Relatos de taberna

[Jean Rabe]

—¿Qué­es­tás­ha­ci­en­do­Ma­ques­ta­Nar-thon? —El gnomo hablaba tan deprisa que sus palabras se sucedían como el zumbido de un insecto volando alrededor de su cabeza cana. Apretó sus diminutos y morenos puños, los apoyó en sus caderas y levantó la vista hacia su compañera—. Repito­¿qué­es­tás­ha­cien­do? —El gnomo estaba claramente enojado, pero no era su indignación lo que aceleraba su lengua. Casi siempre hablaba muy deprisa.

—Lo que yo haga no es asunto tuyo —fue la gélida respuesta.

—Pe­ro­Ma­ques­ta­Nar-thon…

—Lendle, los vigilo mientras cargan la mercancía en el Perechon. —La normalmente melodiosa voz sonaba ahora un tanto crispada—. Podrían embarcarla mucho más deprisa si tu máquina no estuviera justo debajo de la escotilla de carga. Ahora tienen que dar la vuelta.

—¡E­so­no­es­lo­que­te­pre­gun­to! —La coronilla del gnomo apenas le llegaba a la cintura a Maquesta. La capitana del Perechon, Maq, era mitad bárbara del mar, alta y fibrosa, y tenía la piel del color del ébano, los ojos negros como la medianoche y el rizado cabello, que ondeaba con la fuerte brisa del amanecer, oscuro como el ala de un cuervo. También era medio elfa, aunque sus orejas, recortadas por su padre años atrás, cuando cazaban a los elfos por todas las islas del Mar Sangriento, eran tan lisas como el océano en una noche sin viento.

Inhaló el aire cargado de sal, se desperezó y contempló al gnomo desde arriba. Su expresión era fría y sus ojos no parpadeaban.

—Hoy no tengo tiempo para intercambiar pullas contigo. Debo hacer varios recados en la ciudad antes de zarpar y…

—Re­pi­to­que­e­so­no­es­e­xac­ta­men­te­lo­que­te­pre­gun­to. —El gnomo se balanceó sobre la punta de los pequeños pies, jugueteando ociosamente con un nacarado botón de su camisa roja—. ¿Qué­es­tás­ha­ci­en­do­a­cep­tan­do­un­con­tra­to­de­trans­por­-te­a­ho­ra? —Se detuvo un instante para recobrar el aliento—. Es­un­a­sun­to­pe­li­gro­so­cré­e­me, peligroso. Has­e­le­gi­do­el­pe­or-mo­men­to­po­si­ble­pa­ra…

—Lendle, más despacio. No entiendo casi nada de lo que dices —exclamó la mujer, apretando los labios en una fina línea y poniendo los brazos en jarras. Su mirada se clavó en los vidriosos ojos de su diminuto amigo. Lendle era el cocinero, ingeniero y chapucero oficial del Perechon.

—Te he preguntado qué crees que estás haciendo, aceptando ese contrato de transporte, Maquesta Nar-thon. —Se dirigió a ella formalmente, como siempre. Y ahora hablaba adrede con lo que para él era un ritmo martirizadoramente lento a fin de amoldarse a su capitana—. Has elegido el peor momento para navegar por el Mar Sangriento…, o por cualquier otro mar, para el caso. Es mejor permanecer en puerto, esperar a que acabe la guerra y luego aceptar uno o dos contratos cuando todo se haya calmado y reine la paz. No has visto que ningún otro barco de este puerto esté llenando sus bodegas de carga, ¿verdad?

—Los únicos otros barcos de este puerto son pesqueros y se están preparando para zarpar… de pesca.

El gnomo hizo un mohín de disgusto.

—Pero la guerra…

—La guerra. —Maquesta entornó los párpados.

—En el Abismo —dijo el gnomo, todavía articulando cada palabra de modo que no se solapara con la siguiente—. Anoche. Durante la cena. Lo oímos.

—En la taberna —dijo Maq, suspirando—. Ya de madrugada.

—Los hombres hablaban de una batalla que se libraba en el Abismo: dioses y guerreros combatiendo por el destino de Krynn. Dragones, magos y todo lo demás.

—Lo oímos en la taberna, Lendle. Era un relato de taberna, el producto de unas cuantas cervezas de más y una lengua demasiado suelta. Necesitamos dinero, y llevar esas cajas de brandy de Mithas al sur, hasta Cuda, nos proporcionará dinero.

—Podríamos llevar el brandy dentro de unas semanas o unos meses. Podríamos…

—La capitana soy yo. Ya he firmado el contrato.

—¿Quién nos pagará? —rezongó el gnomo—. No conseguiremos acero hasta que efectuemos la entrega. Y si realmente hay una guerra en el Abismo, con dioses y guerreros combatiendo…

—Entonces Krynn será destruido.

—Exactamente lo que intentaba decir.

—Si Krynn es destruido, no tendrás mucho de qué preocuparte —replicó llanamente Maq.

—Menudo consuelo.

—Entonces desembarca tu máquina y todo lo demás. Nos resultará más fácil cargar mercancías en el próximo pueblo sin tu armatoste en medio. —Hablaba muy en serio, el gnomo lo detectó en el tono glacial. Para Maquesta, el barco era lo primero. Siempre había sido así y siempre lo sería. Y cuando tomaba una decisión, la mantenía—. Zarparemos dentro de una hora…, contigo o sin ti.

—No­tie­ne­por­qué­gus­tar­me —dijo el gnomo, después de que ella se hubo alejado.

El Perechon se separó de los muelles puntualmente, navegando a toda vela. Los oscuros ojos de Lendle estaban fijos en las revueltas aguas de la entrada del puerto, y sus rechonchos dedos se aferraban a la borda con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

—Por si la guerra no nos causara suficientes molestias, Maquesta Nar-thon, además está el Remolino —refunfuñó para sí mismo. El enorme remolino del Mar Sangriento quedaba al oeste y el gnomo imaginaba que podía ver el borde de su vasta cuenca—. La guerra. El torbellino. Deberíamos retrasar este viaje.

—Kof pilota con cuidado —replicó Maq. Se había situado a su espalda, silenciosa como una gata—. No pretendo que nos acerquemos para nada al Remolino. El Perechon es demasiado valioso para arriesgarlo en esas aguas. Nos ceñiremos a la costa de Mithas, pasaremos junto al Ojo de Toro, llegaremos a Cuda, en la región meridional de Kothas, y entregaremos nuestro cargamento. Así de fácil. Después invitaré a la tripulación a pasar un día en el mayor puerto de Kothas.

El gnomo miró más allá de la mujer, hacia la rueda del timón del barco: la gruesa mano de Kof rodeaba la cabilla principal y sus ojos estaban fijos en un punto más alto que el mascarón de proa en forma de cabeza de dragón del Perechon. Kof —o Bas Ohn-Koraf, como solía dirigirse formalmente a él el gnomo— era un minotauro con una testuz provista de cuernos, anchos hombros y unas musculosas piernas terminadas en relucientes cascos negros. Su cuerpo estaba cubierto por un áspero pelaje pardorrojizo, y las escasas ropas que vestía siempre combinaban con ese color. El minotauro era el primer oficial del Perechon y un amigo de confianza de Maquesta. Pilotaba el veloz navío de dos palos con una destreza soberbia.

—Será mejor que mantenga el rumbo… y al Perechon de una sola pieza. —Lendle resopló suavemente mientras soltaba su presa sobre la barandilla con reluctancia. Avanzó hacia el minotauro—. Soy demasiado viejo para buscar trabajo en ningún otro lado. ¡Y soy demasiado joven para ser engullido hasta el fondo del mar en un gran torbellino! —El gnomo estudió al primer oficial.

—Deja de preocuparte tanto —lo regañó suavemente Kof.

—¿Preocuparme yo?

—Yo lo reconozco, me preocupa —confesó el minotauro, con su macizo rostro de pronto grave y una intensa expresión en sus grandes y redondos ojos—. Me preocupa qué hay de cena. Me rugen las tripas.

—Estofado de pez espada —respondió al punto el gnomo—. Lo pondré al fuego enseguida.

Mientras la tripulación comía, Lendle se dedicó a trabajar en la bodega de carga con su máquina. Se trataba de una esfera de latón hueca, con el vago aspecto de una sopera invertida, que relucía cálidamente a la débil luz de la linterna del gnomo. La parte superior del aparato estaba recubierta por una funda de cobre, surcada por dos tubos que se elevaban en distintos ángulos durante algo más de medio metro antes de unirse a un cilindro de acero forjado que señalaba hacia una gran trampilla. La portezuela conducía desde la bodega de carga hasta la cubierta superior y el gnomo había construido su máquina justo debajo. Esto significaba que Lendle también había tenido que montar un sistema de poleas que permitiera a la tripulación del Perechon subir mercancías a bordo sorteando la máquina.

Pilas de cajas, todas embarcadas sin peligro gracias al sistema de poleas del gnomo, rodeaban la máquina y se prolongaban por los sombríos rincones de la bodega. Todas llevaban una sencilla etiqueta que las identificaba como brandy de Mithas, aromatizado o endulzado. El gnomo había comprobado que cada caja contenía doce botellas y descorchado una. Contó ciento veinticuatro cajas en total. Las botellas estaban cuidadosamente embaladas en paja y con el tapón sellado con cera. Lendle había requisado una botella de endulzado y se propuso utilizar el viscoso brandy como lubricante para la base de la esfera de latón, por donde sobresalían, a intervalos regulares, unos alambres rígidos y enrollados que daban al invento una cierta apariencia arácnida. Los alambres pasaban entre las cajas y cruzaban toda la bodega a lo ancho, hasta enrollarse en las cañas de unos remos.

Había una pequeña estufa de leña, hecha de ladrillos, no mucho mayor que una de las cajas, junto a la esfera de latón. Lendle utilizaba un viejo fuelle para avivar las llamas, que producían vapor en el interior de un aparato que recordaba a una gigantesca tetera. El vapor circulaba por un tubo que iba de la tetera a la esfera. Y, en principio, el vapor impulsaba una serie de mecanismos del interior de la máquina, que a su vez retorcían los alambres enrollados y movían los remos.

Desde la última vez que todo salió a la perfección (en realidad sólo había puesto en marcha la máquina en dos ocasiones) habían transcurrido más de siete meses y, entonces, la máquina había funcionado incansablemente durante casi tres días antes de empezar a eructar y jadear, escupir unos cuantos engranajes y detenerse. Lendle no estaba muy seguro de lo que había hecho para que volviera a funcionar…, o de qué había ocurrido para que se parara.

De modo que seguía remendando su máquina todos los días, afinando la alineación de los mecanismos, enrollando los alambres, puliendo la esfera. Tarde o temprano conseguiría ponerla en marcha de nuevo, a fin de que el Perechon tuviera la capacidad de mantener el rumbo elegido incluso en plena calma chicha.

Lendle bostezó y bebió un trago de brandy; la botella aún estaba casi medio llena, después de haber engrasado la máquina con el contenido a su plena satisfacción. No tenía sentido desperdiciar el poco licor que quedaba. El espeso líquido le calentó la boca y el gnomo notó cómo descendía por su gaznate hasta su estómago. Se sentó entre los alambres enrollados, se recostó contra una caja y escuchó los quedos gemidos de los maderos del barco y el incesante tamborileo de la lluvia sobre el puente. Bebió otro largo trago. El gnomo calculó que debía de ser cerca de medianoche. Cerró los ojos y se terminó el brandy sin apresurarse. Tenía que reconocer que era excepcionalmente bueno. Le provocaba un cosquilleo en los dedos de las manos y sudor en los de los pies. No era de extrañar que el mercader de Cuda pagara tanto por el material. Lendle apuró la última gota y volvió a colocar el corcho en la botella. Utilizó el calor de la pequeña estufa para volver a cubrir el cuello con cera derretida y luego depositó la botella vacía otra vez en su caja. Tuvo mucho cuidado en restaurar el sello de la caja para que nadie se enterase de su fechoría. El mercader de Cuda creería simplemente que una de las botellas —o quizá dos o tres, antes del final del viaje— presentaba alguna pérdida.

Lendle se desperezó, absorto en el repiqueteo de la lluvia. Un par de horas de descanso no le vendrían mal antes de tener que levantarse al alba y preparar el desayuno. Estofado de pez espada y huevos, decidió. Apagó el fuego, dio una palmadita de buenas noches a su máquina y recuperó su linterna. Sus rechonchas piernas lo llevaron a través de un hueco entre las cajas hacia la escalera que terminaba en una pequeña escotilla por la que saldría cerca de la proa del barco.

—He­be­bi­do­de­ma­sia­do —se reprendió, sin dejar de bambolearse, intentando agarrarse a la escalera. Pero sus dedos erraron el blanco previsto y Lendle perdió el equilibrio. Su nariz chocó contra el suelo de la bodega y se le cayó la linterna. El gnomo suspiró aliviado al comprobar que ninguna de las dos estaba rota—. Bas­ta­de­bran­dy­de­Mi­thas­pa­ra­mí —dijo mientras se ponía de rodillas y recogía la linterna. Se sentaría un rato a que se le despejara la cabeza y dejaría que la lluvia disipara parte de los efectos del brandy antes de meterse bajo las mantas. Asió el peldaño más bajo con fiereza al notar que su cuerpo se inclinaba hacia la izquierda.

«¡Espera!­No­es­toy­bo­rra­cho —se dijo. Tragó saliva con dificultad y luego añadió más despacio—: Por lo menos no tan borracho. El barco se está escorando».

Lo que había empezado siendo una lluvia fina y cálida se volvió rápidamente una aguacero frío y torrencial. Maquesta se esforzó por escrutar a través de la cortina de agua mientras luchaba por mantener firme el timón. Por encima de ella, las velas se hinchaban y se agitaban alternativamente, al capricho del fastidioso viento racheado. Los mástiles crujían en señal de protesta y a su alrededor sonaban ruidos de pasos sobre la resbaladiza cubierta: la tripulación hacía cuanto podía por mantener tenso el aparejo y amarrarlo todo.

—¡Kof! ¡Atrapa ese cabo! —gritó Maq. Una driza de mesana había sido segada por el roce y azotaba salvajemente el aire, amenazando con arrancar parte de la vela más baja.

A través de una rendija de la trampilla, el gnomo divisó a Bas Ohn-Koraf, que se apresuraba a obedecer y corría hacia el centro de la embarcación para sujetar el calabrote con sus grandes manos. Todo estaba muy oscuro en cubierta y el minotauro parecía una sombra entre las sombras. A pesar de la enorme fuerza de Kof, el cabo parecía crearle problemas.

El gnomo advirtió que la proa del barco se elevaba al coronar una gran ola y luego notó que descendía bruscamente y la nave se inclinaba a babor. Oyó el estruendo de una ola que rompió contra el costado del barco e hizo una mueca cuando el agua inundó la cubierta y entró por la rendija de la trampilla, dejándolo empapado. Lendle masculló una retahíla de reniegos, abrió del todo la escotilla y salió a cubierta justo cuando la proa del Perechon subía de nuevo. Consiguió mantener el equilibrio, una proeza nada desdeñable dada la cantidad de brandy que había trasegado, y avanzó con deliberada cautela, pues no quería resbalar y caerse.

—¿Qué­o­cu­rre­Ma­ques­ta­Nar-thon? —preguntó el gnomo, dirigiéndose apresuradamente hacia ella.

—¡Una tormenta! —le gritó ella—. ¡Ha surgido de la nada!

El barco se ladeó bruscamente, esta vez a estribor, y Maquesta se apuntaló firmemente. Lendle le rodeó una pierna con los brazos para no caer sobre cubierta.

—¡No­veo­ca­si­na­da! —gritó el gnomo, mirando hacia arriba entre la lluvia. El cielo tenía un lóbrego color negro-grisáceo y estaba tan encapotado que las nubes ocultaban efectivamente las tres lunas de Krynn. El gnomo sabía lo fácil que era zozobrar en una tormenta como aquélla, sobre todo cuando no se veía ni una sola estrella mediante la cual orientarse. Lanzó un nuevo reniego.

—Esto no me gusta ni pizca, Maquesta Nar-thon —refunfuñó el gnomo—. Ni pizca.

—A mí tampoco —dijo ella con severidad—. Ni a nadie que esté en cubierta. Pero no necesito que me digas…

Kof se acercó, interrumpiendo el final de la frase.

—El cabo ya está asegurado, aunque dudo de que nos sirva de mucho. No hay forma de capear este temporal. He hecho bajar a Rogan de la cofa.

—Mantendré el rumbo sin vacilar —dijo Maquesta—. Que Rogan te acompañe y repásalo todo una vez más para asegurarte de que no hay nada suelto, y luego… —Esta vez la interrumpió un extraño sonido, un fuerte silbido, un aullido muy agudo, seguido por un rugido que pareció aumentar de intensidad con cada latido de su corazón. La mujer se volvió hacia estribor, y las miradas de Lendle y Kof siguieron a la de ella.

Al principio fue difícil ver la ola porque el mar estaba oscuro como la tinta, y el cielo no mucho más claro. Pero la vista de Maquesta era aguda como la de un elfo y se esforzó por diferenciar el cielo del agua.

—Vamos —susurró—, ¿dónde estás?

—¡No­veo­na­da­es­tá­de­ma­sia­do­os­cu­ro! —gritó el gnomo—. ¿Quées?

Maquesta la vio de pronto, a unos cien metros de la embarcación, más alta que el Perechon y prolongándose hasta el límite de su visión: era una muralla de agua que se precipitaba retumbando hacia ellos.

—¡Una turbonada! —gritó, al tiempo que hacía girar el timón con fuerza a babor—. ¡Que todos los hombres suban a cubierta ahora! ¡Vigilad el aparejo! ¡Ya!

En su voz había una urgencia desacostumbrada que espoleó a Kof y a Lendle. Kof giró sobre sus cascos y se dirigió hacia la sección de proa. El minotauro ladró varias órdenes por el camino.

—¡Apartaos de la borda! ¡Una turbonada! ¡Sujetaos bien! ¡Asegurad ese cabo!

—¿Una turbonada? ¡Oh, no! —Lendle se soltó de la pierna de Maquesta y corrió hacia la escotilla de la popa del barco que conducía a los camarotes de la tripulación. Intentaría despertar a cualquier marinero que pudiera estar durmiendo en medio de esta conmoción. El gnomo distinguió a dos hombres que se estaban atando al palo mayor, y a otro que se sujetaba al aparejo del mástil.

Lendle vivía en el mar desde hacía décadas y creía haberse tropezado con todas las clases de tiempo imaginables. Una turbonada era algo que se había ahorrado milagrosamente… hasta ese momento. Se trataba de raros chubascos, muy violentos y peligrosos, provocados por variaciones de la temperatura y la dirección de los vientos. Las rachas podían superar los sesenta nudos y eran punto por punto tan peligrosos como un ciclón, aunque no tan duraderos. Y podían levantar olas monstruosas.

—¡Dirigios hacia la ola, capitana! —gritó el timonel a Maquesta. Al gnomo, las palabras del hombre le sonaron como un murmullo, con el viento y el rugido de las aguas.

—¡No a esa ola! —respondió Maq. Hizo girar el timón aun más a babor, en la dirección en la que avanzaba la ola.

A pesar de sus esfuerzos, Maquesta no logró poner suficiente distancia entre la enorme ola y el Perechon. La pequeña boca de Lendle se abrió desmesuradamente y se encontró sin palabras, algo desacostumbrado en él, al ver la muralla de agua que se desplomaba sobre el barco. La lluvia caía ahora de lado, empujada por el viento, y acribilló al gnomo, lacerando su rostro y sus manos. Había agua por todas partes, y lo único que se oía era el ruido de la ola.

—Lo conseguiremos —dijo Maquesta, para darse ánimos—. Vamos, vamos… ¡No!

La muralla de agua alcanzó al Perechon, y el ensordecedor ruido y la negrura absoluta de la ola embotaron los sentidos de los navegantes como si se los hubiera tragado el mar. La ola levantó el barco en el momento en que se abatía como un gran martillo sobre los mástiles y la cubierta donde todos los hombres luchaban por encontrar un asidero.

Lendle se quedó sin respiración. Tuvo la sensación de estar volando y luego notó el sabor del agua salada en su boca y sus pulmones. El pequeño cuerpo del gnomo se estampó contra la amura y sus brazos se agitaron frenéticamente, intentando aferrarse a algo, batiendo el agua durante lo que pareció una eternidad antes de rodear una barandilla.

Maquesta había trabado ambos brazos en la rueda del timón. Su cabeza chocó contra la cabilla principal y su pecho se estrelló contra el timón, empujado por una tromba de agua. Luchó por mantenerse consciente y serena mientras el agua seguía zarandeándola implacablemente.

Kof sólo dispuso de una fracción de segundo desde el aviso. Gritó a los hombres, pero sus palabras se perdieron entre el fragor de la ola. Cayó sobre cubierta y se aferró a la base del cabrestante mientras el agua se precipitaba por encima de él. Algo más duro que la ola golpeó la espalda del minotauro y sus dedos perdieron el agarre. Lo que le había golpeado lo mantenía sujeto contra la cubierta, con el rostro bajo el agua. Abrió los ojos desmesuradamente y tensó los músculos mientras forcejeaba por impulsarse hasta la superficie, donde pudiera respirar.

El Perechon cayó al mismo tiempo que la ola y luego se encabritó con la siguiente crecida. Cabeceó salvajemente, escorándose a babor de una forma muy acusada, luego a estribor, amenazando con zozobrar cuando otra ola considerable rompió sobre la cubierta. Pero, después, el barco salió a flote de nuevo, concediendo a todos los que quedaban en cubierta la oportunidad de respirar a pleno pulmón.

—¡Kof! —gritó Maq para hacerse oír por encima del viento que no dejaba de aullar—. ¡Que alguien lo ayude!

Lendle se soltó de la batayola bajo la persistente y torrencial lluvia. Tosió para despejar sus pulmones y miró hacia la sección de popa, donde una parte del palo mayor se había roto y mantenía atrapado al minotauro. El gnomo corrió hacia Kof. Varios hombres se esforzaban ya por liberar al primer oficial. Lendle los escuchó darse breves órdenes unos a otros, al tiempo que oía otro rugido creciente que ahogaba las palabras de los hombres. Otra inmensa ola se dirigía hacia ellos.

Añadió fútilmente sus pequeños dedos a la tarea, resoplando y gruñendo, y luego se aferró al mástil roto como si le fuera la vida en ello cuando llegó la segunda muralla de agua. El marinero que estaba a su lado fue arrastrado por la ola y el gnomo sintió el breve roce de las manos crispadas del hombre contra sus cortas piernas. Esta vez, cuando las aguas retrocedieron, los marineros consiguieron por fin apartar la sección del mástil de encima del minotauro. Mientras Kof se ponía en pie trabajosamente, la cubierta volvió a elevarse frente a ellos cuando el Perechon coronó una inmensa ola rompiente. En ese instante, el viento hinchó las convulsas velas de mesana y, con la ayuda de la ola, hizo escorar el barco. Varios marineros resbalaron por la cubierta por encima de la borda, y desaparecieron rápidamente de la vista.

Tras varios interminables segundos, el Perechon se enderezó parcialmente. Sin embargo, seguía escorándose tanto a babor que todos los que se mantenían en cubierta tuvieron que sujetarse a algo para no caer al mar dando tumbos.

—¡Estamos haciendo agua! —gritó un marinero que había conseguido salir de los camarotes de la tripulación y ahora se aferraba al aparejo.

—¡Vamos a zozobrar! —bramó otro. El grito se transmitió rápidamente por toda la cubierta hasta que llegó a oídos de Maquesta—. ¡El Perechon se hunde!

Las olas remitieron por un instante y el minotauro echó una rápida ojeada en derredor para comprobar el estado de los hombres. Se mantenía sujeto al cabrestante con una gran mano y esperaba que rompiera la siguiente ola. Respiraba con gran dificultad y su amplio pecho subía y bajaba aceleradamente.

—No hay manera de salvar el Perechon de esta tormenta, Maq. —Su voz llegó hasta ella con la suficiente nitidez para que las palabras resultaran inteligibles.

Maquesta asintió, indicándole por señas que fuera a la sección central.

—¡Los esquifes! —gritó Kof a Rogan—. Bájalos al agua. Date prisa. Y asegúrate de que Maq va en uno de ellos. Yo me ocupo de estos hombres.

—¿Los­es­qui­fes? —farfulló Lendle. El gnomo se balanceaba sobre la sección rota del palo mayor—. Los­es­qui­fes. Volcamos. Nos­hun­di­mos. Vamosa…

—¡Abandonad el barco! —gritó Maquesta. El corazón martilleaba en su pecho mientras pronunciaba aquellas palabras. Como nadie la veía, permitió que una lágrima se derramara por su mejilla y se mezclara con la lluvia—. A toda la tripulación: ¡abandonad el barco!

El pequeño rostro del gnomo, enrojecido por el agotamiento, palideció de repente. Inspiró entrecortadamente y sintió que le temblaban los dedos.

—¡Es­te­es­mi­ho­gar!¡Tuhogar!¡No­a­ban­do­na­ré­el­bar­co!

—¡Abandonad el barco! —repitió Kof, señalando los esquifes a sus hombres con sus grandes brazos. Se volvió hacia un marinero que se aproximaba—. ¿Queda alguien abajo? —El marinero se encogió de hombros y se apresuró a ocupar un sitio en uno de los botes. El minotauro fue hasta la escotilla que daba a los camarotes de la tripulación—. ¡Lendle, sube al bote! —gritó por encima de su peludo hombro—. ¡Ahora!

El gnomo contempló boquiabierto el primer esquife que se apartaba lentamente del costado del peligrosamente escorado Perechon.

—¡Kof­no­po­de­mos­a­ban­do­nar­el­bar­co! —gritó.

Pero el minotauro ya había desaparecido bajo la cubierta. Lendle giró sobre sí mismo y vio a Maquesta enviando a varios marineros hacia la proa. Parecía derrotada, una sombra hundida entre el aparejo roto y la tripulación en desbandada. El gnomo la oyó ordenar dos veces a Rogan que abandonase el barco. Él era el segundo oficial y argüía que si Maquesta permanecía a bordo, él también; pero finalmente cedió. Maquesta miró hacia arriba, divisó al gnomo y señaló un esquife.

Lendle negó con la cabeza.

—¡Mi­má­qui­na! —gritó el gnomo a modo de respuesta, esforzándose para hacer oír su débil voz por encima del viento—. ¡De­bo­sal­var­al­me­nos­u­na­par­te! —No esperó la contestación de su capitana, sino que se abalanzó hacia la bodega de carga, apartando una esquina de la vela mayor caída para encontrar la gran trampilla. Por la acusada inclinación del barco y su precaria posición, abrir la portilla resultaba difícil; pero cuando la nave se inclinó aun más a babor, la portilla se abrió de golpe y el gnomo y la vela se precipitaron al interior de la bodega.

Kof volvió a subir penosamente a cubierta al cabo de un momento, seguido por tres marineros.

—¡Ya no queda nadie más! —gritó a Maquesta—. ¡Sube tú a un esquife! —Los ojos del minotauro estaban inyectados en sangre cuando recorrieron por última vez la cubierta del Perechon, regada de escombros. Dejó escapar un suspiro de frustración al ver que Maq se negaba testarudamente a rendirse.

—¡Primero tú! —ordenó al minotauro—. Yo te seguiré… con Lendle. —Maq pasó los dedos por la rueda del timón, como si se despidiera de él, y luego corrió hacia la escotilla de carga.

La caída de Lendle fue detenida por una caja bien sujeta y llena de brandy aromatizado de Mithas. El gnomo gruñó y se bajó del cajón de embalaje, avanzando con mucho cuidado entre cajas rotas y otras intactas. La bodega estaba oscura como la medianoche y Lendle no distinguía sus propios dedos ante su rostro. Pero conocía de memoria hasta el último centímetro del compartimiento. Su cabeza rozó la vela, que debía de haberse enganchado en algo, casi con seguridad en la pieza cilíndrica de su preciada máquina remera. Chapoteó en agua hasta los tobillos al dar unos pasos hasta palpar la esfera. Aunque el gnomo consideraba que el Perechon estaba perdido, su máquina remera era otra cuestión. Parecía intacta bajo sus inquisitivas y nerviosas manos. Mientras sus dedos seguían tanteando la superficie de la esfera, sus pies se enredaron en unos alambres de la base.

—No está abollada —observó—. Bien bien bien. —La esfera de latón era lo que quería salvar por encima de todo, ya que era la pieza más costosa de su equipo, debido a todos los engranajes del interior que él tan meticulosamente había comprado y colocado en su sitio a lo largo de los años. Los alambres podían ser reemplazados con relativa facilidad y sin grandes desembolsos.

Encontró a tientas el camino hasta la pequeña estufa. Trabajó rápidamente para encender fuego y enderezar el cacharro parecido a una tetera. Se aseguró de que el tubo que transportaba el vapor hasta la esfera estuviera aún bien acoplado, y luego intentó averiguar dónde se había enredado la vela al débil resplandor de la estufa. Liberó la tela, deteniéndose un momento porque creyó oír que alguien gritaba su nombre.

—Es­el­vien­to —decidió mientras rasgaba un gran pedazo de la vela y empezaba a envolver con él la base de la esfera. Utilizó una navaja que sacó del bolsillo para cortar los alambres, aseguró el que surgía de la base de la esfera atravesando la vela y miró las cajas de brandy amontonadas a su alrededor—. El­en­dul­za­do­se­rá­me­jor —reflexionó—. Creo­que­ser­vi­rá. Fun­cio­na­rá­a­las­mil­ma­ra­vi­llas.

—¡Lendle! —Maquesta se asomó a la portilla de la bodega de carga y repitió el nombre del gnomo. Vio el débil resplandor del fuego de la estufa y una porción de vela, y oyó chapotear a su tripulante—. Sube aquí, ¡ya! ¡Es una orden!

Se volvió a toda prisa hacia lo que quedaba del palo mayor, con la intención de encontrar un cabo y arrojárselo; pero en ese momento otra ola barrió la cubierta, arrastrando consigo a Maquesta. La capitana del Perechon fue arrojada por la borda.

Kof había mantenido su esquife junto al costado del barco, esperando a Maquesta y Lendle. Cuando la mujer pasó volando a su lado, empujó el bote para alejarse del casco y extendió sus largos brazos en un desesperado intento de atraparla; pero sus manos solamente se cerraron alrededor de agua, y él tuvo suerte de que un marinero lo sujetara por su gruesa cintura para evitar que también cayera por la borda.

—¡Acercad más el bote! —bramó el minotauro. El agua estaba oscura y resultaba difícil localizar a la capitana—. ¡Maq!

Maquesta luchó por mantenerse a flote incluso mientras era arrastrada por la ola. Cuando se elevaba con una pequeña cresta, divisó a Kof y a varios de los marineros que remaban hacia ella.

—¡Aguanta, Maq! —gritó el minotauro.

Añadió algo más, pero el mensaje no llegó a su destino. La recia voz quedaba ahogada por el fragor del viento y el agua. Otra ola se precipitó sobre el Perechon, una montaña de agua tan ominosa como las otras, pero procedente de la dirección opuesta. Maq pataleó furiosamente para no hundirse, esforzándose por retener el aire en sus pulmones. Aun siendo una vigorosa nadadora, sus esfuerzos resultaron vanos. Vio a Kof inclinarse sobre la proa de su esquife, extendiendo al máximo sus musculosos brazos, y luego se sintió arrastrada hacia abajo por la corriente, absorbida a una negrura comparable a la tinta que ni siquiera sus ojos élficos conseguían traspasar. El agua se agolpaba en su garganta. Pataleaba furiosamente para salir a la superficie, inspiraba a fondo todo el aire que podía y luego contenía el aliento cuando otra ola la sumergía nuevamente.

El mar estaba embravecido hasta el límite del frenesí. Un persistente clamor se impuso al rugido del viento y las olas como si fuera un terremoto. El fragor se alzó de nuevo y, cuando se extinguió, el viento arreció como nunca. Las olas rompían contra los costados del esquife, amenazando con volcarlo también.

—¡Achicad agua! —ordenó Kof—. ¡Más deprisa o nos hundiremos como un ancla, compañeros! —Los marineros usaron sus sombreros y manos para vaciar el esquife de agua, aunque sólo a duras penas compensaban la que entraba a raudales. Kof vio a Maquesta hundirse… dos veces. En ese momento se abrió un claro en el encapotado cielo, el primer respiro en la completa oscuridad de la tormenta. Bastó para permitir que algunas estrellas titilaran a través del hueco y arrojaran un poco de luz sobre la capitana, que se aferraba a lo que parecía un promontorio de coral.

—¡Maq está viva! —gritó el minotauro a sus camaradas—. ¡Más cerca! Así, así. ¡Ya la tengo!

Maquesta estaba exhausta y magullada, casi inconsciente; pero reuniendo sus últimas fuerzas, se agarró a los brazos de Kof y se encaramó desde el promontorio, produciéndose largos cortes en las piernas con el afilado coral.

Los musculosos brazos de Kof la subieron a bordo del esquife y la capitana cayó de bruces sobre las tablas del fondo del pequeño bote cuando otra ola los zarandeó, empujándolos de regreso hacia el Perechon. El agua pasó por encima de la embarcación, aporreando el cuerpo ya dolorido de Maquesta. Acto seguido, las aguas retrocedieron con la misma velocidad con que se habían presentado y el minotauro la levantó mientras los hombres seguían achicando agua. La mujer se apartó de la cara sus empapados bucles de un manotazo y miró en derredor.

—¡Kof! —balbuceó—. ¡Ahí está el Perechon! ¡Alguien ha conseguido enderezarlo!

—¡Alabado sea Habbakuk! —consiguió articular uno de los marineros.

Los redondos ojos del minotauro escrutaron las tinieblas y divisaron la maltrecha nave. El barco tenía un aspecto lamentable, con su palo mayor quebrado y la vela extendida como un sudario sobre la cubierta. Pero el de mesana estaba intacto, y el casco ya no se escoraba. La esperanza hinchó el musculoso pecho de Kof.

—Es insumergible —susurró, recordando que años atrás el barco fue aspirado por el Remolino y escupido milagrosamente, más tarde, a una lejana orilla—. Alabado sea Habbakuk, sí.

—¡Sujetaos bien! —gritó Maq. Se aferró a la regala del esquife al tiempo que la pequeña embarcación se elevaba sobre una ola y se estrellaba contra el costado del Perechon. Advirtió con alivio que los demás esquifes también regresaban, ya fuera impulsados por sus remos o arrastrados por el viento.

En pocos minutos, los hombres volvían a dispersarse por la cubierta. Aunque estaban agotados, corrían de un lado a otro, apartando la vela mayor de la sección central del barco.

—¡Tensad la vela de mesana! —gritó Maquesta, intentando hacerse oír por encima de los truenos que retumbaban en el aire—. O lo que quede de ella, al menos —dijo para sí misma, mientras regresaba junto al timón, acompañada por Kof.

El minotauro ladeó la cabeza.

—Ese ruido… Tiene que ser otra ola que se aproxima. Deberíamos virar al este. Ya no podemos estar lejos de Kothas.

Maquesta asintió.

—Si descubro una costa, me escabullo hasta allí y encuentro algún abrigo… Así podríamos salir de esta tormenta y luego… ¡Dioses! ¿Es que no va a acabar nunca? ¡Kof, que los hombres bajen a empuñar los remos!

El minotauro se detuvo un instante para seguir la mirada de Maq y averiguar la nueva causa de su preocupación. A unos cientos de metros de la proa del Perechon, el océano se precipitaba hacia una inmensa cascada rugiente. En el mar se abría una fisura que recordaba las fauces de una gran bestia, negra, vacía y de un diámetro tal que en la oscuridad de la tormenta apenas pudo abarcarla completa. La hendidura estaba rodeada de agua que se desplomaba quién sabía a qué distancia hasta el fondo. Y el Perechon se dirigía en línea recta hacia allí.

—He navegado por este mar durante años —dijo Maq, aunque no en voz lo bastante alta como para que lo oyera nadie más—. Eso no estaba aquí antes.

—¡A los remos, camaradas! —rugió Kof. Piafó con sus cascos y sacudió con firmeza los hombros de los marineros que se habían quedado mirando mudos de asombro—. ¡Moveos! ¡Bajad y empuñad los remos!

—¡Por los poderosos ijares de Habbakuk! —gritó Rogan—. ¡Estamos perdidos!

—¡Seguro que estamos perdidos si no hacemos nada! —replicó lacónicamente el minotauro—. ¡A los remos!

Todos se apresuraron a obedecer, elevando oraciones a los dioses por el camino. De pronto se oyó un gemido, un chasquido, un traqueteo, un resoplido y un chapaleo que fue aumentando de intensidad hasta que se le sumó el crujido de los maderos de una sección de la cubierta al quebrarse. Volaron astillas de madera en todas direcciones.

—¡En nombre de todos los dioses! —gritó un marinero—. ¿Qué ha sido eso?

—¡Es Lendle! —vociferó Rogan.

El minotauro miró hacia el enorme boquete que se abría en la cubierta. Al principio le pareció como si un giboso fantasma surgiera por la abertura. Pero la cosa siguió subiendo, hasta revelarse como un globo hecho con tejido de la vela. Debajo de él se balanceaba una esfera de la que sobresalían varillas y alambres curiosamente retorcidos y, debajo de ella —suspendido en una caja que llevaba la etiqueta «Brandy Endulzado de Mithas»— estaba sentado el gnomo. En una mano sostenía una botella de brandy descorchada; la otra mano jugueteaba con un artefacto parecido a una tetera que sobresalía apenas por el borde de la caja. Iba vertiendo brandy en la caldera, que a su vez inyectaba vapor al interior de la esfera. Un cabo iba de la vela-globo a la boca del gnomo, y cuando él tiraba, la máquina remera ascendía en el acto.

—¡Creí que abandonabais el barco! —gritó Kof a los hombres—. ¡Creí que decíais que el Perechon se estaba hundiendo!

—¡El barco se ha enderezado solo! —aulló Rogan.

—¡Pero nos hundiremos muy pronto! —añadió el segundo oficial, gesticulando en dirección al sordo rugido de la cascada y la inmensa abertura en el océano.

—¡Asombroso! —Los ojos del gnomo se abrieron desorbitadamente—. Me pregunto cómo ha llegado hasta aquí. Nunca lo había visto. Y eso que he navegado antes por estas latitudes. ¡Es asombroso!

—¡Baja inmediatamente, Lendle! —gritó el minotauro, mientras se unía a los hombres que retiraban de la cubierta.

Lendle negó con un gesto.

—¡Definitivamente, nunca había visto nada parecido! ¡Una cascada en medio del océano! ¡Es asombroso!

La máquina remera volante patinó sobre la cubierta. Tan distraído estaba el gnomo por la increíble hendidura en el océano, que no prestó atención al modo como maniobraba la máquina. Se detuvo en seco al enredarse en la vela de mesana.

—¡Cie­los­cie­los­cie­los! —exclamó con una risita ahogada, mientras vertía más brandy en la tetera—. ¡No­ha­si­do­un­buen­in­ten­to!

Vació la botella, la arrojó a un lado y cogió otra.

—¡Más­po­ten­cia!¡Hay­que­ven­cer­la­co­rrien­te! —La tetera emitió un estridente silbido y otros ruidos brotaron de la máquina de Lendle—. ¡Ne­ce­si­to­más­po­ten­cia! —La máquina voladora tensaba el aparejo—. ¡Más! —Vació la segunda botella y cogió la tercera. Resbaladizo por la lluvia, el cuello de vidrio se escurrió entre sus gruesos dedos y se hizo añicos contra el fogón de la estufa—. Más… ¡burps! ¡Fuego!

En la oscura bodega, los marineros tuvieron que encontrar a tientas los remos, sorteando cajas, botellas rotas y piezas descartadas de la máquina de Lendle.

—¡Buscad un remo y deslomaos remando! —bramó Kof—. Si queréis vivir, poned todo vuestro empeño en la labor, y luego añadid más. —Tanteó en la oscuridad hasta que descubrió un banco vacío, empuñó el mango de un remo y puso manos a la obra—. ¡Uno, dos, tres! —gritó, repitiendo la cadencia mientras otros hombres se unían a él.

—¡Los dioses nos han mandado esta tormenta! —oyó gritar el minotauro a un marinero—. Los dioses nos matarán a todos.

—¿Los dioses? Algún dios oscuro —replicó otro—. Takhisis, sin duda. La Reina de la Oscuridad.

Maquesta se hallaba sola en cubierta, luchando contra el viento, virando con fuerza a estribor en un esfuerzo por obligar al barco a dar media vuelta y concentrándose en hacer caso omiso del fragor de la tormenta. La lluvia martilleaba la cubierta y el viento aullaba, empujando al Perechon cada vez más cerca del borde de la sima.

Apenas notó que el barco se encabritaba bajo sus pies cuando más hombres empuñaron los remos. Sus esfuerzos no bastarían, estaba segura. No había bastantes hombres, bastantes remos, bastante tiempo. Maquesta cerró los ojos y pensó en Kof, Lendle y su padre, quien tantos años atrás le había enseñado a navegar y a amar el mar más que la vida. Ella había amado esta difícil vida y se había endurecido para ganarse el respeto de su tripulación. Nada de palabras amables para nadie. Nada de lamentaciones.

—¡Fuego! —seguía gritando Lendle. Pero su vocecita se perdía en el ululante viento, la ensordecedora catarata y el incesante traqueteo de la máquina. A pesar de la lluvia, el fuego se propagó, envolviendo la estufa, quemando los calzones del gnomo, ascendiendo y consumiendo la vela-globo. Las llamas lamieron las demás botellas de brandy que Lendle había guardado a bordo de su improvisado aeróstato. El vidrio se agrietó, Lendle gritó de miedo y una explosión sacudió el aire.

Maq abrió los ojos de golpe cuando fue apartada violentamente del timón; aterrizó con un fuerte topetazo y se deslizó hacia la borda más alejada. Se dio en la cabeza con los barrotes y quedó momentáneamente aturdida. Inmediatamente se recobró, parpadeando y haciendo rechinar los dientes mientras el aire azotaba su rostro.

El barco salió volando, propulsado por la explosión de la máquina de Lendle. Como una piedra arrojada por una honda bien manejada, pasó a gran velocidad por encima de la sima y chapoteó en las olas al caer al otro lado.

Maquesta gateó hacia el timón, se puso en pie apoyándose en la rueda y finalmente asió las cabillas, en el momento en que el barco se detenía bruscamente.

—En nombre de…

—¡Maq! —Kof subió a la cubierta. El minotauro se acercó a la mujer dando traspiés y miró a su alrededor—. ¡Lendle! —Había fragmentos esparcidos de cobre y latón, botellas de brandy rotas y una tetera destrozada. Un bulto chamuscado, que recordaba vagamente a un gnomo, estaba tendido en el centro.

El bulto levantó lentamente la cabeza. El rostro de Lendle estaba ahora ennegrecido y era completamente lampiño, pues su barba y su cabello habían sido consumidos por las llamas.

—Mi pobre máquina —masculló. Después perdió el sentido.

La lluvia caía en ese momento con más suavidad, casi reducida a una agradable llovizna. Se abrieron claros entre las nubes cada vez más tenues y el viento amainó hasta convertirse en una suave brisa. Rogan trasladó a Lendle bajo la cubierta con mucho cuidado, mientras Maquesta, con el rostro impasible, rezaba una silenciosa plegaria a los dioses por la vida de su pequeño y valiente amigo.

Kof se había situado en la sección central del barco, cerca de una batayola, y observaba la sima, que se iba cerrando misteriosamente. Era como si la extraña cascada no hubiera sido más que una pesadilla. El mar se alisó alrededor del Perechon y el cielo se fue despejando de nubes.

—Hemos tenido suerte —dijo Rogan cuando regresó junto a Maquesta y el primer oficial—. Los dioses nos sonreían. Hoy hemos tenido suerte.

—¿De veras? —se preguntó Maquesta en voz alta. Siguió contemplando el mar en calma.

El agua estaba ahora tan lisa como un cristal. Las estrellas se reflejaban en su superficie, al igual que una pálida luna, grande y llena, que se cernía justo sobre la línea del horizonte.

Dos semanas más tarde, el Perechon entró renqueando en el puerto de Cuda, en la costa suroeste de Kothas. Un tercio de las cajas de brandy habían sobrevivido y estaban siendo descargadas bajo la atenta mirada de Maquesta y de Lendle, cuyas cicatrices de quemaduras resultaban todavía muy visibles.

El gnomo se apoyó en unos fardos y meneó la cabeza.

—Mi máquina —gruñó—. Tendré que empezar otra vez desde el principio.

—Tu máquina funcionó muy bien —dijo llanamente Maq—. Salvó al Perechon.

—No tengo acero suficiente para comprar todas las piezas que necesito para una nueva. Perdimos dos tercios de nuestro cargamento, dos tercios de nuestra paga.

—Eso tiene remedio. —Los oscuros ojos de la capitana se encontraron con los vidriosos del gnomo—. Acabo de aceptar un nuevo contrato: llevar lana a Karthay. Empezarán a embarcarla antes de una hora. Y como no hay ninguna máquina en la bodega de carga, podemos llenarla del todo. La paga es buena…, la mitad por adelantado.

—¿Por qué no llevamos la lana dentro de unas semanas, o de un mes? Maquesta Nar-thon, ahora sólo hay una luna y las mareas son distintas, el mar es distinto. Deberíamos esperar en puerto un tiempo hasta que todo se calme…, hasta que sepamos a qué nos enfrentamos, hasta que conozcamos las repercusiones de la guerra. Precisamente anoche, en la taberna hablaban del…

—Ya he firmado el contrato.

—Quizás un breve retraso, Maquesta Nar-thon.

—La paga por este contrato es demasiado tentadora para rechazarla.

—Tentadora quizá, pero…

—Entonces desembarca ahora mismo. —Su tono era seco y sus ojos relampagueaban—. Construye tu máquina en el barco de otro. Ocupa su espacio de carga con tus locos inventos. —Apretó los labios hasta que formaron una delgada línea—. No rechazaré un trabajo provechoso sólo por satisfacerte.

—Buena paga, ¿eh? Me vendría bien una nueva estufa de leña —admitió el gnomo—. Y necesito al menos doce varillas de cobre para mi máquina remera. Alambre grueso, un embudo y… ¿Qué me dices del relato de taberna?

Maq le dirigió una torva mirada.

—Lo sé —dijo Lendle con un suspiro—. Entonces Krynn será destruido y no tendré por qué preocuparme de nada. —Refunfuñando, desapareció bajo cubierta.

—Zarpamos antes de una hora —le gritó Maq con ojos chispeantes. Cuando el gnomo estuvo fuera de su vista, la capitana se permitió sonreír, algo infrecuente en ella.