El Muro de Hielo

[Douglas Niles]

Keristillax despertó lentamente, agitándose de una manera tan imperceptible como el avance del cercano glaciar. Sus ollares exhalaron una vaharada de gélido aire, y transcurrió un año entero. Una membrana correosa, blanca como la nieve virgen, se hinchó progresivamente y, al cabo de cien días, dejó al descubierto un ojo de pupila hendida y color azul claro, bordeado de nieve. Unas alas crujieron, desalojando los carámbanos de hielo que se habían formado durante los últimos…

¿Cuánto tiempo había transcurrido?

La primera pregunta surgió entre una bruma de blancura, de un lugar donde se mantenía al margen la abrasadora temperatura del mundo, donde las agujas de hielo perforaban el aire, en lacerantes ráfagas, impulsadas por el viento.

Keris meditó la pregunta mientras otro año pasaba volando.

«Soy el Dragón Blanco, Keristillax». Ésta fue la primera verdad que emergió de la pálida neblina, y le sirvió de base para sus pensamientos siguientes.

«Este lugar… Este lugar es una isla: Hielo Eterno…, el alcázar de Hielo Eterno».

El segundo retazo de conocimiento se presentó por sí solo, y en ese momento Keris tenía memoria.

La rocosa y yerma isla sobresalía del agua frente a la costa más meridional de Ansalon. Era un lugar desprovisto de vegetación y envuelto en un sudario de niebla, cubierto de hielo más de la mitad del año. En una ocasión, largo tiempo atrás, la flota de Tarsis había recalado aquí y un noble humano de gran riqueza y encumbrada posición se convirtió en el señor de este castillo. Entonces llegó Keristillax. El señor y sus súbditos murieron y, después de la primera oleada, las naves de Tarsis interrumpieron sus visitas.

Siguió una gran guerra y el Dragón Blanco acudió volando a la llamada de su Reina. Los clanes cromáticos se reunieron en Sanction y los Blancos emprendieron una abrumadora campaña, volando por el aire abrasado por el fuego en busca de violencia y gloria. Cuando se deslizaba majestuosamente hacia el enemigo, Keristillax sonrió con desdén al ver a los Dragones del Bien cargados de lanceros. Como sus congéneres dragones, el wyrm blanco desafió con desfachatez las minúsculas espinas que aquellos jinetes llevaban a la batalla.

Y vio morir a los Dragones Blancos, expulsados del cielo por las puntas de aquellas letales espinas. Vio a su Reina elevarse como una montaña por encima de Krynn en su momento de máxima gloria, atravesada por la lanza que empuñaba el caballero Huma. La Reina de la Oscuridad se marchitó y simplemente se desvaneció, abandonando a Keristillax y a sus congéneres supervivientes.

No era consciente —pero tampoco le habría importado— de que después de la guerra tuvo la fortuna de que se le permitiera regresar a su cubil. La mayoría de los dragones de la Reina, los que continuaban con vida, fueron condenados al Abismo tras la derrota. Sin embargo, Keris y varios más, como recompensa por los destacados servicios prestados durante la guerra, recibieron permiso para permanecer aletargados en los rincones olvidados de Krynn. Y así había retornado al alcázar de Hielo Eterno, sobre el afilado risco de roca y hielo que sobresalía por encima de las tormentosas olas. Arrastrándose hasta las catacumbas inferiores, se había sumido en un largo sueño.

Pero aun así, ¿cuánto tiempo había transcurrido? La respuesta a su primera pregunta permanecía oculta en la blancura circundante de lo desconocido, pues no había forma de contar los días, los inviernos o incluso los siglos, sumido en semejante estado de hibernación.

Fue la curiosidad, más que el hambre que había empezado a roerle el estómago, lo que finalmente impulsó a Keris, en el transcurso de un período de muchas horas, a apoyar su peso sobre sus cuatro patas provistas de garras. Cuando finalmente se movió, dio un largo y paciente paso, luego otro. La actividad le devolvió la vitalidad, realimentándose de sí misma, hasta que le permitió caminar grácilmente sobres sus almohadilladas extremidades, como una serpiente de alabastro de movimientos sinuosos.

Su memoria lo condujo a través del laberinto de pasadizos que se extendían por debajo del alcázar de Hielo Eterno, oscuras cavernas que estaban resbaladizas por la gélida niebla la primera vez que las había visitado. Ahora advirtió, con cierta estimulante sensación de orgullo, que estaban cubiertas por una gruesa capa de hielo. Sin duda, su frígida presencia había hecho descender la temperatura ambiental lo suficiente para crear esta bella escarcha.

El pasadizo terminaba bruscamente en un tapón azul oscuro donde se había condensado la nieve, comprimida a lo largo de muchos años hasta convertirse en hielo macizo. No suponía un obstáculo para un Dragón Blanco, y con unos cuantos zarpazos, Keris se abrió paso entre la masa congelada para salir a la pared vertical del risco que sustentaba el castillo. La entrada de esta cueva daba al sur, recordó, donde las frías aguas del mar se alejaban con la corriente hasta mezclarse con el lejano reino de los hielos.

Lo recibió una extensión de inmóvil blancura, una vasta sábana de gloriosa nieve que parecía extrañamente fuera de lugar sobre el océano. Keris comprendió que debía de haber despertado en medio de un invierno muy frío. Pero también le sorprendió que la blanca superficie estuviera tan cerca del nivel de su cueva. Recordaba esta atalaya: era una cornisa situada a más de trescientos metros sobre el nivel del mar. Sin embargo, ahora la extensión nevada había ascendido hasta una décima parte de esa distancia, meramente a un par de saltos más abajo.

Keris aún no estaba preparado para desplegar las alas, por lo que en su lugar dio un rodeo por la ladera cubierta de nieve de la empinada montaña de la isla. A medida que se aclaraba la visión hacia el norte, donde un canal tormentoso separaba la isla de Hielo Eterno de la costa de Tarsis, Keristillax se sentía cada vez más inquieto. ¡No había agua a la vista! En la dilatada memoria del Dragón Blanco, ni siquiera cuando el casquete circundaba por completo Hielo Eterno, jamás se había acumulado nieve sobre el mar abierto que se extendía al norte.

A la clara y prístina luz del día debería verse la costa de Ansalon, pero en su lugar sólo existía la manta de hielo que, por lo que alcanzaba a ver Keristillax, podía expandirse hasta cubrir el mundo entero. Como la escarcha de las mazmorras de Hielo Eterno, se trataba de un cambio fantástico, aunque en ese momento el dragón se vio obligado a reconocer que no había sido él quien había provocado la alteración. Se incomodó al pensar en las poderosas fuerzas que debían de haber actuado en el mundo mientras él dormía.

Echó a volar, arqueando las alas que, pese a su entumecimiento, lo elevaron fácilmente por los aires. Planeó en círculos alrededor del chapitel del castillo y comprobó que todo el lugar estaba recubierto de escarcha. A medida que sus espirales lo elevaban progresivamente a mayor altura, vio que la isla se había convertido en un pálido acantilado blanco en medio de ese glaciar.

«Estoy en el Muro de Hielo, y éste sigue siendo mi cubil». El orgullo que sentía era ahora mayor, una vez superada la inquietud por el puro deleite ante las perspectivas de este gran reino helado. ¿Qué fortaleza podía ser más perfecta para un Dragón Blanco? Remontándose a mayor altura cada vez, observó que el glaciar se prolongaba a lo largo de muchos kilómetros hacia el norte, internándose en el lugar que en otro tiempo fue Ansalon. A lo lejos divisó una pálida llanura polvorienta.

Entonces vio al otro dragón. También Blanco, el extraño wyrm se dirigía directamente contra el promontorio del castillo del Muro de Hielo. Keris viró rápidamente de vuelta y aterrizó sobre la alta torre antes de que el otro dragón se acercara demasiado. Cuando el wyrm descendió finalmente, describiendo amplias espirales alrededor del pináculo, en un largo e indolente planeo ladeado, Keristillax comprobó que el intruso era mayor que él, lo bastante grande para usurpar su espléndida guarida si, probablemente, así se le antojaba.

Pero no sería sin lucha. Keris escupió una ráfaga de escarcha al aire, un racha que no pasó cerca de la otra bestia, pero garantizó que la criatura se lo pensaría dos veces antes de atacar de frente.

—Paz, dragón de mi mismo clan —declaró el otro con una voz que recordaba a un iceberg al desprenderse de la pared de un glaciar—. Me llamo Tarrisleetix… ¡y traigo gloriosas noticias!

—¿De qué gloria hablas? —gruñó Keris, convencido de que este dragón llamado Sleet intentaba engañarlo.

—¡El retorno de nuestra Reina! Nos ha enviado como avanzadilla desde el Abismo, ha convocado a sus dragones de todo el mundo. ¡Nos estamos concentrando en los Señores de la Muerte!

—¡Regresa a tu gloria y a tus montañas de fuego! —rugió Keristillax. Recordaba bien a los Señores de la Muerte, donde los Blancos habían padecido durante varios años antes de involucrarse en la catastrófica guerra. Pretendía no volver a posar los ojos nunca más en aquellas cumbres volcánicas.

—Iré, pero no hasta que haya convocado a los demás…, los que como tú sirvieron bien a Takhisis en la Guerra de los Humanos y ahora yacen aletargados bajo la nieve.

Sleet pasó volando más cerca; su tono de voz era monocorde y sus ojos de color azul no perdían de vista a Keristillax.

—Es decir, tú debiste servirla bien, viejo dragón, para que ella se haya tomado la molestia de preservarte. Si yo no lo creyera así, no toleraría tus pésimos modales.

—Combatí contra los dragones de colores metálicos; maté a uno de Latón e incluso a uno Plateado. Pero luego las Dragonlances aniquilaron a los miembros de mi clan en grandes cantidades. Y si luchas contra ellos de nuevo, ¡harán lo mismo contigo!

—¡Bah! Los dragones de colores metálicos no participarán en esta guerra. —El tono de Sleet era despectivo—. Yo mismo conduje a los Blancos a las islas de los Dragones, donde encontramos los huevos de los Plateados en los encumbrados glaciares. Transportamos esos huevos a Sanction, mientras los Negros cogían los huevos de Dragón de Bronce de la salobre ciénaga. Y los Rojos se aventuraron hasta la mismísima ciudad de oro, donde dormían los necios de colores metálicos…, hasta que nuestra Reina los despertó.

—¿Por qué hizo semejante cosa? —gruñó Keris, acallado su escepticismo por su curiosidad.

—¡Takhisis ha forzado un juramento por parte de los dragones de Paladine! Sus huevos estarán a salvo siempre y cuando ellos se queden en sus islas. ¡En esta guerra no habrá dragones de colores metálicos!

Sleet bramó con una fuerza que sacudió la nieve en polvo de las pendientes de los muros del castillo, un recordatorio de que Keris no sería rival para él en un combate.

Pero el venerable Dragón Blanco había empezado a creer a este intruso, por lo menos lo suficiente para convencerse de que Tarrisleetix no había venido a robarle su cubil. Y las extrañas palabras del dragón habían planteado la cuestión que perturbaba su mente más que ninguna otra.

—¿Dices que la Reina me ha preservado? ¿Cuánto tiempo…, cuántos inviernos han transcurrido desde la Guerra de los Humanos?

—Has dormido aquí, anciano —el título honorífico rebosaba de ironía mientras Sleet volaba en un ceñido círculo— durante más de mil trescientos inviernos. En este tiempo, el mundo que recuerdas ha sido destruido por el Cataclismo, arrasado por los propios dioses. Y, finalmente, nuestra Reina reúne sus fuerzas y se prepara para regresar.

De nuevo, Sleet lanzó un rugido, contorsionándose en el aire y remontando el vuelo en dirección a los hielos del sur. Su última orden fue dictada con el cuello extendido horizontalmente en toda su longitud, de modo que el poderoso wyrm hablaba casi desde su bajo vientre, una burla añadida.

—¡Vuela a las montañas Khalkist, viejo dragón, o la Reina te obligará a obedecer de otro modo!

Temblando de furia, Keris observó a la blanca figura que se alejaba hacia el sur disminuir de tamaño con la distancia. Sintió el momentáneo y orgulloso impulso de perseguir a Sleet, pero refrenó fácilmente este deseo. En su lugar, estrechó cada vez más sus giros en espiral entre miradas coléricas a su rival, resoplando hielo y vigilando al intruso hasta que Terrisleetix hubo desaparecido.

Sólo entonces descendió planeando desde la torre, describiendo gráciles círculos hasta posarse en el espacioso patio. Ya no tenía miedo. No sabía si creer o no las palabras de Sleet sobre los dragones de Paladine y el juramento. Sin duda, en parte eran ciertas, aunque no imaginaba que una simple promesa atara a los jactanciosos dragones de colores metálicos durante mucho tiempo.

Pero la auténtica verdad era que él estaba aquí, el único amo de su cubil; no tenía intención de volar jamás hacia los Señores de la Muerte.

Más de cuarenta años se depositaron lentamente sobre el glaciar del Muro de Hielo con escasas variaciones, excepto porque los inviernos eran oscuros durante largos meses, hasta que finalmente se animaron con breves días de penumbra. En los últimos tiempos, sin embargo, cada verano estuvo iluminado por un sol que parecía, por un tiempo, como si no fuera a ponerse nunca. Aun así, en las estaciones de luz y oscuridad, el frío se mantuvo constante, y el sudario de gloriosa nieve era un elemento aparentemente perpetuo sobre la tierra.

En ese tiempo, Keristillax se convirtió en el azote del glaciar, el gobernante indiscutido de los yermos árticos, desde la bahía de la Montaña de Hielo hasta la congelada masa del océano Courrain Meridional. No descubrió a otros Dragones Blancos, ni de ningún otro color. No transcurrió mucho tiempo antes de que el encuentro con Sleet se convirtiera en un nebuloso recuerdo sin sentido.

En los primeros años, Keristillax se topó con varias tribus de Bárbaros de Hielo acampados en las cercanías del castillo. Los exterminó sin demora, o los obligó a huir. También se encontró con los thanois de largos colmillos, brutales guerreros adaptados a los yermos árticos que le ofrecieron obsequios y alimentos en señal de sumisión. A cambio, les permitió vivir y les concedió el honor de servirlo a él.

Su comida favorita siempre había sido el seboso cadáver de una foca recién sacrificada, y trece siglos de letargo no habían contribuido a reducir su apetito. Permanecía casi todo el tiempo cerca del castillo; pero, a menudo, volaba hasta la costa de la bahía de la Montaña de Hielo para cazar y devorar las rollizas exquisiteces que allí moraban. Como todos los Dragones Blancos, sólo necesitaba comer muy de vez en cuando…, por eso cuando lo hacía prefería nutrirse con algo que satisficiera a su paladar.

En medio de una primavera gris, cuarenta y tres inviernos después de la imprevista visita de Sleet, Keristillax decidió alejarse del castillo y voló rápidamente hacia la costa con una premura poco habitual en él. El invierno anterior había sido largo y oscuro, como siempre, y él había pasado la mayor parte durmiendo. No obstante, la caza había sido escasa en otoño y Keris se había despertado en esta fría primavera con un hambre atroz.

Sacudiéndose la modorra restante, aun después de varias horas despierto, Keris alzó el vuelo, aleteando en línea recta hacia el promontorio más cercano de la bahía de la Montaña de Hielo. Allí encontraría focas en grandes cantidades, y la perspectiva del banquete imprimía una mayor urgencia a sus alas.

Hasta que una mancha oscura atrajo su atención.

La forma era lisa y se parecía a una foca, pero ¿por qué iba a alejarse tanto del agua un animal? Emitiendo un escarchado bufido de irritación por sus flexibles ollares, Keristillax se ladeó para describir una suave curva alrededor del objeto que destacaba con tan vivo contraste sobre la blancura perfecta del glaciar nevado. A medida que se aproximaba, el Dragón Blanco percibió que su inmóvil objetivo era, de hecho, una foca: un gran macho muy voluminoso que al parecer dormitaba sobre el hielo.

En ese momento sus alas se adaptaron a un uniforme planeo, casi inaudible, y Keris se precipitó sobre la desprevenida criatura. Todas las preguntas sobre la inusual situación del animal quedaron enterradas por la ávida y temblorosa expectación ante un almuerzo inminente. El dragón imaginó la grasa caliente resbalando por sus fauces, la sangre descendiendo por su garganta, y tuvo que reprimir un gemido de placer. Era el momento de lanzarse en picado y sentir la presión del aire en las alas, el delator azote del viento a través de los carámbanos de su crin.

Al acercarse divisó el agujero, el negro círculo que constituía la vía de escape de la foca hacia las gélidas aguas del mar cubierto de hielo. Hipnotizado por el hambre, no reparó en que las elevaciones de un valle poco profundo identificaban este lugar como tierra firme. Keris vio que la foca se dirigía precipitadamente hacia el agujero y sus alas blancas batieron con más fuerza. El dragón no advirtió que las aletas y la cola de la criatura renqueaban por el hielo, que era arrastrada por la fuerza de un sedal enrollado al cuello del animal; toda su atención estaba centrada en asestar el golpe de gracia y saciar su hambre.

El animal desapareció a través del círculo negro, pero el cazador no desistió. Como había hecho en incontables ocasiones anteriores, Keris hundió la cabeza en el hielo, dispuesto a enfrentarse a las gélidas aguas por la oportunidad de atrapar una aleta o una cola en movimiento.

Pero allí no había agua, sólo una fría y oscura caverna de paredes de hielo azul y roca viva. La foca rodó por un largo canal y, mientras caía, Keris percibió el olor de la muerte; era simple carroña. Aun así, hizo caso omiso de la evidencia de una trampa y estiró desesperadamente su elástico cuello en un esfuerzo por morder lo que pudiera salvar de su ilusorio almuerzo.

Un cepo de duro metal interrumpió dolorosamente su frenesí. Un cerco de acero se había cerrado alrededor del borde del agujero, apresándole el cuello, y Keris echó la cabeza hacia atrás de una furiosa sacudida. Zarandeó la cabeza de lado a lado, intentando desembarazarse del collar, pero estaba bien apretado.

Salió del agujero, se agazapó y acercó el morro a la abertura; abrió las fauces y emitió un chorro de hielo mortal. Cuando la vaporosa niebla se disipó, trató de escrutar las tinieblas, olisqueando en busca de pistas sobre la naturaleza de su enemigo.

—Saludos, Keristillax.

La voz procedía de detrás él y el Dragón Blanco se giró en el acto, fustigando el aire con su cola. Pero vio que el humano que había hablado estaba fuera de su alcance.

—Eres un dragón poderoso, pero demasiado impulsivo. Deberías dejarme hablar. —La voz del hombre era franca, su rostro inexpresivo excepto por un atisbo de admiración.

Keris estaba lo bastante sorprendido para titubear antes de atacar de nuevo. Su furia instintiva contra los sucesos inesperados empezó a sosegarse en su interior. Podía permitirse el lujo de examinar a esa persona durante unos momentos antes de destruirla.

—¿Quién eres? —preguntó imperiosamente Keristillax mientras, con gracia felina, aposentaba con firmeza sus cuatro patas en el hielo. Parpadeando indolentemente, estudió al hombre vestido con una coraza de cuero negro muy ceñida. Lo único visible del él era su rostro, pues una ajustada capucha sobresalía de su coselete y cubría su cuero cabelludo, mientras que las botas y los flexibles guantes parecían formar parte de la misma piel.

—Soy lord Salikarn, pero tú me llamarás amo… y juntos volaremos para mayor gloria de nuestra Reina.

El aliento de Salikarn se heló en el aire. Su rostro era cuadrado y atezado, y sus oscuros ojos, sorprendentemente amables. La recia mandíbula estaba enmarcada por una barba pulcramente recortada y su voz tenía una tonalidad suave, casi desapasionada: por la emoción que transmitían sus palabras, igual podría estar tratando un asunto perfectamente trivial.

Dejándose llevar por su instinto, Keristillax exhaló, escupiendo una blanca oleada de escarcha que sonó como un huracán y envolvió al hombre ataviado de negro en una nube mortal. Sólo cuando sus pulmones se vaciaron por completo, cuando una capa de escarcha cubrió totalmente la negra armadura y el rostro de su interlocutor, se permitió Keris volver a inhalar. El Dragón Blanco cayó en la cuenta de que todo su cuerpo estaba tenso; un nervioso hormigueo de alarma lo recorrió de arriba abajo. Parpadeó y cerró las poderosas mandíbulas, inspeccionando atentamente la forma cubierta de escarcha.

Ante su estupefacta mirada, el hielo se derritió sobre el cuero negro, formando nubes de humeante vapor que se condensaban en el frío aire y volvían a depositarse lentamente. Lord Salikarn levantó una mano con los dedos extendidos como si quisiera repeler otro ataque del aliento del dragón.

Sin embargo, incluso entonces se percató Keris de que no se trataba en absoluto de una reacción defensiva, ni había nada de temor en ella. Su instinto lo instaba a lanzar otro chorro de hielo, pero el poderoso dragón se contuvo.

Unas mandíbulas de fuego se cerraron como un cepo alrededor del sinuoso cuello blanco, cauterizando sus escamas, abrasando su carne, su sangre y su mente. Keristillax se desplomó retorciéndose sobre la nieve, aullando desaforadamente. Con un supremo esfuerzo intentó aferrar el horrendo collar de metal con las zarpas delanteras. Cuando sus garras tocaron el cerco de acero, una lanza de fuego atravesó sus hombros y sus patas, y el Dragón Blanco sólo pudo arquear el lomo y darse la vuelta, aplastándose el armazón óseo del ala, víctima de una agónica parálisis.

El fuego se extinguió con la misma rapidez con que se había iniciado. Encorvando los hombros y las alas, Keris rodó sobre sí mismo hasta apoyar las zarpas en el suelo, temblando con una mezcla de furia y miedo. La furia predominó y la bestia arremetió con las fauces completamente abiertas. Si su aliento no destruía a este guerrero, le bastaría y sobraría con su tamaño y su potencia.

Pero, de nuevo, aquel cerco de acero infligió un atroz castigo a su voluntad con un abrazo de fuego. Encogiéndose sobre el nevado terreno, Keris notó que todo giraba a su alrededor de una manera tan enloquecida que debió embotar su mente, pero no fue así. Y cuando por fin cesó la horrible sensación de abrasarse, el Dragón Blanco inspiró profundamente antes de erguirse sobre sus temblorosas patas. Estaba seguro de que el próximo estallido de dolor podía ser… No, sería fatal.

—¿Por qué quieres atacarme? —razonó calmadamente lord Salikarn—. No puedes, y cada vez se repetirán inevitablemente las dolorosas consecuencias.

De pronto, Keris tuvo más miedo de este hombre que de cualquier otra cosa que hubiera conocido en toda su vida. ¿Cómo podía ser Salikarn tan desapasionado, incluso educado, mientras infligía un tormento inenarrable?

—Ya no intentaré atacarte más —respondió por fin el Dragón Blanco con renuencia.

—Tu espíritu es fuerte. Eso es bueno: serás una montura espléndida, cuando hayas aprendido disciplina.

Y entonces Keris lo comprendió: la guerra de la Reina de la Oscuridad, los ejércitos que confluían al pie de las montañas Khalkist en llamas, extendía el brazo para reclamarlo a él. Como si respondiera a una muda pregunta, lord Salikarn continuó:

—Contempla el rostro de tu amo. Cuando reconozcas esta verdad, cuando me aceptes, juntos formaremos un poderoso equipo.

—¡Yo ya soy un ser poderoso, sin la carga de un humano! —gruñó la bestia.

—Oh, sí; pero, en algunos aspectos, también eres demasiado temerario. Mira cómo has caído en mi trampa, aquí, en las montañas. ¡Creíste que una foca había subido a descansar sobre la capa de hielo! Supuse que tu hambre te cegaría; sabía que, simplemente arrastrando la foca hasta el agujero, te haría introducir la cabeza en el collar.

El Dragón Blanco volvió a sentir el apremiante impulso de atacar mientras contemplaba, lleno de odio, aquel sereno rostro. Pero esta vez Keristillax reculó, rehuyendo instintivamente a ese extraño humano. Quería abalanzarse, aniquilar con su aliento y despedazar a aquel insolente…, pero no hasta el punto de olvidar su miedo a que volviera el paralizador tormento.

El dragón recordó que era una criatura paciente, un poderoso ser forjado a lo largo de siglos. Se tomaría tiempo para estudiar a su enemigo y aprender a prever sus actos. Antiguas lecciones susurraban en sus oídos y Keris se obligó a guardarse la ira y, en parte, el miedo.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó Keris, bajando la cabeza en un gesto que, supuso, el hombre podía tomar como señal de conformidad.

—Por arte de magia, transportado por la voluntad de la propia Takhisis.

—¿Con qué propósito? —Keris temía conocer la respuesta, y el humano lo confirmó con sus palabras.

—Me han enviado a buscarte para mostrarte las ventajas de recuperar el favor de tu Reina. —Lord Salikarn hablaba ahora con cierta calidez y Keristillax percibió que el hombre era sincero en su deseo de que el dragón lo comprendiera—. Habrá guerra… y tú eres un wyrm poderoso e intrépido. ¡Vuela conmigo hacia la gloria!

—¿Qué gloria hay en morir traspasado por una lanza?

—Esta guerra la ganaremos. ¡Serán los de colores metálicos quienes morirán! —declaró Salikarn con más vehemencia de la que Keris había observado hasta ahora en el hombre. El Dragón Blanco advirtió con una pizca de respeto que, por lo menos, el humano no intentaba convencerlo de que los dragones de Paladine se mantendrían al margen de esta guerra.

—Takhisis ha encontrado a un poderoso emperador y él está reuniendo ya grandes ejércitos.

Keristillax guardó silencio. Recordaba grandes ejércitos de una era anterior. También él había volado bajo los auspicios de un emperador de la Reina de la Oscuridad, y, no obstante, murieron todos los dragones de su clan.

Entonces se le ocurrió otra idea al meditabundo wyrm. El collar lo quemaba cuando atacaba al humano, pero ¿y si Keristillax se dispusiera simplemente a emprender el vuelo y marcharse? Para el orgulloso dragón sería humillante, por supuesto, dejar sin castigo a este arrogante interlocutor…; pero quizá fuera su única posibilidad.

—No intentes huir de mí —declaró llanamente el hombre—. Su Oscura Majestad puede alcanzarte dondequiera que vayas. Ese collar será tu yugo mientras yo viva…, y ya has descubierto que no puedes matarme. Deberías saber también que la próxima vez tu castigo no será tan misericordiosamente breve.

Keristillax sintió un frío interior al oír las palabras del humano, no sólo por la amenaza de más dolor, sino porque el hombre había intuido de algún modo lo que el Dragón Blanco pensaba incluso antes de que Keris tuviera tiempo de actuar.

Decidió que le seguiría la corriente a este guerrero, al menos por ahora. Quizá se presentara la ocasión de escapar en un momento más oportuno, cuando Salikarn no estuviera tan atento a la posibilidad de una traición.

—¿Qué es lo que quieres de mí? —preguntó el dragón, de nuevo adoptando una postura cómoda, apoyado sobre el vientre con las cuatro patas encogidas.

—Que me transportes por el aire. —El humano dio un paso al frente y Keris bajó la cabeza apresuradamente, apoyando el hombro en el suelo justo a tiempo de sostener la blanda suela del calzado del hombre. Salikarn se encaramó por el cuello del dragón, aferrándose a las cerdas de la crin y a la cresta del dorso.

—Ya habías hecho esto antes —observó Keristillax cimbreando el largo cuello de modo que pudiera mirar a los ojos a su jinete.

—Sí, pero nunca había montado en un wyrm tan grande como tú —aclaró lord Salikarn, pero Keristillax seguía demasiado resentido para sentirse halagado.

Salikarn se instaló en el hueco que quedaba entre los blancos hombros del dragón, a horcajadas sobre el largo cuello con sus piernas enfundadas en cuero. Incluso a través de sus gruesas y duras escamas, Keris notó la inusual calidez de la coraza. Inmediatamente adivinó que el calor del traje era mágico, y que así era como el hombre conseguía sobrevivir en el riguroso clima del Muro de Hielo.

Con un bufido, Keris saltó hacia arriba. El suelo nevado se alejó velozmente, mientras su sombra, que se proyectaba formando un ángulo muy agudo debido a la escasa altura del sol, recorría silenciosamente el ondulado terreno. El hombre era un peso muerto que lo arrastraba hacia abajo; pero Keris aleteó con más fuerza, esforzándose por ganar altura y avanzando con creciente velocidad.

Por fin, el suelo empezó a quedar muy abajo y el Dragón Blanco se concedió permiso para relajarse brevemente. Tenía que batir las alas con ímpetu; pero, por ahora al menos, podía ascender progresivamente, sin la preocupación de estrellarse contra un saliente de hielo o una de las empinadas colinas que flanqueaban el valle poco profundo.

Siguió ascendiendo y viró gradualmente en dirección a la costa donde, según recordaba, aguardarían tumbadas las rollizas focas. Al pensarlo, las punzadas de hambre regresaron y Keris renovó su determinación de comer.

—Gira a la derecha, llévame al castillo del Muro de Hielo —declaró lord Salikarn.

—¡Tengo que cazar y comer! ¡A mis presas se llega por aquí!

—Comerás cuando yo diga. ¡Ahora gira!

Las manos del humano, tan calientes como el resto de su persona, se apoyaron sobre las escamas del cuello blanco. Keris se imaginó que brotaban pequeñas espinas de calor que se fundían con el collar de acero y no se atrevió a desobedecer. A regañadientes, se ladeó y ganó altura, hasta que la vasta superficie del glaciar se convirtió en una lejana sábana blanca sin rasgos distintivos.

Se le ocurrió una idea, hermosa en su simplicidad, irresistible en su rápida ejecución. ¡No tenía que atacar al hombre para hacerle daño! Si Keris se lanzaba en picado y se volvía del revés, el jinete no tenía esperanzas de lograr sostenerse. Y él sería libre de nuevo.

De inmediato, Keristillax inclinó la cabeza y se precipitó verticalmente hacia el suelo; pero, antes de que pudiera darse la vuelta, unos ríos de fuego atravesaron todo su cuerpo, que sufrió dolorosas convulsiones. Un agudo bramido escapó de sus fauces mientras aleteaba con impotencia, esperando que el fuego lo abrasara y consumiera. En su lugar, sus alas se proyectaron con firmeza hacia los lados y su cuello se estiró. Levantó la cabeza mientras su dorso y su cola se arqueaban formando una pronunciada curva. Respondiendo a unas órdenes procedentes de algún lugar distante e inalcanzable, su cuerpo interrumpió suavemente el picado y recuperó la horizontal, mientras el dolor seguía distorsionando y confundiendo sus sentidos.

Y de pronto el tormento desapareció, como el vapor se desvanece en el aire seco…, aunque su recuerdo permaneció en los confines de su conciencia. Keris planeó durante largo rato, incapaz de encontrar fuerzas para impulsar sus alas. Y entonces oyó la tranquila y razonable voz de su jinete, que parecía llegar desde muy lejos, como si hablara un observador imparcial en lugar de alguien que acababa de atentar contra su vida.

—Ya lo ves, no hay escapatoria. Tu tentativa estaba clara… y tu castigo, una vez más, ha sido sorprendentemente misericordioso.

Keris se estremeció, deslizándose sin querer de costado por un momento y nivelándose al instante junto con su jinete.

—Vuelas muy bien. No tienes nada que temer. —Salikarn palmeó el cuello del dragón en un gesto que incluso podría haber sido afectuoso.

—¿Por qué no estás enfadado? —Keristillax estaba desconcertado y aterrorizado a un tiempo por la impasible reacción del hombre—. ¿No te pone furioso mi traición?

—Así eres tú, y en eso reside tu fuerza, mi poderoso wyrm. Pero debes saber que en mi manera de ser también hay fuerza. ¡Juntos seremos invencibles! Nos concederán una capitanía, por lo menos, en el ejército de los Dragones Blancos. ¡Me preguntó si puedes empezar siquiera a imaginar las conquistas que dirigiremos!

Keristillax no sentía el menor deseo de conquistar, o de volar al frente de ala alguna. Conocía el valor de un juramento y estaba seguro de que una simple promesa no haría retirarse de la guerra a los dragones de colores metálicos y sus mortíferas lanzas. Tarde o temprano llegarían y los cromáticos morirían. Pero guardó silencio.

—Me complacería verte cazar —declaró el jinete, inclinándose relajadamente, de modo que sus dedos se entretejieran con las duras cerdas de la crin del dragón.

—Yo… ¿Puedo volar hacia la costa? —se atrevió a preguntar Keris.

—No. Nuestro destino se encuentra al este. Pero te doy permiso para cazar todas las piezas que veamos.

Esta vez Keristillax sintió poco resentimiento por la orden. Incluso aquí, en los páramos, se tropezarían en algún momento con un caribú o un oso, quizás incluso con un Bárbaro de Hielos errante. Sus tripas gruñeron, anticipándose animadamente al sabor de la carne fresca, y casi se convenció de que sus pálidas alas hendían ahora el frío aire en pos de su propia meta. A decenas de metros por encima de la lengua del glaciar, el dragón y su jinete vestido de negro planeaban a plena luz del sol. Keristillax era plenamente consciente de su majestuosidad, de su pura y reluciente blancura, de la enorme envergadura de sus alas y de la potencia de los músculos recubiertos de escamas.

—Allí. —La voz de lord Salikarn se acompañó de una palmada en el hombro derecho del dragón.

Bajando un ala, el dragón viró hacia el risco. Inmediatamente divisó al oso polar, aunque el poderoso carnívoro estaba tumbado sobre su vientre en un saliente nevado y su pelaje era apenas visible contra el invernizo telón de fondo. Keris sintió una punzada de admiración, impresionado por el hecho de que su jinete hubiera detectado a un animal tan bien camuflado.

La sombra del dragón recorrió precipitadamente la pared del risco y, al ver por fin que había sido descubierto, el polar emprendió una frenética carrera a lo largo del saliente. El batir de las poderosas alas acortó la distancia entre el depredador y la presa, y el oso aulló de pánico, sabiendo que su fin estaba cerca. Con un desesperado salto, la criatura intentó alcanzar la imaginaria seguridad de la cornisa superior.

Pero la altura era mayor de lo que el animal había calculado, o bien el terror ofuscaba su mente. Las garras del oso arrancaron afiladas esquirlas de hielo, pero no encontraron apoyo para su enorme mole. Cayó hacia atrás y resbaló hasta el borde del saliente, y luego bramó frenéticamente mientras se precipitaba, dando tumbos, por el largo risco. El rugido cesó con escalofriante brusquedad. El animal ya estaba muerto cuando Keristillax se posó junto a la mole de blanco pelaje, al pie del precipicio. Lord Salikarn desmontó y se sentó en una roca, mientras el dragón se disponía a alimentarse. Sin inmutarse por la dureza de la carne, Keris arrancó grandes pedazos y engulló los enormes bocados.

El humano sacó un pequeño hornillo de su equipo. Tras llenar la parrilla de hierro con trozos de turba, produjo chispas con su yesca y pronto encendió una pequeña llama. El hombre cortó varias lonchas del cadáver, las asó y se las comió mientras el Dragón Blanco daba buena cuenta de la mayor parte de la carne.

La caliente fibra y la espesa sangre llenaron el vientre del dragón, y una balsámica satisfacción se extendió por todo su cuerpo. Observó a su compañero y vio que el hielo se había derretido formando un círculo alrededor del hombre. En la mente del dragón surgieron nuevas preguntas y se sintió envalentonado para hablar.

—¿Cómo conservas el calor en este lugar? La mayoría de los humanos tendrían que cubrirse con muchas capas de piel para sobrevivir en el Muro de Hielo.

Salikarn le devolvió una benévola sonrisa.

—Esta coraza es un regalo de la propia Takhisis. Sólo necesito exponerme a la luz del sol durante el día y la magia me mantiene caliente durante toda una larga noche.

—Y ¿así sobrevives aquí?

—Sí, hasta que vayamos hacia el norte.

—¿Iremos a los Señores de la Muerte? —Recuerdos de aquellas ígneas cumbres, de las sofocantes ráfagas de aire caliente que rodeaban la ciudad de Sanction se apoderaron, amargos como la bilis, de las entrañas del dragón.

—Sí. —Salikarn quizás intuyó sus pensamientos, porque soltó una risita y meneó la cabeza—. No te preocupes, su Oscura Majestad ha concedido a los Dragones Blancos el territorio de las cumbres meridionales. A veces hay nieve, allí, y los volcanes son escasos.

—Recuerdo esas montañas —dijo Keris sin entusiasmo, menospreciando las minúsculas franjas de campos nevados sumidos en sombras, comparados con la majestuosidad, la vasta perfección de su glaciar.

—En cualquier caso, la guerra llegará pronto, dentro de cinco o diez inviernos. Entonces podremos revelar nuestra presencia en el mundo. Nosotros, los del Ala Blanca, seguramente iremos al sur.

—¿Puedo volver a mi castillo?

Salikarn negó con un gesto.

—Puedes apostar a que ese castillo será el cubil de Terrisleetix. Él será la montura de nuestro Señor del Dragón.

Keris no se sorprendió al oír la noticia, pero no pudo reprimir un arrebato de furia. ¡Después de burlarse de él y marcharse volando, Sleet heredaría su espléndida madriguera!

—Hablas de revelar nuestra presencia. ¿Quieres decir que, por ahora, debemos permanecer ocultos?

—Sí. Nuestro viaje a las Khalkist debe seguir una ruta tortuosa, evitando por igual los reinos de humanos y elfos.

—¿Sobrevolaremos el océano, entonces? —Las grises aguas del océano Courrain Meridional no le daban miedo a Keris. Había cazado más de una morsa, e incluso ballenas, en aquel turbulento mar. Y en ese momento, a principios de la primavera, habría témpanos de hielo y grandes icebergs, islas de hielo flotantes que motearían el vasto paisaje marino.

—Sí. Sortearemos las Praderas de Arena y tomaremos tierra en algún lugar al oeste de Silvanesti. A partir de allí volaremos de noche hasta que lleguemos a los reinos de los ogros y a las estribaciones de las Khalkist.

—Un largo vuelo. —Las Praderas de Arena, según se había enterado Keris recientemente, era la zona pardusca que se extendía al norte de su glaciar. Se representó la ruta, intentando encajarla en sus recuerdos de Ansalon, antes del Cataclismo—. Tenemos muchas posibilidades de mantener en secreto nuestra presencia.

—¿Y debo suponer que tus viejas alas no fallarán? —preguntó Salikarn con una relajada sonrisa—. De lo contrario, podemos dirigirnos a la costa una o dos veces para descansar, si es necesario, aunque es una zona bastante despoblada.

—El vuelo sobre el océano será agotador, pero quizá pueda posarme en un iceberg a mitad del recorrido. Así nos aseguraremos de que seguimos ocultos para cualquier observador.

—Muy bien. Ahora voy a dormir… y te sugiero que hagas lo mismo. Reanudaremos el viaje con las primeras luces del alba.

Lord Salikarn se preparó un lecho sobre una roca llana que previamente había despejado de nieve. A los pocos minutos, el pecho del guerrero ascendía y descendía con la rítmica cadencia del sueño. El dragón se acurrucó al lado, inmenso y serpentino, sin pestañear pese al gélido aire de la noche. Durante un rato, Keris se planteó ceder a la tentación de atacar al hombre por sorpresa… y descartó aquel pensamiento antes incluso de que una punzada de calor rodeara su cuello. En su lugar, permaneció tendido, inmóvil como el hielo de debajo de sus garras, y esperó.

Analizó su problema con una paciencia sólo asequible a alguien que ha vivido muchos siglos. Había una manera, tenía que haber una manera de evitar este condenado viaje, de mantenerse alejado de las ígneas montañas y los dragones de colores metálicos y de sus lanceros que, inevitablemente, caerían sobre él.

Meditó sobre su collar de acero y sobre el hombre al que estaba obligado a proteger. Curiosamente, no era capaz de odiar a lord Salikarn. Incluso admitió sentir cierto respeto por el modo como el humano lo había engañado para que introdujera la cabeza en el detestable collar. Keris intuía que Salikarn no era con él más cruel de lo normal; pero el humano era una presencia muy inconveniente. La mente del dragón daba vueltas como un molino buscando una debilidad en aquel hombre, un defecto en la red que se cerraba cada vez más a su alrededor, arrastrándolo a un destino que aborrecía.

Regresando bruscamente al estado de vigilia, lord Salikarn se puso en pie. El hombre se lavó la cara con nieve y anunció que volvían a remontar el vuelo.

Cuando Salikarn se acercó, Keris reparó en que se palmeaba los brazos y el pecho, temblando como si tuviera frío.

—¿Te ha fallado tu coraza mágica? —preguntó la bestia, parpadeando indolentemente.

—El hechizo sólo dura este tiempo. Estaré bien en cuanto estemos en el aire, cuando me dé el sol.

Keris agachó la cabeza para permitir que el humano se sentara a horcajadas sobre su cuello. Y cuando Salikarn le ordenó volar, el Dragón Blanco desplegó sus alas y se lanzó hacia el firmamento sin ningún pensamiento de desafío. Esta vez estaba preparado para el peso adicional y ascendió a un ritmo regular y constante por encima del glaciar. Pronto salieron de la bruma a la luz del día y, al llegar allí, Keristillax sintió de inmediato el incómodo calor de la coraza mágica del humano. Aunque se hallaban al principio de la estación cálida, el cielo estaba completamente blanco por encima de ellos, cubierto no sólo de nubes, sino también de minúsculas partículas de hielo que diluían la luz del sol y desteñían el azul puro del firmamento.

Sólo después de ascender en círculos hasta una altura de trescientos metros se le ocurrió al dragón formular una pregunta.

—¿Hacia dónde me dirijo, amo?

Aunque las palabras rasparon su garganta, las pronunció sin vacilación, temiendo aún la lacerante potencia del collar de acero.

—Llévame a lo largo del Muro de Hielo, pero siempre hacia el este —declaró el hombre.

Dócilmente, Keris se impulsó por el frío aire. La gélida bruma se fue condensando en pálidas nubes, para acabar formando una capota que ocultó el sol. El Dragón Blanco agradeció la gélida racha de viento y —aunque Keris percibía que su jinete de coraza negra no era aficionado al frío— Salikarn no protestó a medida que transcurrían las horas. El dragón volaba a gran velocidad sobre el territorio cubierto de nieve.

Dejaron atrás un poblado abandonado de Bárbaros de Hielos, un lugar que Keris había asaltado tantas veces que los resistentes humanos —los supervivientes— se habían visto obligados finalmente a huir hacia el norte por la tundra sin caminos. Su jinete le indicó que sobrevolara las ruinas, en círculos, y le hizo preguntas acerca de las viviendas destruidas y el atrevido y salvaje pueblo que las habitaba. Salikarn estaba especialmente intrigado por los restos de uno de los grandes botes deslizantes que en ese momento era poco más que un cascarón astillado, aunque el mascarón de proa en forma de dragón y el largo mástil aún sobresalían del pecio, sugiriendo la anterior gracilidad del barco.

Recorrieron los cielos polares durante muchas horas más. Lord Salikarn se mostraba siempre activo e interesado, se revolvía ágilmente en su asiento y comentaba uno u otro rasgo del glaciar del Muro de Hielo. Su armadura, una vez inmersa en la luz del sol, conservó su hechizo durante todo el día.

Finalmente llegaron a los remotos acantilados costeros de roca negra, azotados por el viento y rodeados de inmensos carámbanos, batidos implacablemente por el furioso oleaje. Las olas embestían contra los abruptos farallones, arrojando por los aires grandes cantidades de espuma que descendía como una lluvia sobre las rocas y las costas, recubriéndolo todo de resbaladizo hielo. Más allá, el océano, gris como el frío acero, se agitaba hacia el este hasta donde alcanzaba la vista. Grandes extensiones de blancura fragmentaban aquella lisa superficie, y Keris sabía que eran pedazos de hielo que se habían desprendido de las glaciales costas. Algunos eran como montañas en el mar, imponentes icebergs que se elevaban en escarpadas cimas de más de treinta metros de altura sobre el nivel del agua, mientras que otros eran témpanos llanos como balsas que chocaban incesantemente en medio de la embravecida tempestad de la primavera ártica.

—Ahora volaremos hacia el este.

—Ya llevamos muchas horas —comentó Keris—. Quizá deberíamos detenernos aquí por un tiempo, así podré recuperar fuerzas.

—Has dicho que podías descansar sobre un iceberg, y veo muchos ante nosotros. No, seguiremos volando hasta el anochecer.

Con expresión resuelta, el Dragón Blanco dejó atrás la costa azotada por la tormenta. El mar era una vasta sábana, y esa misma vastedad era reconfortante, en absoluto una amenaza para el gran ser volador de correosas alas. Allí arriba, lord Salikarn lo necesitaba realmente, su misma vida dependía de Keristillax.

El hombre cayó casi en el olvido cuando Keris se abrió paso entre vientos racheados. Innumerables agujas de hielo acribillaron sus escamas y provocaron placenteras sensaciones de cosquilleo en sus cavernosos ollares, mientras sus ojos se animaban. El mar helado no era más que una prolongación del glaciar —de su glaciar— y el dragón se sentía tan cómodo aquí arriba como sobre la lengua de hielo desierta.

Además se sentía seguro de sí mismo, de nuevo su propio amo. Cuando el ocaso descendió sobre el grisáceo mar, Keris empezó a buscar un lugar donde posarse. Eligió un gran iceberg con una larga cima rectangular, rodeado por un precipicio de nieves eternas. La cima era llana y estaba dividida en dos sectores por una profunda grieta.

—Tiene una gran superficie en la cumbre, allí. No se fragmentará en mucho tiempo —señaló el dragón, a lo que lord Salikarn asintió. Luego viró hacia el mayor de los sectores.

Aproximándose en un pronunciado descenso, Keristillax encogió los cuartos traseros y se preparó para posarse suavemente sobre la superficie congelada.

Pero, de pronto, su lenta aproximación reveló una grieta más pequeña a sus pies, una hendidura de paredes verticales que intersectaba la brecha central. Parcialmente oculta por una cornisa de nieve, la abertura más corta era en todo caso ancha y profunda. Con un poderoso impulso, el Dragón Blanco intentó elevarse…, pero esta vez el peso de su jinete lo venció. Keris patinó sobre la resbaladiza superficie y advirtió que sus zarpas anteriores rebasaban el borde del abismo, mientras las posteriores arañaban y desgarraban el hielo.

Impulsado por la inercia de su vuelo, el dragón se precipitó a la grieta rodeado por una nube de nieve en polvo. Keristillax se contorsionó y su ala derecha se golpeó contra el borde del precipicio. Con un rugido, cayó dando vueltas en la profunda garganta, mientras lord Salikarn se aferraba a los bordes de su crin. Con las garras extendidas, la bestia intentó frenar su caída en picado; volaron esquirlas cuando sus zarpas se clavaron en el duro hielo azulado.

Y de pronto, al fin, se quedaron inmóviles, tendidos en un saliente del iceberg. A sus pies, el mar batía contra una muralla de hielo y unos dedos de espuma saltaban por los aires, prolongándose hacia las víctimas que acababan de escapar de la muerte por tan estrecho margen.

Keristillax retrocedió cautelosamente del borde del abismo. Se detuvo a descansar en una cornisa de hielo relativamente ancha situada en la base de una oquedad de empinadas paredes de hielo.

El debilitado dragón se dejó caer pesadamente al suelo. Su ala era una membrana arrugada y el dolor le perforaba el costado como una interminable descarga de rayos.

Salikarn descendió de su escamosa montura, observando con expresión lúgubre los vanos intentos del dragón por incorporarse. El hombre palideció visiblemente cuando Keris gimió y encogió rápidamente el ala contra su cuerpo.

—El hueso está roto —siseó la bestia, retorciéndose y sacudiendo la cabeza entre espasmos de intenso dolor.

Lord Salikarn giró sobre sus talones con el rostro grave. Se dirigió a grandes zancadas hasta el borde del risco de hielo, mirando a diestra y siniestra. No había esperanza, nada más que el enfurecido océano hasta el límite del brumoso horizonte. Volviéndose, el hombre dedicó al dragón una calculadora mirada.

—¿Existe alguna posibilidad de que esa ala aguante tu peso?

Keris intentó extender la membrana, pero gimió y recogió de nuevo el pliegue contra su costado.

—No puedo enderezarla.

—Está bien. Nos quedaremos aquí hasta que puedas volar.

Cayó la noche y el humano se instaló con la máxima comodidad que pudo. Para el dragón, el hombre era menudo y frágil. Sobre su coraza de cuero resbalaban gotitas de agua y Keris comprendió que Salikarn se mantenía caliente… por el momento.

Al amanecer, no obstante, se había formado escarcha sobre los brazos y las piernas del hombre, que temblaba de frío. La pálida luz diurna no les reveló señales de tierra o de aves, ni siquiera, al principio, del sol. Al cabo de un rato, la niebla se levantó, pero los rayos horizontales se mantuvieron altos en las paredes de la garganta de hielo y jaspearon el mar con su reflejo, sin alcanzarlos a ellos dos.

Lord Salikarn contempló con anhelo el distante resplandor, pero la preciosa luz no penetraba en las profundidades del abismo. Keris tenía fuerzas suficientes para erguirse sobre las patas traseras, izando al hombre con sus garras delanteras…; pero, incluso así, los rayos del sol incidían en la grieta a demasiada distancia por encima de ellos. Finalmente, los cambiantes vientos y mareas hicieron girar el iceberg sobre sí mismo; aunque, para entonces, el sol ya se había puesto detrás de la creciente penumbra, y los dos náufragos se acurrucaron para compartir su dolor entre las sombras.

—¿Crees que la corriente nos acercará a la orilla? —preguntó el hombre, mientras sus dientes empezaban a castañetear.

—Vamos a la deriva hacia el sur —declaró Keris, encogiéndose de hombros—. Sólo podemos esperar a ver qué pasa. —Escrutó en la distancia, aspirando el aroma de una lejana foca. La vaharada no despertó reacción alguna en su estómago: era un Dragón Blanco y pasaría mucho tiempo antes de que necesitara comer.

La noche llegó acompañada por un racheado ataque de viento y nieve. El mundo se reducía a esa enloquecida tormenta, al dragón lisiado y al hombre que en ese momento temblaba convulsivamente. A media noche, la nieve se helaba sobre la coraza de cuero negro y la piel de lord Salikarn estaba pálida por los primeros síntomas de congelación.

Extenuado por la gélida acometida, el humano hizo un esfuerzo por hablar.

—Habríamos formado un buen equipo —declaró con voz apenas audible entre las embravecidas olas.

—Creo que tienes razón —coincidió Keris—. Ni siquiera las montañas de fuego nos habrían detenido.

Aun en medio del hielo y las tinieblas, no pudo hablar de esas montañas sin encogerse de horror. No obstante, Salikarn estaba muy débil y apenas prestaba atención a las palabras del dragón.

A la mañana siguiente, el amo humano no despertó. Keris se inclinó sobre él, vio la carne amoratada, los ojos abiertos que ya no veían. Por fin, Salikarn se había rendido al frío.

Con un resoplido de satisfacción, mezclado con una curiosa punzada de remordimiento, el dragón se encogió de hombros y notó que el collar de acero se partía y caía al suelo…, el collar que lo mantendría sometido mientras viviera su amo.

Contempló de nuevo la rígida figura del difunto, reparó en que la congelación había empezado a cubrir los miembros enfundados en cuero y el yerto y pálido rostro. De todos los servidores que la Reina de la Oscuridad podía haber mandado para que lo encontrasen a él, éste no había estado mal. Keristillax lamentaba vagamente que el infeliz hubiera encontrado la muerte en la misión. Aun así, eran muchos los voluntarios para servir a Takhisis, para nutrir su guerra.

Y sólo había un Muro de Hielo.

Resollando, Keristillax se volvió hacia el borde del acantilado de hielo. El viento soplaba a través de su erizada crin. Podía estar a cientos de kilómetros de distancia, pero eso ya no tenía importancia.

El Dragón Blanco desplegó su ala arrugada y comprobó que el fuerte hueso intacto sostenía su peso.

Finalmente, remontó el vuelo con un poderoso y fácil aleteo. Posando la vista en el glaciar que, por ahora, le pertenecía, Keristillax se elevó.