Miedo al dragón

[Teri McLaren]

—¡Toma, vuelve a colgarte esta llave alrededor del cuello! Deja de holgazanear y tráeme un paño limpio, Carlana —gruñó Frenzill con voz apenas audible tras cerrar su libro de recetas, atrancar la puerta y subir de la bodega donde fermentaba su cerveza—. Y cambia el gesto, muchacha. ¿Cuántas veces te has pisado hoy esa cara tan larga, eh?

—Pero, padre —protestó Carlana, apresurándose a abrirse paso entre toneles y vasos para llegar hasta el trapo, que se hallaba sólo a un palmo de la mano de Frenzill. Depositó cansadamente su atestada bandeja sobre el mostrador y con un suspiro apartó de su pálido rostro un mechón de cabello cobrizo—, llevo todo el día trabajando sin un momento de reposo.

—He dicho que cambies el gesto —susurró ásperamente Frenzill—. Ahora sirve esa bandeja y vuelve a ocuparte del piso.

Carlana miró con dureza a su padre durante un largo momento y reprimió las lágrimas de frustración que acudían a sus grandes ojos azules. Se colgó la pesada llave de la bodega, junto la cadena, aún más pesada, al cuello y recogió fatigosamente la bandeja, pero se negó a sonreír.

Frenzill le dirigió otra hosca mirada y luego empezó a limpiar la misma jarra por quinta vez desde el almuerzo, frotando enérgicamente una mota de polvo que se había disuelto en una grasienta huella cuando la secó. ¿Otra brasa? ¿Más hollín? Suspiró contemplando el manchurrón negro que había aparecido en su paño blanco de tabernero.

—Vas a gastar ambas cosas —sonrió Gisrib desde su reluciente taburete situado junto al mostrador—. Algún día esa chica te dejará, tan deprisa que sólo oirás el portazo que dará al marcharse.

—No mi Carlana. No se atreverá. Algún día todo esto será suyo —masculló Frenzill, arrojando el paño hacia una soñolienta mosca que volaba sobre la cabeza de Gisrib. Su puntería fue mejor de lo que esperaba, porque el condenado insecto se estrelló, zumbando, en el espumoso vaso de cerveza del larguirucho granjero. Gisrib meneó la cabeza, dirigió sus turbios y ojerosos ojos hacia su atareado anfitrión y pidió otra cerveza, por señas. Frenzill retiró la jarra casi llena y sirvió a regañadientes una nueva. Su último barril de cerveza estaba casi vacío y el Festival del Solsticio de Verano empezaba al día siguiente. Siempre se necesitaba gran cantidad de cerveza para el Festival. Aunque este año la fermentación había tardado más de lo habitual en completarse adecuadamente, Frenzill sabía que estaría lista a tiempo. Tendió la mano para cobrarle a Gisrib.

—No he venido también a comer, Frenzill. Ésta es gratis, según mis cálculos —protestó Gisrib, contemplando la blanda palma de Frenzill—. Dime, ¿estará lista para mañana la cerveza nueva del verano? La tradición…

—Para mañana, Gis. Para la celebración, naturalmente. Es la tradición —respondió Frenzill, molesto por la pregunta.

Gisrib meneó la cabeza, pues conocía a Frenzill lo bastante bien para creerlo.

—Cuando vivía en Doriett, nuestros cerveceros siempre la sacaban un poco antes para probarla.

—Sí, eso me dices todos los años —replicó glacialmente Frenzill. Gisrib siempre estaba hablando de su tierra natal. Pero, por otra parte, el viejo Gisrib todavía era considerado un recién llegado en Puerto Escondido, aun después de diecisiete años—. Tengo que irme. Disfruta de tu cerveza. —Frenzill colocó la pulida jarra en su lugar sobre la repisa y ordenó por señas a Carlana que lo sustituyera detrás del mostrador.

—Bueno, sírveme otra, antes de que te marches a ver guerras —dijo Gisrib, esta vez ofreciéndose a pagar—. Y no dejes que le caiga ningún dragón —añadió, tajante.

Frenzill suspiró hondamente una vez más, y la mirada de sus acuosos ojos azules se endureció de repente. Mientras Gisrib apuraba su bebida, Frenzill pescó con habilidad la mosca que pataleaba en la primera jarra de cerveza, volvió a llenarla hasta el borde y la sirvió, sin que su expresión variase en ningún momento. Carlana, que lo observaba en silencio, dejó caer su bandeja, horrorizada, y huyó a la carrera en dirección a su habitación, intentando contener sus arcadas. Gisrib enarcó una ceja, sacudió la cabeza al no entender la razón de la súbita retirada de la chica y engulló un largo y satisfactorio trago de la «nueva» jarra de cerveza.

Frenzill sonrió ladinamente, se guardó la moneda de Gisrib en el bolsillo y se echó sobre los hombros una capa ligera para protegerse del relente. El aire tenía, normalmente, un fresco aroma fuera de la posada, por lo que aquélla le parecía a Frenzill una hora del día agradable para realizar su tarea habitual más pesada y aburrida: su ronda de vigilancia por la ciudad. Pero este día, al igual que el anterior, la brisa era acre por el humo. ¿De dónde venía este infernal hollín? Los combates no podían librarse tan cerca aún, reflexionó.

Mientras se dirigía a grandes zancadas hacia el límite de la ciudad, Frenzill advirtió que las calles de Puerto Escondido estaban anormalmente desiertas. Sólo unas cuantas mujeres se acuclillaban en los jardines comunitarios, arrancando malas hierbas y riendo alborozadas. ¿Se reían un poco más fuerte al ver a Frenzill? Las observó en un silencio apropiadamente respetuoso y, luego comprobó disimuladamente el estado de sus pantalones, aprovechando que un carro sobrecargado de heno pasaba junto a él. Miró por encima del hombro para ver si su capa se había manchado con el omnipresente hollín y meneó la cabeza con irritación.

«¿Dónde está todo el mundo?», se preguntó, pero las calles vacías no lo inquietaron, puesto que por la sombra del reloj de sol de la plaza mayor supo que llevaba una buena media hora de retraso en su ronda. Después de todo, estaban en guerra, y la brisa vespertina transportaba a menudo los sonidos de las distantes batallas a través del amplio valle.

Subió, resollando, hasta la barbacana y se situó encima de la enorme y antigua puerta de madera; desde allí oteó las oscuras nubes que se cernían sobre el horizonte por el este, envolviéndolo como un sudario. «No ha caído ninguna tormenta, ni rayos, en varias semanas», pensó. Su estrecho y descolorido rostro se arrugó en una mueca, al tiempo que se lamía un retorcido dedo índice y lo mantenía en alto, confirmando la dirección de la desagradable brisa que indicaba la oxidada veleta.

Dos muchachos pasaron corriendo debajo de él con el rostro encendido, sonrientes y con las manos repletas de caballeros y caballos de madera en miniatura.

—¿Están luchando ahí fuera, señor Frenzill? —gritó uno, un diablillo de diez años en quien Frenzill reconoció vagamente al hijo del panadero—. ¿Podemos subir a mirar? Todo el mundo habla hoy de guerras. ¡Y de un dragón! Va a venir aquí, ¿lo sabía?

Frenzill se limitó a mirar coléricamente a los ávidos rostros de los chicos y siguió recorriendo la muralla. «Hay mucho más humo que ayer —observó—. O que anteayer, o que el día anterior. Y ahora se ha levantado viento y está soplando en nuestra dirección. ¡Qué fastidio! Justo a tiempo para aguarnos el Festival del Solsticio de Verano». Frenzill contempló los remolinos de oscuras nubes, descubriendo en ellas formas imaginarias: una jarra, un tonel, una bolsa de monedas. Meneó la cabeza, lentamente, mientras apartaba la vista del desolado cielo para inspeccionar su pequeña y pulcra ciudad. Veinte o treinta vistosas banderas colgaban ya de sendas ventanas recién limpiadas para la celebración del día siguiente. Era una lástima que ya se estuvieran ensuciando de hollín.

Las bien cuidadas tiendas que daban a jardines de rosas y a calles adoquinadas se alineaban alrededor de la ancha y umbría plaza mayor. Desde su atalaya sobre las puertas, cerradas desde hacía tanto tiempo que el orín había soldado sus goznes y cerraduras, Frenzill distinguió claramente su propio orgullo y su alegría: La Taberna del Buen Beber. De su ventana superior colgaba una gran bandera roja. «Bienvenidos —proclamaba su leyenda—. La mejor cerveza del mundo». Las letras curiosamente dibujadas parecían bailar sobre una jarra de cerveza coronada de espuma. Era en efecto la mejor cerveza del mundo, pensó presumidamente, y él era el único que la fabricaba.

La remesa de la presente estación, cincuenta barriles enormes, todos aclarándose hasta adquirir el intenso tono ámbar necesario, abarrotaba la bodega de Frenzill, construida especialmente para elaborar cerveza. Con este nuevo suministro, tan abundante, había dado un gran paso para convertirse en el hombre más rico de esta riquísima y pequeña ciudad. Algún día quizá fuera incluso su alcalde.

«Pero aquí estoy, pensando demasiado en el color del cielo en lugar de preocuparme por el color de mi cerveza». Una vaharada de humo más fuerte penetró en su delicada nariz, y resopló con asco. Empezó a bajar las escaleras. Un par de vueltas a la plaza —que necesitaba una buena siega, observó con espíritu crítico, tomando nota mentalmente de reconvenir al mozo responsable— y volvería a la taberna, estuviera de guardia o no. A pesar del ahumado cielo, Frenzill no había visto que ocurriera nada en el valle y, después de todo, Puerto Escondido estaba demasiado aislado para encontrarse en medio de la lucha.

Durante diecisiete años, la ciudad se había librado de invasiones por parte de las otras comunidades remotas del valle. De hecho, con la excepción de Gisrib, los tres pastores, las dos familias de mineros y los escasos aparceros que cultivaban la franja de tierra que rodeaba la parte occidental de las murallas, casi nadie de la población de Puerto Escondido había viajado nunca a otros lugares. Frenzill dirigió una última y prolongada mirada hacia el este, masculló un reniego particularmente pintoresco contra el cielo teñido de hollín y descendió, bamboleándose, por la vieja e insegura escalera.

—¡Ah de las puertas! —gritó una débil y ahogada voz desde algún punto situado a la izquierda de Frenzill.

Pillado por sorpresa, el tabernero se saltó los dos últimos peldaños de la escalera y cayó de rodillas, arañándoselas junto con sus mejores calzones de lana. Maldiciendo en voz aun más alta, giró sobre sus talones, buscando al desconsiderado patán que había llamado su atención; las mujeres se habían alejado hasta quedar fuera del alcance de su voz, y como el conductor del carro había entrado en la posada para tomar un trago, y Frenzill se encontró ante la alternativa de un asno parlante o alguien que lo llamaba desde el exterior de las murallas.

Se sacudió la tierra de las rodillas y estiró el cuello para asomarse por la baja y estrecha puerta de los pastores, la que utilizaba todo aquél que tuviera negocios fuera de las murallas. También estaba bien atrancada.

Frenzill resopló de nuevo y empezó a alejarse.

—Buen señor, si aún estáis ahí, por favor…

Frenzill se detuvo, volvió a escuchar y finalmente se dirigió con cautela hacia un gran agujero que se abría en un nudo de la madera de la puerta principal y espió por él, mirando con un ojo azul enrojecido por el humo.

—Aquí abajo —dijo la ronca voz.

Frenzill bajó la vista y no pudo creer lo que vio.

Allí, en el seto espinoso, temblaba un extraño harapiento medio muerto.

—Por favor, señor, no os molestaré; pero no he comido ni bebido nada en dos días, desde que tuve que dejar atrás el río —dijo el hombre—. Además estoy desarmado. Señor, por favor…

Frenzill apartó el ojo del agujero y lanzó una preocupada mirada por encima del hombro. Tenía que solucionar esto, y pronto. Probablemente, para eso también tendría que salir. Suspiró, retornó al agujero en la madera y habló al hombre con su tono más glacial.

—Tú, el de ahí fuera: explica qué te trae por aquí y apártate del seto. No puedo dejarte morir entre las zarzas, sobre todo durante mi guardia. —«Que el diablo te eche de ahí», pensó Frenzill. Extrajo de su manga una pequeña daga enjoyada por si tenía que sacar al extraño de un modo algo más enérgico.

El forastero abandonó su abrigo de espinos dando traspiés, con lo cual recibió varios arañazos más. Frenzill no se compadeció mucho: a él todavía le dolían las rodillas. El posadero descorrió el cerrojo de la puerta principal y abrió la doble hoja para observar al extraño.

—Gracias, señor. Creí que era mi fin. Sois la primera persona que veo desde que ando huyendo. Intenté abrir vuestras puertas, pero, curiosamente, estaban atrancadas —dijo el maltrecho individuo—. Pero luego supuse que debe de ser a causa de las guerras, y que quizá ya conocéis el peligro que se aproxima. —El hombre alzó la vista al cielo para inspeccionarlo nerviosamente.

¿Peligro? Frenzill no veía peligro alguno. El extraño estaba cubierto de pies a cabeza de hollín y su ropa estaba chamuscada por los bordes y las mangas. Se había quemado casi todo el cabello. Grandes ampollas blancas del color de la cera moteaban un lado de su rostro y el infeliz cojeaba notablemente. Su larguirucho cuerpo superaba en estatura al de Frenzill en casi medio metro. Sonrió agradecido cuando el posadero volvió a atrancar la puerta y luego tendió una mano muy sucia y callosa a modo de saludo. Sus dedos corazón estaban envueltos en un jirón de su capa, pringoso de manchas oscuras. Frenzill se limitó a manosear la daga que ocultaba a su espalda, haciendo caso omiso de la mano tendida.

—¿Cómo te llamas, extranjero? Y pregunto, de nuevo, ¿qué te trae por aquí? Y ¿de qué peligro hablas? —lo interrogó Frenzill. Empezó a erizársele el vello de la nuca, como le ocurría siempre que se abría aquella puerta.

—Me llamo Harald, señor, y no os molestaré excepto para pediros algo de beber, justo lo suficiente para que me infunda valor y mueva mis pies unas cuantas leguas más, hasta que me halle a salvo —dijo el extraño, mirando temerosamente el cielo humeante. Tropezó y se precipitó en brazos de Frenzill, muy a pesar de éste. El olor a humo casi aturdió al enclenque posadero.

—Muy bien, finalmente has despertado. Ahora dime, ¿qué era eso de un peligro y de ponerse a salvo? Y ¿cómo te has quemado? —Frenzill retiró el diente de ajo machacado que sostenía directamente debajo de la nariz hinchada y magullada del extraño. Con los ojos enrojecidos y llorosos, Harald se incorporó lentamente hasta quedar sentado y observó atentamente la acogedora habitación que lo rodeaba.

—¿Dónde estoy? —empezó a decir, con una nota estridente en su voz ronca.

—Estás en mi posada. Te he arrastrado yo mismo hasta aquí, contradiciendo absolutamente mi buen juicio, y has estado inconsciente durante demasiado tiempo. Además, me has ensuciado a mí y a mi mobiliario, de modo que, por favor, ¿contestarás a mis preguntas? —Frenzill consiguió a duras penas contener su impaciencia.

Al comprobar que se hallaba bajo techo, Harald se levantó de la silla de un brinco, sólo para desplomarse de nuevo sobre ella, al parecer mareado por el repentino movimiento. Se llevó las manos a la cabeza y cerró los ojos con fuerza. Sin ofrecerle ayuda, Frenzill suspiró y tamborileó con los dedos sobre la mesa de madera.

—Señor, por supuesto que os responderé —empezó a decir Harald con una voz que era un mero susurro—. Pero tengo mucha sed. Por favor…

Frenzill lo miró lúgubremente y luego masculló:

—Claro, claro. Mi hija te traerá algo para que tu historia no se retrase tanto; una jarra de nuestra mejor cerveza te ayudará a soltar la lengua y te hará sentir más seguro. A mí siempre me funciona —añadió para su coleto, mientras una mueca de preocupación arrugaba más aun su larga y estrecha cara.

«Un extraño sediento —pensó Frenzill—. Eso sólo puede presagiar problemas». Llamó a gritos a Carlana.

Frenzill se reconcomía y se enjugaba el sudor de la frente mientras Carlana servía una jarra de cerveza para Harald. El posadero le hizo a su hija la señal de añadir una generosa porción de agua y luego le pidió, también por señas, que le sirviera otra a él, sin que sus ojos se separaran en ningún momento de la figura acurrucada de Harald. «Diecisiete años han pasado desde que un extraño vino a Puerto Escondido por última vez —pensó—. Diecisiete años de paz y tranquilidad arrojados a la basura. ¿Qué pensaría todo el mundo si descubrieran que he dejado entrar a este pordiosero en la ciudad?». No obstante, Harald había mencionado un peligro, y por su aspecto quizá supiera algo sobre todo aquel humo. Era mejor escucharlo y ayudarlo a seguir su camino cuanto antes, preferiblemente amparado en la oscuridad de la noche. La taberna pronto se llenaría de clientes habituales. Frenzill tenía que actuar con rapidez.

—¿Has visto a alguien más antes de llamarme a mí? —le sonsacó delicadamente Frenzill, mientras el fatigado hombre soplaba sobre la espuma de su vaso y engullía la cerveza en lo que amenazaba con ser un largo trago. El hombre miró hacia arriba con sus ojos oscuros y distantes.

—Oh, no, señor, a nadie en absoluto, sólo a vos. Me había escondido entre la excelente cobertura de vuestro seto para descansar un rato. Y ha sido una suerte que hayáis aparecido. Quiero decir, fijaos en mí. Mi aspecto habría asustado a las amas de casa o los niños que se tropezaran casualmente conmigo, y es probable que también a la mayoría de los hombres. Sé que soy todo un espectáculo, como algo surgido del mismísimo Abismo. —Se estremeció, cuidándose de hablar en voz baja. Frenzill, al ver el rostro ampollado y ennegrecido del hombre, asintió para expresar que era de la misma opinión.

—Así pues, dime…, eh… —empezó a decir Frenzill, con la nariz escocida por el olor a pelo chamuscado.

—Harald, como ya he dicho. Señor, por favor, si no os importa, ¿puedo beber otro vaso? Esa cerveza era prodigiosamente buena. ¿Os molesta si me fumo una pipa? Mis manos… —Harald las tendió al frente para mostrar su evidente temblor.

—Sí. Quiero decir, no, por favor, enciende tu pipa. Te serviré otra cerveza —respondió Frenzill, pensando que el aroma de la pipa, por hediondo que fuera, enmascararía el olor a quemado de las ropas del forastero. Pero más le valía al hombre que empezara a hablar pronto. La cerveza gratis, aunque estuviera liberalmente aguada, no era la especialidad de la casa.

El extraño despachó la segunda jarra con la misma rapidez que la primera y luego se secó la boca en la manga, o en lo que quedaba de ella.

—Verá, señor, vengo de la cordillera de Jaspe. De la alta montaña. Mi oficio es el de leñador. Nunca molestaba a nadie ni a nada; sólo cortaba mis troncos y los mandaba flotando río abajo a la ciudad que hay justo al pie de la cordillera. ¿La conocéis, tal vez?

—Doriett. Sí. Sé que existe, pero nada más. En Puerto Escondido no somos aficionados a viajar. Por favor, continúa —dijo Frenzill, dirigiendo otra rauda mirada a la puerta—. ¿Qué peligro es ese del que hablabas?

—Bueno, volvía a Doriett para cobrar mi paga del molino cuando lo vi —dijo Harald lentamente, mordiendo la caña de su pipa y sin inmutarse por la impaciencia de Frenzill—. Y nunca en toda mi vida había visto algo tan terrorífico como…

—Como… —Los ojos azules de Frenzill estaban fijos en los negros y aterrorizados de Harald.

—Como el dragón —susurró Harald.

Sacudió un copo de ceniza que había caído sobre su sombrero. Frenzill observó la ceniza caer lenta y perezosamente en su suelo recién barrido y su rostro perdió su escaso color con la misma rapidez con que el extraño vaciaba sus jarras.

—Espera. ¿He oído bien? ¿Hablas de un dragón de verdad?

—Un Dragón Rojo, señor. Muy grande, sin duda un renegado de las guerras. Pasó volando justo por encima de mí, escupiendo llamas y ascuas como si se tratara de una fragua. —Harald dio un par de breves chupadas a la pipa y los rescoldos cobraron vida en la cazoleta—. Apestaba como si fuera el fin del mundo. En cuanto lo miré, no pude apartar la vista de él, y es un milagro que me dejara con vida. No era su intención, pero yo había tomado por casualidad un camino más largo que el de costumbre para llegar a la ciudad, un sendero muy bien resguardado por árboles. El dragón tenía en mente cosas más importantes que yo.

¿Un dragón? ¿De carne y hueso? Frenzill tragó saliva con dificultad, intentando pensar. Lo único que se le ocurrió fue que Doriett era un puerto fluvial ruidoso, feo y lleno de barro. Allí no apreciaban los refinamientos, sobre todo la buena cerveza. Eran capaces de beberse el agua de un charco y creerse que era néctar, pensó Frenzill. Pero eso quizá fuera una buena noticia.

—¿Qué has dicho que ocurrió en la ciudad?

—Fue horrible, señor. No quedan más que cenizas. Me acerqué para verlo con mis propios ojos cuando recuperé el sentido, y luego corrí con todas mis fuerzas en dirección opuesta, en cuanto vi de cerca lo que esa cosa era capaz de hacer. Por suerte os vi junto a las puertas de la ciudad. Aunque por muy poco, con ese gran seto que rodea todo este lugar. Juro que detesto haberos importunado, pero sin vuestra ayuda estaría perdido. Me esperaba una muerte segura si no me hubierais encontrado. Creí que ya estabais informados acerca del dragón y los incendios, y que todos se habrían marchado ya, pero por cierto que me alegro de que no lo hayáis hecho. Lo mínimo que puedo hacer a cambio por vosotros es preveniros.

—¿Prevenirnos? ¿De qué incendios hablas?

—Señor, no puedo entretenerme más aquí, por mucho que os hayáis apiadado de mí y por deliciosa que esté vuestra cerveza. El dragón se dirige hacia aquí, no me cabe la menor duda; pero aunque no viniera, los incendios desatados estarán ante vuestras puertas en menos de un día, tal vez antes, según los cambios de viento, naturalmente. Ahora me siento mucho mejor y seguiré mi camino, si no os importa. Por cierto, os invito a acompañarme, si lo deseáis. —Miró a Frenzill y luego a Carlana, quien le devolvió la mirada pero guardó silencio—. En las cuevas de las tierras altas hay mucho espacio —prosiguió— y creo que llegaríamos antes de que caiga la noche. Pero deberíamos partir enseguida.

Harald se llevó una mano a los restos de su blando sombrero, recorrió con una larga mirada de aprobación la pequeña y pulcra estancia, sonrió a Carlana en señal de agradecimiento y se dirigió lentamente a la puerta.

Frenzill se lo quedó mirando, horrorizado.

—¿Marcharnos? ¿Abandonar Puerto Escondido? No puedes hablar en serio. Además el Festival del Solsticio de Verano es mañana. Mi cerveza…, mi dinero —murmuró, casi para sí mismo.

Harald se detuvo a media zancada, con una expresión preocupada y compasiva en sus oscuros ojos.

—En ese caso, señor, que vuestros dioses os protejan. No volveré por este camino. En la cordillera de Jaspe no han quedado árboles que talar. Y pronto tampoco los habrá aquí. Muchas gracias por agasajar a un extraño. Que las bendiciones de vuestra generosidad os sean devueltas con creces.

—No, Harald, por favor, espera. ¡Ejem! Cuéntame más sobre ese dragón, si no es molestia.

—Bueno, señor, estoy seguro de que ya sabéis que esas bestias detestan las ciudades y sitios parecidos. De verdad, creo que necesito irme ya, antes de que el dragón o sus incendios arrasen vuestro precioso pueblo. Os aseguro que no deseo volver a contemplar una escena semejante en toda mi vida. —Harald fue hacia la puerta cojeando.

—No puedes marcharte aún, Harald. Debes decirme cómo conseguiste sobrevivir y qué le ocurrió exactamente a Doriett. Me refiero a si todo el mundo está… —suplicó Frenzill. Harald se volvió pacientemente y se encaró con él, pero resultaba evidente que preferiría hallarse ya al otro lado de la puerta.

—¿Muerto? Sin duda, todos ellos. Lo vi con mis propios ojos. Estoy vivo por pura casualidad, señor, y por la protección que los dioses ofrecen al peregrino honrado. Lo único que se me ocurre es que la criatura no me vio entre la confusión del bosque en llamas. Y me pareció que, por alguna razón, descargaba toda su furia sobre la ciudad propiamente dicha. No, señor, no puedo quedarme, por mucho que quisiera. Habéis sido muy amable. Oh, lo lamento tanto… Casi olvido pagaros. Encontré esto en una calle de Doriett. Está un poco derretido por el borde, pero sigue siendo una buena pieza de plata. —Harald rebuscó en su bolsa y sacó una moneda deformada—. Vale lo que pesa —dijo sonriendo, y se llevó nuevamente una mano extendida al sombrero—. Creo que sabré encontrar la salida.

—Será un placer mostrárosla, señor —murmuró Carlana, ofreciéndole una temblorosa mano. El ajado rostro de Harald se animó con una sonrisa sorprendida. Tomó suavemente la mano de la joven, con cuidado para no mancharla de hollín.

—Oye, Harald, ¿podrías contarme qué viste, exactamente? Es decir, cómo el dragón atacó la ciudad —intervino Frenzill, decidido a exprimir de Harald hasta la última gota de información que pudiera—. ¿Intentaron defenderse? ¿Por qué no lo consiguieron?

—Supongo que el ataque se produjo sin previo aviso, señor. Es lo único que pudo ocurrir. —Y dicho esto, Harald desapareció por la puerta trasera de la taberna y se internó, renqueando, en el frío crepúsculo impregnado de hollín, acompañado por Carlana.

Frenzill descargó un fuerte puñetazo sobre la pulimentada mesa y caviló intensamente durante un largo minuto, intentando decidir qué hacer.

—¡Frenzill! ¿A qué viene esa cara tan avinagrada, mi buen amigo? Prepara las fichas y jugaremos una partida —tronó una tonante voz desde la entrada principal—. Y ¿qué olor es ése? Necesitas desatascar las chimeneas —añadió el alcalde—. ¡Ja! Quizá lo necesitamos todos, ¿eh? El aire está viciado desde hace días, ¿no crees?

Frenzill asintió, concentrado en la inminente destrucción de todo aquello por lo que había trabajado. Tendría que hablarle al alcalde sobre Harald y su historia.

—Señor, acaba de ocurrir algo de lo más extraño.

—Ah, ¿te refieres al desconocido que Henrich ha dejado entrar? Me costó una barbaridad abrirme paso entre la muchedumbre para llevarlo a la cárcel. —El alcalde rió entre dientes—. Lo siento por su familia, si das el menor crédito a su historia. Creo que sólo está un poco tocado, ¿sabes? ¡Intentó colarse en la ciudad gateando entre las ovejas! Tocado, eso es lo que está. —Se dio un golpecito en la canosa sien e hizo girar en sus órbitas los oscuros ojos de gruesos párpados.

Frenzill apoyó una mano sobre su jarra vacía, como si necesitara serenarse.

—Señor, ¿significa eso que hay otro…, quiero decir, un extraño en la ciudad? ¿Dónde está?

—Oh, bajo mi custodia, naturalmente. Lo metí en la cárcel. De todos modos, ya nadie la usa. No puedo dejarlo en libertad para que hable con todo el mundo. Pero dime, ¿no era tu turno de guardia? Creí que lo habrías visto, o, por lo menos, a la multitud que congregó cuando Henrich lo condujo hasta mí. —El alcalde miró a Frenzill a través de los párpados entornados y por encima de la espuma de su cerveza.

—Bueno, sí, sí, era mi turno, señor. Y estaba allí, en ningún otro lugar, os lo aseguro, pero creo que me alejé… un momento, distraído por la inesperada aglomeración en la plaza. ¡Ese jardinero! —mintió nerviosamente Frenzill, comprendiendo ahora dónde estaba el resto de Puerto Escondido cuando él encontró a Harald.

El alcalde engulló un generoso trago de cerveza y meneó la cabeza, más interesado en su noticia que en las excusas de Frenzill.

—Buen material, Frenzill, diga lo que diga el viejo Gisrib. Espero que la producción de este año sea igualmente buena. Pero, volviendo a lo de antes, Henrich condujo al hombre directamente a mi presencia. Ahora está ocupado dispersando a la multitud. Se han pronunciado palabras muy gruesas, ahí fuera. Hay mucha gente excitada y dispuesta a abandonar la ciudad. Varios de los más influenciables ya han saltado la muralla posterior. Esto amenaza con arruinar el Festival del Solsticio de Verano. Bueno, tendré que asegurarme de que lo dejan libre esta noche, después de oscurecer, con comida suficiente para que le dure un buen trecho del camino y con un buen golpe en la cabeza para que se olvide de dónde ha estado. Pero nos ha contado una historia extrañísima. Sobre un Dragón Rojo, ¿te lo imaginas? Naturalmente, como ya he dicho, ¿quién le daría crédito, excepto los pusilánimes? Ese hombre ha enloquecido de terror, estoy seguro —masculló el alcalde.

Frenzill tuvo que tragar saliva pese a la sequedad de su garganta.

—Me ocuparé de su comida —dijo apresuradamente, y se precipitó hacia la cocina, dejando al desconcertado alcalde perorando ante una silla vacía.

Tras coger rápidamente un mustio nabo y un mendrugo de pan, Frenzill se puso la capa de cualquier manera y corrió hacia la cárcel. Cuando llegó al diminuto edificio de piedra situado al final de la calle más oscura de la ciudad, vio un reducido grupo de personas que aún remoloneaban en el exterior, hablando en voz queda pero desafiante, con rostros serios y preocupados. Al parecer, Henrich no había cumplido muy bien su misión. De hecho, él mismo había salido huyendo.

—¡No podemos quedarnos aquí! ¡Está claro, él lo ha visto! —se alzó una voz del grupo, rayando el pánico.

—Me marcho ahora mismo con mi familia. Nos reuniremos en la puerta de las ovejas dentro de cinco minutos, si queréis venir. No pienso esperar a que aparezca el dragón, entonces será demasiado tarde —dijo otra.

—Pero ¿adónde iremos?

—¡A las cuevas de la montaña! Nos pondremos a cubierto en el bosque. ¡Deprisa! —La multitud se dispersó, y varias personas chocaron con Frenzill en su carrera hacia sus casas para recoger unas cuantas provisiones.

Esquivándolos, el posadero se deslizó por la puerta trasera de la cárcel y descolgó nerviosamente el farol de la pared. Tras darle más candela, lo sostuvo en alto mientras recorría el oscuro pasillo.

El hombre estaba acurrucado en la sucia paja del sótano, meciéndose sobre sus talones y balbuceando algo, una y otra vez. Al ver a Frenzill, apartó el rostro de la luz y gimió suavemente.

—Calma, calma, mi buen amigo. Sólo soy yo, Frenzill, y te traigo algo de cena. Habla en voz alta y dime de qué tienes tanto miedo. —El posadero introdujo el nabo y el mendrugo de pan para el joven a través de los barrotes, pero el extraño se limitó a mirarlo desde debajo de su capucha con los ojos enloquecidos de terror y el rostro anormalmente pálido y cubierto de hollín.

—Me persigue, ¿verdad? ¡El dragón viene hacia aquí y vamos a morir todos! Por favor, tienes que dejarme marchar, tengo que salir de aquí —gimoteó con voz cada vez más aguda.

—Tranquilízate, amigo, y háblame de ese dragón, así nos aseguraremos de que no te encuentre, ¿de acuerdo? Aquí abajo estás perfectamente a salvo, ¿sabes? De hecho, es el lugar más seguro de la ciudad. —Frenzill rió nerviosamente al tiempo que golpeaba la mugrienta pared con la puntera de su bota—. Gruesa piedra de la buena por encima de ti y a tu alrededor. Totalmente a prueba de dragones.

El joven pareció encontrar cierto consuelo en aquellas palabras y se serenó.

—Señor, mi nombre es Simón Campana y vengo de Fuenteclara. Mi familia murió abrasada durante el ataque y sólo yo escapé. Cuando el dragón… —El hombre contuvo el aliento al recordarlo, pero prosiguió, incitado por la fascinada atención de Frenzill—. Cuando el dragón apareció, me asusté tanto que no podía dar dos pasos seguidos sin tropezar. Me caí mientras corría y me golpeé la cabeza. —Se tocó una fea contusión amoratada que abultaba su sien—. Cuando recobré el sentido, todo el mundo había muerto, los cuerpos de mis pobres padres se hallaban despatarrados sobre mí, y el fuego había consumido los restos del único hogar que he conocido… —Su voz se quebró y a sus esquivos ojos afloró un renovado terror—. ¡Debo alejarme de aquí! Pero estaba demasiado cansado y hambriento. —Cogió el pan con un gesto rápido y sonrió forzadamente al morder la dura corteza, sinceramente agradecido—. Gracias, buen señor. Que los dioses os lo paguen de la misma manera.

Frenzill meditó la historia del joven Campana un largo momento mientras lo observaba masticar. Después se dio media vuelta y dejó al hombre en la oscura celda, balbuceando nuevamente en voz baja. Frenzill subió las escaleras de piedra y salió a la fría noche, colgó el farol otra vez de su gancho, junto a las llaves, y regresó caminando lentamente a La Taberna del Buen Beber.

«Fuenteclara está a sólo un par de jornadas hacia el este —pensó—. Doriett está a otras dos jornadas más allá. Un dragón, y la bestia está arrasando la civilización de todo el valle, eso seguro, y avanza inexorablemente hacia el oeste. Debo decirle al alcalde que es verdad; debo prevenir a todo el mundo, pero ¿y mi cerveza, qué?». Frenzill se retorció las huesudas manos, con el corazón lleno de oscuros presagios.

El Festival del Solsticio de Verano se celebraba al día siguiente.

Pero el dragón podía llegar en cualquier momento. ¡Y la gente se marchaba!

Frenzill se secó la frente con la manga y se dominó, considerando preferible intentar enfrentarse a la crisis de un modo que evitara todo el pánico posible.

Pero entonces Frenzill no sabía nada del tercer extraño.

El arquero vestido de verde estaba frente a la posada con el alcalde y un preocupado grupo de ciudadanos apiñados a su alrededor para escuchar sus nuevas.

—Pero ¿qué hacemos? —gritó uno de los mercaderes, un hombre que acababa de invertir los ahorros de toda su vida en ampliar su comercio.

—¿Qué tamaño dices que tenía? —preguntó una preocupada voz de mujer desde detrás de la multitud.

—Pero has venido corriendo, ¿tan cerca está? —gritó Gisrib, con la jarra vacía aún en la mano.

El arquero, un hombre de unos cincuenta años, con el rostro congestionado bajo su tupida barba grisácea y su túnica empapada de sudor, les pidió silencio alzando las manos.

—Buena gente, no tengo tiempo para explicarlo, sólo el suficiente para advertiros. Como he dicho, haríais bien en huir conmigo. Soy el único superviviente de mi patrulla de exploración. En cualquier momento veréis a la temible criatura surcando el cielo sobre vuestro pueblo, pero entonces será demasiado tarde. Si la miráis, con toda seguridad os sobrecogerá un pánico terrible, pues ¿acaso no murieron todos mis oficiales allí mismo? Yo estaba lavándome la cara en un charco de agua de lluvia cuando vi el reflejo del monstruo que volaba por encima de mi hombro; de sus enormes ollares brotaban llamas y sus escamas eran de un rojo tan vivo que parecían diamantes candentes. Descargó su furia sin piedad sobre nuestro campamento y sobre mis pobres oficiales; y, ahora, todos yacen donde cayeron, reducidos a un montón de huesos calcinados entre las cenizas de nuestro equipo. ¡Os digo que debemos marcharnos o les haremos compañía! ¡La bestia puede haber remontado el vuelo en este instante! —Cuando el arquero terminó, la mitad de los ciudadanos salieron atropelladamente por la puerta de las ovejas, presa del pánico, dejando atrás sus hogares y enseres, obsesionados por salvar la vida.

De pronto, Frenzill gritó, y su voz se elevó por encima de todas las demás con un tono imperioso desconocido hasta entonces en él. Además, se le acababa de ocurrir una idea.

—¡Deteneos, todos vosotros! —bramó a los ciudadanos restantes, mientras su pequeño cuerpo temblaba—. Tengo una idea. Escondámonos en nuestros resistentes sótanos, donde seguro que estaremos a salvo, y dejemos que la bestia pase de largo. Cuando no vea a nadie que provoque su ira, creerá que hemos huido de Puerto Escondido y nos dejará en paz a nosotros y a nuestra bella ciudad.

«Y luego podré volver por mi cerveza cuando todo el mundo regrese —pensó para sus adentros—. Os la venderé al doble de su precio. Me estaréis tan agradecidos por salvaros la vida que me pagaréis más aun, si os lo pido».

El arquero se volvió y sus penetrantes ojos divisaron a Frenzill en el tiempo que tarda un corazón en latir una vez.

—Oh, señor, es una idea brillante, merece la pena llevarla a la práctica. Y justo a tiempo, pues el cielo tiene ahora el mismo aspecto que antes de que la criatura cayera sobre nosotros. Guiadnos y nos pondremos a salvo.

—Sí, sigamos la sugerencia de Frenzill —añadió el alcalde, y el resto de la multitud se abalanzó al instante hacia sus sótanos, tropezando unos con otros y provocando súbitos altercados, fruto de la precipitación. Frenzill casi fue arrollado antes de poder volverse en medio de la desbandada, pero el arquero lo apartó en el momento en que los mellizos de la herrería iban a pisotearlo con sus botas de clavos.

—¡Cuidado, buen señor! ¡Calma, muchachos! Éste es el hombre que nos ha salvado, qué duda cabe —gritó indignado el arquero. Frenzill tragó saliva y se puso de pie, sacudiéndose las huellas de bota de sus hombros. Pero, mientras la calle se vaciaba rápidamente, Frenzill recordó algo.

Su propia bodega estaba cerrada, y Carlana —con la llave— había desaparecido. El cielo se iba llenando a su espalda de nubes oscuras y había empezado a caer una fina lluvia de hollín cuyas diminutas partículas danzaban y se depositaban sobre su cabeza. No había tiempo para encontrar a su hija. Tendría que ir al lugar más seguro de la ciudad: la cárcel.

Miró al arquero de hito en hito y soltó con suavidad el cuello de su capa de la recia mano del hombre, cubierta de tizne.

—Gracias por tu ayuda, soldado. Debería asegurarme de que mis conciudadanos están cómodos. Después de todo, soy el posadero. Que tengas buen viaje y que los dioses te premien con la debida celeridad. —Sonrió de oreja a oreja, intentando todavía liberar su manto de la otra sucia mano del arquero.

El hombre no la soltó.

—Señor —dijo—, esperaba refugiarme con vos, sobre todo después de venir a avisaros. Ya no hay tiempo para ponerse a salvo. Me he desviado de mi camino para ayudar a salvar vuestra ciudad de este grave peligro y ¿ahora uno de sus ciudadanos más destacados y sabios me expulsa para que me las apañe como pueda frente a un dragón? —Los ojos del hombre casi se salían de sus órbitas por la incredulidad.

—Suéltame, forastero —dijo Frenzill con una voz que, de repente, lanzaba afilados dardos—. Aquí no hay lugar para ti. Tenemos que protegernos nosotros.

El arquero sacudió la cabeza con asombro y soltó la capa de Frenzill justo en el momento en que una densa nube de humo rebasaba las murallas. El arquero corrió detrás de Frenzill igualmente y lo alcanzó por fin ante la puerta de la cárcel.

—Señor, sois el posadero: ¿estáis seguro de que no tenéis sitio para mí? Los demás parecen haber encontrado refugio en algún lado —suplicó, tosiendo entre remolinos de humo negro.

Frenzill echó a empujones de la celda al desdichado Simón Campana y cerró la puerta de golpe.

—Me ha echado, señor —gritó Simón—. ¿Qué hacemos ahora?

El arquero sonrió de oreja a oreja y cogió las llaves de las celdas de su clavo, introdujo la adecuada en la cerradura y la hizo girar hasta que sonó un chasquido.

—Pues disfrutar del Festival del Solsticio de Verano, naturalmente. Creo que sé de una famosa cerveza que necesita que alguien se la beba —exclamó con entusiasmo desde el otro lado de la pesada puerta de hierro, mientras Frenzill lo miraba absolutamente aturrullado y conmocionado a través de la pequeña mirilla.

—¿Entonces voy a buscar a Guyler, Rouben? —dijo el otro al tiempo que enderezaba la espalda y empezaba a limpiarse el hollín de la cara.

—Sí, Kevo, dile que cargue la cerveza y abra esas oxidadas puertas —dijo el arquero—. Tenemos que pasar el carro por ellas.

—¿Mi cerveza? ¿Un carro? ¿Quiénes sois? —gritó Frenzill desde el lugar más seguro de la ciudad.

—Somos los hermanos Cobbin, de Doriett —dijo el arquero, quitándose el gorro y la barba postiza que cubría su rostro—. La misma Doriett que, por cierto, sigue en pie y bien próspera. Tan próspera que se nos ha acabado la cerveza para nuestra celebración. —Rouben sonrió en una imitación más que notable de la mejor sonrisa tabernaria de Frenzill.

—Pero ¿y el dragón? —barbotó Frenzill.

—¿Dragón? ¿Alguien ha mencionado a un dragón? —dijo otra voz desde detrás de Rouben. Guyler Cobbin, despojado de su disfraz de leñador, se unió a sus hermanos—. Los cerveceros de Doriett también poseen cierto talento para producir humo, Frenzill —acabó sonriendo.

—¡Pero no podéis dejarme aquí! —dijo Frenzill—. ¡No hay nada de comer!

—Me parece que os he dejado el nabo y un poco de pan, buen señor —gritó Kevo mientras agitaba las llaves—. La generosidad de un hombre siempre revierte en él.

—¡Nunca te llevarás mi cerveza! —gritó airadamente Frenzill—. No tienes la llave de la bodega.

—Sí la tiene, padre, y ahora también tiene esto —dijo una dulce y fatigada voz desde algún punto situado detrás de la puerta de hierro. Carlana sostuvo un polvoriento tomo de páginas pulcramente manuscritas frente a la mirilla.

—¡Mi receta! Carlana, ¿cómo has podido? —aulló Frenzill, aporreando la sólida puerta.

—Siempre me decías que era mi dote. Bueno, parece que voy a casarme, padre. Gisrib, aquí presente, te sacará dentro de un par de días, si te perdona por lo que le hiciste hoy a su bebida —le replicó ella, tomando de la mano a Guyler.

—¡Carlana! —bramó Frenzill, a la vez que la puerta de la cárcel se cerraba con gran estruendo detrás de ellos.

—Ah, Frenzill. —Gisrib sonrió al tiempo que balanceaba las llaves ante el rostro del posadero—. ¿Por qué estás tan alterado? Después de todo, te dejaremos los posos. ¡Ah, y feliz Festival del Solsticio de Verano!