El Manantial de los Dragones

[Janet Pack]

—¡Viejo! ¿Qué te cuentan tus visiones? ¿Encontrarás agua hoy?

Las risas y las rechiflas siguieron al alto y encorvado anciano de cabello gris en su camino a través de Gurnn. Asintiendo complacido, sonriendo y saludando con la mano libre —la que no empuñaba su preciada varita y la vetusta y desvencijada pala—, Tarris Canrilan siguió andando bajo el sofocante calor con su peculiar contoneo.

El anciano, otrora el tejedor del pueblo, tenía por costumbre salir al alba a pasear por el vecindario, arrastrando los pies, y continuaba hasta que se dejaba caer pesadamente, extenuado, para despachar su magro almuerzo. Su presencia resultaba inevitablemente agradable; pero no dejaba de pronunciar frases sin sentido que ofrecía como valiosas perlas de sabiduría a aquellos dispuestos a trabar conversación con él.

Ese día, Tarris tenía un aspecto diferente: su paso era firme y apresurado, y en sus apagados ojos verdes había un brillo anormal, una impaciencia por llegar a algún sitio. Pocos de los habitantes del pueblo, martirizados por el calor, sudorosos y ariscos unos con otros, desde sus pequeños abrigos a la sombra, advirtieron la diferencia. Reldonas Probadora, antaño la pregonera del pueblo, sí.

Siendo curiosa por naturaleza y una chismosa empedernida, una cotorra que metía las narices en todo lo que despertaba su interés, Reldonas vivía para los rumores y la información de última hora. Su fino oído le permitía, a menudo, relacionar dos hechos dispares y obtener una síntesis próxima al hecho verdadero. Se protegió los ojos con una mano a modo de visera y observó a Tarris hasta que el anciano desapareció finalmente de su vista entre dos edificios.

La causa de esta conducta no se le ocurrió hasta que el sol casi hubo levantado ampollas en su mano. Se aproximó a una pared cuya sombra proporcionaba cierto alivio de los perseverantes rayos del sol. El coqueto movimiento de sus hombros al rozar la tapia que rodeaba la huerta de Gurnn (reseca debido a los cambios atmosféricos provocados por la Guerra de Caos) pareció remover un pensamiento en el fondo de su mente.

¿Podía ser el principio de la emoción que anhelaba desde hacía tantos meses?

Alejándose de la acequia cubierta de grava del huerto, Probadora correteó hasta el establecimiento de Elothur, el burgomaestre de Gurnn. Llamó a la desvencijada puerta, que resonó bajo sus huesudos nudillos.

—Entra.

En la voz del burgomaestre se mezclaba la frustración, la tristeza y la desesperanza, fomentadas por un tercer año de pertinaz sequía. Él era uno de los últimos que todavía intentaba mantener una apariencia de normalidad yendo a trabajar todas las mañanas y atendiendo el negocio frente a su escritorio.

Apenas le dedicó una ojeada a Reldonas.

—¿Qué quieres? —La desabrida pregunta escapó de sus labios antes de adoptar su habitual talante afable.

—Burgomaestre —jadeó Reldonas, con su sencillo semblante enrojecido por el calor y el agotamiento—. Traigo noticias. ¡Tarris Canrilan ha tenido su cuarta visión!

—¿Y qué? —Elothur se arrellanó en su asiento, observando a la estrafalaria mujer con irritados ojos castaños rodeados de arrugas endurecidas por el sol—. ¿A mí qué me importa?

—Se dirige al bosquecillo del sur del pueblo para volver a excavar hoy —dijo Reldonas.

El burgomaestre lo pensó largamente, con las curtidas manos plegadas ante sí sobre la mesa de madera agrietada. La mesa había sido muy valiosa en su época, pero el calor y la aridez la habían estropeado, como todo lo demás de valor que quedaba en el pueblo. Y como todo y todos, estaba al borde del colapso.

—Creo que tienes razón, Reldonas —dijo Elothur sin interés—. Gracias por la noticia. —Se concentró de nuevo en su trabajo.

—¿No vas a hacer nada? —balbució Probadora.

El hombre le habló como a un niño recalcitrante.

—¿Qué quieres que haga? He dejado marchar al último de los guardias para que puedan ir a mendigar y alimentar así a sus propias familias. —Suspiró—. Todo el mundo que conozco tiene necesidades imperiosas. Quisiera hacer algo, pero…

—Yo puedo vigilarlo, burgomaestre. Ahora estoy sola.

—Creí que te ocupabas de Delphas, la madre de Gwillar… Ah, olvidaba que murió durante el último brote de enfermedad.

Miró por las rendijas de las contraventanas y suspiró de nuevo. El cielo resplandecía con su habitual tono intensamente azul, acentuado por el fulgor del sol. En varios meses no había cruzado ante su incandescente semblante más que un jirón de nube. Tres persistentes años de esta horrible sequía habían conducido a todos los habitantes de Gurnn al borde de la desesperación. Las cosechas se agostaron en los campos y se desmenuzaron, convertidas en polvo. Después de eso, el ganado empezó a morir, con las costillas y el espinazo marcados en su delgada piel. La mayoría de los cadáveres* se descompusieron donde cayeron. La tierra se cubrió por espacio de varias semanas de una fetidez que se adhería a pesar de los vientos constantes y secos, ráfagas que traían enfermedades que los sanadores no sabían diagnosticar. La mitad del pueblo había enfermado, y catorce personas habían muerto incluyendo la madre adoptiva de Reldonas —Delphas— y la amada esposa de Tarris, Renyalen. Algunos habitantes afirmaban que su muerte había sido el golpe que acabó con la cordura del anciano.

—Muy bien. —El burgomaestre se volvió hacia su visitante—. Ya que Tarris afirma tener visiones y al parecer está buscando agua con ese palo de zahorí suyo, merece la pena vigilarlo. Un poco más de agua nos beneficiaría a todos, porque la represa está casi seca. Calculo que sólo nos quedan reservas para dos semanas, como máximo. Ya tienes tu misión, Reldonas.

—Te informaré varias veces al día —propuso ella.

—No será necesario. Sólo cuéntame las novedades importantes. En esos casos, ven enseguida.

—¡Lo haré! Gracias, burgomaestre.

—Y, Reldonas…

—¿Sí?

—Intenta que el viejo rellene esos agujeros que no para de excavar. Alguien se hará daño.

—¡Sí, señor!

La ex pregonera del pueblo, transformada en espía, salió como una exhalación a la luz del tórrido sol. Avanzando rápidamente, a pesar de su cojera, se detuvo en casa de Gwillar para pedir prestado un odre de agua y una bolsa de alimentos desecados. Prometió pagarle en cuanto pudiera, con toda la intención de cumplirlo. La miríada de promesas que no había cumplido en el pasado no la preocupaban. Sin perder más tiempo, se encaminó hacia el sur, hacia el mismo bosquecillo de árboles moribundos que Tarris Canrilan.

Descubrió el polvo suspendido en el aire, fruto de las excavaciones del anciano, antes de localizar al propio viejo. Tarris se hallaba en el interior de un agujero que le llegaba a la cintura, ahondándolo con la pala a un ritmo constante y farfullando para sí. Cada vez que echaba una palada de tierra a la superficie, se elevaba una nubécula marrón que era arrastrada por el cálido viento que soplaba sobre la llanura. Por encima de su cabeza, las ramas desnudas de los árboles moribundos tamborileaban al entrechocar unas con otras.

—Los dragones me dicen que cave aquí, que hay agua debajo. Los dragones me dicen…

Reldonas se acercó renqueando. Tarris no le prestó atención.

—Buenos días, maestro tejedor —dijo ella—. Tengo un mensaje para ti del burgomaestre Elothur.

Unos ojos verdes, repentinamente astutos, la estudiaron mientras el anciano se apoyaba sobre su herramienta.

—Ya sé qué quiere —dijo, sorprendiéndola—. Quiere que rellene los agujeros. —Tarris empezó a cavar de nuevo—. Dile que lo siento, pero no tengo tiempo, no hay tiempo que perder.

—¿Por qué? —preguntó Reldonas.

—Porque brotará líquido del suelo. Eso fue lo que me prometieron mis dragones. Y sucederá muy pronto. Debo estar preparado.

—¿Para qué debes estar preparado?

—Para la siguiente visión, por supuesto. —Tarris, interrumpiéndose por unos instantes, la observó con curiosidad. Salió del agujero y apoyó la pala contra un tronco.

«Es curioso —pensó Reldonas—. Intenta comportarse como si fuera perfectamente normal. Es probable que esté más loco que nadie». Todos los del pueblo habían cambiado mucho después de que sus trabajos, sus vidas, incluso sus mentes se marchitaran bajo el constante calor. Pero ella no había cambiado, no tanto. Sólo estaba aquella pequeña molestia, aquella ansia de emociones. Se secó el sudor de la frente con el antebrazo, dejando rastros de suciedad.

—¿Cuándo se producirá tu siguiente visión?

El anciano soltó una risita, un ruido seco como el viento.

—Cuando los dragones lo digan, será el momento. —Empuñó la varita «buscadora» de avellano y, sosteniendo el extremo ahorquillado suavemente entre sus dedos retorcidos, empezó a andar cuidadosamente entre los árboles.

La varita, aproximadamente del diámetro del pulgar del anciano, había sido despojada de su corteza y pulida. Las manos de Tarris la estaban recubriendo con una pátina. Su extremo señalaba justo al frente. Reldonas Probadora no podía imaginarse cómo podía una mísera rama de árbol indicar la presencia de agua. Aun así, observaba fascinada.

La varita de avellano empezó a temblar. Tarris se detuvo, retrocedió tres pasos y volvió a caminar sobre la misma zona. Nada.

De pronto, el extremo recto de la varita se precipitó hacia abajo. El anciano marcó el suelo con un dedo, depositó cuidadosamente a un lado el «buscador» para que no sufriera daños, empuñó la pala y empezó a cavar. La tierra volvió a brotar como si se tratara de una fuente, elevándose en el bochornoso aire.

Intrigada, Reldonas fue, tropezando, hasta el extremo más alejado de la arboleda y se sentó a la sombra para pensar. ¿Podían ser acertadas las visiones del anciano? ¿Había efectivamente agua debajo de las capas de tierra, el agua que podía salvar Gurnn?

El peculiar don de Reldonas para adivinar cosas volvió a funcionar. De pronto comprendió que no todos los árboles de su alrededor se estaban muriendo, sólo los más alejados del punto donde Tarris estaba excavando. Eso significaba que debía haber agua en algún lugar cercano que mantenía con vida a algunos de los árboles. Quizá la única esperanza de Gurnn radicaba en las visiones de este viejo chiflado.

Arrastrándose para no llamar la atención del anciano, se escabulló hasta el borde del primer agujero y se asomó al interior.

No sabía qué esperaba encontrar. Al principio, las sombras confundieron sus ojos deslumbrados por el sol. Armándose de paciencia, aguardó unos segundos hasta que su vista se adaptó. ¿Sólo se veía la oscuridad en el fondo del agujero, o aquello era realmente una filtración? Con un suspiro, Reldonas se introdujo en el hoyo.

—Barro. —Lo comprobó de nuevo con un dedo—. Barro auténtico. —La humedad y el frío parecían extraños en su piel. Amasó en la palma de la mano una bolita que probaba las afirmaciones del anciano y luego la guardó en el deshilachado dobladillo de su vestido, haciendo un nudo. Sólo entonces examinó sus posibilidades de salir del agujero.

Sus primeros dos intentos fueron infructuosos; cayó hasta el fondo con dolorosos resultados. Gracias a su obstinación, Reldonas se aupó finalmente fuera del hoyo, se puso en pie y regresó a la ciudad a la máxima velocidad que le permitía su cojera. Encontró a Elothur sentado displicentemente en su despacho, con la cabeza entre las manos. Levantó la vista muy despacio, como si fuera reacio a afrontar otra pequeña crisis.

—¿Hay noticias? ¿Ya?

Reldonas explicó la historia con una voz que delataba su orgullo.

—¡He visto cómo el palo de Tarris indicaba agua! —concluyó—. Lo que dice es verdad. ¡Mira esto! —Desató el nudo para extraer la bola de barro y presentársela al burgomaestre—. No todos los árboles de ese bosquecillo se están muriendo. Si hay agua en un lugar, sin duda la habrá en otros.

—Es posible, supongo. —Elothur presionó el barro con un dedo, comprobó que era auténtico y lo manoseó asombrado—. Tengo otra noticia, no obstante. —El rostro del burgomaestre era una máscara de preocupación—. Thienborg Skopas se ha caído hoy en uno de los agujeros. Se ha lastimado y exige una reparación.

—Convoca una reunión a media tarde. —La hora de más calor, cuando más acalorados estarían también los ánimos, se dijo Reldonas, estremeciéndose de placer ante la perspectiva—. ¡Cuando oigan mi informe, todos mirarán a Tarris con otros ojos!

—Muy bien —replicó el burgomaestre—. ¿Puedes traer al tejedor hasta aquí, aproximadamente a la hora convenida? —Desde la muerte de su esposa, Tarris no era famoso por su puntualidad.

—Lo intentaré. Está tan concentrado en su trabajo que será difícil interrumpirlo. ¿Verdad que comprendes que ese Thienborg podría haber provocado el accidente él mismo, sin otra intención que encontrar un chivo expiatorio al que culpar de todos sus problemas?

—Lo sospecho. —La sombra de una sonrisa torció las resecas comisuras de sus labios agrietados—. Tu labor ha resultado útil, como siempre, Reldonas. Gracias.

—Sienta bien que la valoren a una, burgomaestre.

Pero mientras salía renqueando del polvoriento despacho, la antigua pregonera tuvo la sensación de que su labor aún no había terminado. Se dirigió en línea recta al área de sombra en la que se resguardaba Thienborg Skopas, el hombre que había demandado a Tarris Canrilan.

—Vamos, dragones míos, vamos. ¡Ya es la hora, ya pasa de la hora! —Tarris murmuraba la letanía para sí en voz alta, al tiempo que cavaba, intentando convencer a las nobles bestias para que acudieran a él. Detestaba pensar que la visión final le arrebataría a los dragones.

Sabía que no podía quedarse con sus dragones, se lo habían dicho varias veces; pero, por lo menos, conservaría el recuerdo de la belleza de sus compañeros de tonos metálicos durante el resto de su vida.

Se le aparecían tanto despierto como dormido. La hora del día o de la noche no significaba nada para sus dragones. El trío —Dorado, Plateado y de Bronce— siempre se le aparecía a lo lejos, donde podía ver sus enormes alas al desplegarse y sus fuertes colas azotando el aire. Siempre se volvían uno tras otro para mirar a Tarris y se acercaban hasta que sus magníficas cabezas invadían todo su campo de visión mental. Nunca abrían las fauces cuando le hablaban, pero sus oscuras y profundamente cavernosas voces resonaban en la cabeza del anciano y parecían saberlo todo sobre él.

En el transcurso del primer sueño, los dragones hablaron de la aridez de Krynn y de la capacidad secreta de Tarris de salvar a los demás encontrando líquido con un palo. Al principio le preocupó que estuviera volviéndose loco, hasta que salió en busca del sencillo utensilio que, según los dragones, le permitiría encontrar la salvación de Gurnn.

No le resultó difícil encontrar un palo ahorquillado por un extremo, pero el adecuado para sus propósitos lo esquivó durante meses. Sus manos buscaban cierto «tacto» de la madera y descartaban uno tras otro hasta que encontró una rama de avellano, la descortezó y la pulió al máximo. Sus dedos se cerraron como cepos alrededor del palo y se lo llevó a casa. Aquella noche tuvo lugar el segundo sueño. Tuvo que esperar más de una semana a la llegada del tercero, sin dejar de caminar en todo ese tiempo bajo el sol abrasador y confirmar el tacto de la vara de avellano.

Aprendió a sostener el «buscador» de una manera más relajada, con el extremo más largo apuntando al frente, como la antena de un desgarbado insecto. Cada vez que la varita se inclinaba hacia el suelo, Tarris marcaba el punto con una piedra o un palito. Al anciano no le preocupaba olvidarse de sus agujeros casi en cuanto los cavaba. Representaban sus prácticas con el «buscador». Sonreía y seguía con lo suyo. Los dragones le habían asegurado que encontraría líquido, si tenía fe y era meticuloso.

Después de que los dragones lo visitaran por cuarta vez, empezó a llevar consigo una vieja pala de metal, además de la varita de avellano ahorquillada, un odre de agua y una bolsa llena de carne en conserva y fruta. Dondequiera que apuntara la varita, Tarris cavaba con una energía y una dedicación que, al principio, muchos habitantes del pueblo envidiaban. Pero como no encontró agua enseguida y fueron apareciendo agujeros por toda la ciudad, pronto empezaron a desconfiar de él… y cosas peores.

Deteniéndose para descansar, frotando distraídamente la alisada superficie del mango de madera con sus callosos dedos, Tarris se acordó de la antigua Gurnn. «Antes este lugar era precioso», pensó. En ese momento se resecaba como los pastos circundantes, todo era de un color pardogrisáceo bajo aquel sol de justicia. La gente parecía exhausta por las labores que seguía realizando sólo con un hilo de esperanza de que lloviera pronto. Los que no hacían nada en todo el día preferían regodearse en la autocompasión bajo cualquier sombra.

—Mucha gente me evita, últimamente. Algunos se muestran abiertamente hostiles, pero no puedo permitir que eso interfiera en mi trabajo. Oh, no, no puedo dejar que una minucia como ésa me interrumpa.

La gente que hasta ahora no había tenido reparos en cultivar la amistad de Tarris cuando era el tejedor del pueblo ya no quería tener tratos con él. Tarris echaba de menos amargamente la buena vecindad que mantenía antes con casi toda la comunidad, pero se había consagrado a sus visiones.

A medida que los humanos de Gurnn lo condenaban al ostracismo, los dragones se fueron convirtiendo en los únicos amigos de Tarris. A menudo hablaba con ellos tanto si los veía como si no. Esta costumbre lo aisló aun más de los habitantes del pueblo.

—Si encuentro agua, habrán merecido la pena todas las dificultades, todo el esfuerzo. «El líquido brotará del suelo», dijeron. Debo encontrarlo, y pronto. Vamos, dragones míos.

—Maestro tejedor, el burgomaestre Elothur requiere tu presencia.

—¿Quién está ahí? —Tarris miró hacia arriba y escrutó suspicazmente entre los troncos y las copas de los árboles.

—Reldonas Probadora. He estado aquí antes, hace un rato.

—No puedo ir. Tengo que cavar. —Así lo hizo, y con mucha energía.

—He visto a tus dragones —lo provocó Probadora.

—¿Qué? —Canrilan dejó de trabajar para mirar a su alrededor—. ¿Dónde?

—En la plaza. ¿Vienes o no?

—No cabrían todos, en esa plaza. Es demasiado pequeña para tres dragones.

—Querían que te encontrara.

—Mis dragones —dijo lentamente—, ¿han hablado contigo?

—Me han dicho que vayas a la plaza. Por favor, no tardaremos mucho.

—Bueno…, supongo que es posible. —Salió del poco profundo hoyo, se echó la pala al hombro y recogió su preciado «buscador»—. No puedo dejar de trabajar demasiado tiempo. Ya casi es la hora de la quinta visión, ¿sabes?

Parloteando sobre sandeces, Reldonas emprendió el camino de regreso a Gurnn. El anciano guardó silencio durante todo el recorrido, incluso cuando vio a la multitud que abarrotaba la plaza del pueblo. Se detuvo un momento, inspiró profundamente como si aspirara coraje junto con el sofocante aire y dio un paso al frente.

Un murmullo burlón siguió a Tarris, que se abría paso a codazos en dirección a Elothur, que se hallaba cerca de un grupo de ciudadanos apiñados en un bochornoso retazo de sombra. El rostro del burgomaestre, surcado por ríos de sudor, permanecía impasible. Reldonas se situó a su lado con un brillo en sus ojillos de pájaro. Elothur tomó aliento, pero Tarris habló primero.

—Mis dragones no están aquí. Debo volver al trabajo.

—¡Tú y tu estúpido… trabajo! —escupió un fornido hombre situado detrás de Elothur—. Lo único que haces es complicarnos la vida a los demás. ¡Por poco me mato al caer en uno de tus agujeros! He sufrido graves contusiones, y la culpa es tuya.

Gritos de «¡Desterrémoslo!» y otras imprecaciones contra el visionario se alzaron entre la multitud.

Tarris, con una leve arruga de desconcierto entre las cejas, miró de hito en hito al hombre que protestaba.

—¿Quién eres tú?

—Thienborg Skopas —dijo Elothur con voz crispada por el calor y la tensión—. Es un vecino de este pueblo. Thienborg quiere que dejes de cavar porque tus agujeros son un peligro público. —El burgomaestre se volvió hacia los congregados, levantando la voz—. Tarris sólo intenta hacer algo constructivo. Mirad lo que ha descubierto hoy. —Los habitantes del pueblo se apretujaron para ver la patética bolita de barro que Reldonas le había traído—. Esto demuestra la posibilidad de que haya agua. Y donde hay agua, hay vida. ¿De verdad queréis que abandone el único de nosotros que busca agua?

—¡Si él es nuestra única esperanza, estamos perdidos! —gritó una viuda que había perdido a su marido y a sus hijos durante el último brote de enfermedad.

—¡Desenterrar barro no nos va a ayudar! —berreó otro.

—Y ¿qué hay de los malditos agujeros? —rezongó Thienborg—. ¡Merezco alguna compensación por haber resultado herido!

El burgomaestre se inclinó hacia el hombre y abrió la boca como si fuera a pronunciar un discurso. Fue como si el sol le chupara de golpe toda la energía y sus hombros se hundieron. El burgomaestre agitó una mano a modo de despedida, dio media vuelta y se marchó.

Se oyeron varios gruñidos entre el público, reforzados por el silbido del incesante viento seco. La furibunda mirada de Thienborg no se apartaba del anciano, pero Tarris no reparó en ello. Sus ojos verdes estaban fijos en algo situado más allá de la multitud.

—¡Merezco más consideración! —estalló Thienborg. Exhibió las contusiones de sus brazos, mentón y piernas. Varios de sus amigos lo animaron a gritos.

Tarris lo oyó y sus ojos se enfocaron.

—Lo siento. —Su disculpa se perdió en el clamor—. Pero mis dragones no están aquí. Debo ir a buscarlos.

—¡Tenemos que obligarlo a que deje de hablar de dragones como un loco! —aulló Thienborg—. Y que deje de cavar. Yo digo que lo expulsemos del pueblo. ¡Que se vaya a otro lado a cavar y que moleste a otros!

La muchedumbre despotricaba contra el antiguo tejedor, pero Tarris se había esfumado.

Durante todo el resto del día, Tarris caminó y cavó dondequiera que señalara su «buscador». A la caída del sol había practicado ocho nuevos agujeros. Satisfecho con una buena jornada de trabajo, se sentó para despachar su magra cena de frutos secos y carne, con tres sorbos de agua.

No quería volver a su mal ventilada y desordenada vivienda esa noche. No quería regresar a la atmósfera del pueblo, asfixiante por el miedo. Quería quedarse aquí, al raso, donde las casas eran pocas y donde él, a la luz de la luna que saldría más tarde, pudiera seguir cavando.

Sentía una paz mayor de lo que había experimentado en mucho tiempo. Este lugar era refrescante, después de las tensiones de Gurnn. Recobró el ánimo, la esperanza que abrigaba en su corazón aumentó e inundó todo su ser. ¡Encontraría agua, lo sabía!

Con una prontitud que lo aturrulló, la visión se le apareció. A corta distancia vio a los tres seres que se aproximaban, sus dragones, el Dorado, el Plateado y el de Bronce. Extendieron sus alas con movimientos lánguidos, flexionando cada uno de los músculos de sus magníficas extremidades coriáceas. Hendían el aire con la cola, la inmovilizaban y volvían a fustigar como si blandieran guadañas.

El anciano suspiró de placer ante la prodigiosa naturaleza de la escena. Lenta, muy lentamente, los dragones repararon en su presencia. El primero fue el de Bronce, que meneó sinuosamente la cabeza y luego avanzó. El Plateado lo escrutó, asintió y siguió al primero. Ambos fueron seguidos, al parecer con cierta renuencia, por el Dorado.

Los dragones posaron sus inteligentes ojos sobre el anciano, contemplando en silencio más allá de la envoltura humana hasta las profundidades de su alma.

Tarris no aguardó a que las palabras sonaran en su cabeza.

—Entre ayer y hoy he cavado muchos hoyos. Y hubo una reunión en el pueblo, convocada para hablar de mi trabajo.

Lo sabemos, dijo el Dragón Plateado, asintiendo. Actuaste correctamente.

—Pero alguien se ha hecho daño al caer en uno de los agujeros. Me echa la culpa a mí, dice que mis visiones son una locura. —Su rostro y sus ojos resplandecían—. Sé que son…, que sois… reales.

Éste es el tipo de convicción que te hace ideal para esta misión, declaró el Dragón de Bronce, acercándose aun más a Tarris. Eres de los que siguen adelante a toda costa si creen que el objetivo es importante.

Los enormes ojos del Dragón Plateado se clavaron en el antiguo tejedor. ¿Crees que los demás están celosos?

Tarris inclinó la cabeza, asintiendo con convicción.

—No debería preocuparme. Hasta ahora me habéis orientado muy bien. —Se enderezó y echó hacia atrás los hombros como un soldado que se presentara para una inspección—. He estado practicando todos los días con la varita de avellano, haciendo exactamente lo que me dijisteis. —Su discurso se aceleró por la excitación—. Creo haber detectado un poquito de humedad en el fondo de uno de los agujeros que he cavado hoy.

El Dragón de Bronce asintió. Así es como empieza. A reces se tarda mucho tiempo en encontrar el lugar adecuado.

Sólo acuérdate de ser paciente, añadió el Plateado. La paciencia es la clave.

—Sí, sí —dijo ávidamente el anciano—. Soy paciente, sabéis que sí; pero el resto del pueblo no lo es.

También sabemos eso, replicó el Dragón de Bronce.

El Dorado habló finalmente. Tenemos las instrucciones definitivas para ti.

—¡Por fin! —exclamó Tarris, con el corazón desbocado—. Estoy listo.

Al este del pueblo encontrarás un pequeño valle, empezó a decir el Dragón de Bronce.

El anciano frunció el ceño.

—¿El de la pirámide de rocas en el borde, o el de los árboles de corteza blanca?

El de la pirámide de rocas.

El Dragón Plateado intervino. Entra en ese valle y continúa hasta que llegues a la base de un afloramiento rocoso. Es un promontorio notable, el rasgo más característico de este valle. Sabrás que lo has encontrado cuando llegues al final del desfiladero. Camina dieciséis pasos hacia la izquierda a partir del árbol enano que crece a la derecha del risco.

Descansa ahora. Intenta estar allí a media mañana. Es en ese valle donde encontrarás el preciado líquido. Ésta es la última vez que nos comunicaremos contigo.

De repente, los dragones habían desaparecido de su mente. Estalló una burbuja que recreó las estrellas y la noche. Tarris se puso en pie de un brinco.

—¡Ahora sé dónde encontrar agua! —canturreó, casi bailando por la excitación—. ¡Lo sé, lo sé! ¡Gracias, dragones! ¡Gracias, Paladine, y gracias a todos los dioses del Bien!

Satisfecho y cansado, Tarris se acurrucó en el suelo para dormir. Su pala reposaba verticalmente cerca de él, clavada en la tierra, y su preciada varita de avellano yacía debajo de su mano. Una beatífica sonrisa curvaba sus labios y alisaba las arrugas de la edad que surcaban su frente.

Se sumergió inmediatamente en sueños sobre sus dragones. Detrás de ellos, el agua se precipitaba en cascada sobre un adorable estanque rodeado de hierba verde y helechos. Su sonido casi ahogaba los gritos de gozo de los habitantes de Gurnn, que retozaban en su líquido tesoro.

A la mañana siguiente, Tarris despertó justo cuando el alba coloreaba el cielo. Su excitación apenas le permitió comer el resto de los frutos secos. Persistió, sabiendo que necesitaría energía para sus ejercicios matutinos. El anciano lavó la comida con chorritos de agua de su odre casi vacío. Por una vez no reparó en su mal sabor. Estar tan cerca del final de su misión hacía que el agua sucia de barro supiera como el excelente vino que tomó en una ocasión, largo tiempo atrás, y el correoso fruto más como las dulces viandas que podían adquirirse antes.

Tras echarse la pala al hombro, recogió su palo «buscador» y descendió hacia el valle, cuya entrada estaba señalada por la pirámide de rocas. Había una buena caminata hasta el lugar. No le importó. Su corazón entonaba un silencioso canto a dúo con las escasas aves que todavía gorjeaban, saludando al nuevo día. Sus desmadejados pasos cubrían terreno a buen ritmo, con lo que el anciano llegó al pedregoso valle un poco antes de media mañana.

A su espalda oyó unos pies que se arrastraban y resbalaban. Tarris supo sin necesidad de mirar por encima del hombro que Reldonas Probadora lo seguía como podía con sus torpes andares. El anciano sonrió. Ella se había perdido la visión, pero estaba lo bastante cerca para presenciar la aparición del agua en la tierra apergaminada.

Penetró en el valle, lentamente, con la varita de avellano sujeta frente a él y con las manos y los ojos atentos a la menor de sus vibraciones. Estaba rodeado por paredes de caliza, pero la varita lo conducía en línea recta hacia el fondo de la profunda garganta.

—Es como decían mis dragones —murmuró.

Las paredes de piedra se estrecharon; Reldonas lo seguía de cerca, pero Tarris la apartó de sus pensamientos. Al cabo de un rato, el lecho de la vaguada volvió a ensancharse. El anciano se concentró con todas sus fuerzas, pensando sólo en el agua que estaba destinado a encontrar.

La varita de avellano lo llevó hasta el afloramiento de roca que cerraba el valle. Sonriendo de gozo, bajó el «buscador» y habló en voz alta para que Reldonas lo oyera:

—Me dijeron que contara dieciséis pasos a la izquierda del árbol enano. —Miró en derredor—. ¿Dónde está el árbol?

Ningún árbol, enano o no, crecía donde los dragones le habían indicado. Un tocón reseco se había partido hacía mucho tiempo y rodado hasta el fondo del valle. Del mismo tono que la pálida roca, parecía una piedra más junto a las otras al pie del promontorio.

Tarris hizo una pausa, estrujándose los sesos en busca de inspiración, explorando con unos ojos que bizqueaban por el resplandor del sol que caía sobre las piedras.

—Tiene que estar aquí. ¡Tiene que estar! —Su voz resonó con fuerza por encima y por detrás de él. Los cercanos pasos de Reldonas también llegaron hasta sus oídos, y ambos ruidos se combinaron hasta que le pareció que su única perseguidora era una multitud—. Los dragones me lo dijeron. A mí no me mentirían.

Retrocedió un paso, luego otro. El tacón de su sandalia tropezó con una gran piedra y él cayó hacia atrás.

La roca calcinada por el sol rasgó la tela de su túnica; la pala le magulló el hombro. Se le metió polvo en la nariz y la boca. Empezó a toser. Tarris se pasó una mano por los ojos llorosos, recuperó su preciada varita de avellano y, al borde de la desesperación, se obligó a inspeccionar una vez más la pared de roca.

—¡Allí! ¡Tiene que ser eso!

En la piedra vio grabado el vago perfil de un árbol. Sólo era visible desde cierta altura. El anciano trepó hasta allí para recorrer con los dedos la milagrosa visión. «¡Gracias, dragones! —se dijo con sincera gratitud, al tiempo que se volvía hacia la izquierda—. Dieciséis pasos desde aquí». Los fue contando meticulosamente uno por uno, con el «buscador» frente a él. La varita de avellano permaneció muda hasta el decimosexto paso.

De pronto, la vara se inclinó con una celeridad que dejó pasmado al anciano, prácticamente obligándolo a bajar las manos hasta la altura del montículo que se había formado al pie del afloramiento rocoso. Con el pulso acelerado por la excitación, Tarris dejó a un lado su preciada vara, descargó la pala y empezó a cavar.

—Más claro, el agua. Lo que ha hecho esta varita es asombroso. —La antigua pregonera del pueblo se había recostado sobre un hombro encima de un gran peñasco. Tarris no desperdició energía replicándole.

Era una ardua tarea, para alguien más acostumbrado a trabajar en tierra polvorienta y agrietada por el sol. De rodillas, Tarris se apartó de las rocas cuanto pudo; sus viejos músculos no tenían fuerzas para recoger una palada entera de golpe. El sudor le caía a chorros por el rostro. La garganta le ardía de sed, pero se negó a beber: se prometió que no volvería a probar líquido alguno hasta que encontrara su nuevo manantial.

Tarris reparó por primera vez en los demás ruidos cuando el agujero ya le llegaba a la altura de las rodillas. Hizo caso omiso de los extraños roces y cuchicheos, creyendo que eran ecos o el movimiento de Reldonas, que se sentaba más arriba en la ladera. Como el volumen fue aumentando, finalmente levantó la vista.

—Buenos días —dijo amablemente, deteniéndose un momento y saludando con un cabeceo a la multitud de habitantes del pueblo que se habían congregado alrededor del hoyo—. Mirad, aquí es donde los dragones me dijeron que cavara un pozo. El agua nos salvará a todos. Lo llamaré El Manantial de los Dragones.

Curiosamente, nadie le devolvió el amistoso saludo, en especial Thienborg Skopas, que permanecía cerca del borde del agujero con los brazos cruzados ante el pecho y una mirada dura como la piedra que tenía bajo los pies.

—Por favor, disculpadme —dijo Tarris, con las manos ensangrentadas por la rotura de varias ampollas—. Tengo mucho trabajo.

—Tu trabajo no tiene sentido alguno, viejo loco —le escupió Thienborg—. No has tenido visiones, y aquí no hay agua. Nunca la ha habido y nunca la habrá.

Tarris se detuvo otra vez.

—Los dragones me dijeron…

—¡Los dragones! —se burló Thienborg—. ¡Aquí no hay agua, te lo digo yo!

—¡Mis dragones no mienten! —protestó Tarris. Apeló a los demás—. Todos me conocéis, desde hace muchos años. ¿Os he mentido alguna vez? —Extendió las manos hacia ellos en actitud suplicante—. Decídmelo.

Tarris jadeó cuando algo lo golpeó por detrás. Le habían tirado una piedra, a la que siguió otra, y otra… Una lluvia de rocas que resultó dura y dolorosa al principio, pero luego suave y agradable. Pronto dejó de notarla. El anciano intentó hablar por última vez. Sus labios se movieron, pero las palabras no salieron. Había dejado caer la pala en alguna parte. Intentó buscarla mientras nuevas piedras lo golpeaban en la cabeza. Las rodillas se negaron a sostenerlo más, se desplomó hecho un ovillo y rodó hasta el fondo del agujero que estaba cavando, con el rostro vuelto hacia el sol cegador.

La extraña risa cascada de Reldonas se oyó pese al fuerte viento.

—Había cavado su propia tumba —graznó Thienborg—. Se ha llevado su merecido.

—¡Esperad!

La muchedumbre se volvió en la dirección del grito. El burgomaestre Elothur y dos de sus antiguos ayudantes corrían hacia ella, y sus pisadas retumbaban en el suelo del valle. El trío se detuvo ante la horripilante visión.

—No —susurró Elothur, conmocionado—. Oh, no. ¿A esto hemos llegado?

Temblando, el burgomaestre se metió en el agujero. Se arrodilló, arañándose las rodillas con las piedras, y acunó suavemente la canosa cabeza de Tarris contra su polvorienta túnica. El moribundo anciano abrió unos ojos soñolientos.

—Amigo mío —susurró, y Elothur tuvo que inclinarse para oírlo—. ¿Los ves? ¡Mis dragones! Se regocijan conmigo. No he encontrado líquido para la ciudad, he encontrado…

Su voz se quebró. Los ojos del anciano se fijaron en algo lejano mientras se extinguía la luz de su interior. Su sonrisa se mantuvo.

Sintiéndose tan viejo como el propio Ansalon, Elothur dejó reposar la cabeza del anciano y se levantó muy despacio.

—Ha cavado su propia tumba —repitió mordazmente alguien de la multitud.

En el acto, el burgomaestre se giró hacia él.

—Ayer por la mañana me dijo que sus dragones le habían prometido que encontraría líquido. Y lo ha hecho.

—¡Su propia sangre! —sonrió despectivamente Thienborg.

—Más que eso. —Elothur señaló. Todos miraron. Un charquito de oscura humedad burbujeada bajo el cuerpo del anciano.

El grupo se quedó sin aliento, contemplando la preciada agua que manaba de debajo de la polvorienta túnica de Tarris. El burgomaestre la tocó con un dedo y se irguió.

—Líquido que brota del suelo, como prometió —anunció con voz lúgubre.

—¡Vamos a probarla! —exclamó Reldonas, resbalando desde su roca al tiempo que atisbaba por encima del hombro de Elothur.

—No. —La voz del burgomaestre sonó fatigada, derrotada—. Este agua está mancillada. Nosotros lo despreciamos, lo apedreamos, asesinamos a uno de los nuestros. Ahora no osaremos beber.

—¿Por qué no? —preguntó Reldonas Probadora.

Elothur mostró su dedo húmedo a la multitud. Todos se agolparon, empujándose para ver mejor.

En la gota de agua cristalina se retorcían oscuros hilos serpenteantes de la sangre del anciano.