El fragmento de estrella
[Jeff Grubb]
Esta historia es de gnomos, lo cual es razonable si se tiene en cuenta que yo soy un gnomo. Sin embargo, no soy el protagonista y, aunque sí participo en ella, no es mi historia, sino la de otro gnomo que no soy yo. Pero de nuevo, quizá sí sea mi historia, además de la de otro gnomo. ¿Me seguís hasta ahora? Bien.
El otro personaje de esta historia se llama Wun, o Wunderkin, para ser más precisos, o bien Wunderkinrayodeinspiración, para ser todavía más exactos. Existe un nombre aun más largo y detallado que la mayoría de los humanos no tiene paciencia para escuchar.
Como todos los gnomos, Wun tiene un aspecto bastante típico: es de estatura reducida (es más bajo que yo), de ojos vivarachos y cabello castaño, con una barba muy recortada y sólo un poco mejor cuidada que la mía. Es mi amigo, y ésta es la historia de cómo estuvimos a punto de romper nuestra amistad. Y todo por un trozo de piedra.
Wun y yo vivimos en Pelusilla del Gnomo, una población en crecimiento que se extiende varios kilómetros a las afueras de la ciudad humana y enana de Thugglesdown. Nuestro asentamiento está separado de la ciudad por un tormo alto y ancho llamado Thuggles Tor. En general, los humanos y los enanos no se meten con los gnomos de Pelusilla del Gnomo (al igual que los kenders, después de un breve verano lleno de explosiones). En Pelusilla del Gnomo vivimos unos doscientos gnomos, y la mayoría nos dedicamos a nuestros diversos inventos. Todos los caminos que salen de Thugglesdown, debo destacar, pasan por Pelusilla del Gnomo.
Wun es un genio de las matemáticas, mientras que yo soy un humilde investigador de los cielos que cartografía el movimiento de las estrellas. Esta última responsabilidad es un poco aburrida, ya que los registros históricos muestran que las estrellas se mueven de una manera bastante aleatoria por el firmamento nocturno de Krynn, formando nuevos esquemas y constelaciones sin un orden o una razón aparentes. Me gusta creer que si estudio las estrellas el tiempo suficiente, conseguiré averiguar cuándo y dónde tendrá lugar su siguiente movimiento. Wun me acompaña a menudo en mis viajes a campo abierto, más allá de Pelusilla del Gnomo, para observar las estrellas y las lunas. Siempre afirma que el aire de la noche le ayuda a pensar.
Supongo que todo empezó en aquellos campos, en las laderas de Thuggles Tor, a finales de verano, una noche, después de que las lunas se ocultaran. Estábamos observando las estrellas. Yo me hallaba de pie, mirando el cielo a través de mis lentes. Wun se había tumbado de espaldas y abarcaba con la vista el firmamento. Yo sabía que estaba mirando el cielo sin perder detalle porque no roncaba.
Esa noche iba a producirse una lluvia de meteoritos que se repetía invariablemente con la segunda luna roja del verano. Mientras aguardábamos (y nos tendíamos de espaldas) en la oscuridad, con estelas rojizas surcando la noche por encima de nosotros, nuestra conversación transcurrió de un modo muy parecido a esto:
Wun: ¿De qué están hechos, en realidad? Me refiero a los meteoritos.
Yo: Creo que son trozos de estrella, y por eso brillan cuando atraviesan el cielo.
Wun: Siempre había creído que eran los restos de grandes naves espaciales, o al menos la basura que los capitanes de esas naves tiran por la borda.
Yo: ¿No veríamos esas naves moviéndose en el cielo? Lo único que vemos son las estrellas.
Wun (tras un momento de silencio): ¿Qué me dices de las lunas?
Yo (reflexionando): Si se estuvieran desprendiendo trozos de las lunas, verías que a alguna de ellas le falta un pedazo, como a una tarta con una porción de menos. No vemos que falte ningún pedazo en las lunas. Conclusión: deben ser estrellas.
Wun (insistiendo en su argumento): Los humanos dicen que las estrellas representan a los propios dioses. ¿Por qué iban a romperse trozos de un dios? Es más probable que sea basura arrojada por la borda de alguna goleta estelar tripulada por una civilización más avanzada que la nuestra.
Yo empecé a formular en voz alta una teoría sobre la fragmentación estelar, aventurando que, cuando las estrellas se movían sobre la bóveda celeste, se desprendían algunos fragmentos, como al trasladar muebles de una habitación a otra.
Un meteorito cruzó a baja altura. Muy baja. Tanto que si yo hubiera sido un humano o un elfo, dudo de que hubiera tenido que preocuparme nunca más por volverme a cortar el pelo. Se produjo una explosión cuando la piedra estelar se estrelló contra la blanda tierra a menos de treinta metros de nosotros. La fuerza del impacto me derribó (Wun ya estaba tendido, y más tarde describió la potencia de la piedra al chocar contra la tierra como la imagen de una gran torta de harina en una sartén).
Cuando ambos conseguimos ponernos en pie nuevamente, Wun se volvió hacia mí y dijo:
—¿Lo has visto venir?
Tuve que reconocer que no.
Vimos el irregular desgarro en el suelo que el fragmento de estrella había producido en un campo cercano: un único surco de arado que terminaba en un agujero humeante y reluciente. Wun ya se dirigía al cráter, conmigo a la zaga. De hecho, era muy importante que llegáramos al punto de colisión antes de que la zona se contaminara de humanos, de kenders o —lo peor— de otros gnomos.
El alargado cráter tenía la profundidad suficiente para albergar a un hombre y formaba una cuenca en cuyo centro relucía una gran piedra. De la piedra emanaba un halo verde, jaspeado de sombras, que me recordó a una esfera de granito marino que de algún modo hubiera surgido de las profundidades. Estaba agrietada y rajada por muchos lugares, y una cortina de vapor brotaba de las rendijas mientras descendíamos a la zanja. El meteorito (o el fragmento de estrella, o la basura de goleta estelar) ya había empezado a enfriarse cuando nos aproximamos.
Wun, que se me había adelantado, empezó a manipular los restos del meteorito, arrancando pedazos del quebradizo caparazón. Cavilé brevemente que el meteorito podía ser algo completamente distinto, como un huevo cósmico de alguna ave que moraba entre las estrellas. Escruté rápidamente el cielo para ver si caían sobre nosotros más rocas enormes. Cuando volví a mirar abajo, Wun ya había extraído la estatuilla de los restos del impacto.
Estatuilla es quizás una palabra inexacta, pues implica un fabricante concreto o un creador inteligente. Lo que Wun había encontrado parecía una masa fundida de arcilla verdosa y reluciente en forma de cono. En realidad no era una representación exacta de nada, pero al mismo tiempo se parecía a una serpiente enroscada en posición de ataque, que se hubiera fundido después, quedando los ojos de reptil cerca de la parte superior de un cuerpo sin cuello. Los describo como ojos en lugar de, por ejemplo, fosas nasales, sólo porque relucían con el mismo resplandor de la piedra que se enfriaba rápidamente. Si me apuran, diría que la estatuilla fundida parecía una talla de un dragón de cera que alguien hubiera dejado al sol demasiado tiempo y se hubiera derretido.
El resplandor verde de los ojos de la «estatua» no desmerecía el entusiasmo que reflejaban las órbitas del propio Wun.
—¡Mira! ¡Una prueba de que hay vida en las estrellas! —canturreó.
Señalé que si tal fuera el caso, era una prueba de que la vida en las estrellas estaba plagada de mal gusto.
Seguíamos discutiendo cuando los demás gnomos llegaron a la escena. La mayoría arrancaron trozos del ahora débilmente radiante meteorito y se las llevaron a cuestas a sus estudios. Nadie más encontró otro objeto de la forma, el tamaño o la absoluta fealdad del juguete de Wun.
Por mi parte, me apropié de varios de los trozos más pequeños, además del cráter propiamente dicho, y dediqué los días enteros siguientes a medir todos los pormenores de la zona de impacto. También redoblé mis esfuerzos por determinar los movimientos de los distintos cuerpos planetarios. En consecuencia, no dispuse de mucho tiempo para Wun, y transcurrió una semana antes de que me llamara a través de un mensajero a su combinación de casa, laboratorio y madriguera.
Ahora bien, las dependencias de los habitantes de Pelusilla del Gnomo están, por nuestra naturaleza, bastante distanciadas entre sí y penetran en las onduladas colinas que rodean Thuggles Tor. Los sótanos y los laboratorios se construyen en la planta baja, adosados a las colinas; las dependencias más permanentes se excavan cada vez a mayor profundidad, a medida que las explosiones regulares tienden a destruir las incorporaciones anteriores. Aunque las matemáticas constituían la principal preocupación de Wun, sus aposentos habían sido reconstruidos al menos en una docena de ocasiones, y él había excavado una y otra vez a mayor profundidad en la ladera, de modo que su casa parecía ahora ocupar el extremo de un amplio barranco artificial.
La habitación delantera de Wun era típica de la vivienda de un gnomo: cómodos sillones, recias mesas, divanes excesivamente mullidos y hasta el último de los rincones cubierto de papeles, notas, toscos bocetos, prototipos a medio construir y almuerzos olvidados. Por estar bien informado de los usos de nuestro pueblo, me planté en la habitación delantera y llamé; era imposible saber qué experimentos se estarían realizando en las profundidades de aquella morada. Al cabo de un rato, se presentó la sonriente figura de Wunderkin con la mirada frenética. Sostenía en la mano una moneda de acero.
—Lánzala —dijo—. Pediré cuando esté en el aire.
Desconcertado, arrojé la moneda, una voluminosa pieza antigua de Tarsis con la efigie de un olvidado humano en una cara y una gigantesca ave parecida a un dragón en la otra. Mientras la moneda giraba en el aire, Wun la señaló y dijo:
—¡Cara!
Atrapé la moneda con una mano y la estampé contra el dorso de la otra. Cuando aparté ésta, la cara con el busto miraba hacia arriba.
Wun estaba encantado y me pidió que le devolviera la moneda. Después, entre risitas, giró sobre sus talones y se retiró a su laboratorio.
—¡Gracias! —gritó por encima del hombro—. Vuelve mañana, por favor.
Me quedé intrigado, naturalmente, pero no en exceso. Los gnomos, por su naturaleza, hacemos cosas que otras razas considerarían extrañas, y yo volví a ocuparme de mis asuntos (que ese día incluyeron ayudar a otro amigo, Muchalumbre, a apagar las consecuencias de su último experimento). No pensé demasiado en ello hasta el día siguiente, cuando me presenté en la sala de estar de Wun.
—¡Cruz! —gritó mientras la moneda volaba por los aires; y, en efecto, la figura del ave-dragón quedó hacia arriba. De nuevo, Wun recuperó la moneda y se retiró a su cubil.
Así transcurrió la mayor parte de la semana. Yo llegaba a su casa, lanzaba una moneda y Wun pedía cara o cruz. Sólo permitía una tirada y se negaba a decirme por qué. Al final, cuando hubo acertado cinco veces de cinco, no pude reprimir mi curiosidad por más tiempo y lo interrogué acerca de aquel asunto.
—Has fabricado una moneda obediente —dije simplemente, reteniendo la pieza de acero de Tarsis con firmeza y amenazando con no devolvérsela ni lanzarla hasta conocer la verdad.
Wun se echó a reír.
—Caliente, muy caliente —dijo con amabilidad—. Más bien he descubierto un modo de determinar de qué lado caerá la moneda antes de que ocurra. En efecto, un modo de predecir el futuro.
Ahora fue mi turno de echarme a reír, y me temo que no fue una risa educada. Ni siquiera la risita comprensiva de un inventor por las teorías favoritas de otro. Fue descarada, ruidosa y extremadamente ofensiva. Ningún gnomo debería reírse nunca así de su prójimo, pero yo lo hice. Tal vez fuera una reacción nerviosa, ya que el hecho de que Wun anunciara un hallazgo significaba que me había utilizado para probar un descubrimiento importante. Fue una risa horrible, y la culpa de lo que siguió es mía.
El rostro de Wun se nubló como el cielo en una tormenta, y su voz presentaba un tono agudo cuando se explicó:
—Cada día te he pedido que lanzaras la moneda. Tengo una máquina de calcular que determina el resultado de arrojar esa moneda antes de que lo hagas. ¿Quieres verla?
Conseguí asentir, todavía riendo por lo bajo, y seguí a Wun hasta las habitaciones del fondo. Pensaba que la explosión anterior, en el campo, había afectado a los sesos de mi compañero. Y para ser un gnomo, eso era mucho decir.
Las dependencias del fondo de la vivienda de un gnomo son similares a las de delante, pero menos ordenadas. Aquí es donde se lleva a cabo el verdadero trabajo (y donde se producen las verdaderas explosiones). Wun me condujo por un pasillo lleno de gráficas y otras curiosidades, hasta una habitación más amplia que se prolongaba por el interior de los estratos de pizarra de la ladera del tormo propiamente dicho.
Empotrado en la pared opuesta había un extraño aparato, curioso incluso para el criterio de un gnomo. Parecía un armario desprovisto de puertas y cajones hasta dejar sólo el armazón, una alacena hueca ligeramente inclinada contra la pared más alejada. Wun había clavado centenares de clavos de diez céntimos en la parte posterior, formando un tosco esquema. Los clavos tenían la cabeza rodeada de alambres de cobre que ascendían hasta la parte superior del armario. Allí, acuclillado como un oscuro rey que supervisara su reino, se hallaba la masa de roca verdosa, sobre una placa de metal de cobre. Todos los alambres estaban conectados a esa placa.
En la base del armario, debajo del laberinto de alambres, había un par de artesas. En una había escrito «Cara» y en la otra «Cruz». La etiquetada como «Cara» estaba llena de bolitas metálicas del tamaño de mi pulgar.
—He calibrado el dispositivo para esa moneda que sostienes. He descubierto que predice con exactitud y con casi un día de anticipación, pero eso puede deberse al tamaño del lecho de clavos —dijo Wun; su irritación por mi hilaridad iba menguando—. Y ahora, ¿quieres lanzar la moneda?
Saqué del bolsillo el disco de acero, lo sostuve sobre el canto de mi dedo índice curvado y le di un golpe seco con la uña del pulgar. Salió despedido hacia las alturas, girando sin esfuerzo, y cayó sobre un montón de papeles cubiertos de polvo.
—Cara —dijo Wun, señalando el recipiente lleno de bolas.
Salió cara.
Miré la artesa repleta de bolas de metal y luego otra vez la moneda. Recogí el disco y lo lancé de nuevo.
Cara por segunda vez.
Fruncí el ceño y me agaché para coger la moneda, pero esta vez Wun fue más rápido que yo y se apoderó de ella con una regordeta mano.
—Es mejor no forzar demasiado las cosas —dijo, guardándose el disco en el bolsillo.
Sacudí la cabeza.
—¿Así que tu máquina predice de qué lado caerá la moneda? ¿O acaso decide el resultado?
—Ésa es una de las razones por las que te pedí que tiraras tú la moneda —dijo Wun, radiante, mientras extraía las bolas de metal de la artesa y las depositaba en una pequeña tolva—. Yo podría influir en los resultados. Creo que se limita a predecirlos. El lanzamiento de una sola moneda debería ser un hecho aleatorio, aislado, con las mismas probabilidades de que salga cara o cruz. En ese caso, debería ser impredecible a lo largo de un período de tiempo más prolongado. Sin embargo, la máquina ha predicho los resultados todos los días sin fallo alguno.
Miré de soslayo el fragmento de estrella que reposaba sobre el armario.
—¿Y este trozo de roca?
—Tiene algo que ver: aumenta los poderes de la máquina —concluyó mi amigo—. De hecho, en muchos sentidos inspiró mi ingenio pronosticador. Tiene sentido, por las leyes de la similitud. Si, como afirman los humanos, las estrellas son en verdad partes de los dioses, y éstos ejercen alguna influencia sobre nuestra vida, entonces un trozo de las estrellas es una parte de los dioses y debería influir en un entorno más localizado. ¿Quieres ver el dispositivo en funcionamiento?
Asentí y Wun se encaramó a una corta escalera de mano para depositar las bolas de metal en otra artesa situada encima de la máquina. Las pequeñas esferas se colaron en el armario por un orificio practicado en esa artesa. Las bolas chocaron con las clavijas de metal, rebotando en su caída. Cuando golpeaban las clavijas, brotaban chispas y el aire olía a tormenta eléctrica.
Cuando todas las bolas hubieron descendido hasta el fondo, se hallaban en la artesa de «Cruz». Todas.
—Vuelve mañana —dijo Wun, sonriendo—. Veremos qué nos sale.
Intenté dedicar la tarde y el día siguiente a mi propio trabajo, pero la atracción del armario de Wun resultó ser intensa. Me hallaba de nuevo en casa de mi amigo mucho antes de la hora acordada.
Cuando llegué, encontré a Wun en el proceso de añadir más artesas bajo el armario de clavijas. Se trataba de bandejas codificadas por colores mediante etiquetas amarillas, anaranjadas, azules, blancas moradas, negras, rojas y verdes (en orden alfabético, por supuesto). Wun estaba tundiendo las bandejas con un martillo y tuve que llamarlo a gritos para atraer su atención.
Wun parecía más despistado que nunca, y me pregunté si se habría acordado de comer ese día. Se me acercó arrastrando los pies, me tendió la moneda de acero y regresó a su martilleo. Lancé la moneda y, naturalmente, salió cruz. La volví a lanzar otras dos veces y ambas salió cruz.
Tuve la incómoda sensación de que si seguía arrojándola, seguiría saliendo cruz. Recogí la moneda y la noté caliente al tacto, como si la hubieran dejado junto a una estufa encendida.
Wun dio el toque final a las bandejas, un último mazazo demoledor con su herramienta de madera, y reculó un paso para admirar su obra.
Le tendí la moneda.
—Cruz —dije simplemente.
Wun asintió y se guardó la moneda caliente sin prestarle atención.
—Creo saber qué puede hacer esta cosa.
—¿Además de ganar apuestas en el bar? —sugerí.
—Pronosticar el tiempo —dijo—. Quiero que me prestes algunos de tus espejos y lentes de telescopio para concentrar la luz sobre esta máquina. Así averiguaremos qué tiempo tendremos al día siguiente por el color de las bolas que caigan.
Sonrió. Me pareció una sonrisa algo fatigada.
Yo era amigo de Wun y no podía negarme, sobre todo porque aún me sentía culpable por haberme reído de él. Mi colección de espejos y lentes estaba sin usar desde el gran desastre en el planetario la primavera anterior, y un gnomo no le niega a otro recursos que no utiliza. Me sentía un poco molesto por el hecho de que Wun se estaba inmiscuyendo en un área que consideraba mía: el firmamento. Pero en ese momento relegué esos sentimientos a lo más profundo de mi ser y acepté. Era mi amigo, ¡qué se le iba a hacer!
Regresé antes de una hora con una caja de madera llena de prismas, lunas de cristal, espejos y otros objetos varios. De propina traje un juego de lentes enviadas desde los reinos élficos del sur, que flotaba en un espeso aceite amarillento para su protección. A esa hora, Wun estaba perforando nuevos agujeros en su casa, a fin de permitir que la luz bañara su creación instalada en la habitación del fondo.
Pasamos el resto de la tarde alineando espejos y prismas. Colocamos las lentes, todavía embadurnadas de aceites protectores, en sus soportes, de modo que la luz del sol se concertara en el punto donde la moneda del experimento caería normalmente. Por fin, hacia media tarde, todo estaba preparado y Wunderkin liberó la riada de bolas de metal.
Las bolas traquetearon en su bullicioso descenso hasta las artesas de reciente incorporación, arrancando chispas cada vez que chocaban con las clavijas de metal. Todas parecían decantarse hacia la izquierda mientras se precipitaban en cascada. Cuando todo hubo terminado, la inmensa mayoría de las bolas había caído en la categoría azul, mientras que sólo unas cuantas estaban en la blanca.
Wun asintió cansada pero felizmente.
—Mañana estará despejado —interpretó— con algunos jirones de nubes.
Ocurrió como había predicho la máquina. Al día siguiente, el cielo estaba despejado con algunas tenues nubes altas. Pero era algo más que eso. El cielo estaba azul, de un azul tan intenso como las alas de un martín pescador, un azul casi brillante. Y las nubes eran tan esponjosas como la barba de un mago y tan blancas que los ojos dolían al mirarlas.
Me pareció antinatural, pero lo atribuí a mi preocupación. Normalmente me fijaría más en el tiempo por la noche, no de día. Wun estaba encantado, pero era un gozo cansino. Ahora parecía más delgado, como si su trabajo le estuviera consumiendo la vida. Sus mejillas, antes llenas, estaban en ese momento hundidas, y su piel había adquirido un tono cetrino y avejentado.
Le pregunté por su salud, y al principio se encogió de hombros.
—Sólo son sueños —dijo con voz distraída, sin apartar la vista en ningún momento de la máquina coronada por la roca fundida—. ¿Has tenido alguna vez sueños que cobraban vida propia, que parecían incitarte, estimularte, empujarte hacia un objetivo superior? Es lo que me ocurre desde que encontré… Quiero decir, desde que encontramos la estatua.
No respondí inmediatamente, ya que semejante introspección era una rareza en mi camarada. Cuando logré recobrarme, el momento había pasado. Wun restó importancia a su comentario con un espontáneo gesto y procedimos a iniciar el experimento.
El color de la predicción para el día siguiente fue totalmente blanco y, en efecto, a media tarde, un ondulante banco de niebla descendió sobre la ciudad, cubriendo toda la región con un manto de algodón. Los gnomos avanzaban a tientas y dando trompicones, y ni siquiera las puertas y ventanas contribuían mucho a mantener a raya los sinuosos tentáculos de la sorprendentemente cálida niebla.
Ya no era posible mantener en secreto la existencia de la máquina pronosticadora. Wun se lo había contado a otros cuantos amigos, quienes a su vez lo transmitieron a los demás. Una enorme multitud se congregó por la tarde, mientras Wun continuaba probando su prodigiosa máquina. Cuando me abrí paso entre los parloteantes gnomos, me sentí un poco desconcertado por la cantidad de atención que estaba generando Wun. Y más que un poco celoso.
Esta vez, el resultado fue morado y verde.
Wun se quedó intrigado al verlo, y yo me sentí algo aliviado. La capacidad predictiva de la máquina me estaba poniendo nervioso, y un resultado imposible podía disuadir a Wun de proseguir sus experimentos. Aguanté el tipo por Wun y dije todas las frases adecuadas de ánimo, pero tenía la sensación de que aquello supondría el fin de esa insensatez. Mientras hablaba, no le quité ojo al armario. El fragmento de estrella parecía mirarme ceñudamente desde lo alto de la alacena, como un gato maligno.
Esa noche dormí mal. El trozo de roca perturbó mi sueño. Reconocí lo que era. Se trataba de un pedazo viviente del cielo, una parte de los dioses. Pero se había desprendido de una de las constelaciones oscuras y estaba influyendo maléficamente en el mundo que lo rodeaba. No estaba prediciendo, sino determinando el futuro. Una cruel maldad acechaba detrás de aquellos ojos verdosos toscamente tallados, y sentí que esa maldad me buscaba a mí.
Conseguí descansar finalmente con las primeras horas de la mañana, sosegado por el repiqueteo de la lluvia en el tejado. De hecho, poco antes de amanecer, cruzó por el cielo una tormenta que se transformó en un fuerte aguacero. Dormí hasta mediodía y, cuando desperté, vi las consecuencias de la predicción de Wun.
La lluvia había sido copiosa y sorprendentemente fecunda. Cada retazo de césped y matorral parecía haber crecido durante la pasada tormenta; e incluso los senderos, hasta ese momento desnudos, estaban cubiertos con los vivos tonos verdes de la hierba tierna. Por añadidura, unas pequeñas flores púrpura que yo nunca había visto antes se abrían por doquier, y sus pequeños pétalos completamente abiertos parecían asteriscos de color violeta.
Salí de casa y encontré a casi todo el resto de la ciudadanía también en la calle, examinando la nueva vegetación. Los pétalos de las flores tenían una textura untuosa y desagradable al tacto. El aire parecía más cálido después de la lluvia, casi bochornoso. Los demás gnomos lo notaron también y, siendo gnomos, sacaron diversos abanicos accionados a pedales y ventiladores alimentados por el sol. No obstante, me pareció que ocurría algo más que un simple cambio del tiempo y pensé en la moneda extraordinariamente caliente de los experimentos anteriores.
Me introduje en el laboratorio de Wun y encontré el armario de clavijas y bolas de metal desatendido al fondo de la estancia, rodeado por su improvisado aparejo de lentes y espejos alineados. En lo alto del armario, con el aspecto de un ídolo ataviado con sus vestiduras cobrizas, se hallaba la roca. Me pareció mayor y más verde que nunca, si tal cosa fuera posible. El mal circundante resultaba casi palpable.
Empuñé una maza particularmente grande y de aspecto eficaz.
Se me revolvieron las tripas al acercarme al artilugio de Wun. ¿Se debía mi reacción ante él a simples celos? Wun había triunfado donde yo había fracasado: en predecir los movimientos del firmamento. ¿Era eso lo que me impelía a destrozar aquel engendro? ¿Podía considerarme sinceramente amigo de Wun si destruía su gran invento, una máquina que hacía exactamente aquello para lo que había sido construida? ¿Sólo porque el tiempo se mostraba algo caprichoso?
Titubeé durante demasiado rato. Oí crujir las escaleras detrás de mí y la vocecita de Wun que pronunciaba mi nombre.
Me volví y lo vi bajar del piso superior. Su aspecto era decididamente cadavérico; su camisa blanca estaba sucia de sudor y la pechera le pendía flojamente del cuello, como si colgara de un gancho. Tenía los ojos hundidos y unas profundas arrugas le surcaban el rostro. Parecía no haber dormido en varios días y, para ser franco, olía como si no se hubiera cambiado de ropa en el doble de tiempo.
—Me pareció oírte —dijo con una débil sonrisa—. ¿Se te ha ocurrido algún ajuste para mi máquina pronosticadora?
—Un ajuste —repetí, y después, repentinamente consciente de que empuñaba la gran maza, me deshice de ella con disimulo—. Uno pequeño. Ni siquiera sé si es necesario. He tenido una… sensación.
—Una sensación —hipó mi menudo amigo—. Yo también he tenido de eso. Sensaciones y sueños. Un sueño me dijo que construyera el armario, y un sueño me hizo utilizar alambre de cobre, cuando el bramante de algodón probablemente también habría funcionado. Y en el sueño, el fragmento de estrella siempre me está esperando, prediciendo el futuro, contando lo que va a suceder a continuación.
—¿Cómo crees que funciona? —pregunté, mirando de soslayo el armario—. Quiero decir, ¿cómo funciona de verdad?
Wun se encogió de hombros con expresión ausente.
—Creo que el tiempo es un río y que este aparato nos permite remontar la corriente, por así decirlo, y tomar muestras del agua antes de que llegue a nosotros. Dentro de poco podremos predecir grandes acontecimientos, interpretar advertencias y oráculos, anticipar problemas inminentes y la mejor manera de evitarlos. —Sus ojos se empañaron—. Es un gran invento. Mi invento.
—Un río. —Asentí con un gesto—. Pero ¿y si al tomar esas muestras del tiempo futuro, la máquina afecta a ese suceso? ¿Y si, cuando afirma que saldrá cara al lanzar la moneda, obliga a la moneda a que salga precisamente cara? ¿Y si al predecir un cielo azul, o verde, provoca que el tiempo del entorno varíe o se perturbe?
Wun frunció el ceño con expresión concentrada, repasando mentalmente mis palabras.
—Como ya he dicho, en realidad no importa, ¿o sí? El futuro es el futuro, tanto si se determina por azar como si lo predice una máquina. Una diferencia que no supone diferencia alguna no es una auténtica diferencia, ¿o sí?
—Esto me da mala espina —dije—. El tiempo, las flores. —Encogí los hombros, buscando las palabras adecuadas—. No me huele bien.
—¿Estás seguro de que no es simple envidia de mi éxito? —preguntó con acritud Wun, irguiéndose en toda su estatura—. ¿Porque todavía no has conseguido nada tan importante como esto? ¿Porque he sido yo, y no tú, quien ha desvelado los secretos de los cielos? ¿Es eso lo que te da mala espina?
Intenté razonar una respuesta, pero no se me ocurrió ninguna. Tenía demasiado miedo de que Wun estuviera en lo cierto.
La ira pareció consumir más energía de Wun de la que tenía en reserva. Hizo un desmayado gesto en mi dirección.
—Estoy cansado, viejo amigo. Perdona mi mal humor y, por favor, déjame con mis sueños. Me ha sorprendido que no te presentaras a escuchar la predicción para mañana. Todos los demás han acudido.
—¿Mañana? —pregunté—. ¿Qué tiempo hará mañana?
—Negro y rojo —dijo con una débil sonrisa—. Las bolas dicen que negro y rojo. He predicho una hermosa puesta de sol.
No recuerdo qué contesté, pero me excusé y retiré a mi propia morada. Sólo podía pensar en que Wun tenía razón. Había triunfado más allá de sus expectativas más descabelladas. Yo estaba celoso y lo odiaba; a él y su éxito.
Me revolví entre las sábanas a lo largo de otra noche de sueños intermitentes en los que acechaban imágenes de pesadilla. La roca con escamas de dragón crecía hasta adquirir las dimensiones de una montaña. En un lado se abría una grieta longitudinal y de ella florecía una cabeza de reptil. Entonces aparecía otra, a continuación tres más, todas retorciéndose y gritando en lenguas desconocidas. Las cabezas eran de colores distintos: Rojo, Negro, Blanco, Verde y Azul. Y cuando las cabezas de dragón me vieron, rugieron todas a una.
Desperté bañado en sudor. No, todo Pelusilla del Gnomo despertó bañado en sudor, a medida que una capa de aire húmedo se depositaba sobre la ciudad. La población entera acabó descolorida por la creciente humedad y las paredes parecían llorar. Nuestro propio sudor era graso, como la exudación de las flores moradas.
La mayoría de mis camaradas esperaba con ansiedad la caída de la noche, cuando la radiante puesta de sol que Wun había predicho expulsaría la humedad y levantaría nuestro hundido ánimo. Por la tarde, la mitad ya se había congregado en la cima de Thuggles Tor para contemplar mejor el sol poniente. Algunos llevaban cestas de comida y muchos, vino para defenderse del pegajoso aire. Yo me paseé entre ellos y me parecieron relajados entre las extrañas flores moradas, ahora preñadas de semillas en forma de estrella.
Oteé el pálido y en absoluto espectacular cielo y recordé las noches que Wun y yo habíamos pasado contemplando las estrellas. Si Wun acertaba de nuevo, sería capaz de encontrar otros usos para su máquina y sería él quien decidiera los movimientos del propio cielo. Se haría famoso. Ya no sería amigo mío. En medio de los demás gnomos sudorosos, me sentí muy solo.
De pronto reparé en que Wun no se hallaba entre los ocupantes del tormo. Al principio pensé que estaba retrasando teatralmente su aparición; pero, a medida que las sombras se alargaban, Wun seguía sin presentarse. El sol descendía en picado hacia el horizonte. Iba a ser una puesta de sol bonita, pero no extraordinaria, sin rastro del negro o el rojo vivo prometidos.
Fue entonces cuando olí el humo y comprendí que esos colores podían sugerir otra interpretación.
En retrospectiva, fue una suerte que la mayoría de los habitantes de Pelusilla del Gnomo se hubieran desplazado hasta el tormo, pues así se hallaban lejos de sus laboratorios de la cuenca. Al mirar hacia atrás, fui el primero en ver el negro penacho que se elevaba de la urbe y las lenguas de fuego magenta, visibles sobre los tejados de varios edificios.
Grité y mis compañeros reaccionaron como un solo gnomo, apresurándose a descender del tormo para ayudar a apagar el fuego que iba extendiéndose. Al parecer, cinco edificios, incluyendo el de Wun, eran ya pasto de las llamas, y una densa humareda surgía a borbotones por sus puertas y ventanas.
Las exuberantes flores moradas que cubrían los parterres de césped parecían especialmente sensibles a las llamas. Se hinchaban por el calor y estallaban como granadas, despidiendo ascuas ardientes. Ante nuestros ojos, otros dos edificios, envueltos en aire viscoso, se incendiaron al contacto con las ardientes semillas.
Todos los gnomos sin excepción se precipitaron ladera abajo. Todos sin excepción fueron derribados como hojas por la primera gran explosión de las muchas que se produjeron aquella tarde. Cierto invento a medio terminar sucumbió catastróficamente al calor, haciendo estallar las paredes y el tejado de la casa de su inventor. Se elevó una bola de fuego como un airado ifreet, y las astillas de madera en llamas propagaron el incendio a nuevos edificios.
La explosión convenció a la mayoría de mis congéneres de que el mejor lugar desde donde combatir el fuego era el lado opuesto del tormo, lejos de las llamas. Al instante se dirigieron hacia allí, abandonando el vino y las cestas de comida en la operación.
Yo, por otra parte, estaba decidido a encontrar a Wun. No me sorprendió que su domicilio estuviera situado en el centro de la catástrofe. Tosí por las cenizas que bailaban formando remolinos a mi alrededor y los vientos que me azotaban, esforzándose por impedirme llegar a su casa. El siseo de las llamas sonaba como la risa de una serpiente.
La parte delantera estaba cubierta por densas nubes negras ondulantes y lenguas de fuego rojas como las escamas de un dragón. Aspiré a pleno pulmón el aire untuoso y me abalancé hacia la zona posterior.
Encontré a Wun tendido de cualquier manera en el suelo, inconsciente, ante su altar de madera y clavijas de metal. El armario estaba chamuscado; pero, por lo demás, sorprendentemente, había sido perdonado por el fuego. Sobre él, el fragmento de estrella latía y relucía por voluntad propia, como la noche de su llegada.
No habría sido capaz de levantar a Wun si él no hubiera adelgazado tanto a lo largo de las pasadas semanas. El resultado fue que en ese momento era ligero como una pluma, y pude cargármelo al hombro con facilidad. Escupió cenizas y dijo con voz débil:
—Negro. Todo está negro.
En efecto, vi que Wun había utilizado la máquina una vez más y todas las bolas habían aterrizado en la categoría de color negro. Solté una imprecación y, tropezando, medio lo arrastré hasta el exterior. Cuando lo sacaba por la puerta principal, se oyó un crujido y la parte delantera de la casa se desplomó detrás de nosotros.
Los incendios de Pelusilla del Gnomo se habían agravado mientras yo me hallaba con mi amigo, y pequeños tornados de aire recalentado ascendían en espiral por toda la ciudad, esparciendo cenizas y rescoldos ardientes. Subí al tormo y advertí que el aire se endulzaba a medida que ascendía. Aun así, veía estrellas bailando ante mis ojos cuando finalmente noté las manos de los demás gnomos que me libraban del peso de Wun. Sólo oí sus voces, aunque sonaban como si se hallaran a gran distancia. Tuve que inspirar profundamente varias veces para limpiar mis pulmones de humo antes de que las estrellas desaparecieran de mi vista.
La ciudad estaba envuelta en una niebla negra. Llamas rojas como la prometida puesta de sol brotaban entre las tinieblas, aglutinándose ocasionalmente en bolas de fuego. Y allí, donde yacían las ruinas de la casa de Wun, se produjo un fogonazo de un sobrenatural color verde, como la luz de un faro. Un faro que me reclamaba.
Me erguí inestablemente y retrocedí por la ladera del tormo hasta la ciudad incendiada. Encontré los humeantes restos de una gran pata de mesa y, empuñándola como un garrote, me dirigí a casa de Wun. La parte desplomada de la edificación había quedado reducida a poco más que cenizas por efecto del fuego, pero el camino hasta la máquina estaba despejado. Me detuve ante ella un largo momento, contemplando la estatuilla fundida y sus ojos dragontinos. Sentí que tiraba de mí. Entonces alcé la pata de mesa y puse manos a la obra.
A la mañana siguiente, Wun despertó a la hora del té. Mi propio hogar había ardido, pero no se había venido abajo. Mi situación era prácticamente única. Las vigas aguantaban y las huellas del incendio imprimían un cierto carácter a la obra viva. El resto de la ciudad había quedado devastada. No obstante, ya se oía el trajín de martillos y sierras, a medida que los supervivientes empezaban a reconstruir sus hogares y sus vidas.
Wun estaba débil, pero a sus ojos había retornado la habitual chispa de curiosidad. Sin aceptar un no por respuesta, me exigió que lo transportara a las ruinas de su vivienda en cuanto recuperó las fuerzas suficientes.
Wun se dirigió inmediatamente al fondo de la casa, donde había estado su máquina pronosticadora. Encontró el armario, destrozado hasta resultar irreconocible pero no quemado. Sugerí que probablemente la causa fuera la caída de algún madero, que había convertido su invento en un amasijo de astillas, alambres rotos, clavijas, lentes machacadas y bolas esparcidas.
No había ni rastro del fragmento de estrella. Wun recorrió la casa durante unas buenas dos horas buscándolo, pero al final su condición física lo obligó a abandonar la búsqueda. Accedió fatigosamente a permitirme que lo acostara. Transcurrieron tres días completos antes de que fuera capaz de empezar a reconstruir su hogar. Si tuvo sueños mientras dormía, no me lo mencionó.
Wun propuso la teoría de que el fuego se había iniciado cuando dos bolas de metal se atascaron entre dos clavijas, cerrando el circuito y provocando una sobrecarga en la máquina. El aire caliente y graso, una rareza meteorológica, facilitó la propagación de las llamas con consecuencias desastrosas. El fuego, postuló Wun, debió derretir, vaporizar o reventar el fragmento de estrella. Siendo parte de una estrella, debía de contener una cantidad de calor increíble.
Me mostré de acuerdo con él. Tenía que hacerlo, a pesar de que sabía que estaba equivocado.
En la actualidad visito a menudo el cráter de la ladera de Thuggles Tor, normalmente solo, ya que Wun ha perdido la afición a los portentos celestes. Voy a observar las constelaciones, las divinas cartas de navegación de los cielos. Y voy a asegurarme de que nadie excava en los restos del cráter cubierto de hierba, que nadie ha desenterrado el mortífero tesoro que yace enterrado allí.
A veces dormito en el emplazamiento del cráter y sueño. En el sueño aparece un dragón de múltiples cabezas que gruñe y trata de escapar de su deforme huevo verdoso. Sostengo el huevo en la mano, como sostenía el fragmento de estrella la noche posterior al incendio. En mis sueños, las cabezas de dragón me reclaman, prometiéndome riquezas, maravillas y descubrimientos que superan a cualquier fruto de mi imaginación. Las cabezas de dragón me llaman, como el fragmento me llamó la noche en que me llevé la estatuilla del laboratorio de Wun. La enterré aquí, en Thuggles Tor, dentro de una caja negra.
En los sueños entierro también el huevo, y mientras lo hago, los reptiles sisean y se retiran a su cubil entre las rocas, donde ya no pueden influir en la vida de los hombres y los gnomos.
Y cuando despierto, siento que he conseguido algo. He descubierto uno de los secretos de los cielos.