Maestro Alto y Maestro Bajo

[Margaret Weis & Don Perrin]

Se llamaban a sí mismos maestro Alto y maestro Bajo.

Naturalmente, sabíamos que no eran sus verdaderos nombres. En Villabuena quizá seamos casi todos agricultores, pero no nos chupamos el dedo. Sabíamos que esos nombres tenían que ser inventados. Sin embargo, no teníamos ni idea de cuáles eran los verdaderos, o por qué decidieron ocultarlos. Era asunto suyo. En Villabuena no nos complicamos la vida. Mientras los extranjeros no causaran problemas, nadie los molestaría.

El maestro Alto era el más alto de los dos, y lo era extremadamente, probablemente era el hombre más crecido que ninguno de nosotros había visto nunca, y somos muchos los que hemos salido de nuestro próspero valle por negocios o por placer, aunque nunca hemos estado mucho tiempo ausentes. Yo soy el alcalde de Villabuena y por eso reconozco que puedo tener prejuicios, pero entre todos los lugares que he visitado, jamás he encontrado ninguno que iguale a mi valle natal.

El maestro Alto lo era tanto que tenía que agachar no sólo la cabeza, sino también los hombros y media espalda, para pasar por la puerta de la taberna, y la taberna de Villabuena no era precisamente un antro destartalado. La única taberna comparable a ésta que he visto era una de Solace cuyo nombre no recuerdo.

Suponíamos que el maestro Alto tenía algo de sangre élfica. En Villabuena no tenemos nada contra los elfos. En nuestro soleado valle no tenemos nada contra nadie, siempre que posean buen humor, buen carácter y no les importe tomar una jarra de cerveza y fumar una buena ración de hierba para pipa. Si encima resulta que son buenos jugadores de ajedrez… Pero me estoy adelantando a mi relato.

Llamamos a nuestra tierra Valle de la Panera. Es un gran valle con tres pueblos: uno al norte llamado Campogentil, uno al sur llamado Solana del Valle y el nuestro, Villabuena, al oeste. Al este se eleva el monte Prebenda, bautizado por el agua cristalina que se precipita en cascada desde esa alta cima y riega nuestro valle. Debido al agua y al hecho de que aquí hay más días de sol que en casi ningún otro lugar de Ansalon, nuestros campos han sido bendecidos realmente por los dioses del Bien. Cultivamos alimentos suficientes no sólo para alimentar a todos los habitantes de la región, sino también para enviar a las tierras circundantes.

El verano pasado oímos historias terribles sobre una grave sequía que asolaba otras regiones de Ansalon. Yo mismo viajé hasta el norte de Ergoth y lo que vi me descorazonó. Las cosechas se agostaban bajo un sol que levantaba ampollas, los lechos de los arroyos estaban secos y la hierba se incendiaba en todas partes. A mi regreso, contemplé el alto monte Prebenda y di gracias a Paladine por seguir contando con su bendición. El agua continuaba manando de la cima de nuestra montaña. Nuestras cosechas maduraban excelentemente este año.

Íbamos a necesitarlas. Empezamos a planear cómo distribuir entre las tierras próximas que no dispusieran de nada para comer ese invierno lo que íbamos a recolectar.

Pero todavía no era la época de la cosecha. Los dos extraños llegaron a finales de verano. Entraron en la taberna de Villabuena, pidieron cerveza y pipas y bebieron educadamente a la salud de la posadera. Ella les devolvió el cumplido. A continuación se dirigieron a mí. Yo llevaba la cadena de oro distintiva de mi cargo, naturalmente, y por eso supieron quién era.

—Señor alcalde —dijeron—, brindamos por vuestro bello pueblo y sus habitantes.

Alcé mi vaso, más que contento de devolverles el saludo.

—A vuestra salud, amigos —dije.

Lo decía en serio, además. Aparte de los nombres de los extranjeros, que nos tomamos a broma, ambos iban bien vestidos y hablaban con corrección, aunque su aspecto era sin duda un poco extraño.

Uno era, como he dicho, inusitadamente alto y sus rasgos afilados convergían en un punto cercano a su nariz, razón por la cual me recordaba a un elfo. No obstante, era sobre todo humano, había alcanzado la mediana edad y tenía el cabello grisplateado, ojos oscuros y una sonrisa triste, casi nostálgica. Sus manos eran de huesos finos y dedos largos y delgados.

El maestro Bajo también era humano, pero supuse que tenía sangre de enano. Era el humano más bajo que yo había visto. He conocido kenders que lo superaban en estatura, pero su pecho era como un tonel de cerveza y sus brazos parecían capaces de atravesar la roca maciza de un puñetazo si así se le antojaba. Tintineaba al caminar, lo que significaba que llevaba una cota de mallas bajo la ropa. Eso no era tan raro como suena, ya que habíamos oído rumores de guerra, muy lejos, hacia el noroeste, en algún punto situado alrededor de las montañas Khalkist. Parece que en esa región están siempre librando guerras interminables.

Siendo no sólo el alcalde, sino también el propietario de uno de los mayores molinos de grano del valle, consideré que me correspondía recibir adecuadamente a los extranjeros, y por eso pronuncié un breve discurso, dándoles la bienvenida, y acabé preguntándoles si venían por negocios o por placer.

—Negocios y placer, señor alcalde. —El maestro Bajo se puso en pie y se dobló por la cintura. Se encaramó a una silla para que lo viéramos todos los presentes en la taberna y prosiguió—: La buena gente de Villabuena sin duda se preguntará por qué hemos venido a visitar vuestro próspero valle. Hemos oído contar que vuestros hijos son hermosos, vuestra cerveza soberbia y que —hizo una pausa con la habilidad de un actor profesional— os consideráis los mejores jugadores de ajedrez de todo Ansalon.

—¿Qué insinúas con eso de que «nos consideramos»? —gritó el granjero Reeves, y todos nos echamos a reír con auténticas ganas.

Como he empezado a decir antes, si tenemos una pasión en el Valle de la Panera (sin contar la agricultura), es el ajedrez. Había un tablero cuadriculado en cada mesa de la taberna, en cada casa del valle, e incluso uno gigante en la plaza del pueblo, que se utilizaba para la competición anual entre los habitantes del valle. Teníamos clubes infantiles de ajedrez, la Liga de Jugadoras de Ajedrez, la Liga de Jugadores de Ajedrez, la Liga de Jugadoras y Jugadores de Ajedrez, la Asociación de Ajedrecistas, el Gremio de Ajedrecistas y muchas más. Nuestro jugadores recorrían todo Ansalon, desplazándose adondequiera que se celebrara un torneo para competir en él. Tuvimos que construir un pabellón para alojar nuestros trofeos. No sólo sabíamos que éramos los mejores; habíamos vuelto a casa con las pruebas de ello, conquistadas en torneos de todo el continente.

El maestro Bajo se inclinó ante nosotros para reconocer este hecho y luego continuó:

—Por esa razón, el maestro Alto y yo hemos venido a Villabuena, para admirar a vuestros hijos, beber vuestra cerveza y desafiar a todos y cada uno de vosotros a una partida de ajedrez con el maestro Alto, que se considera el mejor ajedrecista de todo Krynn.

—Estaremos encantados de jugar con el maestro Alto —dije, sacando un tablero de ajedrez—. Como alcalde, yo seré el primero.

El maestro Bajo alzó una mano que, advertí, estaba llena de callos y tostada por el sol, más apta para empuñar una espada que para mover una pieza de ajedrez.

—Ah, pero una partida de taberna, al ser amistosa y por diversión, no es precisamente lo que habíamos pensado. El maestro Alto y yo tenemos que comer —dijo el maestro Bajo, disculpándose como si eso fuera una debilidad. El maestro Alto asintió tristemente—. El ajedrez es nuestra manera de ganarnos la vida. Si venís al descampado donde hemos montado nuestras tiendas, en los terrenos de la Feria del Solsticio de Verano, os mostraremos lo que teníamos en mente. Creo que opinaréis que merece la pena.

Dije que iría al día siguiente a echar un vistazo. Ese día, varios de nosotros fuimos paseando hasta los terrenos de la Feria del Solsticio de Verano, donde los forasteros habían erigido sus tiendas.

Éstas eran de una tela cara, compuesta por paneles rojos, dorados y blancos cosidos unos a otros. Había tres: dos pequeñas y una grande. En las dos pequeñas dormían el maestro Alto y el maestro Bajo. (No pude evitar preguntarme si al maestro Alto le sobresalían los pies por delante cuando dormía, porque parecía imposible que cupiera en aquel espacio). La grande estaba abierta por los cuatro costados y en el interior había una mesa y dos sillas.

La mesa era redonda, de más de un metro de diámetro y tenía cuatro patas. Incrustado en el centro había un tablero cuadriculado, con casillas alternas de madera clara y oscura.

Allí estaba el maestro Alto, sentado. La silla que tenía enfrente estaba vacía, aguardando a su oponente. Sobre la mesa había un juego de ajedrez, ya montado, junto a un pequeño plato de latón.

Sólo reparé en el plato más tarde. Al principio sólo tuve ojos para el tablero de ajedrez.

Era sencillamente el más grande, más maravilloso, más valioso y más hermoso juego de ajedrez al que cualquiera de nosotros había puesto jamás la vista encima.

Las piezas con las que jugábamos estaban en su mayoría talladas en madera, aunque algunos habíamos traído juegos de piedra hechos en Thorbardin o de acero forjados en Palanthas, con reyes y reinas, caballos y torres. Este juego era diferente. Estaba compuesto por dragones y no era de madera, piedra o acero. Si existía un metal precioso o una rara gema en Ansalon, estaban en este juego de ajedrez.

Paladine, el Dragón de Platino, mandaba el bando de la Luz. La pieza alcanzaba al menos los veinte centímetros de altura y estaba fundida en platino macizo con tal destreza que pude distinguir cada una de las mil escamas individuales del dragón, y su brillo era extraordinario. A su lado, donde normalmente se hallaría la reina, se erguía una hembra de dragón. Estaba realizada en plata pura y era tan delicada y hermosa que las lágrimas afloraban a nuestros ojos con sólo mirarla.

Al otro lado del tablero se desplegaba el bando de las Tinieblas, representado por un dragón de cinco cabezas, cada una de un color. Este dragón tenía gemas incrustadas y centelleaba con una miríada de tonalidades que mareaban a la vista. En la casilla contigua a la del dragón de cinco cabezas había otro tallado en un raro ópalo negro.

El resto de las piezas lucían igualmente valiosas e igualmente espléndidas. Las torres eran fortalezas custodiadas por dragones, con los reptiles abrazados a su alrededor, hechas de metales preciosos las de un bando y de diamante las del otro. Los caballos eran dragones con jinetes, y los peones eran dragones hechos de latón, más pequeños, en el lado del Bien y guerreros draconianos en el bando de la Oscuridad. Cada pieza era de un metal precioso —oro, plata y platino— o de una piedra preciosa —diamante, esmeralda, zafiro y rubí.

He oído decir que ciertos objetos valen «el rescate de un rey». El mismísimo Príncipe de los Sacerdotes de Istar quizá valiera el precio de este juego de ajedrez, pero lo dudo.

Seguí contemplando el tablero con las piezas y no me avergoncé de secarme lágrimas de admiración de los ojos. Más de uno de los presentes hacía lo mismo.

El maestro Bajo esperó hasta que todos hubimos examinado a placer el prodigioso conjunto de dragones y entonces anunció:

—Éstas son las condiciones. Pagaréis una moneda de acero por el privilegio de jugar al ajedrez contra el maestro Alto. Si lo vencéis, os marcharéis de aquí con este magnífico juego de piezas.

No podía creer lo que escuchaban mis oídos. Desvié la mirada de los nobles metales y las joyas para posarla en el maestro Alto y el maestro Bajo.

—¿Habláis en serio, caballeros? —pregunté con firmeza.

—Muy en serio, señor alcalde —dijo el maestro Bajo.

Metí la mano en mi monedero, como todos los demás que me rodeaban, dentro y fuera de la tienda. Las monedas de acero tintinearon en el plato de latón. Depositamos papelitos en el sombrero del maestro Bajo para ver quién sería el primero… y resultó ser Bommon. Yo proferí un benévolo gruñido de decepción. Bommon era uno de nuestros campeones de ajedrez. Todo un sector del pabellón de trofeos estaba dedicado exclusivamente a Bommon.

—Bueno, amigos, ya podemos irnos a casa —dije al resto—. Bommon, aquí presente, ganará el juego de ajedrez.

Pero nadie se fue a casa. Todos se quedaron a verlo.

Bommon eligió el bando de las tinieblas y, por un momento, fue incapaz de concentrar su atención en el juego, de tan fascinado como estaba, tocando, admirando y lanzando exclamaciones por todos los detalles de las maravillosas figuras; pero, finalmente, se calmó y empezó la partida.

Durante casi tres cuartos de hora, Bommon y el maestro Alto alternaron sus movimientos. El resto de nosotros observábamos, con excepción del maestro Bajo, que no mostraba interés alguno por el juego. Recogió las monedas de acero y las llevó a su tienda, para luego colocar de nuevo el plato de latón vacío sobre la mesa. A continuación se dedicó a matar el tiempo, sacando brillo a una espada muy bonita que colgaba de un raído arnés en la parte delantera de su tienda y preparando varios tableros y piezas de ajedrez para exponerlos a la venta, aunque ninguno tan bueno como el que utilizaba su socio.

Al final, el maestro Alto avanzó su Dragón Plateado una casilla, sonrió y se arrellanó en su asiento para indicar que la partida había terminado. En ese momento se me ocurrió que no le había oído pronunciar ni una palabra desde que ambos llegaron al pueblo.

Bommon estudió la situación y meneó la cabeza.

—¡Ah! ¡Tienes razón! Jaque mate en dos movimientos. Me has ganado, maestro Alto —admitió Bommon. Soltó un hondo suspiro y sonrió—. No obstante, ha sido la mejor partida de mi vida. Recordaré esa combinación de movimientos. Me ha impresionado particularmente tu movimiento del caballo hacia mi flanco protegido. ¡Ha demostrado ser brillante!

El maestro Alto se inclinó ligeramente sin levantarse de su silla y señaló con la mano abierta el plato de latón, como si invitara a Bommon a depositar otra moneda.

Bommon negó con la cabeza, apesadumbrado.

—Me temo que hoy no puedo. Debo volver al trabajo; pero gracias por la partida. ¿Quizá mañana?

—Mañana, a la hora que quieras —dijo el maestro Bajo, adelantándose diligentemente y haciendo ruido con el plato de latón.

Bommon lanzó una última y anhelante ojeada al hermoso juego de ajedrez, se puso en pie y se marchó.

Los demás intercambiamos miradas. Habíamos encontrado a un digno rival. Eso era obvio. Frotándome las manos con satisfacción, me senté a jugar.

El maestro Alto sólo tardó un cuarto de hora en acabar conmigo. Uno por uno, todos sucumbimos a su habilidad sin par; pero ninguno consideró que había malgastado la moneda. Ese día nos marchamos; pero sólo para regresar a casa, para practicar nuestra estrategia y prepararnos para el día siguiente.

La noticia del desafío, el valioso juego de ajedrez y la habilidad del maestro Alto se difundió rápidamente por todo el valle. Cuando llegué al otro día, tuve que hacer cola detrás de quince personas: hombres, mujeres y niños ansiosos por probar su destreza. Al concluir la semana había tanta gente clamando por jugar que el maestro Bajo se vio obligado a repartir papeletas numeradas y programar turnos y horarios.

Ingentes multitudes se congregaban alrededor de la tienda principal, conteniendo la respiración y observando en silencio, sólo interrumpido por el tintineo de las monedas de acero en el plato de metal. Se habían levantado más tiendas, pues el comercio de Villabuena no había vacilado en aprovechar a fondo la ocasión. La viuda Picazo hacía su agosto vendiendo fruta fresca a los que les entraba hambre mientras esperaban. El edil Johannson se ofrecía para desvelar estrategias de victoria garantizadas a cualquiera que le pagara tres monedas de acero. La muchedumbre estaba de buen humor.

—Hoy es mi gran día, ¿eh, maestro Alto? —exclamó la señora Tocino.

Otto Forja gritó a su espalda:

—¡Sólo necesitas jugar hasta que llegues a mí, maestro Alto! Después de eso, ya no conservarás tu excelente juego de ajedrez.

Empezó la primera partida del día. Al sexto movimiento quedó claro que el maestro Alto había ganado. Su adversario, un hombre bajo de la Cofradía de Sastres, se puso en pie y estrechó la mano del maestro.

—Me temo que hoy no tengo un buen día. Eres verdaderamente el mejor jugador de ajedrez con quien me he topado en toda mi vida, con una sola excepción.

El maestro Alto pareció sorprendido e irguió la cabeza.

El maestro Bajo se acercó a grandes zancadas; finalmente, algo había despertado su interés.

—¿Y quién puede ser esa excepción, mi buen señor?

—El hombre al que llamamos Patanegra, maestro. No sabemos gran cosa de él. Vive aquí desde hace poco tiempo o, por lo menos, si ya se había instalado antes, no lo habíamos visto hasta este verano. Vive en algún lugar de la montaña, a bastante altitud, y baja al valle de vez en cuando para jugar una partida de ajedrez. Es un solitario, una especie de anacoreta, y no muy amistoso. Pero es un apasionado del ajedrez, y tan bueno como el maestro Alto, aquí presente, o mejor, si me perdonáis por decirlo.

El maestro Alto pareció extremadamente incomodado por la observación. Frunció el ceño mirando el tablero de ajedrez y movió varias piezas adelante y atrás con su largo dedo índice.

El maestro Bajo suavizó la tensión con una sonrisa y una palmadita en la espalda del aspirante derrotado.

—Bueno, entonces tal vez este Patanegra se acercará a jugar una partida con nosotros, ¿eh, sastre? Entonces lo veremos.

No era imposible. Yo mismo había jugado contra el misterioso Patanegra y, aunque distaba de ser un oponente genial, era sin duda un jugador excelente. Me había hecho picadillo en tres movimientos, recurriendo a un gambito que yo jamás había visto antes y que no he vuelto a ver después. A partir de aquel momento, todos los habitantes de Villabuena empezamos a hablar de la gran partida que tendría lugar y a buscar a Patanegra, con la esperanza de que efectuara una de sus raras visitas a nuestro pueblo.

—El siguiente —gritó el maestro Bajo.

Tomó asiento una mujer alta con botas muy gastadas por el uso y calzones de campaña. El maestro Alto se puso en pie, le dedicó una leve reverencia y volvió a sentarse. En veinte movimientos, el maestro Alto volvió a imponerse. Sin pronunciar palabra, la mujer se puso en pie y salió de la tienda con paso firme.

El día transcurrió partida tras partida. El maestro Alto no se tomó ni un descanso, ni siquiera para comer. El maestro Bajo se afanaba por toda la zona, entrando apresuradamente en su tienda de vez en cuando para reponer las existencias de juegos de ajedrez para el público. Las ventas iban viento en popa, pues más de un aspirante potencial compraba un juego para entretenerse mientras esperaba y practicaba contra los demás jugadores.

Al final de ese día, el maestro Alto había derrotado a diecisiete oponentes. La cola no había disminuido frente a la tienda. El maestro Bajo salió para encararse con los cincuenta jugadores que aguardaban.

—Proseguiremos con las partidas hasta la puesta de sol. Invitamos a aquéllos que no puedan jugar a volver por la mañana. Si no pueden jugar mañana, tengan la amabilidad de devolver las papeletas y permitir que otro ocupe su lugar. Les devolveremos el dinero, naturalmente.

El maravilloso juego de ajedrez resplandecía y centelleaba bajo el sol de última hora de la tarde que penetraba en la tienda. Todos los que se habían sentado a jugar con aquellas fabulosas piezas ansiaban verlas brillar en su propia vivienda. La fenomenal habilidad del maestro Alto asombraba y deleitaba a todos los que observaban y a todos los que jugaban contra él.

Nadie devolvió ni una sola papeleta.

El día siguiente fue una repetición del anterior. La gente llegó a la tienda antes de que los dos hombres estuvieran despiertos siquiera; todos se sentaban en silencio sobre la hierba que crecía frente a la gran tienda y practicaban sus movimientos.

El maestro Alto puso manos a la obra inmediatamente, hacia el mediodía había derrotado a once jugadores y parecía acelerar el ritmo. Su undécimo adversario, Toby Rodero, uno de nuestros niños de diez años más curiosos, preguntó:

—¿Por qué los reyes y reinas humanos son dragones en vuestro juego, maestro Alto?

El aludido lanzó una breve y melancólica mirada en dirección al maestro Bajo, que se apresuró a responder.

—Una sabia pregunta, hijo. El maestro Alto y yo creemos que las fuerzas del Bien y del Mal están mucho más influidas por los dragones que por cualquier humano. El poder, la inteligencia y la sabiduría de los dragones los hacen más apropiados para ser las piezas principales del tablero, ¿no estás de acuerdo?

Toby se encogió de hombros, poco interesado por la filosofía y mucho más por ganar. Efectuó su movimiento. El maestro Alto contraatacó limpiamente y, en cuatro movimientos más, la partida se había decidido a su favor.

—Supongo que no puedo llevarme sólo un peón —dijo Toby, manoseando con añoranza un draconiano con joyas incrustadas.

El maestro Alto negó con la cabeza. Toby dejó el peón y salió corriendo a reunirse con sus compañeros de juego.

Transcurrieron otros dos días y el maestro Alto derrotó a todos los que se le pusieron delante. Acababa de anotarse su centésima victoria, a primera hora del quinto día, cuando la cola de personas que aguardaban su turno para jugar y las que permanecían a su alrededor como espectadores empezaron a murmurar, cuchichear y señalar. Yo venía de visitar a la viuda Picazo y, al volverme, vi el motivo de todo aquel revuelo. Un hombre vestido todo de negro, con pantalones de cuero y altas botas, subía por la colina a grandes zancadas.

—¡Patanegra! —El murmullo de excitación se propagó.

Tal era el apodo que le habíamos endilgado, ya que nunca había querido decirnos su nombre.

Patanegra ocupó en silencio su lugar al final de la cola. El maestro Bajo se apresuró a acercarse y ofrecerle el plato de latón. Patanegra depositó una moneda de acero. Una oleada de expectación estremeció a la multitud. Varios niños corrieron al pueblo para comunicar la noticia y pronto la mayor parte de la población de Villabuena había abandonado sus cosechas y su colada, sus herrerías y posadas para presenciar lo que sabían que sería la mejor partida de ajedrez del siglo.

El maestro Alto esperaba con evidente ansiedad esta partida, tanto como el resto de nosotros. No dejaba de recorrer con la mirada la cola hasta llegar a Patanegra y despachaba a los sucesivos jugadores con rapidez y habilidad, pese a su aparente falta de concentración. Incluso el maestro Bajo parecía estar nervioso ante la perspectiva del encuentro. Dio por terminada la venta de tableros de ajedrez y, sentándose a abrillantar su espada, la frotó con tal fervor que el arma resplandecía.

Patanegra esperaba y observaba sin hablar con nadie. No era un tipo agradable. De hecho, la mayoría nos sentíamos muy incómodos cuando él andaba cerca y, en general, nos alegrábamos sobremanera cuando se marchaba. Tenía unos ojos negros e impasibles, una piel pálida y fría y unas manos húmedas y manchadas. Yo mismo le había sugerido que existían otros valles tan hermosos como el nuestro en otras partes del mundo, donde estaba seguro de que él se sentiría más cómodo; pero siempre sostenía que le gustaba más Villabuena, lo cual resultaba muy halagador, de modo que ¿cómo podía discutírselo?

Aun así, tuve que reconocer que me alegré de que Patanegra no se hubiera mudado todavía. No antes de jugar al ajedrez con el maestro Alto.

Por fin le llegó el turno. Se acercó a la mesa a paso vivo, se detuvo y contempló el maravilloso tablero de ajedrez. Observaba las piezas con una avidez que, en verdad, no creí que nadie de nosotros sintiera, y eso que la mayoría deseábamos con desesperación poseer ese juego. Patanegra no se conformaba con desearlo: lo codiciaba, su deseo era casi lascivo. Alargó la mano para tocar el dragón de cinco cabezas, compuesto por varias joyas talladas de diferentes colores. Su mano temblaba por la ansiedad y le oí soltar un quedo suspiro.

—¿Es verdad —dijo con una voz sepulcral que me dio dentera e hizo que se me pusiera la carne de gallina a lo largo del espinazo— que entregarás ese bello juego de ajedrez a cualquiera que te venza?

—Verdad es, señor —dijo el maestro Bajo.

Patanegra tomó asiento en silencio. El maestro Alto se inclinó hacia adelante en su silla. El maestro Bajo dejó de sacar brillo a su espada y, abriéndose paso a codazos entre la multitud, se situó al lado de su socio para observar, algo que no había hecho hasta entonces. Su rostro tenía una expresión ansiosa. El aspecto del maestro Alto era lúgubre.

Indudablemente, temían perder su valioso juego de ajedrez.

Patanegra realizó el primer movimiento, una osada apertura de caballo. El maestro Alto asintió y miró al maestro Bajo, algo que tampoco él había hecho hasta entonces. El maestro Bajo le respondió con un gesto afirmativo. El maestro Alto estudió el tablero, pensó durante mucho tiempo y finalmente contrarrestó el movimiento dando salida a un alfil.

Patanegra gruñó y se dispuso a jugar en serio.

La partida se prolongó treinta movimientos sin que ningún bando obtuviera una ventaja. La muchedumbre se arracimaba alrededor del tablero, tan silenciosa como si todos estuvieran observando desde sus tumbas.

Llegaron a los cincuenta movimientos y la ventaja empezaba a decantarse hacia el aspirante. El maestro Alto parecía nervioso. Le temblaba la mano cuando tocó su rey en forma de Dragón de Platino. El maestro Bajo sudaba y parecía aun más ansioso que antes. El maestro Alto asintió una vez más en dirección a su socio y efectuó un movimiento con su Dragón de Platino.

Patanegra empezó a reír lentamente y avanzó su dragón de cinco cabezas hasta la casilla que le daba la victoria.

—Jaque mate en dos jugadas, maestro Alto.

Un suspiro colectivo se elevó de la multitud. Acabábamos de presenciar una partida de la que hablaríamos durante el resto de nuestra vida, pero no era eso. Nos parecía una vergüenza terrible que el frío e insociable Patanegra fuera ahora el propietario del exquisito juego de ajedrez.

El maestro Alto se echó hacia atrás en su asiento, pálido y descompuesto. El maestro Bajo parecía conmocionado. Abría y cerraba la boca, pero se había quedado sin habla.

—Me parece que te he superado, maestro Alto —dijo Patanegra con una maliciosa sonrisa—. Te agradecería que me entregaras el trofeo ahora mismo.

Todos esperamos, contra toda esperanza, que el maestro Alto realizara algún movimiento brillante que le permitiera alzarse con la victoria. Contempló el tablero, meneó la cabeza, y por fin, lentamente, se puso en pie y se inclinó ante su adversario.

—Es verdad que me habéis vencido, señor. —Indicó por señas al hundido y tembloroso maestro Bajo que se adelantara—. Trae la caja, maestro Bajo. Debemos embalar el juego de ajedrez.

—Embálalo bien —ordenó Patanegra en un tono desagradable—. Me espera un largo camino y no quiero que sufra daño alguno.

El maestro Bajo ahogó un sollozo y regresó a su tienda arrastrando los pies. El maestro Alto se desplomó en su asiento como si sus piernas se hubieran quedado sin fuerzas y ya no sostuvieran su peso. Acarició las piezas una por una con adoración, despidiéndose de ellas. Tuve que apartar la mirada. No podía soportar la visión del dolor que reflejaba su rostro.

Transcurrió un buen rato. El maestro Bajo no reaparecía y Patanegra empezó a impacientarse.

—No pensarás en echarte atrás con nuestro trato, ¿verdad, maestro Alto? —dijo Patanegra, con el rostro lívido de ira—. Conserva tu caja, no la necesito.

Extendiendo la mano, cogió el Dragón de Platino, y estaba a punto de guardárselo en el bolsillo cuando el maestro Bajo salió de su tienda.

Los testigos más próximos a él prorrumpieron en ahogadas exclamaciones y retrocedieron, mientras los que se encontraban al final de la muchedumbre estiraron el cuello para ver lo que provocaba aquella conmoción.

El maestro Bajo no traía una caja. El único objeto que llevaba era su espada. Se había ataviado con su armadura completa, que brillaba como la plata a la luz del sol, y encima llevaba el tabardo ceremonial de un Caballero de la Rosa.

Enfiló directamente hacia Patanegra, que lo observaba de reojo con suspicacia y desdén.

—¿Qué ocurre? —exigió saber Patanegra con una áspera carcajada—. Te has vestido para la Noche del Ojo, ¿verdad?

El maestro Bajo extrajo la espada de su vaina y la sostuvo frente a él en el clásico saludo de la caballería.

—Soy sir Michael Cuerporrecio, Caballero de la Orden de la Rosa. La Sagrada Escritura de Paladine me impone, como Caballero de Solamnia, que combata el Mal dondequiera que lo encuentre. Es mi deber por lo tanto, Patanegra o comoquiera que os hagáis llamar, derrotaros en combate. Preparaos, señor.

Patanegra lo miró fijamente y luego empezó a reír. Sir Michael le llegaba a la cintura.

—¡Tú, enano! —exclamó Patanegra con una risotada—. Será mejor que guardes esa espada antes de que hagas daño a alguien.

Miré al maestro Alto, esperando que interviniera para ahorrarle a su socio un ridículo mayor. Pero el ajedrecista se limitaba a observar con una media sonrisa pintada en el rostro.

Como alcalde, mi deber era tomar cartas en el asunto.

Di un paso al frente.

—Un momento, maestro Bajo —dije—. Patanegra ha ganado limpia y justamente. Ha sido una gran partida. Es una lástima que hayáis perdido vuestro valioso juego de ajedrez, pero fuisteis vosotros quienes lo apostasteis, no lo olvidéis.

Sir Michael se inclinó ante mí.

—Señor alcalde, si queréis seguir mi consejo, avisad a vuestra gente para que abandone esta zona y regrese a sus casas.

—Pero bueno, señor mío… —Me detuve en seco.

Patanegra contemplaba al caballero con tanto odio que me hizo desear hallarme al otro lado del monte Prebenda con un buen caballo y el camino despejado. Empecé a retroceder, apartándome de la tienda.

—Damas y caballeros —declaré en voz alta—, creo que sería buena idea que hicierais lo que os aconsejan. En especial los que tenéis hijos pequeños.

Una sensación de amenaza, de peligro, se esparció entre nosotros como una niebla oscura y desagradablemente húmeda que se arrastrara por nuestro soleado valle. Los niños empezaron a lloriquear de miedo y debo reconocer que noté como si también fuera a soltar uno o dos gemidos. Como alcalde de Villabuena, mi obligación era permanecer en el escenario, como hicieron varios de los ediles. El resto de nuestros convecinos corrió ladera abajo, presa de un pánico que parecía crecer y extenderse como un incendio forestal.

En todo este tiempo, Patanegra no se había movido. Permanecía en pie, sosteniendo el Dragón de Platino en la mano y mirando alternativamente al maestro Bajo y al maestro Alto.

—Habéis sido retado, señor —dijo sir Michael en tono glacial. Desenvainó su espada—. Luchad o pereced en el sitio, Maligno.

Patanegra arrojó inesperadamente la pieza de platino contra sir Michael. El caballero alzó los brazos; la pieza le golpeó en el hombro y rebotó.

—Maligno soy, pequeño caballero —le espetó secamente Patanegra—, pero no como tú sospechas. Tengo una sorpresa para ti, sir Michael.

Patanegra se llevó una mano al anillo que llevaba y de pronto su apariencia humana empezó a cambiar. Comenzó a aumentar de tamaño. Antes tenía aproximadamente mi estatura, quizás un poco más espigado, pero en menos de un minuto era más alto que el poste central que sostenía la tienda. Sus ropas parecieron fusionarse con su cuerpo y en su lugar aparecieron… ¡relucientes escamas negras! De la espalda le brotaron alas. La mandíbula se le proyectó hacia adelante, la nariz se le alargó hasta reunirse con ésta y transformarse en un hocico, bajo el que se abría una boca repleta de horrendos colmillos. Los ojos eran rojos como los rubíes del juego de ajedrez. De los dedos surgieron unas garras curvas. Una cola negra fustigó salvajemente el aire.

—¡Ésta es mi verdadera forma! —anunció, disfrutando con nuestro pavor.

Estremeciéndose en el aire, alrededor de Patanegra se vislumbraba la translúcida imagen de un Dragón Negro. Aún no había completado su transformación, pero eso era lo que sería cuando la culminara.

El dragón era enorme. Se elevaba por encima de nosotros con las fauces restallando, el mortal aliento ácido y una envergadura que ocultaba el sol, sumiéndonos en las tinieblas.

Al verlo, varias de las personas que se habían quedado conmigo aullaron y huyeron por la colina. A mí me habría gustado salir corriendo también, pero estaba paralizado por la sorpresa y el susto.

¡Un Dragón Negro!

¡Habíamos estado alojando a un Dragón Negro en nuestro pacífico valle!

—¡Estás perdido! —siseó Patanegra—. ¿Cómo puede un enano como tú luchar contra una criatura tan poderosa como yo?

Dentro de un momento sería más alto que el roble más alto, y su aliento ácido llovería sobre nosotros. En un momento…

—Deberías haberte enfrentado a mí con tu forma humana —comentó sir Michael—. Te concedo esa oportunidad.

Saltó para atacar a la criatura mitad humana, mitad bestia. Si la hoja hubiera encontrado carne, habría acabado con Patanegra. Sin embargo, la espada del caballero chocó contra escamas y el golpe salió desviado inofensivamente.

Patanegra coceó con sus cuartos traseros de dragón, alcanzando a sir Michael en el pecho y proyectándolo violentamente hacia atrás. El caballero se estrelló contra la mesa donde reposaba el tablero de ajedrez. La mesa se hizo añicos. Sir Michael cayó rodando y permaneció tendido entre las astillas, aturdido. Las prodigiosas piezas se precipitaron sobre él como pétalos de rosa esparcidos sobre una tumba.

El maestro Alto se arrodilló junto a su amigo con la ansiedad dibujada en el rostro y lo examinó para cerciorarse de que estaba bien.

—¡No estoy herido! —jadeó sir Michael, que ya forcejeaba para ponerse en pie—. ¡Debes… detenerlo! No dejes… que crezca…

Sensatas palabras. El dragón se hacía mayor a cada segundo que pasaba. Las alas habían empezado a desplegarse, el cuello serpenteaba con sinuosas curvas. En el cuerpo aparecían cada vez más escamas que cubrían todas las superficies presuntamente vulnerables a un ataque.

El maestro Alto se levantó de un brinco. Alzando la mano derecha, pronunció una única palabra, que resonó entre nosotros como el clamor de una trompeta de plata que anunciara a un ejército de caballeros al rescate. No la comprendí, pero aportó una débil esperanza a mi corazón y, por un momento, alivió mi miedo.

Fuera cual fuese su significado, esa palabra parecía poseer un arcano poder. Golpeó a Patanegra como si fuera una lanza. El monstruo se estremeció, jadeó entrecortadamente por la rabia e hizo rechinar los dientes.

El conjuro de transformación se interrumpió bruscamente. En ese momento Patanegra estaba atrapado en medio de dos formas: medio humano, medio dragón.

La bestia aulló, farfulló algo y propinó un letal zarpazo al maestro Alto, pero éste se mantenía cautamente fuera de su alcance. Muy despacio y pronunciando más palabras extrañas, el maestro Alto empezó a dar vueltas alrededor de Patanegra, que se esforzaba por seguir los movimientos del hombre con su cabeza de serpiente.

Mientras giraba, el maestro Alto realizaba movimientos rotatorios con las manos, como si estuviera enrollando una cadena que sólo él veía.

El hombre-dragón había sido sorprendido a mitad de su transformación, como un pollo a medio salir del cascarón. Enfurecido, Patanegra se abalanzó con las fauces abiertas sobre el maestro Alto. Sin embargo, el hombre-dragón no podía moverse con la velocidad de un Dragón Negro, y los mortíferos colmillos se clavaron en el aire. El maestro Alto comenzó a correr alrededor del colérico dragón, enrollando velozmente la cadena invisible que blandía.

—¡Deprisa, señor caballero! —gritó el maestro Alto—. ¡No puedo mantener el hechizo mucho tiempo!

Sir Michael se había puesto de pie, espada en mano. Resoplando bajo su pesada armadura, arremetió contra el furioso hombre-dragón que escupía y asestaba zarpazos.

Sir Michael le lanzó una estocada. El hombre-dragón paró el golpe con un nuevo zarpazo, o al menos lo habría parado si el caballero hubiese completado su ataque. En realidad, la acometida de sir Michael era una finta. Mantuvo la trayectoria de la hoja hasta que las letales garras del dragón se movieron y entonces se lanzó a fondo con todas sus energías, apuntando a una parte del pecho, ahora desprotegida, que todavía no estaba totalmente cubierta de escamas negras.

La hoja atravesó el pecho de la criatura medio hombre, medio dragón y salió empapada de sangre por la espalda de la bestia. Patanegra rugió de dolor y trató de arrancarse la mortífera hoja. Sir Michael se resistió valerosamente, aunque sus pies se separaron del suelo debido a los esfuerzos del monstruo enloquecido de dolor.

El dragón moribundo se convulsionó y azotó con la cola en todas direcciones. Su sangre y su corrosivo aliento llovieron sobre sir Michael, abrasando la carne del caballero allí donde la tocaban. Al poco rato, sir Michael se vio forzado a soltar su presa y se desplomó pesadamente, gimiendo de dolor.

El Dragón Negro se arrancó la espada del pecho, pero era demasiado tarde. La herida resultaba mortal. Patanegra empezó a desmoronarse. Miró con furia a los hombres que lo habían derrotado, en particular el alto y delgado jugador de ajedrez.

—¿Quién eres? —consiguió articular—. ¡Dímelo! ¿Quién eres tú para matarme? ¡No eres un humano ordinario, como pretendes!

El maestro Alto se adelantó un paso.

—Esto es por mi familia y por mi clan. En nombre de Vloorshad el Veloz y de Huma, el más valiente de todos, es un honor para mi poner fin al linaje de Basalto Dragonegro y acabar de una vez con su estigma sobre Krynn. Tú eres su último descendiente y contigo se extingue un gran mal en Ansalon.

Patanegra alzó la vista, agonizante. Vio, como todos nosotros en ese momento, ondeando alrededor del maestro Alto la silueta transparente de un cuerpo cubierto de escamas plateadas, la grácil forma de una gran cabeza de dragón de escamas plateadas. Unas alas de plata se elevaron por encima de Patanegra. El monstruo negro soltó un gruñido, inclinó el rostro y murió.

La imagen del Dragón Plateado se desvaneció, dejando sólo al maestro Alto, el jugador de ajedrez.

El maestro ayudó a sir Michael a incorporarse. El resto de nosotros nos los quedamos mirando a ambos, incapaces de pronunciar palabra y con un asombro no exento de cautela.

Sir Michael sonrió tranquilizadoramente.

—Nada temáis, amigos míos. Éste es Viso Vloorshad, el más joven del clan de los dragones de Vloorshad. Lamentamos haberos engañado a vos y a los nobles habitantes de Villabuena, señor alcalde —añadió el caballero para mí—, pero teníamos que obligar a Basalto a salir de su cubil para poder matarlo, y ésta era la única manera que estábamos seguros de que funcionaría.

El maestro Alto recorrió con la vista el convulso cadáver negro.

—Es bien sabido: Basalto Dragonegro nunca supo resistirse a una partida de ajedrez.

Y así termina la historia de la mayor partida de ajedrez con las apuestas más altas que jamás se haya jugado en nuestro valle.

Llevamos a sir Michael al pueblo, donde ambos fueron aclamados como héroes. Nuestro clérigo limpió sus heridas y el caballero se recuperó lo suficiente para aceptar mi invitación a cenar, acompañado por el maestro Alto.

—¿Cómo estabais tan seguros de que Patanegra era un Dragón? —pregunté.

—Porque fue el único que me venció —respondió el maestro Alto con una sonrisa—. No es ninguna ofensa para vuestro pueblo, señor alcalde. Sois hábiles jugadores de ajedrez, de eso no cabe la menor duda; pero, después de todo, sólo sois humanos.

Debo reconocer que sí me ofendí un poco.

—Jugaré contra vos aquí y ahora —dije, buscando el tablero.

El maestro Alto se puso en pie, sonriendo y negando con la cabeza.

—Lo siento, señor alcalde, pero si vuelvo a jugar una partida de ajedrez en los próximos mil años, me parecerá demasiado pronto.

Sir Michael también se incorporó.

—Adiós, señor alcalde. Debemos regresar para presentar nuestro informe y reanudar la lucha contra lord Ariakan. Si los habitantes del Valle de la Panera hacen caso de mi sugerencia, dejarán a un lado el ajedrez y empezarán a prepararse para recibir a un enemigo real.

—Lo haremos. No sé ni por dónde empezar a agradeceros lo que habéis hecho por nosotros —dije, estrechándoles la mano por turnos a modo de despedida—. Que Paladine guíe vuestros pasos.

Sir Michael y el Dragón Plateado salieron de la taberna entre los gritos y aclamaciones de la población.

Estaba a punto de convocar una reunión de los ediles del pueblo, cuando un joven vino corriendo hacia mí. En las manos sostenía una gran caja de madera.

—¿Qué es eso? —le pregunté.

—Los dos extranjeros me han dicho que os lo diera, señor alcalde —dijo el muchacho.

Encima de la caja había una nota:

«Os dejamos esto, señor alcalde. Creemos que constituirá una incorporación a tono con vuestro palacio de trofeos. Así os traiga buena fortuna, a vos y a vuestro pueblo».

Abrí la tapa de la caja.

Allí, reluciendo y centelleando a la luz de la antorcha, estaba el magnífico juego de ajedrez.

Sólo le faltaba una pieza: la del Dragón Negro.