TREINTA Y CUATRO

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Alek respiró hondo y llamó a la puerta. Deryn abrió y frunció el ceño al ver a Alek.

—Tienes un aspecto horrible.

—He venido a ver a la doctora Barlow —dijo Alek.

Deryn abrió más la puerta de la sala de máquinas.

—Pronto volverá. Pero me temo que está de un humor de perros.

—Me he enterado de vuestro problema con los motores —dijo Alek.

Había decidido no ocultar el hecho de que el conde Volger les había estado espiando. Para que su plan surtiera efecto era necesario que entre los darwinistas y él hubiera confianza mutua.

Deryn señaló la caja que contenía los misteriosos huevos.

—Sí, y por si lo de los motores fuera poco, encima ese maldito idiota de Newkirk no mantuvo a estos huevos lo suficientemente calientes anoche. Y por lo que respecta a la lumbrera la culpa es toda mía, claro.

Alek observó la caja: solo quedaban tres huevos.

—¡Qué pena!

—De todas formas, la misión se ha ido al garete —Deryn extrajo un termómetro de la caja y lo comprobó—. Sin motores tendremos suerte si conseguimos llegar a Francia.

—Por eso venía. Nuestro caminante también está inservible.

—¿Estás seguro? —Deryn hizo un gesto hacia los cajones que abarrotaban la sala—. Podríamos darte cualquier pieza de repuesto que necesitaras. A nosotros no nos sirven.

—Lo siento, pero necesitamos algo más que piezas de repuesto. No podemos poner al caminante en pie de nuevo —dijo Alek.

—¡Malditas máquinas! ¿No te lo dije? Jamás he visto una bestia que no pudiera ponerse en pie por sí misma. Bueno, excepto a una tortuga. Y a uno de los gatos de mi tía.

Alek enarcó una ceja.

—Y seguro que el gato de tu tía habría sobrevivido a un bombardeo aéreo.

—Te sorprenderías. Está bastante gordo —los ojos de Deryn se iluminaron—. ¿Por qué no te vienes con nosotros?

—Ese es el problema —empezó Alek—. No creo que los demás quisieran venir, no al menos si ello significa rendirse a los franceses, pero si pudiéramos escabullirnos cuando aterrizarais, quizás…

Quizás podría convencer a sus hombres de que se salvaran. Y tal vez pudiera lograr que Volger volviera a respetarle un poco.

Deryn asintió.

—Seguramente haremos un aterrizaje forzoso en algún sitio al azar, por lo que dudo que al llegar esté allí la guardia de honor para recibirnos. Te advierto de que volar a la deriva en un globo de hidrógeno es algo arriesgado. Podría suceder cualquier cosa.

—¿Tenéis posibilidades?

—Algunas —dijo Deryn encogiéndose de hombros—. Una vez piloté un Huxley y crucé media Inglaterra. ¡Y lo hice yo solo!

—¿De veras? —dijo Alek.

Para tratarse solamente de un muchacho, Dylan parecía haber vivido las más extraordinarias aventuras. Por un momento, Alek deseó poder olvidar su linaje y ser un chico como él, un soldado común, sin tierra o títulos.

—Fue en mi primer día en las Fuerzas Armadas —empezó a explicar Deryn—. Se formó una tormenta de forma inesperada, una de las peores que jamás ha visto Londres. Arrancó edificios enteros del suelo, incluyendo…

La puerta se abrió de pronto y la doctora Barlow entró como una exhalación, llevando un estuche con mapas y luciendo una expresión furiosa en el semblante.

—El capitán es idiota. ¡Esta aeronave está llena de idiotas! —anunció.

Deryn saludó.

—Pero los huevos están calientes como una tostada, señora.

—Bueno, eso es tranquilizador, aunque irrelevante dadas las circunstancias. ¡Quiere regresar a Francia! —la doctora Barlow volteó el estuche de mapas en sus manos. Luego alzó la vista distraída—. Ah, Alek. Espero que tu máquina caminante esté en mejores condiciones que esta aeronave llena de ignorantes.

Alek hizo una reverencia.

—Me temo que no, doctora. El profesor Klopp no cree que podamos volver a ponerlo en pie.

—¿Tan mal está?

—Me temo que sí. De hecho, estoy aquí para preguntarle si podemos irnos con ustedes —dijo Alek, mirándose las botas—. Si pueden arreglárselas para soportar el peso extra de cinco hombres, estaremos en deuda con ustedes.

La doctora Barlow golpeó el estuche de mapas contra la palma de la mano.

—El peso no supondrá un problema. Estamos agotando nuestra comida y la vuestra, dándosela toda a los animales —miró por la ventana—. Y tenemos menos tripulantes.

Alek asintió. Había visto los cuerpos amortajados que había afuera y a los hombres afanándose para enterrarlos en el hielo, duro como el hierro, que había bajo la nieve.

—Pero Francia no es territorio neutral. Te harán prisionero —advirtió ella.

—Ese es el favor que he venido a pediros —Alek respiró hondo—. Dylan dice que aterrizaréis en algún sitio al azar. Podríamos escabullirnos en el momento en que tomaseis tierra.

—Y nadie tendría por qué enterarse —añadió Deryn.

La doctora Barlow asintió despacio.

—Podría funcionar. Y desde luego te debemos un favor, Alek. Pero me temo que no depende de mí.

—¿Quiere decir que el capitán no hará la vista gorda? —dijo Alek.

—El capitán es idiota —repitió ella con amargura—. Se niega a completar nuestra misión. ¡Ni siquiera va a intentarlo! Si es posible volar en globo hasta Francia, seguro que también lo es llegar al Imperio otomano. Tan solo es cuestión de coger la corriente de aire adecuada —movió el estuche de mapas—. Las corrientes de aire del Mediterráneo no son ningún misterio.

—Podría ser algo complicado, señora —dijo Deryn aclarándose la garganta—. Y, técnicamente, nuestro destino sigue siendo secreto militar.

La doctora Barlow contempló los huevos.

—Un secreto finalmente sin sentido, llegados a este punto.

Alek frunció el ceño, preguntándose por qué el Leviathan se dirigía hacia el Imperio otomano. Los otomanos eran devotamente antidarwinistas debido a su fe musulmana. Habían sido enemigos de Rusia durante siglos, y el sultán y el Káiser eran viejos amigos. Volger siempre decía que antes o después los otomanos unirían fuerzas con Alemania y el Imperio austrohúngaro.

—Aquel es territorio neutral, ¿verdad? —dijo con prudencia.

—Por el momento —dijo la doctora Barlow suspirando—. Claro que eso podría cambiar pronto, por lo que este retraso es un desastre. Años de trabajo desperdiciados.

Alek escuchaba a la malhumorada doctora, desconcertado ante el giro que habían tomado los acontecimientos. El Imperio otomano era el lugar perfecto para desaparecer. Era un reino vasto y empobrecido, donde con unas pocas monedas de oro se podía hacer mucho. Había gran cantidad de agentes alemanes, pero al menos no le harían prisionero nada más llegar.

—Doctora Barlow, si no tiene inconveniente en decírmelo, ¿su misión era de paz o de guerra?

Ella le sostuvo la mirada un momento.

—No puedo contarte todos nuestros secretos, Alek. Pero debería ser obvio que soy una científica, no un soldado.

—¿Una diplomática, quizás?

La doctora Barlow sonrió.

—Todos cumplimos con nuestro deber.

Alek observó nuevamente la caja. La relación que podría haber entre los huevos y la diplomacia era algo que se le escapaba. Pero lo importante era que la doctora Barlow se arriesgaría a lo que fuese para llevarlos al Imperio otomano…

Lo que dio a Alek una gran idea.

—¿Y si pudiera darles unos motores, doctora Barlow?

Ella enarcó una ceja.

—¿Cómo dices?

—El Caminante de Asalto tiene dos potentes motores y ambos funcionan perfectamente —propuso Alek.

Se produjo un momento de silencio. La doctora Barlow se volvió hacia Deryn.

—¿Cree que algo así sería posible, señor Sharp?

Deryn parecía dubitativo.

—Estoy seguro de que son lo suficientemente potentes, señora. Pero ¡son rematadamente pesados! Además, esa maquinaria clánker es muy complicada. Podría llevarnos siglos hacerla funcionar y vamos cortos de tiempo.

Alek negó con la cabeza.

—Vuestra tripulación no tendría que hacer gran cosa. Klopp es el mejor profesor de mekánica de Austria, elegido con sumo cuidado por mi padre. Él y Hoffman han hecho funcionar ese Caminante de Asalto durante cinco semanas con solo un puñado de piezas de recambio. Por lo tanto creo que conseguirán hacer girar un par de hélices.

—Sí, puede. Aunque es algo más complejo que simplemente hacer girar un par de hélices —dijo Deryn.

—Entonces vuestros ingenieros pueden echarnos una mano —Alek se volvió hacia la doctora Barlow—. ¿Qué le parece, doctora? Su misión puede seguir adelante, y mis hombres y yo podremos huir a una potencia amiga.

—Pero hay un problema —dijo la mujer—. Dependeríamos de vosotros.

Alek parpadeó. No había pensado en eso. Controlar los motores significaba controlar la aeronave.

—Podríamos instruir a vuestros ingenieros por el camino. Por favor, créame, hago este trato de buena fe —aseguró Alek.

—Confío en ti, Alek —dijo ella—. Pero eres tan solo un muchacho. ¿Cómo puedo estar segura de que tus hombres mantendrán también tu palabra?

—Porque soy… —empezó Alek y respiró despacio—. Harán lo que yo diga. Me intercambiaron por un conde, ¿recuerda?

—Lo recuerdo —dijo ella—. Pero si voy a hacer tratos contigo, Alek, necesito saber quién eres en realidad.

—Yo… No puedo decírselo.

—Hagámoslo fácil entonces. ¿El mejor profesor de mecánica de Austria formaba parte de la casa de tu padre?

Alek asintió despacio.

—Y dices que has estado huyendo durante cinco semanas —continuó ella—. ¿Así que tu viaje empezó aproximadamente el veintiocho de junio?

Alek se quedó de piedra. La doctora Barlow había hecho referencia a la noche que Volger y Klopp habían venido a buscarle a su dormitorio, la noche que sus padres habían muerto. Debía de haberlo sospechado ya, después de todas las pistas que a él se le habían escapado. Y ahora acababa de entregarle las piezas que le faltaban para completar el puzle.

Intentó negarlo, pero de repente no podía hablar. Mantener su desconsuelo en secreto lo había hecho más fácil de controlar, en cambio ahora sentía cómo un sentimiento de vacío volvía a crecer en su interior.

La doctora Barlow le cogió la mano.

—Lo lamento, Alek. Tiene que haber sido horrible. ¿Así que los rumores son ciertos? ¿Fueron los alemanes?

Alek se volvió, incapaz de hacer frente a su piedad.

—Nos han estado persiguiendo desde esa noche.

—Entonces tendremos que sacaros de aquí —se levantó y se echó su abrigo sobre los hombros—. Se lo explicaré al capitán.

—Por favor, señora —dijo Alek, intentando que su voz no se quebrara—. No le diga a nadie más quién soy. Podría complicar las cosas.

La doctora Barlow pareció meditar la idea unos instantes y después dijo:

—Supongo que podría ser nuestro secreto, por ahora. El capitán estará más que contento con tu oferta de los motores.

Abrió la puerta y luego se volvió.

Alek deseó que se fuera de una vez, puesto que el sentimiento de vacío crecía ahora imparable y no quería llorar delante de una mujer.

Pero lo único que la doctora dijo fue:

—Cuide de él, señor Sharp. Volveré.