DIECINUEVE

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—Me gustaría ver sus abejas, señor Sharp.

Deryn alzó la vista del cuaderno de dibujo con aire cansado y apartó el lápiz. Acababa de terminar la última guardia del día, cuatro nerviosas horas de vigilar atentamente por si aparecía alguna nave alemana, pero la doctora Barlow parecía no dormir nunca. Tenía un aspecto bien acicalado, con su abrigo de viaje y su bombín, y Tazza daba saltos junto a la científica, siempre feliz de explorar el barco.

—¿Mis abejas, señora?

—No sea pesado, señor Sharp. Me refiero, por supuesto, a las colonias de abejas del Leviathan. ¿Siempre dibuja mientras se afeita?

Deryn miró la empuñadura de la navaja metida en su jarra, recordando que la mitad de su rostro estaba cubierto de espuma. Temía que en algún momento alguien pasase por la puerta de su camarote abierto y sospechase el engaño. Pero al cabo de pocos minutos se había cansado de fingir delante del espejo. Incluso copiar esbozos del capítulo sobre inversiones térmicas del Manual de Aeronáutica era más interesante que fingir que se estaba afeitando.

Se limpió la cara con una toalla.

—Esta es la vida de un cadete, señora. Y siempre estudiando… y llevar de paseo a los científicos visitantes, por supuesto.

—Por supuesto —dijo la doctora Barlow dulcemente.

Durante los dos días que llevaba a bordo había recorrido cada pulgada de la aeronave, arrastrando a Newkirk y Deryn de cubierta en cubierta, a la parte superior e incluso por las colonias de Huxleys en las tripas de la ballena. No es que le estuviesen enchufando todo el trabajo a ella, lo que sucedía es que solo permanecían a bordo dos cadetes, por culpa del peso del tilacino, la mascota de la doctora Barlow, de su numeroso equipaje y la misteriosa carga asegurada en la sala de máquinas.

Deryn echaba de menos tener a los demás cadetes por allí, por lo menos para compartir el trabajo de las lecturas de altitud y de alimentar a los murciélagos fléchette. La única cosa genial, aparte de que se había marchado aquel caraculo de Fitzroy, era que Deryn y Newkirk tenían un camarote privado cada uno. No obstante, por lo que parecía, los estudios de la doctora Barlow no incluían la asignatura de la privacidad.

—Vamos, Tazza —murmuró Deryn, cogiendo la correa de la bestia mientras entraba en el corredor.

Condujo a la doctora Barlow a las escaleras de popa que subían a la cubierta superior de la barquilla. Los aparejadores y los veleros dormían allí arriba, aunque Deryn no lograba entender cómo lo conseguían. El canal gástrico de la aerobestia llenaba el aire con un hedor parecido a cebollas podridas y pedos de vaca.

Los vigías que no estaban de guardia descansaban en las hamacas colgadas a ambos lados del pasillo, algunos de ellos enroscados con sus rastreadores de hidrógeno para encontrar calor. La aerobestia viajaba a una altura de más de dos mil cuatrocientos metros, por suerte a demasiada altitud para los aeroplanos alemanes que les habían estado acosando todo el día, y el aire allí arriba era tan frío como el trasero de un mono de latón.

Ninguno de los aparejadores miró a la doctora Barlow ni al tilacino cuando pasaron junto a ellos. Los oficiales de la nave habían anunciado que cualquiera que hiciese algún comentario o se quejase sobre la pasajera sería denunciado. Al fin y al cabo, no era momento para supersticiones navales. El día antes, Alemania había declarado la guerra a Francia y hoy había invadido Bélgica. El rumor era que Gran Bretaña entraría en guerra al día siguiente a menos que el Káiser detuviera todo aquel lío a medianoche. Y, en realidad, nadie creía que aquello fuese a suceder.

En la escotilla para entrar en las entrañas del Leviathan, Deryn alzó a Tazza entre sus brazos para subir. En el frío y estrecho espacio que había entre la aerobestia y la barquilla, las células ventrales de camuflaje brillaban con una tonalidad de un color plateado apagado, camuflándose entre el color de los picos nevados iluminados por la luz de la luna. Los Alpes Suizos se alzaban bajo ellos. Deryn calculaba que el Leviathan estaba a un tercio del camino de su destino, en el Imperio otomano.

Tazza saltó de sus brazos y subió curioso a explorar aquella extraña mezcla de olores: excrementos del canal gástrico, el olor a almendras amargas de las fugas de hidrógeno y la esencia de la piel de la aerobestia.

Deryn siguió al animal, subió a la tripa y una vez dentro se arrodilló para tender una mano a la doctora Barlow. Se detuvieron un momento en la cálida oscuridad y sus ojos se ajustaron a la verde penumbra de la luz de las luciérnagas.

—Aprovecharé esta oportunidad para recordarle que no fume, doctora.

—Muy divertido, señor Sharp.

Deryn sonrió y rascó la cabeza de Tazza. En el Leviathan no se les permitía encender ni una llama en ninguna parte. Las cerillas y las armas de fuego se mantenían encerradas bajo llave, y las botas de los aviadores eran de suelas de goma para evitar chispas de estática. Pero según las normativas, a los pasajeros se les debía recordar las reglas sobre fumar cada vez que la tripulación así lo considerase necesario. Incluso si estos eran científicos elegantes y aunque resultase que recordarles lo rematadamente obvio les molestase.

Al avanzar, Tazza caminó aún más pegado al suelo, siempre un poco nervioso en el interior de la ballena. Caminaban sobre una pasarela de aluminio, no obstante las paredes del canal gástrico estaban vivas, eran cálidas y palpitantes mientras hacía la digestión, iluminadas por gusanos. Las vejigas de hidrógeno que tenían encima estaban tensas y eran traslúcidas, toda la nave estaba hinchada en el aire pobre de las grandes alturas.

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«EN LAS ENTRAÑAS DE LA NAVE»

A medida que se aproximaban a la proa, se escuchaba un zumbido cada vez más intenso: eran millones de minúsculas alas removiendo el aire, extrayendo el néctar recogido aquel día sobre Francia. Al avanzar un poco más, las paredes estaban cubiertas con una agitada masa de abejas, con sus cuerpecillos redondos zumbando sobre la cabeza de Deryn, rebotando con suavidad en sus manos y su rostro. Tazza soltó un leve siseo y se presionó con más fuerza contra sus piernas.

Deryn podía comprender el nerviosismo del tilacino. Cuando vio las colmenas por primera vez, pensó que eran armas, como los halcones bombarderos o los murciélagos fléchette. No obstante, las abejas del Leviathan ni siquiera tenían aguijones. Como al jefe científico le gustaba decir a menudo, eran sencillamente un método para extraer combustible de la naturaleza.

En verano, los campos que la aeronave sobrevolaba estaban llenos de flores y cada una contenía una minúscula partícula de néctar. Las abejas recopilaban aquel néctar y lo convertían en miel. Después, las bacterias de la tripa de la aerobestia la engullían y expelían ventosidades de hidrógeno. Era una estrategia de los cerebritos: no tenía sentido crear un nuevo sistema cuando podías tomarlo prestado de uno que la evolución ya había perfeccionado.

Una abeja se detuvo inquisitivamente en el aire delante de la cara de Deryn. Tenía el cuerpo velloso y amarillo, con sus regiones dorsales tan brillantes y negras como unas botas de gala, y sus alas se veían borrosas. Se la quedó mirando para memorizar su forma y dibujarla después.

—Hola, animalillo.

—¿Decía algo, señor Sharp?

Deryn apartó con la mano la abeja curiosa y se dio la vuelta.

—¿Desea ver alguna cosa en particular, señora?

La doctora Barlow se estaba poniendo bien un velo negro bajo su bombín, como un científico en un funeral.

—Mi abuelo fabricó una de estas especies. Quería probar su obra.

«¿Su abuelo?». La doctora Barlow debía de ser entonces mucho más joven de lo que parecía.

—Parece sorprendido, señor Sharp. La miel es comestible, ¿verdad?

—Sí, señora. El señor Rigby nos obligó a todos los cadetes a probar un poco. Fitzroy montó un espectáculo haciendo muecas con la cara y Newkirk estuvo a punto de escupirla. Pero lo cierto es que su sabor es tan bueno como el de la miel natural.

Deryn sacó su navaja y la clavó en el gran panal hexagonal, cogiendo un poco de miel con la hoja. Ofreció el cuchillo a la doctora Barlow, que lo cogió con un dedo y luego se lo pasó bajo el velo para llevárselo a la boca.

—Mmm… Sabe a miel.

—Es agua, principalmente —dijo Deryn—. Con una pizca de carbono para darle sabor.

La doctora Barlow asintió con la cabeza.

—Un análisis muy astuto, señor Sharp. Pero está frunciendo el ceño.

—Disculpe, señora. Pero ¿ha dicho que su abuelo era darwinista? Debió de ser uno de los primeros.

La doctora Barlow sonrió.

—Sí, lo fue. Y las abejas le fascinaban mucho, especialmente estaba interesado en saber cómo estaban conectadas con los gatos y los tréboles.

—¿Con los gatos, señora?

—Y los tréboles, sí. Se dio cuenta de que las flores de trébol rojo abundan cerca de las ciudades y escasean en el campo —la doctora Barlow, pasó el dedo por el cuchillo para probar un poco más de miel—. Verá, en Inglaterra la mayoría de los gatos vive en las ciudades, y los gatos comen ratones. Estos mismos ratones, señor Sharp, atacan las colmenas de abejas por su miel. Y los tréboles rojos no pueden crecer sin las abejas que los polinicen. ¿Me sigue?

Deryn alzó una ceja.

—Humm, no estoy del todo seguro, señora.

—Pero es muy simple. Cerca de las ciudades hay más gatos, menos ratones y de este modo más abejas, con lo cual hay más tréboles rojos. Mi abuelo tenía mucho talento para darse cuenta de estas relaciones en forma de red. Está frunciendo el ceño de nuevo, señor Sharp.

—Es solo que parece que fue un caballero bastante excéntrico.

—Algunos lo creen —la doctora Barlow se echó a reír—. Pero, a veces, los excéntricos se dan cuenta de cosas que las demás personas no perciben. Por ejemplo, usted debe de afilar la cuchilla de su navaja de afeitar muy bien.

Deryn tragó saliva.

—¿Mi cuchilla, señora?

La científica alargó la mano y sujetó a Deryn por la barbilla.

—Tiene ambos lados de la cara igualmente suaves. Pero ¿acaso no le interrumpí yo a medio afeitar?

Mientras la doctora Barlow esperaba una respuesta, el zumbido de las colmenas rugía en la cabeza de Deryn y la pasarela parecía inclinarse bajo sus pies. Había sido una boba haciendo el tonto con las navajas de afeitar. Así es como siempre la habían pillado con las mentiras: haciendo que las cosas fuesen demasiado complicadas.

—Yo… yo no estoy segura de lo que quiere decir, señora.

—¿Cuántos años tiene, señor Sharp?

Deryn parpadeó. No le salían las palabras.

—Con una piel así de fina, ni dieciséis —dijo la doctora Barlow—. ¿Tal vez catorce? ¿O es usted más joven?

Deryn entrevió una chispa de esperanza. ¿Y si la científica había adivinado el secreto equivocado? Decidió decirle la verdad:

—Casi quince, señora.

La doctora Barlow soltó su barbilla, encogiéndose de hombros.

—Bueno, estoy segura de que no es el primer muchacho que entra en las Fuerzas Armadas un poco joven. Su secreto está a salvo conmigo —le devolvió el cuchillo—. Verá, el gran logro de mi abuelo fue el siguiente: si eliminas un elemento, los gatos, los ratones, las abejas, las flores: toda la red se altera. Un archiduque y su mujer son asesinados y toda Europa va a la guerra. Si falta una pieza esto perjudica al puzle, tanto si es en el mundo natural o en la política o aquí en las tripas de una aeronave. Parece un tripulante inteligente, señor Sharp. Odiaría tener que perderle.

Deryn asintió lentamente, intentando asimilar todo aquello.

—Estoy de acuerdo con usted, señora.

—Además —una leve sonrisa apareció juguetona en los labios de la doctora Barlow—, saber su pequeño secreto hace que sea más fácil, ojalá pudiese contarle algo del mío.

Antes de que Deryn tuviese la oportunidad de preguntarse qué quería decir ella con aquellas palabras, reparó en que resonaba un lejano tañido por encima del rugir de las colmenas.

—¿Ha oído usted eso, señora? —dijo ella.

—¿La alarma general? —la doctora Barlow asintió tristemente—. Eso me temo. Seguramente será que Gran Bretaña y Alemania finalmente están en guerra.