CATORCE

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Caminaron pesadamente por el lecho del río intentando no derramar el queroseno a cada paso. A pesar de ello, sus emanaciones quemaban los pulmones de Alek. Cada uno de ellos transportaba dos pesadas latas y el viaje de vuelta al Cíklope les estaba pareciendo mucho más largo que la caminata hacia la ciudad realizada aquella misma mañana.

Y a pesar de todo, por culpa de Alek, habían dejado atrás la mayoría de las cosas que necesitaban.

—Durante cuánto tiempo podemos estar sin los recambios, Klopp —preguntó.

—Hasta que alguien nos lance un proyectil, joven señor.

—Querrá decir hasta que algo se rompa —dijo Volger.

Klopp se encogió de hombros.

—Se supone que un Caminante de Asalto Cíklope está hecho para formar parte de un ejército. Por lo tanto no contamos con un tren de provisiones, ni camiones cisterna, ni equipo de reparación.

—Habríamos ido mejor a caballo —murmuró Volger.

Alek cambió el peso de la lata en su mano y el hedor del queroseno se mezcló con el de las salchichas ahumadas que colgaban de su cuello. Llevaba los bolsillos repletos de periódicos y fruta fresca. Se sintió como si fuese un vagabundo que llevase encima todas sus pertenencias.

—Profesor Klopp, mientras el caminante aún esté en condiciones óptimas de combate, ¿por qué no cogemos lo que necesitamos? —preguntó él.

—¿Y que todo el ejército caiga sobre nosotros? —intervino Volger.

—Pero si ya saben dónde estamos —dijo Alek—. Gracias a mí…

—¡Escuchad! —les hizo callar Volger con un siseo.

Alek se detuvo… No oyó nada excepto el ruido del fuel saliéndose de las latas. Cerró los ojos. El ruido lejano de un trueno retumbó en el filo de su conciencia: cascos de animales.

—¡Ocultémonos! —dijo Volger.

Bajaron corriendo por la orilla del río y se adentraron entre los espesos matorrales. Alek se agazapó. El corazón le latía con fuerza.

A medida que el sonido de los cascos se acercaba, se sumó a él el aullido de perros de caza.

Alek tragó saliva. No tenía sentido ocultarse. Aunque los sabuesos no tuviesen su olor, las salchichas y el queroseno atraerían la curiosidad de cualquier perro.

Volger sacó su pistola.

—Alek, sois el más rápido. Corred directamente al caminante. Klopp y yo resistiremos aquí.

—¡Pero si resuena como una docena de caballos! —No son muchos para un caminante. ¡Seguid avanzando, Su Alteza!

Alek asintió y tiró las salchichas. Corrió como una flecha por el agua poco profunda, con los pies resbalando sobre las piedras húmedas. Los perros no podrían rastrearle por el agua y la orilla del otro lado era más llana y no tenía maleza.

Mientras corría, el sonido de los caballos y perros se acercaba. Se escuchó el restallido de un disparo y, seguidamente, se produjeron gritos y hasta él llegó el relinchar de un caballo.

Resonaron más disparos, eran las fuertes detonaciones que caracterizaban a los rifles. Klopp y Volger estaban sobrepasados en armas y en número. Pero por lo menos los jinetes se habían detenido a luchar en lugar de darle caza. Al fin y al cabo, lo más probable era que los soldados rasos no supieran quién era él. Tal vez no se molestarían en perseguir a un chico joven vestido con ropas de granjero.

Alek siguió corriendo, sin mirar atrás, intentando no imaginarse las balas penetrando en su piel.

El riachuelo recorría las granjas y tenía hierba alta en cada orilla. En aquel momento vio el bosquecillo donde estaba oculto el caminante, a medio kilómetro de distancia. Bajó la cabeza y corrió aún con más intensidad, con la atención centrada solamente en sus botas y las piedras que había a lo largo del lecho del río.

Cuando estaba a mitad de camino para llegar a los árboles, un sonido terrible llegó hasta sus oídos: eran los cascos de un solo caballo que se acercaba. Alek se atrevió a mirar atrás y vio a un jinete en el otro lado del riachuelo, cabalgando a toda velocidad. Llevaba la correa de su carabina enroscada alrededor de un brazo. Estaba preparado para disparar…

Alek se desvió y subió gateando por la orilla. El centeno de los campos le llegaba a la altura del pecho, lo suficientemente alto para ocultarse en él.

Se escuchó una detonación y un géiser de arena estalló a un metro de distancia a su derecha. Se zambulló en el centeno gateando como pudo con las manos y rodillas, alejándose del arroyo. La carabina disparó de nuevo y la bala pasó rozando una oreja de Alek. Sus instintos le gritaban que corriese más deprisa, pero entonces el jinete vería la alta hierba moviéndose. Alek se quedó inmóvil allí donde estaba, jadeando.

—¡He fallado a propósito! —gritó una voz.

Alek siguió allí echado en el suelo, intentando recuperar el aliento.

—Escucha, tan solo eres un crío —la voz prosiguió—. Sea lo que sea lo que hayan hecho los otros dos, estoy seguro de que el capitán no será duro contigo.

Alek oyó el chapoteo de las pisadas del caballo en el arroyo, que avanzaba sin prisas.

Empezó a arrastrarse para adentrarse más en el centeno con cuidado de no mover los tallos. El corazón le latía con fuerza y el sudor le bajaba hasta los ojos. Nunca había estado en una batalla como aquella, sin la protección de la piel metálica del caminante Cíklope. Pero Volger no le había permitido llevar un arma a la ciudad, ni siquiera un cuchillo.

Era su primera vez en un combate cuerpo a cuerpo y estaba desarmado.

—Vamos, chico. ¡No me hagas perder el tiempo o entraré y te sacaré arrastras yo mismo!

Alek se detuvo al darse cuenta de su única ventaja: aquel joven soldado no sabía a quién estaba persiguiendo. Seguramente esperaba encontrarse con algún rufián plebeyo y no con un noble preparado para el combate desde que tenía diez años. Aquel hombre no esperaría un contraataque.

El caballo ya estaba penetrando en el centeno, Alek podía escuchar cómo sus flancos separaban los altos tallos. El alto y vistoso penacho del casco del jinete quedó a la vista y Alek se pegó aún más al suelo. Seguramente, el hombre estaba alzándose sobre sus estribos para mirar hacia abajo, entre la hierba.

Alek estaba en el lado izquierdo del caballo, en la parte donde debería colgar el sable del jinete. No era tan buena opción como un rifle, pero aquello era mejor que nada.

—No me hagas perder el tiempo, chico, ¡sal de ahí!

Alek observó el penacho del casco del jinete, y se dio cuenta de que la curva de sus altas plumas dejaba traslucir hacia dónde estaba mirando su propietario. Erguido como estaba, lo más probable era que no se mantuviese demasiado firme.

Alek se acercó arrastrándose más, permaneciendo bien agachado y esperando el momento preciso.

—Te lo advierto, chico. ¡Sea lo que sea lo que hayas robado no merece la pena que te peguen un tiro por ello!

El príncipe se fue acercando cada vez más al caballo y, al fin, la cabeza del jinete se dio la vuelta hacia el otro lado. Alek se levantó del suelo y corrió unos pasos, saltó sobre el hombre, sujetó su brazo izquierdo y tiró con fuerza de él. El jinete soltó un juramento y entonces su carabina disparó directamente al aire. El ruido de la explosión sobresaltó al caballo, que echó a correr hacia delante por el centeno, levantándole en el aire y arrastrando a Alek, que no tocó con los pies en el suelo. Alek sujetó el brazo del hombre con una mano y con la otra intentó agarrar el sable que se balanceaba salvajemente en su vaina.

El jinete se retorció, intentando mantener los pies en los estribos. Su codo golpeó la cara de Alek como un martillo. Alek notó el sabor de la sangre pero pasó por alto el dolor y siguió moviendo los dedos.

—Voy a matarte, chico —gritó el hombre, mientras con una mano retorcía las riendas y con la otra intentaba golpear con la culata del rifle en la cabeza de Alek.

Al final, la mano de Alek se cerró en la empuñadura del sable. Soltó el brazo del jinete, se dejó caer de nuevo al suelo y el acero del sable resonó al sacarlo de su funda. Aterrizó junto al caballo, que todavía se movía agitadamente, y giró sobre un pie, golpeando con la parte plana de la espada el trasero del caballo.

El animal se alzó sobre sus patas traseras, con el jinete gritando sobre él hasta que finalmente cayó de su montura. La carabina salió despedida de sus manos, fue a caer sobre la alta hierba y aterrizó con un fuerte golpe.

Alek se abrió paso a sablazos por el centeno hasta que quedó de pie junto al jinete caído. Bajó la punta del sable hasta el cuello del hombre.

—Rendíos, señor.

El hombre no dijo nada.

El jinete tenía los ojos entornados y estaba pálido. No era mucho mayor que el propio Alek, su barba era incipiente y los brazos que tenía extendidos eran delgados. La expresión en su rostro era tan estática…

Alek retrocedió un paso.

—¿Está herido, señor?

Algo grande y cálido se acercó a él despacio por detrás: era el caballo, repentinamente tranquilo. Su hocico empujó suavemente la nuca de Alek, enviándole un frío escalofrío por su columna vertebral.

El hombre no respondió.

En la distancia se escuchó la detonación de disparos. Volger y Klopp necesitaban su ayuda, ya. Alek se alejó del jinete caído y montó en la silla. Las riendas estaban enredadas y retorcidas y sentía al caballo inestable debajo de él.

Alek se inclinó hacia el animal y le susurró al oído.

—Todo va bien. Todo va a salir bien.

Espoleó al caballo en los flancos con los talones y el animal se movió tras una sacudida, dejando a su anterior jinete atrás, en la hierba.

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Los motores del Caminante de Asalto ya estaban retumbando.

El caballo no dudó cuando Alek lo espoleó para que pasara entre las gigantescas patas de acero. Debía de haber sido entrenado junto a caminantes, puesto que al fin y al cabo era un caballo austriaco.

Alek acababa de matar a un soldado austriaco.

Se obligó a no pensar en ello, sujetó la escalera de cadenas colgante y despidió al caballo con un grito y un puntapié.

Bauer se reunió con él en la escotilla.

—Hemos oído disparos y hemos puesto en marcha el caminante, señor.

—Bien hecho —dijo Alek—. También tenemos que cargar el cañón. Volger y Klopp están a un kilómetro de aquí, intentando contener a una tropa de caballería.

—Enseguida, señor —Bauer le tendió una mano y tiró de él hacia el interior.

Mientras Alek gateaba hacia el interior del abdomen del caminante y la cabina del piloto, resonaron más disparos en la distancia. Por lo menos la lucha aún no había terminado.

—¿Necesitáis ayuda, señor? —preguntó Hoffman.

Había asomado medio cuerpo por la escotilla, con una mirada de preocupación en su rostro barbudo.

Alek se quedó mirando los controles y reparó en que nunca antes había pilotado sin el profesor Klopp sentado a su lado. Y allí estaba él, a punto de adentrarse en una batalla.

—Tú nunca has pilotado, ¿verdad? —preguntó Alek.

Hoffman sacudió la cabeza.

—Yo solo soy ingeniero, señor.

—Bueno, pues entonces será mejor que ayude a Bauer con el cañón. Y los dos átense fuerte los cinturones.

Hoffman sonrió, saludando.

—Seguro que lo hará bien, señor.

Alek asintió con la cabeza y, cuando la escotilla se cerró, centró su atención en los controles. Flexionó las manos.

«Paso a paso», decía siempre Klopp.

Alek empujó las palancas de los andadores hacia delante… El caminante se irguió y las válvulas sisearon. Un pie inmenso penetró en el arroyo enviando un chorro de agua al aire. Alek dio otro paso, urgiendo a la máquina a andar más deprisa.

Sin embargo, todos sus manómetros parpadeaban en verde, puesto que los motores aún estaban fríos.

Al cabo de unos pocos pasos el Caminante de Asalto ya había escalado la orilla del río hasta llegar al nivel del terreno de los campos. Alek pisó a fondo los inyectores de combustible y los motores rugieron.

Los manómetros de potencia empezaron a subir.

Hizo avanzar la máquina, permitiendo que sus zancadas cada vez fuesen más largas. Los surcos de los arados empezaron a pasar rápida y fugazmente por debajo de él, y el sonido del centeno partiéndose era audible por encima de los motores. Sintió el momento en que el caminante cambió el paso de ir deprisa a correr, con la máquina elevándose en el aire entre pisada y pisada.

Desde lo alto de cada zancada podía ver la tropa de caballería que tenía delante. Estaban diseminados por el campo de centeno repartidos en formación de búsqueda.

Alek sonrió. Klopp y Volger también se habían escabullido entre la hierba alta, por esa razón habían conseguido resistir durante tanto tiempo.

De pronto, todas las cabezas se volvieron y los jinetes se dieron la vuelta hacia la nueva amenaza.

El intercomunicador chasqueó:

—Listos para disparar.

—Apunte por encima de sus cabezas, Bauer. Son austriacos, y Klopp y Volger están en alguna parte entre esta hierba.

—Entonces, un disparo de advertencia, señor.

Algunas carabinas dispararon y Alek oyó cómo una bala chocaba contra el metal muy cerca. Se dio cuenta de que el visor estaba completamente abierto, y de que allí no había nadie para cerrarlo.

El joven jinete que él había matado cuando disparó había fallado a propósito, pero aquellos hombres apuntaban a matar.

Cambió el paso del caminante, para que empujase los pies hacia afuera de manera que la máquina serpentease de izquierda a derecha. «Correr en serpentina», Klopp lo llamaba así, puesto que recorría un camino como una serpiente entre la hierba.

Pero el camino serpenteante de la máquina no parecía tan grácil como se suponía. El estallido del cañón retumbó bajo él, seguidamente, una columna de tierra y humo salió disparada al aire, justo detrás de los jinetes. Unos círculos que se agrandaban paulatinamente ondearon por la hierba igual que el agua de un estanque cuando lanzas una piedra, y dos caballos cayeron hacia un lado, lanzando al suelo a sus jinetes.

Un segundo después, una oleada de tierra y una fuerza que le hizo desviar el rumbo golpeó a Alek por el visor abierto y sus manos resbalaron de las palancas de los andadores. El caminante se inclinó hacia un lado, girando hacia el arroyo. Alek sujetó los controles, retorciéndolos con fuerza, y el Cíklope recuperó el equilibrio, tambaleándose, pero aún en pie.

Los jinetes se habían reunido en estrecha formación, preparados para retirarse. Pero Alek vio que dudaban, preguntándose si el caminante estaba fuera de control. Al tambalearse de aquella manera, lo más probable es que pareciese tan intimidante como una gallina borracha. Dudaba que Bauer pudiera volver a cargar los cañones a menos que él pudiese a su vez estabilizar la máquina.

De nuevo sonaron disparos y algo produjo un sonido metálico alrededor de los oídos de Alek: era una bala rebotando por la cabina de metal. No tenía sentido detenerse, puesto que tan solo conseguiría ser un blanco mejor, de modo que Alek se inclinó sobre los controles, cubriéndose, y se dirigió directamente hacia el escuadrón de caballería.

Los jinetes dudaron otro instante, luego dieron media vuelta y retrocedieron al galope hacia el arroyo, decididos a no enfrentar carne contra metal.

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«¡A LA CARGA!»

—¡Señor! ¡Es el profesor Klopp! —le llegó la voz de Bauer por el intercomunicador—. ¡Está aquí delante, frente a nosotros!

Alek tiró hacia atrás de los mandos, tal como había hecho el día antes, y de nuevo el pie derecho del caminante se clavó fuertemente en el suelo y la máquina empezó a inclinarse.

Pero esta vez sabía lo que tenía que hacer. Hizo que el caminante se retorciese hacia ambos lados, propulsando hacia fuera una pata de metal. Un montón de tierra estalló por delante del visor y el sonido de los engranajes al ser forzados y de la hierba partida llenó sus oídos.

Alek notó que la máquina recuperaba el equilibrio, después de que el impulso de su carga fuese consumido por el patinazo. A medida que el caminante se estabilizaba, Alek escuchó que la trampilla abdominal del Caminante de Asalto se abría por debajo. Se produjeron disparos y se escuchó el repiqueteo metálico de la escalera de cadenas desenrollándose. ¿Era la voz de Klopp? ¿Y Volger?

Quería echar un vistazo hacia abajo por la escotilla de la cabina pero tenía que permanecer en los controles. El polvo que se había levantado se estaba despejando ante él y vio movimiento en la distancia, el destello de los cascos y las espuelas. Tal vez debería disparar una de las metralletas al aire, para mantenerlos en retirada.

—¡Joven señor!

Alek hizo girar en redondo el asiento del piloto.

—¡Klopp! ¿Está bien?

—Bastante —el hombre entró en la cabina.

Tenía la ropa rota y llena de sangre.

—¿Le han alcanzado?

—A mí no. A Volger —Klopp se dejó caer en la silla del comandante, jadeando—. Su hombro, ahora Hoffman lo está viendo abajo. Pero debemos irnos, joven señor. Vendrán más.

Alek asintió.

—¿Por dónde escapamos?

—Primero de nuevo al arroyo. El queroseno sigue aún allí.

—Está bien. Por supuesto.

El polvo se estaba despejando ante los visores y Alek puso sus temblorosas manos en los controles de nuevo. Esperaba que Klopp tomara los controles, pero el hombre aún estaba jadeando y tenía el rostro de un color rojo intenso.

—No os preocupéis, Alek. Lo habéis hecho bien.

Alek tragó saliva, obligando a sus manos a hacer que el Caminante de Asalto diese su primer paso.

—Casi vuelvo a hacerlo caer.

—Exactamente: casi — Klopp se echó a reír—. ¿Recordáis que os dije que todo el mundo se cae la primera vez que intenta correr?

Alek frunció el ceño cuando plantó un pie gigante en la orilla del río.

—Me parece que no podré olvidarlo.

—¡Bueno, pues todo el mundo también se cae la segunda vez que corre, joven señor! —la risa de Klopp se convirtió en tos, luego escupió y se aclaró la garganta.

—Excepto vos, por lo que parece. Por fortuna para nosotros sois un Mozart con los mandos de los andadores.

Alek siguió con la vista fija al frente, sin responder. No se sentía orgulloso, después de dejar a aquel jinete atrás, tendido, roto en la hierba. Aquel hombre era un soldado que servía al Imperio. Lo más probable era que él tampoco comprendiese la política que le rodeaba más que cualquiera de los plebeyos que encontraron en Lienz. Sin embargo, había perdido igualmente la vida.

Alek sintió como si se hubiese dividido en dos personas, de la misma forma que cuando estaba solo de guardia, una parte de él aplastando su desesperación en su pequeño y oculto lugar. Parpadeó para apartar el sudor de sus ojos y buscó por la orilla las valiosas latas de queroseno, esperando que Bauer estuviese vigilando por si aparecían caballos y que el cañón estuviese cargado otra vez.