El hijo de Huma
[Richard A. Knaak]
Y el mundo estaba muerto…
El oscurecido cielo se onduló y la tierra se revolvió como si se hubiera derretido. El contingente de Caballeros de Solamnia tuvo poco tiempo para hacerse a la idea del salvaje desastre, y mucho menos para salvarse de él. Hombres y caballos gritaron al ser arrojados por los aires o hundirse rápidamente en la tierra líquida. Los cuatro dragones que los acompañaban no corrieron mejor suerte: los cielos se cerraron a su alrededor en una tormenta tan violenta que salieron despedidos como minúsculos juguetes. El Dragón Dorado que encabezaba el cuarteto fue el primero en morir, al estrellarse contra una ladera montañosa con tal violencia que su espina dorsal se quebró con un chasquido audible. El viejo Dragón de Bronce intentó valerosamente mantenerse en el aire, pero la debilidad lo precipitó finalmente en una caída mortal. Sólo los dos Plateados lograron seguir volando durante un tiempo, pero nada podían hacer ya por sus semejantes o por los humanos.
Stoddard tuvo el tiempo justo de ver a Blane caerse del caballo y morir aplastado bajo una masa de tierra giratoria antes de que él mismo fuera derribado de su aterrorizada montura. El Caballero de la Rosa cayó al suelo con gran estrépito metálico, pero su alivio inicial por haber aterrizado en tierra firme pronto dejó paso al horror.
Vio la ondulante oscuridad cobrar forma. La muerte había venido por ellos, sí, la muerte con la vaga forma de Caos, pero ésta era diferente. Su cuerpo era un agitado campo de estrellas, un torbellino viviente. La envergadura de la bestia doblaba la de cualquiera de los dragones que acompañaban al contingente de cincuenta hombres, y sus fauces podían tragarse enteros a dos o tres caballos de batalla, con armadura incluida.
El primer Dragón Plateado, la hembra, no tuvo tiempo de reparar en la inmensa figura. Las formidables zarpas del dragón de Caos le desgarraron las alas. La hembra rugió de dolor y trató de revolverse, pero ya no podía controlar su vuelo. Sin embargo, aparentemente insatisfecho con limitarse a permitir que la hembra se precipitara a una muerte segura, el monstruo de Caos la sujetó con las garras y, mientras ella forcejeaba, le rajó la garganta. Sólo entonces soltó el cuerpo plateado y se encaró con el otro dragón.
El macho, compañero de la asesinada, rugió de furia y realizó un supremo esfuerzo por atacar, pero las sinuosas oleadas de aire que parecían rodear al dragón de Caos impedían al Plateado alcanzar la velocidad necesaria. Su horrendo adversario repelió al valiente dragón con la misma facilidad que si fuera uno de los patéticos humanos. Estiró el cuello y levantó la cabeza, abrió la boca… y un estruendo ensordecedor embistió al caballero herido.
Stoddard no se atrevió a soltarse para taparse los oídos, aunque lo deseaba con todas sus fuerzas. Las lágrimas corrieron por sus mejillas. La cabeza del dragón colgaba ladeada y sus ojos ciegos oteaban el infinito. El monstruo sacudió el cadáver una vez más y luego lo soltó.
«Que Paladine nos guarde —pensó Stoddard—. Ese ser controla todo lo que nos rodea. Es… Cincuenta hombres buenos… Los dragones. ¿Nada puede detenerlo?».
El dragón de Caos extendió las alas e inspeccionó el panorama de destrucción. Sus ojos parecieron fijarse en Stoddard.
Todo pensamiento abandonó precipitadamente al Caballero de la Rosa. Jamás, en toda su vida, se había sentido tan indefenso, tan aterrorizado.
El monstruo abrió las fauces de par en par y rugió.
Esta vez el miedo fue excesivo: Stoddard se desmayó.
Un hilito de agua resbaló por su boca reseca. Stoddard tragó, involuntariamente al principio, y luego con avidez el líquido que siguió. Un chorro de agua corrió por su mejilla.
—Lo siento —susurró alguien desde la oscuridad circundante—. Llegué demasiado tarde…
Saciado de momento, el caballero dejó de beber. El flujo de agua se interrumpió casi en el acto, pero no antes de empaparle el mentón y el cuello.
—¿Quién…? —Stoddard apenas pudo reconocer su propia voz temblorosa. Tosió y volvió a intentarlo—. ¿Quién…?
—Hazte a un lado, muchacho —dijo otra voz, también en susurros—. Déjame verlo. Por poco lo ahogas.
Stoddard reconoció finalmente en la segunda persona a uno de sus propios hombres, un Caballero de la Espada llamado Ferrin. No había caído en la cuenta de que aún tenía los ojos cerrados. El mundo se iba enfocando lentamente, revelando el rostro estrecho y barbudo de Ferrin y el de un joven pálido, de facciones regulares, afeitado y con unos rasgos que parecían vagamente élficos. Su cabello castaño estaba teñido prematuramente de gris.
—¿Cómo os sentís, mi señor? —preguntó Ferrin con voz igualmente queda.
—Estoy… derrengado, pero… —El Caballero de la Rosa comprobó cuidadosamente el estado de sus miembros. Le dolía terriblemente el hombro izquierdo, pero no parecía haber nada roto. Dio gracias a Paladine por el milagro—. Me parece que estoy entero.
—Demos gracias.
—¿Por qué habláis en susurros? ¿Está el monstruo por aquí todavía?
El rostro de Ferrin se torció en una fea mueca.
—No estoy susurrando, señor. Tampoco el muchacho.
El alarido del dragón le había dañado los oídos. Quizá consiguiera enderezar las cosas mediante la oración, pero Stoddard sabía que no poseía la fuerza ni el tiempo para preocuparse por eso en aquel instante. Había demasiado en juego.
—¿Cuántos…, cuántos… han sobrevivido?
El caballero y el joven intercambiaron una larga y elocuente mirada.
—Sólo he encontrado a Karis, Crandel y Marlane, mi señor —respondió finalmente Ferrin—. Marlane murió en mis brazos y Karis falleció no hace aún una hora. Conseguí vendar las heridas de Crandel. Ahora está descansando.
—¿Nadie más?
—Nadie. Y casi no os encuentro a vos. Fuisteis arrojado a gran distancia. —Ferrin miró de soslayo al muchacho—. Cuando os vi, éste ya os estaba atendiendo. De eso hace aproximadamente una hora, mi señor. —El caballero suspiró—. Sólo nos queda un caballo. Tuve que rematar a los otros cuatro que encontré. Creo que el susto nada más dejó medio muertos a la mayoría.
El susto. Caballos de batalla bien entrenados muriendo de un susto. Era algo prácticamente inaudito. Stoddard reunió finalmente las fuerzas para intentar incorporarse.
—Y los dragones, ¿murieron todos?
—El de Bronce vive, lord Stoddard.
El caballero de más edad le obligó a repetir la sorprendente afirmación.
—¿De veras? Creí verlo caer.
—Sólo puede volar distancias cortas y se ha torcido una pata; pero, por lo demás, está físicamente indemne. Su mente puede tardar un poco en recuperarse.
El joven bajó la vista. Había rastros de lágrimas en su rostro.
—Lo siento. Intenté seguirlo como pude, pero subestimé al dragón de Caos. No sabía que pudiera volar tan rápido.
Las palabras de su salvador no tenían sentido, pero a Stoddard no le importó en ese momento. Cincuenta hombres y cuatro dragones. El monstruo había aniquilado a todo un contingente previsto para proteger el puerto de Aramus, un importante enclave en las rutas de aprovisionamiento de los ejércitos que combatían a las fuerzas de Caos en el norte de Ansalon. Los Caballeros de Takhisis habían despojado al puerto de la mayor parte de sus defensores originales, creyendo que el lugar se hallaba lo bastante alejado de las hostilidades para estar seguro. Sólo en el último momento se habían dado cuenta de que Aramus no estaba más seguro que cualquier otro lugar, y por eso Stoddard y sus hombres habían sido relegados a la labor de defenderlo.
«Y ahora hemos fracasado sin llegar a nuestro destino siquiera», pensó Stoddard.
No podía ser por coincidencia que el dragón de Caos hubiera atacado tan cerca de la ciudad portuaria. Si Aramus no era ya un montón de ruinas, lo sería pronto.
—Aramus. Tenemos que averiguar…
—La ciudad debería estar intacta —le informó rápidamente el joven—, pero no por mucho tiempo. El dragón de Caos necesitará algún tiempo para recuperarse, después de este ataque. Pero ya ha transcurrido un día. No le hará falta mucho más.
Stoddard tuvo que concentrarse para entender todas las palabras. Estudió atentamente al joven. Su rescatador era joven, tal vez un escudero.
—Pareces saber más que nosotros de ese monstruo. ¿Quién eres?
—Soy Liam de Eldor, mi señor. He perseguido a esa criatura desde que penetró en Krynn. Yo… siento mucho no haber conseguido detenerla antes de que os atacara.
¿Él había intentado detener a la bestia de Caos antes de que destruyera a cincuenta caballeros bien armados y cuatro dragones adultos? El muchacho debía de estar enajenado. Stoddard no se sorprendió demasiado. Había conocido a demasiados como él, víctimas de la guerra que vivían en su propio mundo fantástico en lugar de afrontar los horrores de la realidad. Una lástima.
—¿Y por qué iba a ser tuya una responsabilidad tan terrible, para empezar, Liam de… Eldor, verdad? Estamos en guerra y semejantes tareas recaen sobre los guerreros. —Stoddard no pudo reprimir un escalofrío—. E incluso nosotros fracasamos.
Liam alzó la vista hacia el cielo.
—No había nadie más. Mi padre hace cuanto puede, pero las fuerzas de Caos están en todas partes. —El joven meneó la cabeza y se secó el resto de las lágrimas—. Pero yo no puedo dejar que las cosas sigan así, mi señor, más de lo que puede mi padre. Además, soy el único que tendría alguna posibilidad contra un ser como el dragón de Caos.
Indicando por señas a Ferrin que lo ayudara a levantarse, Stoddard replicó educadamente:
—Te estoy muy agradecido por tu ayuda, Liam, pero sigue siendo mejor que nos dejes este asunto a nosotros. Si en efecto te queda algún familiar, debes volver con ellos. Esto no es…, nunca podría ser responsabilidad tuya.
—¡Pero me necesitáis! Sé que no soy mi padre, pero he aprendido mucho de él.
Inclinándose hacia su comandante, Ferrin masculló:
—Preguntadle quién es su padre, lord Stoddard. Preguntádselo.
A juzgar por el tono de su voz, Ferrin ya conocía la respuesta y la consideraba anómala. Picada su curiosidad, Stoddard siguió el consejo de Ferrin.
—¿Así que tu padre es un caballero? ¿Cómo se llama? Tal vez lo conozco.
El joven se irguió en toda su estatura y, en aquel momento resultaba, justo era reconocerlo, más imponente de lo que el veterano caballero había imaginado en un principio.
—Tal vez hayáis oído hablar de él, mi señor. Su nombre es Huma de Eldor, también conocido como Huma de la Lanza.
Stoddard se convenció de que el oído le había fallado por completo esta vez. Parpadeó y luego miró a Ferrin en busca de confirmación. El otro caballero asintió tristemente.
—Eso es lo que ha dicho, lord Stoddard, «Huma de la Lanza».
Stoddard carraspeó pero no dijo nada en voz alta. «Enajenado…, el muchacho está definitivamente enajenado».
Liam reparó en el incómodo silencio y prosiguió.
—Evidentemente, su forma mortal pereció hace siglos, pero tanto él como mi madre fueron conducidos junto a Paladine, para vivir con él. —Su pecho se hinchó con orgullo—. Yo soy el resultado de su unión: su hijo. Siempre observaba Krynn, siempre quise recorrer Ansalon. Cuando mi padre regresó finalmente al mundo… para participar en esta guerra…, yo quería acompañarlo, pero él temía por mí. Me prohibió venir. —El joven parecía sentirse algo culpable—. Pero mi padre no podía conocer la existencia de este monstruo, porque se presentó después de que él hubiera regresado al mundo mortal. Lo percibí y decidí que tenía que venir a Krynn para ayudar.
—Tú… —Pero no tenía sentido prestar atención en serio a la historia del muchacho.
Con un suspiro, el Caballero de la Rosa apartó la vista de Liam y oteó el paisaje. Se habían formado nuevas colinas debido a los estragos del dragón de Caos. En muchos lugares había árboles tumbados, arrancados y dispersos. De la matanza de humanos, sin embargo, Stoddard no vio ni rastro.
—Ferrin, llévame junto a los hombres.
—Deberíais descansar, mi señor…
—Llévame con ellos.
El otro caballero lo sostuvo por el brazo. Stoddard se esforzó por no descargar todo su peso en su compañero, luchando a la vez contra el dolor y la debilidad. Cuando los dos iniciaron la marcha, Liam de Eldor se situó precipitadamente al otro lado y lo sujetó por el antebrazo, sin duda intentando ayudarlo. En su lugar, lo único que consiguió fue empeorar los dolores de Stoddard.
—¡Con cuidado, bobo! —De no estar ayudando a su superior, es probable que Ferrin hubiera agarrado a Liam por el pescuezo.
—Perdonadme, mi señor. —Liam se retiró, pero continuó junto a ellos.
—No pasa nada, muchacho. —Stoddard miró de hito en hito a Ferrin, indicándole con su sola expresión que era inútil perder el tiempo regañando a su perturbado compañero.
El viaje no era largo, pero requirió más fuerzas de las que Stoddard había creído necesarias. Lo que vio le hizo olvidar trivialidades como el agotamiento y el dolor.
Los cadáveres de sus hombres seguían tendidos donde habían caído, algunos medio enterrados. Un brazo sobresalía de la ladera de una colina, un pie calzado con bota asomaba por otra. Un caballo de batalla yacía despatarrado, no muy lejos del trío con el espinazo evidentemente roto. Un hombre había sido aplastado por una enorme roca y su horrorizada expresión bastaba para provocar escalofríos en el guerrero más curtido. La escena parecía salida de una pesadilla.
Liam caminaba, dando traspiés, a su lado. Tenía el rostro blanco y la boca permanentemente abierta. Contemplaba sin parpadear la visión que se extendía ante ellos. Luego, en un acto que Stoddard podía haber previsto, el joven se dio la vuelta, cayó de rodillas y vomitó.
—El hijo de Huma… —comentó irónicamente Ferrin, en voz lo bastante alta para que no sólo lo oyera su comandante, sino también el aspirante a campeón.
—¿Recuerdas tu primera experiencia en combate, Ferrin?
El otro caballero guardó silencio. Lord Stoddard se alejó unos pasos de él, decidido a inspeccionar el resto de la tragedia por sus propios medios. Tenía que aprender a contar sólo con sus fuerzas otra vez, y deprisa.
Muchos de los hombres habían muerto en pocos segundos. Unos cuantos habían durado un poco más, resultaba evidente, algo sobre lo que Stoddard no quiso indagar. Era una de las peores catástrofes que había presenciado en su dilatada carrera. Sus hombres no habían tenido ni una oportunidad de defenderse honrosamente.
«Y toda una ciudad, Aramus, afronta el mismo peligro —pensó Stoddard—. Si hay algo de verdad en lo que ha dicho Liam de Eldor, Aramus está en grave peligro por culpa de la misma bestia. Sólo somos tres, cuatro, contando al dragón, pero debemos hacer algo…».
De improviso, Liam estaba a su lado. Stoddard maldijo en silencio su deficiente audición. La presencia del muchacho, sumada a sus lúgubres pensamientos, había sobresaltado al caballero.
—Yo… siento lo de antes, cuando he… Nunca había visto una escena tan aterradora.
—Forma parte de la guerra, muchacho. Ya deberías saberlo. Es una de las primeras cosas que inculcamos a quienes ingresan en la caballería. La guerra no es un juego. Los caballeros no se limitan a montar a caballo para celebrar torneos y competiciones de esgrima. —Stoddard levantó los brazos, señalando la devastación que los rodeaba—. Esto es lo que todo nuevo miembro de las Órdenes Solámnicas debe aprender a prever: la muerte en su forma más espantosa.
El rostro de Liam palideció aun más, pero esta vez el joven pareció recobrar el ánimo.
—Mi padre me hablaba de este aspecto de ser un caballero. Creo que lo hacía para asustarme cada vez que intentaba seguir sus pasos. Pero siempre he creído que si el riesgo merecía la pena para él, ¿cómo iba yo a ser menos?
El muchacho estaba tan serio que Stoddard casi deseó creer que el joven era quien decía ser. Sin embargo, no podía perder tiempo siguiéndole la corriente. Tal vez una pregunta que Liam no pudiera responder lo obligaría a volver de golpe a la realidad.
—Encomiable, pero ¿por qué ahora, Liam? Ciertamente, nos habríais venido muy bien, tu padre y tú, en la Guerra de la Lanza. ¿Por qué no vinisteis entonces? La situación era muy grave. La Reina de la Oscuridad por poco se apodera de Krynn.
En respuesta, Liam masculló algo que Stoddard dudó que hubiera entendido aunque tuviera los oídos sanos. El caballero lo miró fijamente hasta que Liam lo repitió.
—Mi padre quería ayudar entonces, pero Paladine no se lo permitió. No era el momento, según Paladine. Sé que ocurrió lo mismo durante el Cataclismo. De nuevo, mi padre quería ayudar, pero Paladine se lo prohibió. Sólo ahora, sólo cuando el propio Paladine lo ha decretado ha sido posible para mi padre regresar a Krynn. —Liam parecía un niño que ha perpetrado una travesura—. Y sólo porque él ya no me vigilaba he podido venir a Krynn.
¿Liam se había escabullido del supuesto reino celestial donde transcurría su existencia mientras sus padres estaban ocupados en otro lado? Por una parte, la historia le pareció a Stoddard tan divertida que casi sonrió. Por la otra, era tan patética que lo entristeció. Lo más probable es que Liam fuera hijo de algún agricultor fallecido durante la actual campaña, un superviviente que necesitaba una compensación tan desesperadamente que se creía un héroe.
—Has hecho lo que has podido, hijo —respondió amablemente el Caballero de la Rosa—. Te lo agradezco. Pero te recomiendo que dejes la lucha para aquéllos que han sido entrenados en combate.
—Pero…
Stoddard no podía permitirse el lujo de ser demasiado amable. A cada momento de retraso se reducían las escasas posibilidades que tenían de auxiliar a la ciudad. Tenían que apresurarse, incluso dejando a los muertos insepultos.
«¿Y qué haremos aunque lleguemos a tiempo a Aramus? —se preguntó Stoddard—. Tres caballeros heridos y un dragón viejo y lisiado…».
Eso no importaba. Eran Caballeros de Solamnia. El Código y la Medida exigían el máximo.
Se volvió hacia Ferrin, que no se había alejado, a todas luces receloso de su delirante compañero.
—Es hora de reunir nuestras fuerzas. —El comandante ni siquiera miró a Liam de Eldor, pero pudo percibir que el joven lo escuchaba y esperaba otra oportunidad de defender su causa—. Despierta a Crandel. A ver si está en condiciones de viajar. Registra la zona y recoge el equipo que aún pueda resultarnos útil. —Stoddard hizo una pausa—. Si puedes hacer algo deprisa por algunos de los cadáveres, adelante. Yo iré a hablar con el Dragón de Bronce. He ideado un plan.
—¿Podréis caminar tanta distancia, mi señor? Yo podría llevaros…
—Iré por mis propios medios, gracias. —Le temblaban las piernas, pero se mantuvo firme a base de pura fuerza de voluntad. Tras inspirar profundamente, el Caballero de Solamnia se alejó lentamente en la dirección que había indicado Ferrin.
Encontró al Dragón de Bronce tendido de costado, con el miembro herido colgando flaccidamente. El dragón abrió los ojos cuando el humano se aproximó.
—Lord Stoddard…
La retumbante voz le resultó muy agradable al oído. Era la primera vez desde el desastre que el caballero no tenía que esforzarse por distinguir las palabras de otro.
—Razer, ¿cómo te encuentras?
—¿Eh? ¿Cómo? Estoy vivo… Eso es más de lo que puede decirse de los otros, ¿no? ¿Qué ocurrió?
—¿No recuerdas al dragón de Caos?
El anciano Dragón de Bronce se quedó mirándolo.
—Ah, sí. Esa cosa. —Sus ojos se abrieron desmesuradamente con el súbito recuerdo—. Esa cosa… ¡les rebanó la garganta! —El dragón intentó incorporarse bruscamente, pero cometió el error de intentar apoyarse en la pata herida. Por poco no se desplomó sobre su visitante, que retrocedió trastabillando. Luego añadió—: ¡Lo haré pedazos!
Unos fuertes brazos sujetaron a lord Stoddard.
—Ya os tengo, mi señor.
Liberándose de un tirón, Stoddard contempló al peculiar joven. El omnipresente Liam empezaba a desconcertarlo. No esperaba que el muchacho lo siguiera hasta el dragón.
—Gracias, pero puedo arreglármelas sin tu ayuda.
Asintiendo tristemente, el joven se retiró. El caballero veterano se volvió para enfrentarse al Dragón de Bronce que examinaba al recién llegado. Razer parecía haberse olvidado de sus heridas mientras estudiaba a Liam de Eldor.
—No te conozco —ronroneó el dragón. Los ojos del reptil se estrecharon—. ¿O sí? Olvido tantas cosas…
—Lord Stoddard —interrumpió Liam con voz ligeramente temblorosa. Para alguien que afirmaba estar dispuesto a combatir contra un dragón, Liam no parecía preparado a enfrentarse ni siquiera a uno amistoso. El joven temblaba ahora de pies a cabeza—. El dragón de Caos estará casi recuperado del agotamiento. ¡Aramus no está lejos! Debemos apresurarnos. ¡Quizás aún tenemos tiempo de salvar a la gente!
—¡Es verdad! —rugió Razer, dando por finalizada su inspección del joven humano, a la luz de las apremiantes noticias—. ¿Cuántos caballeros quedan?
—Sólo somos tres. Estamos heridos pero aptos para la lucha. Sin embargo, no sé qué podemos hacer contra ese monstruo.
—Si tengo que usar los cuartos traseros para mandarlo de una coz junto a su amo, lo intentaré, lord Stoddard, pero mis posibilidades aumentarían enormemente si hubiera un jinete armado con una lanza sobre mi lomo. Soy viejo, lo sé. Aprovecharé todas las oportunidades que pueda.
El Caballero de la Rosa reflexionó sobre el asunto. Conservaban algunas lanzas normales, pero ninguna de las legendarias Dragonlances. En su mayoría, éstas se hallaban en manos de los Caballeros de Takhisis. Stoddard y sus hombres tendrían que apañarse con las armas disponibles. Por lo menos sus lanzas eran afiladas y de excelente factura; sin duda bastarían para perforar el pellejo de la abominación hecha de estrellas. Era la única estrategia que podían intentar.
—Creo que encontraremos al menos una lanza en condiciones. En cuanto al caballero que la empuñe, no necesitas buscar más, Razer: aquí me tienes.
El Dragón de Bronce rió con auténticas ganas.
—¡Así me gusta! ¡Desgarraremos el cuello de esa bestia como ella hizo con mis compañeros!
Stoddard sabía que Razer haría cuanto Paladine juzgara posible para ello. Concediendo al Dragón de Bronce un rato más para que se recuperara, el veterano caballero regresó a la escena de la matanza, seguido en todo momento por Liam.
—Yo debería ser quien ocupe vuestro lugar, lord Stoddard —insistió en voz alta el joven—. Reconozco que no he recibido el entrenamiento de la caballería y que ésta es la primera vez que he experimentado el combate en persona, pero yo…
—Con cada palabra que pronuncias añades más argumentos en tu contra de los que yo encontraría. —Stoddard hizo una pausa para mirar a Liam directamente a los ojos—. Vuelve al lugar de donde procedas, Eldor o los cielos, me da igual, y quédate allí hasta que todo haya terminado. —Se dio la vuelta y siguió adelante sin esperar a ver si Liam trataba de seguirlo otra vez.
El veterano caballero encontró a Ferrin y Crandel procediendo a la lenta tarea de reunir a varios de los muertos y sus pertenencias. Crandel, un Caballero de la Espada cuyo apetito siempre había sido su faceta más destacada, fue el primero en reparar en su comandante y se enderezó lentamente hasta cuadrarse. Tenía la parte izquierda de la cabeza vendada con un trapo y un brazo en cabestrillo. Su cara redonda estaba pálida y empapada de sudor.
Estaba claro que Crandel no sería capaz de ocupar el lugar de Stoddard a lomos del dragón aunque el caballero veterano así lo prefiriera. Así sólo tenía que convencer a Ferrin que, con toda seguridad, se creería el candidato más lógico para enfrentarse a una criatura a la que tenían pocas esperanzas de herir, y muchas menos de derrotar. Y Ferrin probablemente tenía razón.
—Necesito la mejor lanza que encontréis —les informó. Sus ojos examinaron una por una las armas ya recuperadas, cuya retorcida forma las descalificaba a primera vista para cualquier uso posterior—. Tiene que haber por lo menos una en buen estado.
Como era de esperar, Ferrin planteó objeciones a la participación de Stoddard en el plan.
—Mi señor, no deberíais arriesgaros montando a ese dragón. Yo soy quien menos heridas ha recibido y…
—Y quien se encuentra en la flor de la vida, supongo —gruñó Stoddard—. Te he dado una orden, Ferrin. Localiza una lanza para mí. Eso es todo.
—¿Por qué no usamos simplemente la que ha traído el muchacho?
El otro caballero había hablado en voz demasiado baja.
—¿Qué has dicho? —preguntó Stoddard.
Ferrin repitió las palabras y luego señaló hacia el oeste. Por primera vez, Stoddard escudriñó el enorme corcel de Liam y el equipo que descansaba a su lado. El caballo, tras una inspección más atenta, era una maravilla, un gigantesco canelo, mayor que cualquier otro que hubiera visto antes el caballero; pero lo que más le interesó fue la lanza que le señalaba Ferrin. Larga y esbelta, claramente confeccionada por un herrero experimentado, la lanza de Liam podía ser vieja y estar manchada, pero se hallaba en mucho mejor estado que las demás armas que posiblemente encontrarían.
En el último momento advirtió que junto a la lanza había una espada, deslucida y mellada que, a pesar de su aspecto arcaico y herrumbroso, tuvo que pertenecer en otro tiempo a un Caballero de Solamnia. Con lo cual Liam era hijo o descendiente de un caballero, a menos que hubiera robado la armadura de alguna tumba.
Stoddard no quiso pensar en saqueo de tumbas. Lo importante era que Ferrin tenía razón: la lanza que portaba Liam en su descabellada empresa era perfecta para las necesidades actuales. Stoddard asintió. Ferrin se dirigió hacia el arma.
—¿Qué hacéis? —preguntó Liam, que se hallaba a una respetable distancia detrás de ellos, pero aun así había oído perfectamente la conversación.
El Caballero de la Rosa le cerró el paso.
—Necesitamos esa lanza, hijo. Tú mismo nos has recordado lo importante que es detener a esa bestia antes de que intente destruir Aramus. Bien, esa lanza y el Dragón de Bronce representan nuestra última esperanza. Si quieres combatir realmente la amenaza, ayúdanos ahora manteniéndote al margen.
—Pero yo tengo más posibilidades. ¡Sí, soy el único de los presentes que tiene alguna posibilidad! ¡Y debo usar esa lanza! ¡No podéis entenderlo! —Liam avanzó en pos de Ferrin, pero Crandel se interpuso en su camino y le puso la zancadilla al joven. Liam cayó de bruces al suelo. Antes de que pudiera levantarse, Crandel le apoyó un pie sobre la espalda, inmovilizándolo sin contemplaciones.
—Deja que se levante, hombre. —Stoddard tomó al joven del brazo y lo ayudó a ponerse en pie, pero Liam se zafó de su presa y se abalanzó sobre Ferrin.
El otro caballero bajó la lanza y se llevó la mano a la empuñadura de la espada. Liam se detuvo.
—Con vuestro permiso, mi señor —dijo Ferrin en voz alta—, tal vez consiga hacerle ver su insensatez enseñándole la primera lección acerca de las habilidades necesarias para sobrevivir a la batalla.
Stoddard asintió con expresión grave. Con un rápido movimiento, Ferrin cogió la vieja espada próxima a la armadura y la lanzó suavemente a los pies del joven, que la miró fijamente un momento antes de recogerla. Liam contempló a los caballeros con desconcierto.
Desenvainando su espada, el Caballero de la Espalda se enfrentó al muchacho.
—Demuéstrame lo bien que luchas. Demuéstranos lo que puede hacer el hijo de Huma de la Lanza.
Liam dio un respingo. Lord Stoddard asintió nuevamente mirando a Ferrin. Una torva expresión se adueñó del rostro del joven. Sujetando la espada con ambas manos, avanzó un paso hacia Ferrin y le asestó un tímido golpe.
El caballero se apartó un poco, lo suficiente para que el arma de su adversario se limitara a hender el aire. El peso de la hoja arrastró a Liam y lo desequilibró peligrosamente. Dando un paso atrás, Ferrin esperó a que Liam recuperara el equilibrio y entonces inició su ataque.
Para Stoddard, que conocía bien la destreza del otro caballero, era evidente que Ferrin estaba jugando con su oponente. El arma de Ferrin se movía con insistencia, penetrando en la guardia de Liam en cada ocasión. Ni una sola vez llegó a rozar siquiera al muchacho, pero Liam tenía que saber que estaba jugando con él.
Otra acometida atolondrada dejó a Liam con la guardia baja. Esta vez, su adversario no se contuvo. Ferrin alzó su espada y golpeó de plano las manos de Liam. Con un aullido, el muchacho soltó su arma, que cayó inofensivamente a los pies del caballero.
—Sí, yo diría que estás preparado para enfrentarte a la bestia —comentó Ferrin con una sonrisa condescendiente—. Sobre todo si quieres servirle de cena.
La ira desbordó a Liam de Eldor.
—¡No ha sido justo! ¡No estaba preparado!
Stoddard y Crandel se situaron detrás del joven.
—Pero ésa es precisamente la cuestión, ¿no, muchacho? —replicó el caballero más veterano—. Además, ni estando preparado lo harías mejor que hora.
—Tal vez sí. —Aún furioso, Liam se abalanzó de nuevo sobre Ferrin, pero Stoddard lo aferró por un brazo y no lo soltó. Crandel sujetó a Liam por el otro lado. Finalmente, el joven se tranquilizó.
—Lo siento, hijo, pero ya no tenemos tiempo para esto. Necesitamos tu arma. Nosotros sabremos utilizarla mejor que tú. Deberías darte cuenta de que, a pesar de tus buenas intenciones, careces del entrenamiento necesario. Incluso el hijo de Huma de la Lanza necesita adquirir experiencia en combate.
El joven no le respondió, pues seguía atento a Ferrin y su lanza.
—¿Comprendes lo que digo, Liam? —El veterano caballero confió en que así fuera. De lo contrario, quizá tuvieran que recurrir a medidas más drásticas para impedir que el muchacho interviniera.
—Sí…, sí, señor, lo comprendo —dijo Liam finalmente.
Con un leve cabeceo destinado a Ferrin, Stoddard lo soltó.
Mientras el joven se quedaba mirándolos con rencor, los tres caballeros iniciaron el arduo proceso de llevar la lanza junto al dragón por el abrupto terreno.
Cuando vio lo que llevaban, el Dragón de Bronce se estremeció y sus ojos relucieron.
—Habéis encontrado una lanza digna, ¿verdad, humanos? No parece gran cosa, pero supongo que servirá.
No disponían de una silla de montar adecuada, pero Ferrin consiguió improvisar un remedo. No tenía que ser perfecta: todos sabían que el jinete sólo tendría ocasión de atacar una o dos veces al dragón de Caos antes de que aquella monstruosidad contraatacara.
Durante la operación, nadie prestó atención a Liam, hasta el punto que cuando Stoddard lo buscó finalmente con la mirada, al principio creyó que el joven había huido. Liam era lo bastante inestable para intentar alguna temeridad, con o sin la lanza.
«No puedes hacer nada más por él, si ha decidido cometer alguna locura —se dijo Stoddard—. Preocúpate por Aramus y sus habitantes».
Sin embargo, Liam no había huido. El caballero lo descubrió por fin, contemplando la devastación causada por el dragón de Caos; con una mano empuñaba la espada herrumbrosa. Mientras el Caballero de la Rosa lo observaba, Liam arrojó su arma a un lado con repugnancia y se sentó en una piedra, tras lo cual ocultó el rostro entre las manos.
Abandonando al joven a sus demonios interiores, el veterano guerrero se volvió hacia sus compañeros. Totalmente concentrado en ese momento en la salvación de Aramus, se dirigió al viejo Dragón de Bronce:
—Razer, ¿existe alguna posibilidad de que puedas llevarnos a los tres?
—Es… posible. Pero sólo un trayecto muy corto. Aramus no está lejos. Aunque no sé cuántas fuerzas me quedarán para luchar después del viaje.
—De acuerdo. Entonces sólo te montará uno de nosotros, el que empuñe la lanza. Ferrin, tú y Crandel montaréis en el caballo restante y nos seguiréis como podáis…
—Mi señor —lo interrumpió Ferrin con una calculadora mirada, entornando los párpados—, reconsideradlo. Yo soy el más liviano. Seré la carga menos pesada para el dragón. Insisto, ¡yo debería ir en vuestro lugar!
—La decisión ya ha sido tomada. —Stoddard miró de hito en hito al otro caballero hasta que Ferrin consintió finalmente. Acercándose a él, añadió—: Tengo una orden más para ti. Haz cuanto puedas por el muchacho. Llévatelo. No debería quedarse solo al raso, en su estado.
Evidentemente, no era un deber que el otro deseara cumplir, pero Ferrin siempre había sido un soldado leal.
—Intentaré enseñarle algunas de las obligaciones de un escudero. Si sobrevivimos, quizá llegue a ser un caballero.
—Muy bien. —Stoddard no creía más que Ferrin que fuera a ocurrir algo semejante. Si el Caballero de la Rosa y Razer fracasaban, lo más probable es que todos estuvieran muertos antes del siguiente par de días.
—¿Estás preparado, Razer?
—Desde hace ya un tiempo, humano. ¡Espero el duelo ansiosamente!
La sed de sangre de la gigantesca bestia animó al guerrero. Era necesario que Razer se sintiera impaciente e impetuoso.
Ferrin y Crandel saludaron marcialmente. Stoddard les devolvió el saludo y luego ocupó su posición. La lanza reposaba cómodamente sobre su antebrazo, pese a la improvisada silla de montar.
—¡Lord Stoddard!
La presión de una mano sobre su brazo lo sobresaltó. El caballero miró hacia el otro lado y descubrió allí al obstinado Liam. Recobrándose de la sorpresa, le espetó:
—¡Hazte a un lado, jovenzuelo! Es necesario que partamos. No te separes de Ferrin y Crandel. Se encargarán de enseñarte un par de cosas.
—¡Pero tenéis que escucharme! ¡Hay un secreto que deberíais conocer!
—Creo que ya nos has revelado bastantes secretos por hoy.
—Es sobre la lanza. —Liam se inclinó y murmuró algo de lo que Stoddard apenas logró captar un fragmento. Cuando comprendió que había hablado en voz demasiado baja, Liam lo intentó de nuevo—: Es una de las Dragonlances originales, mi señor.
—¿Es una qué? —Stoddard no pudo reprimir una segunda ojeada al arma antes de pensar en lo absurdo de la posibilidad. Aquella lanza era una herramienta eficaz, pero difícilmente una de las armas mágicas de la leyenda. Nadie había oído hablar de una Dragonlance tan gastada y sucia.
Liam prosiguió con ojos relucientes:
—¡Lo es! Una de las que usó mi padre. —Reparó en la expresión de escepticismo de Stoddard—. ¡Es verdad, lo juro! —Consciente de que no había logrado convencer al caballero, el joven intentó coger la lanza—. Sólo lo creeréis si la contempláis en todo su esplendor.
Stoddard ladeó la cabeza, aguardando. Liam empuñó la lanza, observándola como si fuera a ocurrir algo. No obstante, el arma no se puso a brillar repentinamente con la bendita luz de Paladine. No creció, ni se agudizó su punta hasta que ni siquiera el pellejo más duro de un dragón pudiera resistírsele. Continuó siendo un arma de lo más terrenal.
El Caballero de la Rosa se la quitó amablemente de la mano a Liam.
—Te agradezco tu preocupación, muchacho, pero no podemos entretenernos más. Quédate con Ferrin y Crandel.
—Pero… —Liam pareció desanimarse.
—Me reuniré con vosotros en Aramus. Que Paladine os guarde. —El veterano caballero se despidió con un gesto de sus compañeros, que lo saludaron a su vez. Para Razer, añadió—: Estoy listo.
—¡Agárrate bien, entonces! ¡Apartaos, humanos! —En cuanto resultó seguro hacerlo, el Dragón de Bronce desplegó sus alas y se elevó rápidamente por los aires. Stoddard observó a sus compañeros disminuir de tamaño, en el suelo, hasta que las nubes empañaron su visión. Rezó a Paladine por la seguridad, no sólo de sus hombres, sino también de Liam de Eldor y la de todos los habitantes de Aramus; sólo en el último momento se acordó de pedir protección para sí mismo.
Contra el dragón de Caos, aceptaría toda la ayuda que los dioses pudieran proporcionarle.
Stoddard debió de quedarse adormilado pese a su desesperada situación, porque lo siguiente que supo fue que Razer le gritaba:
—¡Veo el puerto de la ciudad, pero ni rastro de la bestia!
Su sordera parcial y el viento constante hacían casi imposible que distinguiese las palabras que bramaba el Dragón de Bronce. El caballero se inclinó y gritó a su vez:
—¿Qué aspecto tiene la ciudad? ¿Ha sufrido muchos daños?
Esta vez, la voz de Razer resonó con más claridad.
—No veo humo ni ruinas; pero el sol se está poniendo y todavía estamos demasiado lejos, para estos viejos ojos míos. Concédeme unos momentos más y te lo diré con seguridad.
Sería un milagro que el dragón de Caos no hubiera atacado Aramus todavía, pero Stoddard abrigaba esa esperanza. Aguardó durante lo que se le antojó una eternidad antes de que el dragón gritara:
—¡Parece intacta! Las torres, los tejados e incluso las murallas. ¡Y veo barcos atracando en el puerto!
«¡Alabado sea Paladine!», gritó Stoddard en el interior de su cabeza. A pesar de la aparente facilidad con que la bestia de Caos había diezmado a los caballeros, evidentemente se había agotado y necesitaba tiempo para recuperarse.
Naturalmente, aún quedaba sin responder la pregunta de dónde estaba en este preciso instante.
Razer volvió la cabeza hacia Stoddard.
—¿Nos posamos frente a las puertas de la ciudad?
Al no ver señales del dragón de Caos, el caballero creyó mejor hacerlo en el acto. Así al menos podrían advertir a los ciudadanos de lo que se avecinaba. Quizá fuera posible empezar a evacuar Aramus. Sin duda, sus habitantes corrían un riesgo mayor quedándose que huyendo. Podían regresar más tarde…, siempre que el caballero y su acompañante se alzaran con la victoria de alguna manera.
—¡Sí, toma tierra cuanto antes!
Razer apartó la vista y emprendió el descenso. Stoddard se sorprendió lanzando un suspiro de alivio. Tenía que reconocer que prefería evitar el encuentro durante el máximo tiempo posible antes de enfrentarse al dragón de Caos. Cabía la posibilidad de que nunca volviera a oír bien, pero sus otras heridas necesitaban tiempo para sanar.
También Razer necesitaba descansar. Montado a lomos del dragón, Stoddard percibía el esfuerzo que le costaba a su inmenso compañero cada vez que respiraba entrecortadamente. La vieja criatura se había esforzado hasta el límite para llegar lo antes posible a Aramus.
Aunque todavía quedaba un resto de luz solar, las estrellas ya eran visibles en un cuadrante del firmamento. El caballero recordó que era de día cuando el dragón de Caos atacó a las fuerzas solámnicas. Ese hecho no descartaba necesariamente un ataque nocturno de su enemigo, pero fomentó sus esperanzas de que por lo menos tendrían tiempo hasta la mañana.
—¡Sujétate lo mejor que puedas, humano! Sólo tengo tres patas sanas sobre las que aterrizar, así que no puedo prometer un aterrizaje perfecto.
Stoddard obedeció y se apuntaló bien. Recordó por primera vez que no había comido nada en todo el día, algo que ahora le sentaría de perlas. El aterrizaje de Razer no prometía ser suave, y la idea de tener el estómago lleno cuando…
El suelo se arqueó bruscamente y tembló.
El Dragón de Bronce apenas consiguió elevarse a tiempo para no ser engullido por la tierra movediza. Stoddard tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para mantenerse en su silla cuando Razer viró de costado y remontó el vuelo a gran velocidad. El caballero alcanzó a ver que las murallas de la ciudad empezaban a desmoronarse, pero ya no pudo pensar en Aramus.
—¿Dónde está? ¿Dónde está? —El gigante de Bronce se enderezó y escrutó en derredor la creciente oscuridad—. ¡No lo veo por ninguna parte!
El caballero dejó de ver estrellas en cuanto sacudió la cabeza.
—¡A tu derecha! —gritó—. ¡A tu derecha y arriba!
El dragón de Caos no intentó seguir ocultándose. Una porción del cielo se onduló y se convulsionó, formando un remolino de estrellas que recordaban vagamente a un dragón. Sus centelleantes ojos inanimados se posaron en sus enemigos, que se tensaron para un ataque frontal.
—¡Prepárate! —Tanto Stoddard como Razer encontraron nuevas fuerzas en la descarga de adrenalina que sufrieron. El Dragón de Bronce aceleró, recortando velozmente la distancia que lo separaba de su adversario. Todo rastro de cansancio se había esfumado.
Stoddard preparó la lanza. Sólo necesitaban un golpe certero.
El dragón de Caos abrió sus enormes fauces, pero en ese momento, en lugar de lanzar un rugido ensordecedor, habló.
—Vais… a… morir.
Dicho esto, chocó contra Razer. El Dragón de Bronce intentó aferrarse a él, pero pese a su inmenso tamaño, quedaba empequeñecido por el dragón de Caos. Stoddard trató de clavar la lanza, pero era imposible apuntar bien en la distorsionada realidad que creaba el monstruo.
Estaba a punto de morir. El caballero se convenció de ello. Estaban prácticamente muertos, y detrás perecerían todos los del suelo. A pesar de los esfuerzos desesperados del dragón y del caballero, la criatura los había derrotado fácilmente. Estaba al acecho, esperándolos: una trampa clásica en la que ellos habían caído despreocupadamente.
El dragón de Caos intentó clavar sus colmillos en la garganta de Razer, pero el viejo y habilidoso Dragón de Bronce lo evitó manteniendo agachada la cabeza. Por desgracia, no pudo protegerse las alas al mismo tiempo, y su monstruoso enemigo se las desgarró en el forcejeo. A Razer le resultaba cada vez más difícil mantenerse en vuelo, y a Stoddard, completamente imposible encontrar una posición desde la cual utilizar la lanza.
—Estoy… perdiendo la capacidad… de volar —jadeó Razer—. Lo siento, lord Stoddard… Lo siento.
El caballero tuvo que recurrir a toda su destreza para mantenerse en la silla. Con un rugido de triunfo, el dragón de Caos soltó al de Bronce. Razer asestó un zarpazo dirigido al monstruo, pero falló también ese golpe. El dragón y su jinete se precipitaron hacia tierra.
Para su honra, el Dragón de Bronce hizo cuanto pudo por amortiguar la caída. Usó lo que le quedaba de su capacidad de volar para frenar su rápido descenso. Aun así, cuando por fin se estrelló, el caballero salió despedido de su montura.
Stoddard aterrizó de costado, y el dolor de sus heridas anteriores se multiplicó por cien cuando rebotó y rodó por el suelo. Finalmente se detuvo, sufriendo con tal intensidad que incluso respirar era una tortura. Tendido de espaldas, el veterano guerrero contempló el cielo del que había caído y no vio nada. Sólo existía el dolor.
Para su alivio, perdió el conocimiento.
Cuando despertó, evidentemente no más de unos segundos después, descubrió que Razer era una masa inmóvil y él era incapaz de incorporarse siquiera. El viejo dragón estaba muerto, sin lugar a dudas: se había partido el cuello con la caída. Se había sacrificado para salvar a su jinete humano. Stoddard casi deseó sumirse en la inconsciencia, pero entonces divisó la vasta silueta del dragón de Caos surcando el cielo a gran velocidad. Una parte de sí mismo se preguntó por qué, estando la bestia tan cerca, el terreno era estable a su alrededor.
Una mano se deslizó suavemente bajo su espalda. Con la ayuda del recién llegado, Stoddard consiguió adoptar una postura sedente. Se quedó atónito al comprobar que no tenía ningún hueso roto. Era la segunda vez que sobrevivía a la muerte. El caballero no supo si dar gracias por su increíblemente buena fortuna o maldecir el hecho de haber sufrido una segunda derrota sin paliativos.
—Lo lamento, lord Stoddard. He tardado más de lo que esperaba. Supongo que la trampa estaba destinada a mí. Creo que el monstruo sabe que lo persigo.
—¿L… Liam? —¿Otra vez? Era imposible. El muchacho debería hallarse muy lejos, con Ferrin y Crandel. No podía haber recorrido tanta distancia en tan poco tiempo. Stoddard no creía que un caballo pudiera ser tan veloz.
—Sí, señor. Tomad, bebed esto. —Apareció una mano y situó un pequeño odre de agua cerca de sus labios.
Stoddard empezó a beber antes de reparar en la mano. Estaba cubierta por un guantelete muy parecido al que llevaba él, blasonado con el signo de la corona. El guantelete estaba oxidado y abollado. El veterano caballero se olvidó de sus heridas y de su sed.
—Liam, ¿cómo has podido…?
—No hay tiempo, señor. —La mano lo soltó y una figura entró en su campo de visión, una figura cuyos movimientos iban acompañados por el tintineo de metal contra metal.
Liam de Eldor se erguía ante él ataviado con todas las galas, si bien algo deslucidas, de un Caballero de la Corona, la misma Orden a la que pertenecía su supuesto padre, Huma de la Lanza. El visor del viejo yelmo estaba alzado, mostrando los pálidos rasgos del serio joven.
Al mirarlo, Stoddard casi tuvo ganas de echarse a llorar. La obsesión del atolondrado muchacho era tan fuerte que Liam no era consciente de estar coqueteando con la muerte. Lo único que conseguiría su armadura era atraer la atención de la bestia de Caos. En ninguna circunstancia resistiría un ataque.
El dragón de Caos eligió aquel momento para planear de nuevo por encima de sus cabezas. Describió un circulo que lo acercaba a la ciudad portuaria, evidentemente preparándose para su orgía de destrucción. Alrededor de la bestia, el cielo se estremecía por los truenos. Los relámpagos fulguraban insistentemente.
—Tengo que detenerlo… —El Caballero de la Rosa intentó levantarse con todas sus fuerzas, pero sus piernas se negaron a obedecerle.
Liam dijo algo, pero Stoddard sólo oyó un murmullo ininteligible. El aspirante a caballero se inclinó para acercarse a él.
—He dicho que sangráis copiosamente por la pierna derecha, mi señor. ¿No lo notáis?
Stoddard no se había dado cuenta. Tenía toda esa pierna insensible.
—No debéis moveros. —El joven se apartó—. Creí que llegaría aquí antes que vos, pero no lo conseguí…, una vez más. —Liam dirigió la mirada hacia el cielo—. Esta vez no fallaré. Os lo juro por mi padre, lord Stoddard.
Aquello fue demasiado. Stoddard se había hartado de los delirios del joven.
—¡No eres el Hijo de Huma de la Lanza, muchacho! ¡Él vivió hace siglos! Si intentas enfrentarte a esa criatura, sólo conseguirás que te mate.
El joven siguió observando al monstruo.
—Mi padre era un caballero. Consagró su vida al honor y a la protección de los demás. Est Sularis oth Mithas. Siempre he querido emularlo. Estoy destinado a seguir sus pasos.
—¡Escúchame, muchacho! Tú…
Liam se puso rígido y abrió desmesuradamente los ojos al ver algo situado detrás del veterano caballero.
—Ya he esperado demasiado. Se dirige a Aramus. Es mi última oportunidad.
Liam hizo ademán de dirigirse hacia la figura inerte de Razer. Stoddard extendió un brazo y sujetó al muchacho por el tobillo.
—¡Tú solo no podrás hacer nada! ¡Ayúdame a montar en tu caballo! Juntos podemos cabalgar hasta Aramus y como mínimo ayudaremos a algunos de esos infelices a ponerse a salvo.
—No. Debo salvar la ciudad. Debo salvarlos a todos.
Por mucho que lo intentó, Stoddard no logró retenerlo. Liam se soltó y echó a correr. El Caballero de la Rosa se volvió, arrastrándose, para no perder de vista al valiente pero enajenado muchacho.
Liam recogió la vieja lanza del lugar donde había caído y la levantó con sorprendente facilidad. Lanzó un silbido y su milagroso caballo se presentó al trote ante su vista. Pese al tamaño de la lanza, Liam la ató rápidamente y con firmeza a la silla y luego montó en el enorme corcel. Con una última mirada de pesar a Stoddard, dio media vuelta y se alejó.
—¡Por Paladine! ¡No! —Extrayendo fuerzas de donde no sabía que le quedaban, el caballero logró ponerse en pie y dar unos cuantos pasos vacilantes en persecución de Liam. Sólo consiguió llegar hasta donde yacía Razer antes de desplomarse. La silueta de Liam fue reduciéndose con la distancia, empequeñecida por la horrenda forma que surcaba el cielo a gran altura sobre la condenada ciudad portuaria. Habría constituido un glorioso episodio en alguna epopeya heroica de no ser porque Stoddard era consciente de la futilidad de todos sus empeños. No habría nada heroico en la destrucción de Aramus, ni en la muerte del joven.
«Quizá la bestia ni siquiera se fije en él», pensó Stoddard.
Sin embargo, apenas hubo dado forma Stoddard a ese pensamiento, el dragón de Caos, como si lo hubiera oído, se volvió en redondo a una velocidad de vértigo. Alejándose de Aramus, voló directamente hacia Liam de Eldor.
Hubiera o no algo de verdad en la presunta ascendencia de Liam, por alguna razón atrajo la atención del dragón de Caos. En ese momento se precipitaba hacia él como un lobo famélico sobre un cordero atado a una estaca. La avidez era patente en la bestia. La destrucción de Aramus había quedado reducida a una preocupación lejana, comparada con la aniquilación del aquel insensato mortal que se creía caballero.
Stoddard sabía exactamente qué ocurriría a continuación, aunque rezó por estar equivocado. El monstruoso ser se lanzó en picado hacia Liam, quien levantó la lanza a la máxima altura que pudo mientras espoleaba a su brioso corcel. La bestia de Caos rugió… y de pronto el paisaje que rodeaba a la minúscula figura montada se agitó y cambió. Se desplomaron montañas y se formaron otras nuevas. Los rayos descargaron con renovada furia y un poderoso viento amenazó con arrancar los árboles de la tierra.
—Corre, Liam —susurró el caballero—. ¡Por lo menos salva tu vida corriendo! Quizá se distraiga… o pierda interés.
Sin embargo, Liam no se arredró. Mantuvo su trayectoria directamente hacia su enemigo. Su maltrecha lanza parecía un arma lastimosamente pequeña, comparada con un coloso tan terrible.
Una repentina ascensión del terreno proyectó hacia atrás al caballo y su jinete. El animal coceó desesperadamente mientras volaba por los aires, condenado a una muerte segura incluso antes de estrellarse contra el suelo. Liam salió despedido todavía a mayor altura, casi como si fuera a reunirse con el dragón en el cielo.
Poniéndose en pie con gran dificultad, Stoddard consiguió dar una docena de pasos antes de que la fatiga volviera a hacer mella en él. Su cabeza se bamboleó y estuvo a punto de perder el sentido. Por desgracia, poco podía hacer excepto contemplar horrorizado el fin de Liam.
Cayó un rayo que le impidió ver momentáneamente la muerte de Liam de Eldor. El dragón de Caos efectuó una pasada rasante con las enormes fauces abiertas para soltar otro rugido de triunfo.
Las lágrimas rodaron por las mejillas del veterano caballero, lágrimas por una empresa frustrada. Por loco que pudiera estar Liam, su valor habría sido un orgullo para cualquier caballero. Era una de las tragedias de la guerra que el valor de la gente corriente cayera en el olvido tan a menudo.
El dragón de Caos ya estaba regresando, claramente, en una nueva tentativa de destruir Aramus. La inminente carnicería a gran escala perturbó a Stoddard aun más que la tristemente inevitable muerte de Liam.
Las preguntas abarrotaban la mente de Stoddard. «¡Paladine! Sé que libras batallas en otros lugares, pero ¿no podrías emplear parte de tu divino poder para salvar Aramus? ¿No se puede hacer nada?».
Descargó un nuevo rayo, iluminando el asolado paisaje donde un hombre valiente había retrasado, por lo menos unos minutos, la tragedia que se avecinaba.
El caballero parpadeó.
Una astrosa silueta se erguía en el horizonte, intentando levantar la lanza con gran esfuerzo. Cayó otro rayo que pareció crear un halo alrededor del hombre y el arma. De alguna manera, tuvo la impresión Stoddard, la lanza parecía ahora más larga y mortífera que antes.
El dragón de Caos estaba absorto en el banquete de almas que le aguardaba y no obstante, por alguna razón, miró hacia atrás casualmente… y de pronto su furia se reavivó. La enorme bestia rugió y viró, describiendo un arco que convergía sobre el miserable que no tenía la decencia de morirse. El campo de estrellas que formaba su cuerpo remolineó con una intensidad que reflejaba la ira del monstruo.
Ante la pavorosa visión, el estómago de Stoddard se encogió. ¿Cuántas veces tendría que presenciar la muerte del muchacho?
Liam apoyó el asta de la lanza en el suelo y empuñó el arma como si pretendiera arrojársela al dragón de Caos. Sin la menor duda, Liam estaba loco, pero Stoddard vio algo en él que habría sido digno del hijo de Huma de la Lanza.
El dragón de Caos se lanzó en picado sobre Liam abriendo las fauces para soltar un espeluznante rugido. Incluso a la distancia a la que se encontraba Stoddard, y a pesar de su sordera parcial, el ruido sobresaltó al caballero. Cómo podía Liam aguantar su posición ante semejante ataque era algo que dejó al caballero sinceramente anonadado.
Aguantar era lo que hacía el muchacho, con todo, y los relámpagos conferían a su armadura y a la lanza un extraño brillo. El monstruo persistió en su ensordecedor alarido. Sus largas garras se abatieron sobre Liam. La tierra se volvió violentamente líquida.
«Esta vez no sobrevivirá —pensó Stoddard—. Que Paladine lo acoja en su seno».
Como si el gran dios se hubiera tomado las palabras del caballero al pie de la letra, un súbito cambio se operó en Liam. Su resplandeciente halo se intensificó más que nunca. Parecía crecer cada vez más y, ante los ojos del caballero, aumentó aun más de tamaño, mientras su forma cambiaba por alguna razón. Se alargó, se estrechó… y refulgió como la plata. De su espalda brotaron unas alas que atravesaron su armadura como si fuera de gasa.
Ahora era un refulgente Dragón Plateado de las dimensiones de Razer que se erguía apoyado sobre sus patas traseras y miraba sin desmayo a la criatura atacante. Stoddard casi olvidó su estupefacción mientras admiraba la hermosa reciedumbre de la resplandeciente figura… en algunos aspectos humana, en otros claramente dragontina.
Soy el fruto de su unión. Su hijo.
Stoddard sintió que la cabeza le daba vueltas, llena de relatos medio olvidados sobre Huma, historias que incluían el amor de Huma por una elfa que resultó ser el Dragón Plateado conocido como Gwyneth.
«Es imposible —se repetía Stoddard incesantemente—. Liam no puede ser quien dice ser».
La transformación que se había producido en la lanza era igualmente notable. Ya no parecía vieja. En ese momento también ella era lisa y reluciente, y su punta estaba tan afilada que prometía perforar hasta la piel más dura.
Una Dragonlance. Aunque no refulgiera, Stoddard la habría reconocido…, tal como había asegurado Liam.
Si Stoddard se había sorprendido por la metamorfosis de Liam, el dragón de Caos se quedó igualmente asombrado. El monstruo se detuvo prácticamente en pleno vuelo e interrumpió su terrible grito mientras intentaba comprender lo sucedido a su antes insignificante presa.
Con unas garras que parecían manos, el Dragón Plateado alzó la mágica lanza y la arrojó contra su enemigo.
La Dragonlance dio en el blanco, perforando el pecho del servidor de Caos mientras éste intentaba contrarrestar el impulso que llevaba. Lo que parecía fuego y lava fundida brotó de la herida y roció al Dragón Plateado que se hallaba debajo. El monstruo lanzó un rugido agónico. Con sus espasmos de dolor, el aire y la tierra se sacudieron también a su alrededor. Restallaron los relámpagos, soplaron vientos huracanados y la tierra tembló.
El Dragón Plateado se dejó caer súbitamente sobre sus cuatro miembros, inmerso en una especie de agonía, aunque Stoddard no consiguió interpretar exactamente lo que le sucedía. Mientras estaba ocupado en ello, el dragón de Caos se recobró lo suficiente para intentar arrancarse la lanza. Al verlo, el Plateado remontó el vuelo.
La luz del orden se estrelló contra la locura del caos cuando ambos colisionaron a baja altura. El dragón de Caos rugió cuando la mole del Plateado enterró aun más la lanza mágica en su herida. Una nueva y furiosa tormenta estalló en el pecho del monstruo, una violenta erupción que alcanzó al Plateado en pleno rostro.
Cegado, el ser que antes era Liam no pudo esquivar las garras que se clavaron en su cabeza y desgarraron un lado de su cuello, descargando una lluvia de sangre sobre la tierra.
La herida era grave, pero el Dragón Plateado no suavizó su ataque. Utilizaba su peso para clavar la Dragonlance más y más. El monstruo de Caos levantó la cabeza al máximo y, ante la impotente mirada de Stoddard, lanzó un gran chorro de fuego y lluvia negra que cubrió al Dragón Plateado.
La violencia de la agresión empujó hacia atrás al Plateado, que cayó envuelto en llamas describiendo una espiral hasta estrellarse contra la ladera de una colina. Stoddard rezó para que volviera a levantarse, pero el valeroso Dragón Plateado permaneció inmóvil.
El monstruo de Caos tenía pocas oportunidades de saborear su triunfo. Las llamas y la lluvia negra continuaban brotando de su pecho. Intentó mantener su altitud, pero su vuelo se hizo errático y precipitado. La lanza profundamente enterrada era un tormento para la bestia. Rugió y los relámpagos y truenos parecieron reproducir su dolor.
De pronto, un rayo alcanzó la lanza metálica. La bestia de Caos se tambaleó. Cayó un segundo rayo, seguido de un tercero.
Cuatro descargas zigzagueantes alcanzaron a la vez la Dragonlance y el dragón de Caos explotó.
Incluso desde lejos, la potencia del estallido del coloso bastó para lanzar a lord Stoddard por los aires. Una cortina de fuego ocupó su de campo visión: los restos del monstruo que caían a tierra.
Stoddard golpeó el suelo con la cabeza y su yelmo no le evitó sumirse en la inconsciencia.
Una brillante luz lo sacó a rastras de la confortable oscuridad. Stoddard abrió los ojos y vio lo que debía de ser una antorcha que iluminaba la triste figura de Razer. Una mano tocó su hombro con delicadeza y alguien gritó:
—¡Este parece estar vivo!
Varias siluetas se hicieron visibles para el veterano guerrero. Eran por lo menos seis, dos hombres relativamente viejos y el resto jovenzuelos que no habían alcanzado aún la madurez. El aparente jefe del grupo, un flaco anciano que probablemente había dedicado una parte mayor de su vida a pescar que a combatir, saludó marcialmente a Stoddard y luego dijo algo que el caballero no entendió.
Cuando el hombre comprendió lo que fallaba, levantó la voz.
—Preguntaba si hay alguien más por aquí.
Stoddard asintió.
—El otro… dragón…, el muchacho.
La silueta del flaco anciano masculló algo a uno de sus compañeros más jóvenes, que murmuró una respuesta. Frustrado por ser incapaz de comprenderlos, el caballero herido trató de incorporarse.
El jefe lo retuvo por un brazo.
—Con calma. Olvidaba que, al parecer, no oís demasiado bien. Me extraña que no seamos todos duros de oído, después de escuchar a esa bestia. Lo que decía el muchacho es que sólo os hemos encontrado a vos y a otro caballero, el de la Orden de la Corona. También encontramos al Dragón de Bronce allí y al monstruo de estrellas hecho pedazos esparcidos por doquier.
Stoddard sacudió la cabeza, mareado.
—No. Ellos no… —Hizo una pausa. ¿Y el Dragón Plateado?—. Por favor, necesito ver al otro caballero.
—Si creéis que podréis caminar… —El jefe de la patrulla chasqueó los dedos. Dos de los jóvenes ayudaron a lord Stoddard a ponerse en pie—. Por cierto, soy el comandante de la guardia en funciones Blinus, y mi modesta partida constituye en este momento el grueso de las defensas de nuestra ciudad. ¿Y vos sois…?
—Lord Stoddard. —Pero el caballero prestaba poca atención a su salvador; estaba más interesado en la figura inerte hacia la que era conducido. Los jinetes de Aramus habían depositado el cuerpo sobre un trineo improvisado que ataron a uno de los caballos. Alguien lo había cubierto parcialmente con una manta, pero Stoddard distinguió sus facciones.
Liam. Liam con forma humana.
—Lo encontramos en una ladera. Se había roto el espinazo, lo mismo que los brazos y las piernas. Debió de caer dando tumbos desde la cima de la colina. Cuando llegamos, ya estaba muerto.
Liam se había transformado en un dragón, pero ahora estaba aquí, humano y de nuevo ataviado con la antigua armadura. ¿Cómo era posible? El caballero siguió contemplando la figura inmóvil.
—Lamento lo ocurrido a vuestro amigo y también al Dragón de Bronce —comentó Blinus, intentando mitigar la congoja de Stoddard—. Todos vimos el principio de la batalla y cómo hicieron lo que pudieron el dragón y su jinete. Cuando ambos cayeron del cielo, estábamos seguros de que había llegado nuestra hora. Después sólo pudimos vislumbrar lo que ocurrió a continuación. El Dragón de Bronce. Una criatura valiente, ésa. Insistió en regresar. Les rendiremos honores a ambos por sus esfuerzos. —El comandante en funciones suspiró—. ¡Aún no puedo creerlo! Todo parecía inútil, y luego, al final, la propia tormenta nos salvó. ¡Rayos! ¿Podéis creerlo? El cielo se llenó de rayos que cayeron sobre el monstruo, una y otra vez. ¡Debió de ser obra del propio Paladine!
Stoddard se obligó finalmente a apartar la vista de Liam al comprender lo que decía el otro hombre.
—No fue Paladine. Fue él. El verdadero héroe de esta batalla fue Liam de Eldor. El hijo de Huma de la Lanza.
A su alrededor, los soldados de Aramus interrumpieron sus respectivas actividades. Blinus parpadeó.
—Debo de estar un poco sordo, después de todo. —Observó al muchacho—. ¿Quién habéis dicho que era?
Antes de darse cuenta de lo que hacía, el veterano caballero barbotó la explicación.
—Liam de Eldor. El hijo de Huma de la Lanza y de la hembra de Dragón Plateado… —El relato le salió con fluidez, ahora que lo creía. Liam había dicho la verdad. ¿De qué otro modo se explicaba todo lo que había presenciado? ¿De qué otro modo habría podido derrotar al dragón de Caos?
Todos lo escucharon, y Stoddard lo apreció. Sin embargo, resultaba evidente que no lo creían, por mucho que, siendo Caballero de Solamnia, su palabra debía ser aceptada como la verdad. Reconoció las dudas en los rostros y la historia culminó con la lanza arrojada, la lucha entre titanes y el rayo atraído por la Dragonlance incluso después de que la bestia hubiera acabado con el Dragón de Plata. Todos escuchaban, pero seguían sin creerlo.
—¿El hijo de Huma? —Blinus miró de soslayo el cadáver y luego estudió a sus compañeros—. ¿Quién se ocupó de la lanza que hemos recuperado?
Un fornido joven dio un paso al frente.
—La he dejado allí, señor.
Con el comandante a la cabeza, el grupo caminó hasta allí y examinó el arma. El tono de voz de Blinus se volvió aun más escéptico.
—Una Dragonlance. Es robusta, eso lo admito, pero parece muy oxidada para ser una de las armas bendecidas por Paladine.
Stoddard no podía negarlo. La lanza tenía el mismo aspecto que cuando la vio por primera vez: una penosa reliquia que parecía haber sido abandonada a la intemperie demasiado tiempo. Ni siquiera presentaba rastros de quemaduras donde el rayo había descargado repetidamente.
Empezó a preguntarse si no se habría imaginado todo el episodio. Tal vez había soñado el curioso evento. Tal vez…
El comandante los apartó de allí.
—Bueno, hijo de Huma o no, está claro que era un valiente que dio su vida por nosotros cabalgando sobre el Dragón de Bronce para presentar batalla. Honraremos su memoria, podéis creerme. Mientras tanto, creo que necesitamos llevaros a un sanador. Y deprisa.
Era inútil intentar convencerlos; jamás lo creerían. Ferrin y Crandel quizá; pero incluso ellos, probablemente, sospecharían que su comandante se había imaginado toda la tragedia mientras deliraba a causa de sus heridas. El propio Stoddard no podía menos que preguntarse… Pero no, ¡no podía habérselo imaginado todo!
—Probablemente habrá una celebración mañana y un funeral en honor a vuestro amigo —añadió Blinus, mientras los guardias ayudaban al caballero herido a montar en uno de sus caballos—. Mañana también nos ocuparemos del Dragón de Bronce.
Todos creían que Liam, y no Stoddard, había combatido a lomos de Razer. Tendría que conformarse con eso. Al menos Liam recibiría los honores que merecía como miembro de la Orden de Solamnia. Fuera o no el hijo de Huma, sería recordado por su valor, por su honor en un momento decisivo. Sería recordado por su supremo sacrificio.
—Est Sularis oth Mithas —murmuró el Caballero de la Rosa, cuando uno de los guardias tiró de la manta para cubrir el rostro del joven guerrero. Muchísimos más espíritus valientes, humanos y de otro tipo, serían sacrificados en el curso de la guerra contra Caos; pero, por ahora, una ciudad rendiría homenaje a un protector de lo más extraordinario.
Liam de Eldor, Caballero de la Corona… y para Stoddard, no cabía la menor duda, el hijo de Huma.