primero intentaron acabar con ellos con bombas y pistolas, para que pareciera que habían sido anarquistas serbios. Pero al final lo consiguieron con veneno.
—¿Y solo para tener una excusa para empezar esta guerra?
Él asintió.
—Los alemanes opinaban que la guerra era necesaria. Era tan solo una cuestión de cuándo, y cuanto antes estallase mejor para ellos.
Deryn iba a decir que le parecía una soberana locura, y luego recordó que toda la tripulación, en un momento dado, se había mostrado entusiasmada por entrar en batalla. Suponía que siempre había algún imbécil dispuesto a luchar.
Pero, aun así, todo aquello seguía sin tener sentido.
—Tu familia es la que manda en Austria, ¿verdad?
—Durante los últimos quinientos años o más, sí.
—De modo que si los alemanes mataron a tu padre, ¿por qué Austria les está ayudando a ellos en lugar de darle una buena patada en el trasero al Káiser? ¿Es que tu familia no sabe lo que pasó de veras?
—Sí que lo saben, o por lo menos lo sospechan. Pero mi padre no era muy popular entre el resto de la familia.
—¿Y qué demonios hizo mal?
—Se casó con mi madre.
Deryn alzó una ceja. Ella había visto riñas familiares a causa de con quién se casaban sus hijos, pero normalmente no se lanzaban bombas.
—¿Es que tus parientes están completa y rematadamente locos?
—No, lo que sucede es que son gobernantes de un Imperio.
Deryn consideró que aquello en realidad daba igual, pero no lo dijo en voz alta. Hablar de ello servía para que Alek recuperase poco a poco el control, de modo que preguntó:
—¿Y qué tenía ella de malo?
—Mi madre no era miembro de ninguna casa gobernante. Aunque tampoco era exactamente plebeya, puesto que entre sus antepasados había una princesa. Pero para casarte con un Hausburgo debes pertenecer a la realeza.
—Bueno, claro —dijo Deryn.
Los aires de superioridad de Alek de pronto tuvieron mucho más sentido. La muchacha pensó que con la muerte de su padre el chico ya sería duque, o archiduque, lo que sonaba aún más noble.
—De modo que cuando se enamoraron, tuvieron que mantenerlo en secreto —dijo en voz baja.
—Bueno, es absolutamente romántico —exclamó Deryn. Cuando Alek la miró divertido, puso su voz un poco más grave y añadió—: Ya sabes, eso de esconderse.
Algo parecido a una sonrisa apareció en su rostro.
—Sí, supongo que lo fue, especialmente de la forma en que mi madre lo explicaba. Ella era una dama de compañía de la princesa Isabella de Croÿ. Cuando mi padre empezó a visitarla, Isabella pensó que estaba cortejando a una de sus hijas, pero nunca llegó a averiguar cuál de ellas le gustaba. Entonces, un día, él se olvidó el reloj en las pistas de tenis.
Deryn resopló.
—Vale, cuando estoy en casa siempre me olvido el reloj en las pistas de tenis.
Alek la miró poniendo los ojos en blanco, pero siguió hablando:
—De modo que Isabella abrió el reloj esperando encontrar el retrato de una de sus hijas dentro.
Deryn abrió mucho los ojos.
—¡Y en su lugar estaba el retrato de tu madre!
Alek asintió.
—Isabella se enfureció de veras y despidió a mi madre de su servicio.
—Eso es un poco grosero —intervino Deryn—. ¡Perder tu trabajo solo porque le gustas a un duque!
—Perder su trabajo fue lo de menos. Mi tío abuelo, el emperador, no quiso permitir la boda e incluso se negó a hablar con mi padre durante un año. Aquello sacudió el Imperio entero. El Káiser, el zar e incluso el Santo Padre intentaron arreglar las cosas.
Deryn alzó una ceja, preguntándose de nuevo si Alek estaba loco o simplemente tenía la cabeza llena de tonterías. ¿Acababa de decir que el Papa se había entrometido en sus asuntos familiares?
—Sin embargo finalmente llegaron a un compromiso: a un matrimonio «con la mano izquierda».
—¿Y qué demonios significa eso? —preguntó.
Alek se limpió las lágrimas de la cara.
—Pues un matrimonio con la mano izquierda es que se podrían casar, cada uno conservaba su condición anterior, pero sus hijos no podrían heredar nada. O sea que por lo que respecta a mi tío abuelo yo no existo.
—¿De modo que no eres archiduque ni nada de eso?
—Solo soy príncipe.
—¿Solo príncipe? ¡Diablos, qué ultraje!
Alek se volvió hacia Deryn y entornó los ojos.
—No espero que lo comprendas.
—Lo siento —murmuró ella. En realidad no pretendía reírse de él. Al fin y al cabo, aquella división familiar había provocado que Alek perdiera a sus padres—. Es que todo esto en realidad parece un tanto extraño.
—Supongo que sí. ¿No se lo contarás a nadie, verdad?
—Por supuesto que no —extendió la mano—. Como te dije, tu familia no es asunto nuestro.
Alek sonrió tristemente cuando se estrecharon la mano.
—Ojalá fuera cierto, pero me temo que ya nos hemos convertido en asunto de todo el mundo.
Deryn tragó saliva, preguntándose cómo debía de ser que una riña familiar se convirtiese en una guerra rematadamente masiva. No le extrañaba que aquel pobre chico pareciese tan angustiado todo el tiempo. Aunque nada de aquello fuese obra de Alek, las tragedias siempre sembraban semillas de culpabilidad a manos llenas.
Deryn aún revivía el accidente de Pa en su mente una docena de veces cada noche, imaginando qué habría podido hacer para salvarle, preguntándose si de alguna forma el incendio había sido culpa suya.
—¿Sabes que no tienes que echarte la culpa de nada, verdad? —dijo ella con tacto—. Me refiero a que se lo he oído explicar a la doctora Barlow, que es culpa de un montón de políticos que han complicado las cosas así de mal.
—Pero yo soy lo que dividió a mi familia —dijo Alek—. Yo desestabilicé todo y eso hizo que los alemanes diesen el primer paso.
—A mí me parece que eres mucho más que eso —Deryn cogió su mano—. Eres la persona que cruzó el hielo para salvar mi trasero de congelarse.
Alek la miró, se limpió los ojos y sonrió.
—Tal vez eso también.
—¿Alek? —la voz de la doctora Barlow les llegó desde ninguna parte, y el chico dio un respingo.
Deryn sonrió al ponerse de pie, señalando al lagarto mensajero que estaba pegado al techo.
—El capitán está de acuerdo con tu propuesta —prosiguió la bestia—. Por favor reúnete conmigo en tu máquina andante. Necesitamos al menos dos traductores para coordinar a nuestros ingenieros con vuestros hombres.
Alek se quedó allí sentado mirando horrorizado al lagarto. Deryn sonrió y tiró de él.
—Tú, bobo, que está esperando una respuesta.
El muchacho tragó saliva y luego dijo con voz nerviosa:
—Estaré con usted enseguida, doctora Barlow. Debería pedirle ayuda también al conde Volger. Habla perfectamente inglés cuando quiere. Gracias.
—Fin del mensaje —añadió Deryn y la bestia se fue corriendo.
Alek sintió un escalofrío recorriéndole el cuerpo.
—Aún no estoy acostumbrado a animales parlantes, lo siento. Me parece un poco blasfemo hacerles parecidos a los seres humanos.
Deryn se echó a reír.
—¿Es que nunca has oído hablar de los loros?
—Bueno, eso es bastante diferente —dijo—. Se supone que fueron creados así. Bueno, quisiera darte las gracias, Dylan.
—¿Por qué?
Alek alzó sus manos vacías y por un momento Deryn pensó que iba a echarse a llorar otra vez, pero solo dijo:
—Por saber quién soy.
El muchacho la rodeó con sus brazos, un brusco abrazo que duró solo un momento. A continuación se dio la vuelta y corrió por la sala de máquinas, en dirección al Caminante de Asalto caído.
Cuando la puerta se cerró, Deryn se estremeció y un sentimiento extraño reptó por su interior. Sintió un extraño hormigueo en los hombros, allí donde los brazos de Alek la habían rodeado, como el crepitar que recorría la piel de la aeronave cuando un rayo distante iluminaba el cielo.
Deryn se rodeó con sus propios brazos pero no sintió lo mismo.
—¡Arañas chaladas! —murmuró suavemente y volvió a comprobar los huevos de nuevo.