El Ojo de Dragón

[Adam Lesh]

—Entrega el Ojo de Dragón a mi patrón, en las alcantarillas de Palanthas a medianoche de hoy, o tu esposa morirá.

El enano theiwar me miró desde su inferior estatura con una perversa sonrisita de comadreja mientras me transmitía su mensaje. Estaba pálido, sucio y, como todos los de su especie, tenía prominentes y blancas cuencas oculares. Se lamía los labios con demasiada frecuencia. Yo tenía ganas de cerrarle la puerta en las narices, pero no me atreví. Tenía que averiguar más. Arrastré a la cochambrosa criatura al interior de mis habitaciones.

—¿Cómo sé que me estás diciendo la verdad? —pregunté en tono autoritario.

El enano me respondió con una repugnante mueca socarrona. Metió una mano en su morral, sacó un mugriento jirón de tela y me lo tendió. Al desplegarlo no supe en un principio qué estaba mirando, pero enseguida reconocí lo que envolvía: el pendiente de mi mujer. Gruñendo entre los dientes apretados, aferré con una mano la pechera del justillo del enano, levanté del suelo a la criatura y la estampé contra la pared del albergue. Ya no parecía tan relamido.

—¿Qué le has hecho, malnacido?

—Na… nada más. ¡Lo juro por mi honor!

—Tu honor —dije despectivamente— vale menos que la mugre del suelo.

Me dispuse a propinarle una patada, pero reflexioné que podía vengarse en mi esposa de cualquier daño que yo le infligiera. Me reprimí… a duras penas.

—Creo que tu patrón ha cometido un gran error. El Ojo de Dragón tiene fama de ser un diamante fabuloso. ¿Parezco el dueño de un diamante fabuloso?

—Él sabe que no lo tienes tú. —El enano sonrió maliciosamente—. Quiere que lo consigas para él. Encontrarás el Ojo de Dragón en la mansión Ashton.

—¿Por qué yo? ¿Por qué no buscáis a un ladrón para ese trabajo?

—Los ladrones no se acercan a ese lugar. Pensamos que un guerrero, en especial un guerrero elfo de tanto renombre como tú, tendría más posibilidades de sustraer el Ojo y escapar con vida.

—Podíais contratarme, simplemente, para efectuar el trabajo —argüí.

—¿Por qué incurrir en tales gastos, si así obtenemos tus servicios gratis? —El enano rió de nuevo.

Lo fulminé con la mirada y se encogió para apartarse de mí, protegiéndose la cara con las manos.

—No me hagas más daño —gimoteó.

—¡Fuera! Y recuerda, si le tocáis un solo cabello de la cabeza, te arrancaré hasta el último pelo de tu cuerpo con unas tenazas al rojo vivo.

Me mostré agresivo para disimular mi miedo.

Se echó a reír, sacó un papel de su morral, me lo arrojó a la cara y huyó.

Era una nota que contenía instrucciones para llegar a la prisión de mi esposa, situada en el laberinto de misteriosos pasadizos que componían las alcantarillas de Palanthas. Guardé el mapa en mi bolsa.

La mansión Ashton. Había oído relatos sobre aquel temible lugar. Se decía que toda suerte de criaturas mortíferas merodeaban por la finca, custodiando sus secretos. Existía muy poca información fiable sobre la casa propiamente dicha. Como había dicho el enano, los ladrones de Palanthas la evitaban en su mayoría. Afirmaban que, por lo menos, una docena de sus camaradas había entrado en ella, pero ninguno había salido. Me quedaban menos de tres horas para encontrar el diamante y regresar con él a Palanthas. Empecé a rezarle a Paladine y luego recordé que se había ido. Dependía de mí mismo. La noche iba a ser larga.

Una hora más tarde crucé la alta verja de hierro que rodeaba el recinto de la siniestra propiedad. En ese momento comprendía por qué sólo los ladrones más osados —o más estúpidos— se atrevían a entrar allí. La mayor parte de la magia había desaparecido de Krynn, pero la supuesta maldición que alguien había arrojado sobre la mansión Ashton seguía presente. He recorrido muchos lugares oscuros y peligrosos, pero ninguno tan escalofriante como éste. La muerte aguardaba al otro lado. Lo único que me impulsó a seguir fue la idea de lo que ocurriría si yo fracasaba.

La verja no fue obstáculo alguno. Las ramas de un árbol se proyectaban por encima de las rejas. Me encaramé al árbol y examiné atentamente el terreno. Resultó ser una pérdida de tiempo. Era como una selva, con troncos retorcidos, zarzas de espinos, enredaderas estranguladoras, flores horrendas y hierba alta. Oí gruñidos y ladridos guturales, junto con el ruido de una gran bestia al abrirse paso por el tupido follaje.

Sable en mano, me arrastré por la rama más robusta del árbol y me dejé caer al suelo, silenciosamente. Era como un pantano: viscoso y cenagoso. Una vez en el interior del recinto, la humedad me envolvió como una sábana y pronto estuve empapado de sudor. Era como si hubiera penetrado en una jungla tropical. El hedor a descomposición y podredumbre, así como el repulsivo olor de los lirios de la muerte, me provocaron arcadas.

Estaba terroríficamente silencioso, demasiado tranquilo. Ningún sonido, ni siquiera de insectos o aves, traspasaba el silencio mortal. El suave chapoteo de mis botas en el encharcado suelo sonaba tan fuerte como un redoble de tambor. Los gruñidos habían cesado. Tal vez quienquiera que los emitiese me acechaba en aquel momento. Esperaba notar en cualquier momento unas salvajes garras desgarrándome la espalda. Seguí caminando.

De pronto, me detuve. Ante mí había unas sombras oscuras.

«Guardias», pensé. Aguardé en tensión a que abandonaran su puesto. No se movieron.

Al cabo de un rato, me arrastré hacia ellos y vi que nunca volverían a moverse. Eran estatuas de piedra. Había siete: tres humanos, dos enanos y dos kenders. Todos, excepto los kenders, tenían una expresión de horror en el petrificado rostro. En otro tiempo estuvieron vivos, pero fueron atacados por…

¡Un basilisco!

Un rugido terrible surgió de la alta hierba a mi derecha. Traicionado por mis instintos, miré hacia allí, directamente a sus ojos. Sentí que mis brazos y piernas se tensaban, el aliento se heló en mi garganta y mis pensamientos se volvieron torpes y lentos. Como los demás, estaba empezando a sucumbir a la terrible mirada. Requerí todas las energías de mi cuerpo, pero conseguí cerrar los párpados. El hechizo se rompió, pero a partir de ese momento estaba ciego, a efectos prácticos. Me moví a tientas hacia la izquierda, esperando ocultarme entre la maleza. Un zarpazo imponente me derribó aparatosamente y abrió tres surcos sangrientos en mi costado. Él dolor multiplicó mis menguadas fuerzas. El basilisco intentó clavarme los dientes en la carne, pero rodé sobre mí mismo y me aparté de su camino. Por desgracia, respiré una gran vaharada de su aliento venenoso. Mi estómago se revolvió mientras luchaba por incorporarme. En el pasado, cuando me enfrentaba a un basilisco utilizaba mi magia para reflejar su mortífera mirada contra sus propios ojos. Pero mi magia se había esfumado: desapareció con el ocaso de Solinari para no volver jamás. No tenía más remedio que luchar.

Sentía los miembros rígidos, y mis reacciones eran lentas. Estaba mareado por el aliento venenoso y no me atrevía a mirar los ojos de la bestia. Sostuve mi espada con un débil esfuerzo, fingiendo estar agotado. El basilisco quiso poner fin al duelo con rapidez y me embistió sin previo aviso. En el acto empuñé mi espada con las dos manos, la alcé y asesté un mandoble en el cráneo del monstruo, justo entre sus letales ojos.

Sufrió un único espasmo y murió.

Casi siempre es posible engañar así a un basilisco.

La mansión Ashton era la vivienda más estrafalaria que jamás había contemplado. De una estructura pentagonal surgían torreones, minaretes y gabletes. Nadie sabía quién inició la construcción del edificio; había aparecido diez años atrás, en la época de la Guerra de la Lanza. Lord Ashton —como se hacía llamar— era un mago Túnica Roja humano de quien se rumoreaba que poseía grandes poderes pero carecía de sentido común. Tenía que haber imaginado que el propietario original del Ojo de Dragón le seguiría la pista, por muchas veces que se mudara de domicilio.

Tardé un buen rato en encontrar una puerta en aquella enloquecedora trama de esquinas, contrafuertes voladizos y gárgolas burlonas. Cuando finalmente la hallé, no conseguí abrirla. Aunque no parecía demasiado sólida y tampoco detecté cierres mágicos, no cedió ni un centímetro por mucho que la pateé y aporreé. Carecía de ventanas al nivel del suelo.

Me había vendado las heridas de las garras del basilisco, pero me dolía el costado y estaba débil por la pérdida de sangre. «Ésta se la debo al jefe theiwar», pensé mientras desliaba la cuerda que llevaba enrollada en la cintura; le até un arpeo, lo hice girar en el aire y lo solté para que saliera volando por encima de la casa. Aterrizó sobre una chimenea y arañó el tejado con un chirrido apenas audible, incluso para mí. Tiré de la cuerda para asegurar el garfio, pero la chimenea se desmoronó y el garfio se desenganchó. Mi segundo intento tuvo más éxito: el arpeo rodeó el cuello de una gárgola.

Escalé la pared de la mansión hasta un balcón situado a unos seis metros del suelo. Me encaramé a la baranda y descubrí otra puerta. Se abrió fácilmente, con demasiada facilidad: me invitaban a entrar. Deseé de todo corazón poder rechazar el ofrecimiento.

El sudor me resbalaba por la frente y mi respiración estaba agitada por el agotamiento cuando traspasé el umbral. No tenía tiempo para descansar. Ya en el interior, encontré una antorcha en el suelo, como si la hubieran dejado allí adrede para mí. La encendí. Me hallaba al final de un largo pasillo. De las paredes colgaban tapices que empezaban a convertirse en polvo. Echaba de menos mi magia. Un sencillo conjuro me habría proporcionado una luz suave y continua, en contraste con la temblorosa y humeante llama de la antorcha.

Al final del pasillo había varias puertas. Abrí algunas y me asomé al interior. Esta planta estaba desierta, excepto por algunos muebles rotos y varios objetos de decoración mohosos. Había entrado en la casa sin tener la menor idea sobre el paradero del diamante. Esperaba registrar la vivienda de arriba abajo; pero, una vez dentro, empecé a recibir una imagen mental de dónde se encontraba el Ojo de Dragón. En el centro del pasillo había una larga escalera que conducía hasta el nivel del suelo. Descendí.

La planta baja era como una cueva. Al principio creí que las paredes eran de piedra toscamente labrada. Después caí en la cuenta de que en un tiempo fueron de madera y se habían fosilizado. El suelo estaba cubierto por una gruesa capa de limo que se pegaba a mis botas, impidiéndome caminar en silencio. El calor y la humedad, casi insoportables, generaban una niebla que remolineaba en torno a mí. Apenas alcanzaba a ver mis propios pies.

Como todos los elfos, detesto las cavernas. Que me den el fresco verdor de un bosque, o incluso las sucias calles de una ciudad, pero que se guarden las cavernas húmedas, apestosas y llenas de moho.

No tenía ni idea de lo que hacía, me guiaba el Ojo de Dragón… y tenía que suponer que para nada bueno. Avancé pesadamente entre el limo. Un repentino desplazamiento bajo mi pie y un chasquido casi inaudible me alertaron. Esta vez mi instinto no me defraudó. Me arrojé de bruces, a tiempo de oír el silbido del objeto que pasó rozando mi cuerpo. Aterricé —con un chapoteo— en el repugnante cieno. Me revolví para ponerme en pie sin demasiada maña, provocando un estallido de dolor en mi costado herido. Retrocedí cautelosamente para examinar la trampa de la que había escapado por los pelos. Quizá tuviera que volver por este camino y quería asegurarme de que la trampa estaba desactivada. Tras sacudirme el cieno, descubrí que, ejerciendo presión en cualquiera de dos losas concretas del piso, se disparaban dos cuchillas que surgían de unas ranuras de las paredes. Una desagradable manera de morir.

El pasillo desembocaba en un espacioso comedor. Una enorme y recargada mesa de roble ocupaba el centro de la habitación, pero no había sillas a la vista. Supongo que la cantidad de alimentos que comen los invitados se reduce si tienen que permanecer en pie durante la cena. Junto a las paredes se alineaban estanterías para vinos, algunas todavía con botellas. Yo no habría probado ese vino por todo el acero de Flotsam. Las telarañas —inmensas telarañas— habían invadido la estancia. Detecté algo enredado en los hilos de seda. Al acercarme vi unos pies que sobresalían por debajo. No se movían. Desenvainé la espada y abandoné la habitación reculando lentamente; antes de salir incendié las telarañas con la antorcha.

Una gigantesca araña envuelta en llamas salió de un salto de la habitación y chocó contra mí en su precipitación por escapar del fuego. La araña me superaba mucho en tamaño, sólo sus patas ya eran tan largas como yo alto.

Me acudió a la memoria un conjuro y pronuncié las palabras ancestrales, al tiempo que ejecutaba un complicado pase con la mano izquierda.

Nada.

De acuerdo, ni rastro de magia. ¡Maldición!

Esquivé una hebra de seda que me lanzó la araña. Rodé de costado y traté de ponerme nuevamente en pie sin soltar ni la espada ni la antorcha. El esfuerzo me provocó oleadas de dolor por todo el cuerpo, pero tenía que conservar la antorcha. Agité la llameante tea frente al bicho y conseguí mantenerlo a raya durante unos segundos. Disparó otro hilo de seda, no a mí sino a la antorcha, y con un brusco tirón, el monstruo me arrebató la tea de la mano. La llama vaciló y menguó sobre el lodoso suelo. Tenía que recogerla antes de que se apagara.

El arácnido me atacó de nuevo, corriendo hacia mí para intentar clavarme sus largos colmillos. Di un salto atrás y le rebané parte de una pata. Furioso, arremetió con la intención de rematarme. Pasó como una exhalación junto a mí y se estrelló contra una estantería, haciendo añicos varias botellas. Empapada de vino, la bestia reanudó el ataque, con los colmillos rezumando veneno. Me abalancé sobre la antorcha, la recuperé y se la arrojé. Las llamas prendieron en el alcohol que impregnaba su cuerpo y se inflamó en el acto. Intenté apartarme de su camino; pero resbalé en el viscoso suelo y acabé debajo de la criatura que se abrasaba. Su peso me aplastó. Dos costillas cedieron con un seco chasquido y el dolor me traspasó con agónicas lanzadas; pero, incluso moribunda, la araña me picó en el pecho, inyectando ardiente veneno en mis venas.

Con la mano que me quedaba libre clavé mi sable en el cuerpo de la criatura, que se encogió, se estremeció y murió.

Me puse en pie trabajosamente, mareado por el dolor y febril por el veneno, envainé mi espada y regresé cojeando a la cocina. Las llamas se habían apagado, dejando toda la habitación cubierta de negro hollín. Distinguí una gran puerta de madera, empotrada en una de las paredes de piedra. Estaba cerrada con llave.

Derribé la maldita puerta a patadas.

Cuando penetré en la reducida antesala, una voz resonó en mi dolorida cabeza.

¡Márchate ahora o afronta tu destino!

No se había producido ningún sonido; la voz estaba incrustada en mi cerebro. No respondí.

En el interior de la habitación, una escalera conducía al piso superior, pero no había otras entradas o salidas. Lo registré todo en busca de puertas secretas, pero no descubrí ninguna. Los escalones se interrumpían en un estrecho rellano y luego seguían hacia arriba. Cuando me disponía a subir, la voz habló de nuevo:

¡Te lo advierto, márchate o morirás con toda seguridad!

Hice caso omiso.

Llegué al rellano. Al mirar hacia abajo vi la trampilla…, pero demasiado tarde. La portezuela se abrió hacia abajo y caí en un sumidero. Me deslicé por el conducto hacia un destino desconocido y presumiblemente horrible. Intenté detener la caída, pero las paredes del sumidero estaban resbaladizas y mis manos patinaban. Desesperado, desenganché unas clavijas de mi cinturón, una con cada mano. Me contorsioné y conseguí frenar el descenso clavando las escarpias en las paredes del conducto. Finalmente me detuve, colgado de las herramientas y balanceando los pies. Estaba oscuro como boca de lobo, pero noté una ráfaga de aire fresco en las piernas. Se me habían abierto las heridas, el dolor me laceraba el pecho y el costado, pero no cedí. Al mirar hacia abajo no pude ver nada. No aguantaría mucho rato más. Al cabo de varios minutos oí que algunos pegotes de tierra que había arrancado en mi caída llegaban al fondo, seguidos por la sangre que manaba de mis heridas.

Pataleando en el vacío, detecté lo que esperaba que fuera una cornisa, o quizás el borde de la fosa. Logré impulsarme hasta allí. Ante mí titilaba una luz. Tras rodear la fosa, renqueando, penetré en un largo corredor.

Oí un roce y un silbido encima de mí. Me arrojé al suelo. Una enorme losa de piedra se desplomó a mis espaldas, cortándome la retirada.

Me puse en pie de un brinco y eché a correr, dejando un rastro de sangre.

¡No, no! ¡Hablo en serio! Vas a morir.

Cuando me aproximaba al final del corredor, una reja cayó del techo con gran estrépito. Me lancé de cabeza hacia ella y pasé por debajo en el último momento. Me incorporé y desenvainé mi espada.

Me hallaba en una amplia habitación iluminada por antorchas. Las paredes estaban toscamente talladas en la roca viva, evidentemente obra de un albañil incompetente. Si un enano examinase este lugar tendría dificultades para reprimir las náuseas. Las paredes rezumaban agua, que trazaba a su paso sinuosas líneas de sedimento mineral. Las antorchas de las paredes chisporroteaban débilmente, sumiendo algunas zonas de la habitación en profundas sombras. A un lado de la habitación había cajas apiladas ordenadamente, y en el otro, una mesa y varias sillas. De la pared más alejada del agua colgaban varios tapices.

—Ése es el problema de los elfos —dijo una voz desde las sombras—. Nunca hacéis caso.

Se encendió una luz. El humano más feo que jamás había visto se sentaba en un trono que ocupaba el centro de la habitación. Un extraño cayado, con el mango muy retorcido, reposaba contra el brazo derecho del trono. Sobre un pedestal, centelleante a la luz de las antorchas, estaba el Ojo de Dragón.

El Ojo era un diamante del tamaño de un puño y de un color muy poco corriente. En el centro había una curiosa imperfección que provocaba que, cuando la luz incidía en él, el diamante reluciera como un prisma, adoptando el aspecto de un ojo parpadeando. Según la leyenda, era realmente el ojo de un antiguo Dragón Rojo. Unos magos se lo habían vaciado y lo habían transformado en un diamante. Antes de la guerra de Caos, el Ojo fue un artefacto mágico muy potente, capaz de generar llamaradas que imitaban el flamígero aliento de los verdaderos dragones de Krynn. Claro que, ¿quién sabía? Tal vez no fuera más que otro diamante fabulosamente grande e inmensamente valioso.

—De modo que has venido en busca del Ojo —dijo el humano, que se cubría de pies cabeza con ropas blancas—. Bien, aquí está. No tiene valor alguno, ¿sabes? Ha perdido su magia.

—Entonces no os importará que me lo lleve —dije, avanzando un paso.

El humano me miró ferozmente.

—Eres jugador, ¿verdad? Muy bien. Soy el Guardián del Ojo. Todavía conserva su magia, aunque no sé con seguridad cómo. Me han encargado custodiarlo hasta que los magos puedan estudiarlo.

—No quiero haceros daño, señor —dije—, pero lo necesito. Hay vidas en juego.

El humano meneó la cabeza.

—Lo lamento. Tanto si lo quieres para bien como para mal, no puedo permitir que te lo lleves. Alterarías el equilibrio.

—Si no me lo entregáis, supongo que tendré que quitároslo.

Extraje de mi cinturón un corto barrote de metal, obsequio de un gnomo agradecido. Presionando el botón de un extremo, se extendía telescópicamente y se mantenía rígido. Ahora empuñaba una ligera pero resistente pica. Aunque el Guardián no tuviera reparos en matarme, yo no deseaba acabar con su vida.

Mi oponente se irguió y se despojó de sus vestiduras. Era un humano delgado e hirsuto, de alrededor de un metro ochenta de estatura, y ahora sólo llevaba un taparrabos. Su corta nariz, achatada, sus anchas mandíbulas, sus gruesos labios y sus prominentes incisivos inferiores le conferían una apariencia simiesca; pero sus ojos, ambarinos, denotaban una gran inteligencia.

Cogió el cayado curvo y lo blandió varias veces a su alrededor, con lo que los músculos de su delgado pero poderoso torso se hincharon y tensaron. En condiciones normales, yo habría considerado equilibradas nuestras fuerzas. Ahora no.

Nos situamos frente a frente: un elfo herido contra un guerrero humano bien descansado. Me aguardaba el combate más difícil de mi vida.

Me atacó con un repentino golpe de arriba abajo, intentando empalarme con el afilado gancho de metal de su cayado. Apenas conseguí parar la primera acometida haciendo girar mi vara y lanzando un ataque a su vientre. Desvió mi golpe con destreza.

Se abalanzó sobre mí con una serie de malintencionados golpes, aprovechándose de su mejor forma física para intentar cansarme. Víctima aún de los efectos de la mirada del basilisco y del veneno de la araña, adopté una postura defensiva, concentrándome en mantener alejado de mí aquel mortífero gancho. Si bien la punta no me alcanzaba, con el asta del cayado me estaba propinando una soberana paliza.

Al cabo de unos instantes, el humano comprendió que su táctica no surtía efecto. Se estaba agotando rápidamente mientras yo reservaba energías.

Retrocedió, jadeando por el esfuerzo.

—¿Seguro que esto es necesario? —pregunté con firmeza—. Como he dicho, señor, no quiero haceros daño, pero debo conseguir el Ojo.

—Lucharé hasta la muerte —insistió—. Debo hacerlo.

Intentó arrebatarme la vara de las manos trabándola con su gancho. Resistí un momento y luego solté una mano. El gancho resbaló inofensivamente hasta salirse por un extremo de la vara. La repentina falta de resistencia desequilibró a mi oponente.

Aproveché para atacar a mi vez. Apoyando en el suelo un extremo de mi vara, la utilicé a modo de pértiga y proyecté ambos pies contra su pecho. El impacto le cortó la respiración y lo dobló por la mitad. Mientras luchaba por incorporarse, presioné el botón de la vara, convirtiéndola de nuevo en un corto barrote, con el que aporreé la base del cráneo del humano.

Perdió el sentido en el acto.

Me desplomé a su lado, jadeando. Había agotado mis últimas fuerzas; la oscuridad me reclamaba.

Al despertar me encontré al humano todavía inconsciente junto a mí. Saqué varias tiras de tela de mi mochila y lo até con sólidos nudos. Sus afiladas uñas le permitirían desatarse tarde o temprano, pero no antes de que yo me hubiera marchado.

Retiré el Ojo de Dragón de su pedestal. En otro tiempo habría sido capaz de detectar su magia gracias a la mía. En ese momento, para mí era sólo otra gema más. La espolvoreé por completo con unos polvos especiales que llevaba conmigo y que se desvanecieron un instante después de ser aplicados. Me puse un par de guantes de cuero, cogí el diamante y lo guardé en mi mochila.

Un rápido registro me reveló la puerta que el Guardián utilizaba para entrar y salir de la habitación. Un vez en el exterior, supe por la posición de la luna nueva de reciente aparición en Krynn que me quedaba menos de una hora para volver a Palanthas y acudir a mi cita.

Encontré mi caballo donde lo había dejado, junto a la pared de la casa. Galopé hacia el sur, de regreso a la ciudad.

Cuando me acercaba, me vi obligado a refrenar a mi montura. En los escasos años transcurridos desde la guerra de Caos, diversos aristócratas menores habían asumido y perdido el control de Palanthas. El último, y hasta ese momento el más poderoso, era lord Bryn Mawr, comandante de un contingente de casi quinientos bandoleros y asesinos a los que llamaba guardia de la ciudad.

Mantenía un toque de queda estricto y unas tropas razonablemente bien disciplinadas que dificultaban la tarea de introducirse furtivamente en las calles de noche. Pero existían otras maneras de entrar después de oscurecer…, por un precio.

Amarré a mi corcel a más de un kilómetro de la ciudad. Lo necesitaría más tarde, pero era demasiado arriesgado entrar en la ciudad a caballo.

Cuando estuve cerca de las murallas de Palanthas, torcí hacia el noroeste, rodeándolas en dirección al mar. Me descalcé, guardé las botas en mi mochila y me zambullí en las frías aguas. El recorrido de casi un kilómetro a nado hasta el puerto me revitalizó y limpió en parte la sangre y la mugre de mis vestiduras.

Surcando el agua sin chapotear, nadé hacia los muelles, hacia un espigón en particular. Cuando llegué al malecón, empecé a trepar por una escala provisional. Unas manos descendieron, aferraron mis muñecas y me alzaron. La hoja de un cuchillo oprimió mi garganta.

—La contraseña… o tu cabeza y tu cuello se separarán para siempre, elfo.

—«El Gremio de Ladrones sigue mandando». ¿Estás satisfecho, Tari el Tuerto?

—Ah, eres tú. Entra enseguida. Se acerca una patrulla.

El hombretón que se tapaba un ojo con un parche me soltó. Me escabullí del muelle a través de un túnel secreto que se abría cerca de allí. Cuando la patrulla llegara, encontraría a Tari borracho, dormido en su barca. Yo ya estaría en la ciudad.

Salí del túnel. Al volver una esquina, me tropecé literalmente con uno de los guardaespaldas de Bryn Mawr en una calle por lo demás desierta. Lo reconocí y, por fortuna, él también a mí. Alargó una mano y me sujetó por un brazo.

—Por los dioses perdidos, por fin te he atrapado, elfo asesino…

Introduje mi daga bajo su peto y en sus entrañas. Cayó al suelo como un peso muerto.

Mientras caía, otro guardia salió de la taberna. Me vio junto al cuerpo de su camarada y de inmediato lanzó un grito. Desenfundó su espada y corrió hacia mí. La puerta de la taberna se abrió de golpe y por ella empezaron a surgir más guardias.

Me persiguieron calle abajo y continuaron pisándome los talones mientras yo corría y torcía por las calles y los callejones de Palanthas. Pronto los dejé atrás, pues les pesaba la barriga debido el exceso de cerveza. Pero sus gritos atrajeron a otra patrulla. Sin dejar de correr, me desenrollé otra vez la soga de la cintura y le até el arpeo. Lo lancé por los aires. El garfio se enganchó a la primera y trepé con toda la rapidez que me permitía mi cuerpo lastimado. Mis perseguidores llegaron justo cuando coronaba el edificio. Escapé por los tejados.

Los guardias no se rindieron, algo imposible tras la muerte de uno de los suyos.

En pocos segundos, decenas de guardias registraban las azoteas de toda la ciudad. Eran implacables. Mi única esperanza de huir era internarme en las alcantarillas. Sólo me quedaban unos minutos para la cita.

Me situé en el tejado de una gran posada llamada El Puño y el Guante. Me dejé caer, me agarré al alféizar de una ventana y aproveché la inercia para balancearme y saltar directamente hacia la abertura. Atravesé violentamente las persianas y aterricé sobre una cama… ocupada. Un hombrecito grueso se sentó y profirió un alarido que debió de oírse incluso en Flotsam.

—Perdón, me he equivocado de habitación —dije, brincando de la cama al suelo.

La posada en pleno había despertado y todos salían tumultuosamente de los dormitorios para averiguar qué ocurría. Dos guardias entraban por la puerta principal, mi única vía de escape. Descendí a la carrera por la escalera y pasé justo entre ambos.

Me lanzaron sendos puñetazos, fallaron y se atizaron el uno al otro.

Seguí corriendo.

Enfilé por un callejón y localicé una de las muchas aberturas que conducían al sistema de alcantarillado. Mala suerte. ¡Había un guardia justo encima! Se me estaba agotando el tiempo. Tomando carrerilla, hice una cabriola, aterricé de pie y di un salto mortal hacia el guardia, dando una voltereta en el aire para caer sobre él con los pies por delante. El demoledor impacto lo dejó sin sentido.

Aparté la pesada reja y descendí por la escalera, deteniéndome sólo el tiempo necesario para volver a colocar los barrotes en su sitio por encima de mi cabeza. Los guardias encontrarían pronto a su camarada inconsciente y comprenderían que me había escabullido por las alcantarillas, pero incluso así era improbable que me persiguieran hasta allí abajo. El Gremio de Ladrones seguía controlando esa parte de Palanthas.

Al llegar al pie de la escalera encendí otra antorcha. El techo de este sector del alcantarillado era más alto que la mayoría, de modo que pude caminar erguido. Comprobé las marcas de la pared —grabadas por aquéllos que consideraban más seguro viajar bajo tierra que por encima—, saqué el mapa y me dirigí a mi reunión. No detecté señales de vida, excepto las omnipresentes ratas. De pronto, una espectral risita sonó en el túnel detrás de mí. Me volví, pero no vi nada.

Minutos después oí de nuevo la risita, pero esta vez también el roce de tela contra la piedra.

Aceleré el paso.

Sin previo aviso, me vi rodeado por unas pequeñas y sucias criaturas de cabello apelmazado y cara mugrienta. Su hedor casi me dejó sin conocimiento. Me sujetaban por todos lados a la vez, aferrándose a mí y aullando:

—¡Eh, chicos! ¡Un invitado a cenar! ¿Le apetecen unas jugosas ratas?

¡Enanos gullys!

Me habían rodeado. No deseaba matar a ninguno de aquellos infelices seres, pero estaba claro que no disponía de tiempo para quedarme a cenar. Los aparté a golpes con la espada de plano, confiando en ahuyentarlos.

Los asusté, pero no se marcharon. A la vista del acero desnudo, todos gritaron al unísono y, abalanzándose sobre mí, rodearon mis piernas y mi cintura con sus brazos, al tiempo que imploraban compasión.

Blandí mi espada, pero fue un gesto vano. No tenía fuerzas para desembarazarme de dos docenas de enanos gullys. Mis pies perdieron el contacto con el suelo. Me estaban arrastrando, a mí, un involuntario invitado.

De pronto, aullaron de terror y me dejaron caer en el limo. Miré hacia arriba y vi un a enorme ogro que avanzaba pesadamente entre enanos gullys fugitivos.

—Llegas tarde, elfo —dijo el ogro con un ademán despectivo.

Me guió por las alcantarillas hasta una puerta fuertemente reforzada. Llamó con un puñetazo. Una pequeña mirilla se deslizó hacia un lado y un par de ojos espiaron a través de la abertura. La puerta se abrió.

Me introduje en una habitación de piedra, fría y desguarnecida. El aire tenía un olor rancio, como el de una tumba. En el interior había otro ogro, el enano theiwar de antes y una elfa vestida de cuero negro. La elfa me miró con unos oscuros y desafiantes ojos que echaban chispas. Ni rastro de la cautiva o del secuestrador. Miré en derredor, escrutando las sombras.

—¿Y bien, elfo? ¿Lo tienes? ¿Tienes el Ojo de Dragón?

La voz era a un tiempo hermosa y desagradable: como un tenor silvanesti en un coro de goblins, o un Dragón Dorado nadando en un mar de sangre; la luz engullida por las tinieblas.

Mi alma sufría al escucharla.

—Lo tengo —grité, buscando el monstruo al que había venido a enfrentarme—. ¿Está a salvo mi esposa?

La criatura emergió de las sombras. Un frío pavor atenazó mi corazón.

Los elfos los llamaban «prole de Caos» porque al parecer habían surgido de la guerra de Caos. Esta criatura en particular parecía un terrible cruce entre un reptil y un ave. Alcanzaba casi los tres metros de altura, con una piel escamosa de color rojo vivo con franjas negras, como lava fundida. Su cabeza era larga y estrecha, sus ojos sobresalían a ambos lados de un rostro sin nariz. Abrió su grande y fina boca para hablar, dejando al descubierto varias hileras de dientes afilados como navajas, capaces de atravesar la carne y el hueso en un instante. Tenía dos huesudos brazos con manos de tres dedos provistos de garras. Por encima y por debajo de cada brazo surgían dos tentáculos que se agitaban incesantemente. Tenía dos piernas, dobladas hacia atrás como las de un ave, cada una con tres garras. A pesar de su estrafalario y aterrador aspecto, se movía grácilmente, con fluidez.

Y entonces vi a Maral.

Uno de los tentáculos del bicho envolvía el cuerpo de Maral y una mano le rodeaba el cuello. Un pañuelo manchado de sangre cubría un lado de su cabeza. Su expresión era más de enfado que de susto.

La criatura de Caos extendió una mano de largas garras.

—¡Dame el Ojo de Dragón!

—Primero suelta a mi mujer.

—No estás en situación de regatear. ¡Entrégame la joya o le rebanaré el gaznate!

Para recalcar su afirmación, oprimió con las garras la carne de Maral, que jadeó de dolor. Vi manar sangre.

—¡Basta! ¡Tú ganas! —grité.

Saqué el Ojo de Dragón de la bolsa y se lo tendí a la criatura sobre una mano enguantada. La criatura de Caos se apoderó del diamante y lo observó al trasluz.

—La piedra es inservible —dije, con la esperanza de distraerlo—. Su magia ha desaparecido.

Soltó una horrible carcajada.

—¡Eso es lo que tú crees! Necio…

La criatura de Caos se llevó una mano a la garganta. El diamante cayó de su mano fláccida. Con un suave gemido, el monstruo se desplomó y quedó tendido en el suelo, inerte.

Maral se apartó de un salto, gritando:

—¡Cuidado con ella!

La elfa desenvainó su larga espada y me atacó. Desenfundando la mía, repelí su acometida. El ogro que me había rescatado de los enanos gullys intervino para ayudarme, asestando un golpe demoledor en el cuello al otro ogro. Maral atacó al theiwar con las manos desnudas.

La elfa oscura y yo giramos en círculos frente a frente, intentando calibrar la destreza del adversario. Ella advirtió mi cansancio por la lentitud de mis reflejos y aprovechó su ventaja. Me embestía constantemente, dejándome el brazo insensible cada vez que desviaba sus potentes golpes. Los dos ogros estaban enzarzados; no cabía esperar ayuda de aquella zona. El theiwar luchaba con ahínco, manteniendo ocupada a Maral.

Una estocada atravesó mi guardia, reabriendo la herida sangrante de mi pecho. La elfa, con sus oscuros ojos en ascuas, aulló anticipando la victoria y atacó de nuevo, cada vez con menos finura y más fuerza bruta. Mi cabeza era un torbellino y mi visión se enturbiaba. Un último golpe y se me cayó la espada de los dedos exánimes. Me desplomé de rodillas. La elfa alzó su espada para asestar la estocada final. De pronto gritó y cayó de bruces. Mi supuesta esposa se erguía ante la elfa caída. Maral arrancó de la espalda de la elfa oscura la daga que le había arrebatado al theiwar.

Se desenrolló el pañuelo de la cabeza.

—¿Dónde has estado? —exigió saber.

Vi al theiwar tendido en el suelo, inconsciente, en la otra punta de la habitación.

Yo estaba cubierto de sangre, en su mayor parte mía. Tenía varias costillas rotas. Todavía estaba intoxicado por el veneno. Sonreí a mi compañera.

—Me detuve en una taberna a tomar unas copas. ¿Por qué? ¿Acaso tenías prisa, esposa querida?

Mi amigo Maral miró el vestido de mujer que llevaba e hizo una mueca.

—¡No le cuentes a nadie nada de esto! ¿Me lo prometes?

El ogro —en realidad un miembro del grupo llamado Exterminadores de Dragones asignado a la lucha contra la prole de Caos— se echó a reír y meneó la cabeza.

—¡Pero yo no lo he prometido!

Nos reunimos alrededor de la comatosa criatura de Caos.

—¿Qué le has dado? —me preguntó Maral.

—Recubrí el Ojo con el veneno paralizante más potente que encontré. Habría dejado sin sentido a una caterva entera de draconianos. Espero que no lo haya matado.

—No caerá esa breva —respondió el ogro—. ¿Está el resto del equipo en sus puestos?

—Ha habido un ligero cambio de planes. He detectado cierta agitación en la ciudad antes de llegar aquí. Las calles están abarrotadas de guardias. Tenemos que llegar a los muelles. Tari nos espera en la barca. ¿Conoces el camino a través del alcantarillado?

—¿Crees que podrás cargar con eso hasta tan lejos? —preguntó Maral.

Org asintió y se inclinó sobre la criatura de Caos. Yo recuperé con cuidado el Ojo de la mano de la criatura. El ogro se cargó al bicho sobre un hombro. Retrocedimos por las alcantarillas. Cuando Org calculó que estábamos cerca de nuestro destino, ascendimos y salimos a la calle. Los muelles estaban desiertos. Tari nos esperaba y nos indicó por señas que el camino era seguro.

Org llevó la criatura al desembarcadero. Tras asegurarse de que la bestia seguía inconsciente, la introdujo en un gran saco de cuero, le administró una poción para asegurarse de que dormiría durante el transporte y, luego, depositó el saco dentro de una enorme caja. Embarcamos la caja en una nave que se disponía a zarpar.

Rebusqué en mi bolsa y extraje el pendiente de Maral. Señalé el que ella se había olvidado de quitarse.

—Pareces asimétrico.

Maral me arrebató el pendiente y arrojó la pareja al mar.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

—Conducirán a la criatura de Caos otra vez a la torre. Los sabios la examinarán y así sabremos lo que podemos esperar la próxima vez que nos tropecemos con uno de esos seres.

—No. Me refiero a qué vas a hacer tú.

Contemplé el Ojo de Dragón que reposaba todavía en mi mano enguantada y suspiré.

—Los Exterminadores de Dragones no somos ladrones. Ahora tengo que devolverlo.