Los ojos de Caos

[Sue Weinlein Cook]

El último de los ogros se desplomó en la tierra endurecida por el sol y quedó, inmóvil, junto a los cadáveres de sus compañeros. Al cabo de un momento, la conmocionada criatura se agitó débilmente, intentando alejarse a rastras de la carnicería.

La hembra de Dragón Azul echó hacia atrás sus garras, dispuesta a asestar otro zarpazo a su presa, pero titubeó. Sus párpados se entornaron. Se había cansado de este juego.

Inspiró profundamente, paladeando el penetrante sabor del relampagueante aliento que amenazaba con surgir impetuosamente de sus fauces. El dragón contempló al ogro que trataba en vano de apartarse del montón de cadáveres. La hembra Azul contuvo el aliento hasta que no pudo más.

Un relámpago brotó del monstruo con tanta violencia que lanzó al desgraciado ogro más de quince metros hacia atrás y lo aplastó contra las ruinas de una tosca vivienda de madera. El infeliz cayó pesadamente al suelo, y su cuerpo, achicharrado, se convulsionó por las impresionantes descargas eléctricas que lo atravesaban. Su rostro, ennegrecido y aterrorizado, estaba rodeado de chispas. De la seca madera de la casa se elevaron finas columnas de humo acre; en pocos segundos la construcción entera ardía en llamas que silbaban y restallaban a su alrededor.

El ogro no volvió a incorporarse.

La hembra de Dragón Azul dirigió su hocico hacia el cielo y soltó un potente rugido. Adoraba el sonido de su propia voz retumbando por la tierra arrasada. Dio un paso, clavando sus garras profundamente en el montón de cadáveres, en ese momento nada más que carroña. Unos pasos más, y la hembra Azul tensó los poderosos músculos de sus patas para darse impulso y emprender el vuelo.

La hembra de dragón batió las alas con furia, acelerando mientras se remontaba por el cielo de finales de verano. Clamor adoraba la velocidad casi tanto como el sonido: la velocidad y el volumen la consumían. Voló cada vez más deprisa, propulsada por una súbita descarga de energía y alborozada por la fresca corriente de aire de las montañas Khalkist que le acariciaba el pellejo azulnegruzco. Tras avisar a su jinete para que se agarrara bien, la hembra se ladeó bruscamente. Clamor bajó el largo hocico y plegó las musculosas alas, con lo que se precipitó hacia el suelo como una flecha élfica, para nivelarse en el último momento y pasar rozando el ennegrecido poblado de los ogros.

—¿Qué te ha parecido eso, Jerne?

Clamor estaba demasiado complacida con su obra para advertir que no obtuvo respuesta por parte del jinete.

Inspeccionando la destrucción, la satisfecha hembra de dragón ronroneó guturalmente; era lo mejor que podía imitar la risa de su compañero, el caballero negro llamado Jerne. Clamor balanceó la cabeza para abarcar en toda su extensión las ruinas de las toscas cabañas que todavía humeaban por efecto de su abrasador aliento y las viviendas de piedra desnuda reducidas a escombros. El olor de carne quemada penetró en sus ollares y Clamor divisó los restos de los ogros, calcinados hasta resultar casi irreconocibles, tendidos en medio de la destrucción. Había más cadáveres diseminados por el centro del poblado, pero en ellos no había marcas de ningún tipo. A su lado, había cestos y herramientas esparcidos por el suelo, que sus dueños habían soltado junto a sí en su agonía. Los cerdos y lagartos que criaban como alimento los habitantes del poblado también habían perecido en sus corrales.

—No es en absoluto como la última vez que vinimos, ¿verdad, Jerne? —preguntó fríamente Clamor. ¿Había transcurrido sólo un mes desde que ellos dos, junto con el resto de su ala de caballeros, recorrieron Blode para reclutar a todo guerrero apto al servicio de los esbirros de las Tinieblas?—. Han ocurrido muchas cosas, desde entonces. Nuestra invasión…

Absorta en sus pensamientos, la hembra de dragón sobrevoló en círculo el poblado por última vez. A continuación desplegó sus alas en toda su envergadura para aprovechar una corriente térmica y se dejó llevar majestuosamente, reviviendo aquellas triunfales semanas durante el verano más caluroso que recordaban incluso los dragones. Los ejércitos de los Caballeros de Takhisis, compuestos por temibles paladines de las Tinieblas montados en sus dragones, habían asolado el continente en una conquista sin precedentes en ninguna de las grandes eras de Ansalon.

—¿Recuerdas cómo aplastamos todas las naciones como frágiles ramitas bajo nuestros pies? Les enseñamos el verdadero significado del honor… ¡y del miedo! La tierra entera se inclinaba ante la gloria de Su Oscura Majestad.

Clamor titubeó, pues no quería recordar el último capítulo de aquel decisivo verano. En su lugar, con el pulso latiéndole aceleradamente en las sienes, agitó las alas en el bochornoso aire y se elevó de nuevo. Tras ganar altitud, torció el cuello para contemplar por última vez el resultado de sus esfuerzos. Lo que parecía una expedición de ogros, de cacería, acababa de entrar en el poblado. Clamor sonrió con petulancia, imaginándose la consternación de los ogros al descubrir sus hogares…

Un Caballero no debe batirse con un oponente desarmado.

… convertidos en simples despojos humeantes.

Una de las peludas criaturas miró hacia arriba y señaló a Clamor con su garrote. Los demás ogros se encogieron de miedo, hasta parecer diminutos entre las ruinas y los cadáveres.

—¡Pobrecitos! —se mofó en voz alta la hembra Azul y, a continuación, se sumergió en la fresca blancura de las nubes.

¡Pobre Clamor!

La hembra de dragón dio un violento respingo al sentir un repentino dolor en la pata derecha. El miembro —ennegrecido, arrugado y rezumando verde icor— se bamboleaba flaccidamente. Clamor maldijo a los ogros del ya lejano suelo, sabiendo que su herida había empeorado con su parada en Blode. El dolor despertó bruscamente sus recuerdos sobre la batalla donde había recibido la herida. Notó cómo el corazón se le aceleraba y la piel se le calentaba a pesar de los fríos vientos del sur, al recordar el momento que con tanto empeño había intentado apartar de su memoria. Parecía que hubiera sido ayer… En efecto, ayer fue.

Clamor sentía un feroz orgullo. Sobre Jerne y ella había recaído el raro privilegio de volar como lugarteniente del valiente Steel Brightblade, el jinete de Llamarada. Su ala había abandonado las ruinas de la Torre del Sumo Sacerdote para internarse en la fisura abierta recientemente en el océano Turbulento. Descendían interminablemente, hasta que Clamor se convenció de que saldrían por el otro extremo del mundo en cualquier momento. Por fin, emergieron en el Abismo y contemplaron a sus enemigos.

Aunque pocas cosas atemorizaban a la gran hembra de Dragón Azul, la visión del gigante llamado Caos provocó en ella oleadas de terror que recorrieron todo su cuerpo. El enorme y bestial personaje rugió como un volcán en erupción, riéndose de quienes acudían a combatir contra él. Su feo semblante bastaba para hacer vacilar en su ataque incluso a un dragón, y su tamaño empequeñecía al más poderoso de los Dragones Rojos. Pero lo peor eran los ojos, pensó Clamor. Aquellos agujeros sin párpados en el rostro parecían succionar todo lo que contemplaban en su vasta vacuidad. La hembra de dragón creyó que aquellos oscuros remolinos serían capaces de aspirarle hasta el alma.

A su alrededor caían en picado terribles Dragones de Fuego, los esbirros de Caos. Estas criaturas de magma viviente lanzaban a sus enemigos apestoso azufre candente, al tiempo que brotaban chispas de sus escamas del color de la obsidiana y de sus alas llameantes que chamuscaban las carnes del hombre y del dragón.

Steel ordenó a sus caballeros que atacaran a los jinetes de estas inmundas criaturas, los demonios guerreros. Clamor y Jerne, un equipo experimentado, con muchos años de entrenamiento juntos e incontables batallas en su haber a raíz de la invasión de aquel verano, se abalanzaron sobre sus enemigos con una furia que reprodujeron los demás Dragones Azules, así como los Plateados que los acompañaban al combate con Caballeros de Solamnia a la espalda. Clamor sabía que ésta era la lucha de todos los hijos de Krynn.

Con el opresivo calor del Abismo arreció el ataque. Los alaridos de los dragones atacantes se mezclaban con los gritos agónicos de los caídos. Clamor y su caballero ya habían destruido a varios de los infernales demonios guerreros cuando ocurrió.

Jerne alzó su espada, que había sido bendecida por Su Oscura Majestad el día en que fue nombrado caballero, y pidió a Clamor que se acercara un poco más al enemigo. Pese a hallarse casi exhausta por el esfuerzo realizado en esta interminable batalla, Clamor accedió valerosamente. El demonio guerrero les dedicó una feroz mueca burlona mientras su Dragón de Fuego batía sus alas ardientes, aproximándose más que nunca.

«¡Espera! —pensó alarmada la hembra de Dragón Azul—. ¡Jerne no está bien sentado en la silla!». Intentó virar para interrumpir su aproximación, pero ya era demasiado tarde. Con una última palmada cariñosa en el flanco, el caballero saltó desde el lomo de Clamor sobre su demoníaco enemigo en un ataque suicida, profiriendo su grito de guerra y blandiendo su oscura espada en un malévolo arco.

Repentinamente desequilibrada, Clamor intentó enderezarse. Horrorizada, vio a Jerne derribar al demonio guerrero de su montura y caer con él en dirección al lejano suelo.

—¡No! ¡Jerne! —El grito de desesperación de la hembra Azul se convirtió en un aullido de dolor cuando el Dragón de Fuego, en ese momento sin jinete, se zambulló por debajo de ella y le abrasó la pata derecha. Enfurecida, Clamor rodó sobre sí misma en el aire y su mirada se trabó con la del otro dragón. Acto seguido exhaló un rayo cegador contra el dragón de Caos. El impacto provocó un estallido de escamas de obsidiana que volaron en todas direcciones y el Dragón de Fuego salió despedido hacia atrás, hacia la lanza de un Caballero de Solamnia y su plateada montura, que atacaban en aquella dirección.

Malherida, Clamor apenas consiguió reunir las fuerzas suficientes para frenar su descenso antes de estrellarse contra el suelo. A través de un velo de dolor distinguió a Jerne tendido no muy lejos, inmóvil bajo el cadáver del demonio guerrero. Deseando ver otra cosa —cualquiera— que no fuera el cadáver de su amado jinete, Clamor miró hacia el cielo. Divisó a Llamarada y a Steel en el momento que herían a Caos y le arrancaban una única gota de sangre que cayó al suelo, gris, muy cerca de ella. Sin apartar la vista de Llamarada, Clamor aplaudió débilmente el ataque. No reparó en la pequeña humana de cabellos plateados que escarbaba frenéticamente con dos trozos de reluciente piedra en la arena empapada por la sangre del gigante y luego, al borde de las lágrimas, se alejaba a la carrera.

Aun creyéndose incapaz de resistir el dolor pulsante de su pata quemada, la tullida Clamor logró incorporarse. Dio varios pasos tambaleantes, intentando mantener el equilibrio, y apoyó el pie herido justo en la zona del suelo teñida de rojo con el fluido vital de Caos.

Cuando la sangre del Padre de Todo y de Nada se mezcló con la suya, la hembra de Dragón Azul se sintió inexplicablemente ajena a la lucha. Aunque recordaba que Jerne había insistido en que la mismísima supervivencia de Krynn dependía del resultado de esta batalla, ella no podía resistirse a la voz que ahora le ordenaba que remontara el vuelo, sin detenerse, hasta salir del Abismo. A punto de perder la razón, Clamor creyó ver que Caos la miraba directamente con aquellos horribles agujeros vacíos que tenía por ojos. Lo último que oyó antes de dejar atrás el combate fue la risotada socarrona, del gigante.

¡Hija de Caos!

Clamor sacudió la cabeza, intentando despejarla de recuerdos tan perturbadores.

—Jerne, ¿cómo pudiste dejarme? —gimoteó.

No lo recuerdas, ¿verdad?

—¡No quiero recordarlo! —rugió la hembra de dragón a las nubes.

A modo de respuesta, el dolor recorrió de nuevo su pata como una llamarada. Clamor inhaló de golpe al sentir la oscura malevolencia de la herida arrastrarse lentamente por su pata y hacia su vientre. En ese momento supo que no podía seguir escondiéndose de la funesta verdad. «Me está devorando viva —pensó la hembra de dragón, enloquecida por el pánico—. ¡La herida es del propio Caos! ¡Me está robando la vida! Jerne, ¿qué hago? Lo único que lo detiene es…».

Una súbita idea restañó el miedo que se acumulaba en su interior. Clamor supo cómo colmar el voraz apetito de la sangre de Caos que recorría su cuerpo. Si lo que buscaba era vida, eso iba a ser lo que ella le daría. Pero no la suya propia.

Surcando exultante el aire a gran velocidad, lanzó un rayo que inflamó las nubes con la luz reflejada. Un ronroneo se instaló en su garganta. Comprimiendo las alas plegadas a lo largo del dorso, la hembra de Dragón Azul salió repentinamente de las nubes e inspeccionó el exuberante terreno boscoso que se desplegaba bajo sus pies.

—¡Conquistaré todas estas tierras en tu nombre, sir Jerne Stormcrow! —proclamó en representación de su ausente jinete—. ¡Todos reconocerán el honor de tu valiente sacrificio y a ti como el mayor de los caballeros!

Honor, honor, honor, honor, honor, honor.

Clamor se propulsó hasta el límite de la vegetación y escudriñó el bosque en busca de señales de civilización. No había vuelto a esta región meridional de Ansalon desde hacía muchos años, desde que los elfos repelieron la Pesadilla de Lorac que corrompió los bosques de Silvanesti tras la Guerra de la Lanza. La hembra de dragón aspiró profundamente el aroma del nuevo verdor. Sólo los elfos podían cultivar algo en medio de esta sequía, pensó con una punzada de añoranza por la fría y árida isla en la que vivieron y se entrenaron durante tanto tiempo ella y su jinete.

Los ojos de Clamor se iluminaron al distinguir un claro entre los árboles. Cuando se aproximó, la escena de un tranquilo pueblo se materializó bajo su mirada. «Casi igual que el anterior», pensó ronroneando de júbilo al imaginarse la furia de los elfos que vivían allí si oyeran que se los comparaba con ogros en algún aspecto.

La hembra de Dragón Azul describió un solo círculo por encima del poblado y se lanzó en picado. El fragor del aire a su alrededor era como música.

—¡Por ti, Jerne! —rugió mientras emitía un breve rayo sobre los silvanestis congregados en el centro del pueblo, alrededor de un pequeño estanque. El rayo aniquiló a media docena de elfos y derribó a varios más, que cayeron al estanque manoteando frenéticamente. Otros se dispersaron entre alaridos de terror y sorpresa. Clamor siguió a un grupo de delicadas criaturas rubias que corrían hacia la grácil torre de un edificio tallado en un árbol vivo. La hembra pudo oler su miedo.

Cuando se hallaban a pocos pasos de su supuesto refugio, la mirada de Clamor se posó sobre ellos, obligándolos a volverse y mirarla de frente. La hembra Azul se quedó cernida, dejándolos petrificados con su mirada, y se maravilló por lo que ocurrió a continuación. Lentamente, unas finas hebras plateadas surgieron del cuerpo de cada elfo y se mantuvieron flotando, delicadamente, en el aire.

«Qué extraño —reflexionó la hembra de dragón, al tiempo que atraía inexorablemente hacia ella los hilos plateados por el poder de su voluntad—. Los de los ogros eran de bronce». La implacable mirada de Clamor extrajo la sutil energía vital de los elfos, hasta que la luz plateada resultó casi cegadora. La hembra de dragón se recreó con la inyección de vitalidad que invadía su cuerpo como la marea. Se quedó momentáneamente desconcertada al observar en los rostros de los silvanestis moribundos la misma expresión horrorizada que imaginaba en su propia cara cuando contempló por primera vez el rostro de Caos. Después, los elfos se desplomaron como marionetas y ya no tuvo importancia.

Clamor arrasó con celeridad el resto del pueblo, alternando la destrucción de los elfos y sus viviendas mediante su relampagueante aliento con el acto de devorar sus almas para alimentar la sangre de Caos. Sin prestar atención apenas a los escasos silvanestis que habían huido al bosque, la hembra de dragón regresó al estanque central aleteando suavemente. Sintiéndose rejuvenecida, se tumbó con satisfacción junto al estanque y escrutó las aguas.

Lo que contempló en la lisa superficie la sorprendió tanto que dio un respingo. Después, lentamente, la hembra de dragón se inclinó para verlo más de cerca. Horrorizada y asqueada observó fijamente su reflejo, el enfermizo tono negruzco que había adoptado su piel a partir del centro de su pecho y hasta los dedos de los pies. La zona descolorida estaba cubierta de arriba abajo por horrendas pústulas y llagas ulcerosas. Su pata derecha, abrasada, se había consumido hasta reducirse a un simple muñón deforme. Ya casi no parecía un dragón.

Pero lo peor eran los ojos. Al fijar la vista en ellos, Clamor sintió que el miedo le atenazaba el corazón. Los ojos que le devolvían la mirada desde la superficie del estanque se parecían menos a los de un Dragón Azul que el resto de su espantoso cuerpo. Los agujeros sin párpados de su rostro ya no daban idea de la inteligencia y el humor de los dragones, ni el menor atisbo de la dedicación y la voluntad que había desarrollado como compañera de Jerne. Ahora sólo contenían una vasta negrura. Una total vacuidad.

De tal padre, tal hija.

Clamor gritó y remontó el vuelo. Por enérgicamente que batiera las alas, no podía escapar de la gigantesca erupción de carcajadas que atronaba en sus oídos.

Tras lo que debieron ser horas de volar en línea recta, sin pensar en nada más que en el ininterrumpido batir de sus grandes alas, una idea afloró en la mente de la frenética hembra Azul. «¡Silvanost! —pensó. Volaba recto hacia esa radiante capital del bosque reclamado por los elfos. Sus ojos de otro mundo centellearon ante la idea—. ¡En Silvanost viven millares! Absorber a tantos sin duda satisfará esta famélica sangre de Caos».

Pero el frenético ritmo de la hembra de dragón había empezado a cobrarse su tributo. Notaba las alas entumecidas por el esfuerzo del vuelo a semejante velocidad y había empezado a dolerle todo el cuerpo. A este paso jamás llegaría a la capital élfica.

—Sólo un breve descanso —anunció a su ausente jinete, tambaleándose un poco por el esfuerzo de mantener la altitud—. Una corta siesta no me hará daño. ¡Después te conquistaré una reluciente joya para la corona de tu reino!

La hembra de dragón empezó a planear en círculos, cada vez a menor altura, buscando un lugar adecuado donde posarse. Irritada ante la ausencia de los lugares secos y despejados que preferían los Dragones Azules, al fin encontró un pequeño claro cerca de un arroyo y aterrizó. Le sorprendió su propio sobresalto al tomar tierra con brusquedad.

—Cuidado, Jerne —murmuró fatigosamente, levantándose con cuidado del suelo cubierto de musgo—. No quisiera verte caer. —La exhausta hembra cerró los ojos y sucumbió al sueño por primera vez desde la batalla contra Caos.

No quisiera verte caer

                                     caer

                                             caer

                                                     caer

                                                             caer

Clamor se encontraba de nuevo en el Abismo, una vez más en medio de la furiosa batalla contra el Padre de Todo y de Nada. Una vez más percibió el horrible olor a azufre del aliento de dragón y oyó los alaridos de dragones y hombres sin distinción. Oyó a su caballero apremiarla para que se acercara al sonriente demonio guerrero que montaba un Dragón de Fuego cercano y advirtió que respondía a la orden. Entrecerró los ojos para filtrar la luz que arrojaban las ígneas alas del dragón que montaba el enemigo. Era demasiado brillante. ¿Dónde…? ¡No!

Ansiosa por evitar el contacto con las alas de fuego de su contrincante, Clamor, medio ciega se retorció bruscamente para ascender. Sin embargo, el repentino movimiento se produjo justo en el momento en que Jerne se disponía a atacar y el caballero perdió el equilibrio. Tras un único y vano intento de encontrar algún asidero, Jerne salió despedido de la silla, gritando: «¡Clamor!». Se contorsionó mientras caía y logró aterrizar justo sobre el sorprendido demonio guerrero, con lo que ambos cayeron de la montura al duro y lejano suelo.

—¡No! ¡Jerne!

Clamor despertó con un sobresalto, respirando entrecortadamente por la intensidad del sueño.

—¡Yo quería hacer de ti un héroe! —exclamó, como si un tropel de palabras pudieran contener el caudal de recuerdos indeseados—. Iba a contarle a todo el mundo tu osado ataque suicida.

Sabes que no fue suicida.

—¡Te recordarán como al más grande de los caballeros! ¡Honrarán tu nombre! Pero antes debo llegar a Silvanost… —La tullida hembra intentó ponerse en pie, pero se encogió de dolor al levantar del suelo la piel cubierta de pústulas.

No recuerdas nada del honor, Clamor.

—¡Voy a hacerlo por ti, Jerne!

¿Sí?

—¿Acaso no lo ves? ¡Me está matando!

Un ruido brusco procedente del lindero del claro hizo volver la cabeza a Clamor. Un grupo de elfos —¿y ogros?— arremetió contra ella saliendo del follaje. Los elfos se detuvieron y armaron sus arcos, mientras una docena de ogros avanzaba a la carrera con sus garrotes en alto. Se preguntó qué podía conseguir que se aliaran enemigos mortales como ellos.

Tú.

En el momento en que Clamor intentaba imaginarse cómo podían haberle dado alcance aquellas criaturas —jamás habría sido tan descuidada como para dejar rastro, ¿o sí?— cayó la primera andanada de flechas. La hembra de dragón rugió de dolor e incredulidad. Sus tiernas escamas, ya víctimas de la sangre cancerosa que circulaba por sus venas, no la protegieron de las devastadoras puntas de flecha élfica. Clamor bajó la cabeza a la altura de los ogros que se aproximaban, dispuestos a ofrecer sus fuerzas vitales en sacrificio a la bestia que había en ella.

¿Cuándo terminará esto, Clamor?

La hembra de Dragón Azul sacudió la cabeza, tratando de expulsar de su turbia mente la familiar voz que tanto la confundía.

Primero ellos, luego Silvanost, y después ¿qué? ¿Convertirás todo Ansalon en tu presa?

La debilitada hembra Azul dejó de moverse. Se había cansado de luchar contra la fuerza mortal que habitaba en ella.

—¡Quiero vivir!

Ésta no es la manera. Para salvarnos, debemos combatir a Caos, no alimentarlo.

Mientras los ogros se aproximaban, Clamor apoyó la cabeza en el suelo con calma y contempló el arroyo que tenía delante. Sobre la transparente agua corriente se fue aclarando ante sus ojos una imagen: el familiar rostro de un hombre de cabello rojizo cortado al cepillo y ojos verdes. Jerne le sonrió y, cuando lo oyó reír por lo bajo, supo que había sido perdonada. Clamor ni siquiera notó los garrotes de los ogros que se abatieron violentamente sobre su cuerpo, no sintió la segunda y luego la tercera andanada de flechas que se clavaron en su pecho, su cabeza y sus patas. El arroyo se lo llevó todo excepto a Jerne.

—Todo va a ir bien ahora —dijo, y llamó con un gesto a su compañera.

Desde una gran distancia, Clamor oyó las débiles voces de sus agresores alzarse por su triunfo. Después, su cháchara perdió todo sentido, mientras la hembra de dragón se apresuraba a reunirse con su caballero.