Lecciones de la tierra
[Linda P. Baker]
«A finales de primavera, Chislev, diosa de las bestias y la naturaleza,
la que trae las estaciones, inspiró profundamente,
contuvo el aliento hasta que el aire se tornó caliente y seco
y lo expulsó sobre la faz de Krynn».
Poema silvanesti, escrito después del Segundo Verano de Caos
Las hojas secas del suelo del bosque crujieron y chascaron bajo la rodilla de Calarran cuando se agachó al lado del jefe de la patrulla. Suspiró audiblemente, descolgó el arco que llevaba al hombro y trató de encontrar una postura más cómoda sobre la suave pendiente de la ladera.
El jefe de patrulla, Eliad, no hizo ademán de haber reparado en la presencia de Calarran. Se limitó a proseguir la exploración visual de la zona del bosque de Qualinesti que se extendía ante él, con sus ojos almendrados de elfo entrecerrados hasta parecer meras rendijas.
Calarran se alegraba de interrumpir la búsqueda de huellas del enemigo en los bosques para Eliad y su patrulla. Acalorado y sediento tras la larga caminata de la mañana, estaba infinitamente más interesado en aliviar el cansancio de sus hombros y espalda, en beber un sorbo de agua tibia del odre que cargaba en bandolera.
Meneó la cabeza con incredulidad mientras se inclinaba para alcanzar el recipiente que quedaba a su espalda. Calarran, hijo y nieto de senadores de los qualinestis. ¡Cómo se reirían de él sus amigos si pudieran verlo en ese momento, integrado en la patrulla de Eliad! Emboscados en el grandioso bosque, «explorando» en busca de las tropas enemigas que asediaban su ciudad de Qualinost.
Para la mayoría de los qualinestis que conocía, los elfos de la patrulla y los que se habían quedado en el campamento de los tessiels eran traidores a su propio pueblo, renegados que seguían a cabecillas repudiados por sus respectivas naciones.
A Calarran, que nunca había conocido a un exiliado antes de su llegada a este campamento de desterrados, no le parecían tan malos, en realidad. No tenían cuernos, verrugas ni los dientes verdes. Y en cuanto a los silvanestis, en el fondo eran muy cívicos. Pero él suponía que vivir como nómadas renegados, trasladándose de un campamento a otro como vagabundos, despojaría de una parte de su arrogancia a un elfo.
Los tessiels eran un grupo de elfos silvanestis emparentados de lejos que habían seguido a su reina, Alhana Starbreeze, y a su marido, Porthios, anterior Orador de los Soles de los qualinestis en el exilio. Exactamente por qué el Senado de Qualinesti había accedido a reunirse con el exiliado Porthios mandando al senador Idron, de la familia Estfalas, a los bosques a tal efecto no era una información que Calarran tuviera el privilegio de conocer; aunque la curiosidad le había robado muchas horas de concentración. Ver en persona al esquivo elfo oscuro Porthios no era el tipo de misión que se había imaginado Calarran cuando fue asignado al servicio de Idron, senador de los qualinestis.
Sorbió un trago de agua de su odre. Estaba caliente y su sabor era el del arenoso fondo del arroyo que corría junto al campamento de los tessiels. Se sentía cada vez más cansado. Cambió nuevamente de postura y trató de desenganchar una ramita seca que se había trabado en el dobladillo de su túnica. Unas hojas crujieron bajo su rodilla.
Esta vez, Eliad reparó en él. El jefe de patrulla no se molestó en disimular su irritación cuando le indicó que guardara silencio con un movimiento cortante de la mano. Sin pronunciar palabra, Eliad regresó a su escrutinio de la ondulante superficie de copas de árboles que se extendía bajo sus pies.
La túnica de seda de Calarran se pegaba a sus costillas y espalda, adherida por un engrudo de sudor y polvo. Su lengua no estaba menos pastosa y el agua no había aliviado esa sequedad. Tenía una piedrecita en la bota izquierda y dos hojas en la derecha. Había soportado con estoicismo las incomodidades de la jornada, siguiendo los pasos de Eliad en silencio, obedeciendo las órdenes que le daba como si fuera uno de sus soldados. La impaciente señal de Eliad fue la gota que colmó el vaso. El rostro de Calarran enrojeció de vergüenza.
—No puedo evitar que el bosque esté más seco que un desierto —estalló.
—¿Por qué preocuparse por guardar silencio? —preguntó una suave voz femenina en un teatral susurro apenas audible para Calarran—. Hacen más ruido que un hatajo de hobgoblins.
Calarran no poseía la estatura de un silvanesti como Eliad, y la elfa que había hablado se hallaba oculta al otro lado de Eliad. Calarran tuvo que inclinarse hacia adelante para ver a la dueña de la voz. Aplastando hojas en su movimiento, su mirada entró en contacto con la de ella y lo sorprendió tanto que casi se echó hacia atrás.
La expresión de la elfa era despectiva; resultaba evidente que no se refería al resto de la patrulla, que producían el mismo ruido al situarse en posición a lo largo del risco, sino a él.
Calarran estudió atentamente su rostro, desde el cuero curtido del cuello de su chaqueta hasta las raíces del cabello de color castaño, desde una oreja puntiaguda hasta la otra. Cada centímetro de piel expuesta, incluyendo la de sus delgadas manos, estaba pintado de gris, verde y marrón, con los garabatos y espirales característicos de los elfos kalanestis. No pudo reprimir una mueca de disgusto. Ningún silvanesti, ni siquiera un renegado, desfiguraría su cuerpo de aquel modo.
No se había percatado de que hubiera una kalanesti entre los tessiels. Los kalanestis eran poco más que salvajes que vivían como animales en el bosque. Incluso los silvanestis renegados sentían más respeto por sí mismos.
Eliad inclinó su esbelta cabeza, primero a un lado, después al otro, como si meditara las palabras de la elfa. Aunque la patrulla casi parecía compuesta por meras sombras que pasaban fugazmente de un árbol a otro mientras remontaban la ladera, los crujidos y chasquidos que producían eran, inconfundiblemente, pasos.
Eliad se encogió de hombros y cuando habló miraba fijamente al frente de nuevo, como si no se dirigiera a ninguno de sus dos acompañantes.
—Lo intentan. Todo está tan seco que es imposible ser silencioso.
Tocó el suelo a su lado y las hojas crujieron bajo sus finos dedos.
—Yo sí puedo —replicó ella con una insolencia que Calarran jamás habría tolerado de una sirvienta kalanesti.
Antes de que pudiera reprenderla, Eliad volvió a indicarles que guardaran silencio y, acto seguido, conminó a la kalanesti, por señas, a que observara el bosque, más abajo.
Tras encogerse de hombros a su vez, la elfa volvió a escudriñar la vegetación.
Calarran no. Tocó las hojas con la yema de los dedos, como había hecho Eliad. El ruido lo sobresaltó. La sequedad del bosque era algo que podía notar en su piel. El sofocante calor del verano, el peor que recordaban hasta los elfos más viejos, era una losa sobre las copas de los grandes árboles y las cabezas de quienes caminaran bajo ellos.
Incluso sus ojos poco experimentados le informaron de que el magnífico bosque estaba sufriendo. Con buen tiempo, el follaje habría sido tan tupido y exuberante que impediría ver el cielo. Ese día, desde su atalaya en el risco, Calarran podía contemplar todo el territorio hasta la estribación de las montañas Kharolis que ocultaba la ciudad élfica de Qualinost. Para su ojo inexperto, no había signos de movimiento, señales de tropas.
—Nada —masculló Eliad para su coleto.
—Pareces casi decepcionado —dijo Calarran—. ¿Seguro que no quieres ver ningún rastro del ejército de la Reina de la Oscuridad?
—No, claro que no. Esperaba ver algún indicio de la patrulla de Porthios. Confiaba en que vendrían por aquí y que nuestro destacamento tendría el honor de escoltarlo a la reunión.
—¿Está previsto que Porthios pase por aquí? —Calarran se preguntó si el cabecilla de los renegados tendría un aspecto muy distinto del Porthios que recordaba como Orador de los Soles. Era difícil imaginarse al elegante, arrogante Porthios viviendo como los tessiels, en burdos campamentos y con tiendas de pieles.
Eliad se encogió de hombros.
—Pensé que era lo más probable. ¿Por qué iban a enviarte con nosotros, si no es como espía?
Calarran se sorprendió tanto por la idea que se quedó sin palabras. Nunca se le había ocurrido que su misión tuviera tanta importancia. Si tal hubiera sido el caso, Idron se lo habría dicho.
—No creo…
Una repentina llamada, como el gorjeo de una ave silvestre, interrumpió el murmullo de Calarran. A su alrededor, todos los ruidos de la patrulla cesaron, cortados bruscamente cuando sus miembros detuvieron todo movimiento y se quedaron petrificados. Por un momento, sólo se oyó el rumor de las hojas secas arrastradas por la cálida brisa. Después volvió a sonar la llamada.
Eliad volvió la cabeza bruscamente en dirección al gorjeo. Apuntó con el índice extendido a la kalanesti y echó el pulgar hacia atrás en una muda orden de retirada. A continuación se señaló a sí mismo y luego la dirección que pensaba tomar.
Sin un solo movimiento innecesario, la kalanesti retrocedió sigilosamente y desapareció de la vista por la izquierda. Eliad imitó la posición agachada de la elfa y se arrastró hacia la derecha, rodeando a Calarran.
Calarran recorrió con la mirada las copas de los árboles, atreviéndose a moverse lo suficiente para inspeccionar el bosque a sus espaldas. No vio nada ni oyó nada. Ni rastro de los caballeros negros de lord Ariakan. Ni rastro de la guardia de honor del renegado Porthios.
A su izquierda, por donde se había escabullido la kalanesti, había un cauce seco y polvoriento que apenas unas semanas atrás era un estrecho arroyo. Se hallaba cerca de un trío de álamos, a cuya sombra crecía, todavía verde, un espeso matorral.
Calarran avanzó a gatas, trabajosamente, hasta la zanja y se internó entre la vegetación más tupida. Una frescura comparable a sumergirse en un estanque de montaña bañó su piel. La penetrante fragancia vegetal de las hojas era dulce como el caramelo.
Observó a Eliad desaparecer de la vista, doblado por la cintura para correr entre los árboles. Casi en el mismo instante en que Eliad alcanzaba las sombras, los pies y las piernas de la hembra kalanesti entraron en el campo de visión de Calarran. Sus pasos, aun siendo ligeros como el aire sobre las hojas secas, se le antojaron ruidosos como truenos.
La elfa se detuvo al borde del cauce del arroyo y se quedó agazapada, como un muelle tensado hasta el límite. Se hallaba lo bastante cerca para que él oliera su aroma de cítrico mezclado con marga. Con los garabatos pintados en su piel y la túnica teñida del color de las nuevas y más pálidas hojas, resultaba casi invisible entre los tonos pardos, verdes y plateados del bosque.
Calarran reculó aun más, sabiendo que todavía era visible. De pronto fue consciente de que su túnica añil destacaba como un faro.
Al mismo tiempo que se movía, las hojas que rozaban su mejilla temblaron y luego se agitaron violentamente. Un recio y seco viento barrió toda frescura. Un aire caliente y áspero inundó sus pulmones con el olor del fuego. Un trueno retumbó justo sobre su cabeza y el sol desapareció.
A menos de un metro del rostro de Calarran, las hojas se curvaron y arrugaron. En un abrir y cerrar de ojos, pasaron de ser verdes, suculentas y jugosas a pardas y quebradizas, agostadas sobre las ramas que de improviso se habían vuelto negras y humeaban. Por un momento se quedó inmóvil, demasiado conmocionado para reaccionar, y luego se echó hacia atrás, al sentir el calor de un fuego antinatural en el rostro.
Después, con un grito, se arrojó al suelo para escapar del asombroso calor. En su precipitación por salir del lecho del arroyo se desolló las manos y las rodillas.
El mundo era un infierno a su alrededor: fuego, calor y los agudos gritos de la patrulla que corría. Eliad gritó, intentando poner orden en el caos. El viento zarandeaba los altos árboles como si fueran espigas de trigo en la llanura abierta.
Había dragones.
Los terribles, temibles dragones surcaban el cielo, planeando sobre las copas de los árboles, oscureciendo el sol, rugiendo, arrojando su terrible aliento en grandes llamaradas, pasando rasantes a tal velocidad que igual podían ser cinco que quince.
El ataque se centraba en el punto más elevado de un risco situado a su derecha. El miedo envolvió a Calarran como algo tangible, tan espeso que podía palparlo. Se volvió para huir, para alejarse de los ululantes dragones con la mayor rapidez posible.
Pero antes de que pudiera levantar un pie, la kalanesti lo sujetó por el brazo.
—¡Vamos con Eliad! —gritó. Clavó unos dedos como tenazas en la carne de Calarran y lo arrastró con todo su peso.
Calarran la siguió, demasiado aterrorizado para hacer otra cosa que obedecer. Mientras corría en dirección a la voz de Eliad, distinguió una cerrada línea de dragones que se acercaban por encima de los árboles, sacudiendo los álamos y aproximándose como una ondulante nube de tormenta. Las armaduras de sus jinetes emitían mortíferos destellos azules a la luz del sol.
Lo dominó un miedo tan lóbrego como la ondulante nube de dragones. Sobrepasó todo sentido del bien y el mal, adelante y atrás, arriba y abajo.
Divisó a Eliad entre los árboles, frente a él. El silvanesti mantenía su posición mientras un dragón se cernía sobre él. Eliad levantó los brazos, lanzó un agudo grito de desafío y murió alzando los brazos al cielo, reducido a cenizas en un instante.
Al grito de la exploradora kalanesti se sumó el rugido de las llamas que se elevaron bruscamente. Calarran alcanzó a ver su boca, articulando un grito de horror. A continuación, la kalanesti dio media vuelta y corrió hacia otro grupo de elfos, al tiempo que se descolgaba el arco de la espalda.
Todos los músculos del cuerpo de Calarran querían seguirla, pero sus pies estaban pegados a la tierra, su mirada fija en el punto donde sólo un momento antes vivía y respiraba un valiente elfo.
Cayó una lluvia de fuego que calcinó el follaje ya ennegrecido y socarrado. El calor consumió todo el aire de los pulmones de Calarran y abrasó el suelo hasta que sus pies tuvieron que moverse o sufrir la misma suerte.
Boqueando por respirar, echó a correr.
Estaba ciego de miedo. Ensordecido por el rugido del fuego y de los dragones voladores. Aterrorizado por los crujidos y rechinos de las coriáceas alas.
Las ramas rasgaron sus vestiduras y sus brazos. El miedo oprimía su corazón. Saltó una zanja seca y aterrizó al otro lado sin dejar de correr. Remontó una pequeña loma y la rebasó zigzagueando entre los árboles. Y aun así las alas batientes y el rumor del viento levantado por los dragones resonaban a su espalda entre los árboles.
Una rama se enganchó en la manga de su túnica, obligándolo a describir un amplio arco antes de quebrarse, llevándose con ella tela y carne. La sangre empapó el costado de la prenda. El dolor se propagó de la muñeca hasta el codo, espoleándolo a correr todavía más.
Tropezó y cayó rodando por una suave pendiente, hasta estrellarse contra el pie de un árbol. Su corazón latía con tanta fuerza que notaba el paso de la sangre por sus oídos. El borde de su visión estaba teñido de rojo. Y todavía le llegaba claramente el ruido de los dragones. Cada vez más cerca. Incendiando y gritando en su avance, desplegándose hacia el este, el oeste y el sur.
No había adonde huir. No había velocidad suficiente. No había esperanza. Con un gemido de dolor, de miedo, de vergüenza, se dejó caer al suelo.
El Dragón Azul pasó como una flecha por encima de su cabeza, en dirección al campamento donde Idron aguardaba para reunirse con Porthios. La mente de Calarran se hundió en una espiral de negra locura.
Gaellal, jefa del clan tessiel, se hallaba junto a Idron, senador de los qualinestis, y observaba cómo el otro elfo se volvía lentamente, inspeccionando el terreno. Sabía que Idron estaba impaciente.
Porthios llevaba dos días de retraso a su reunión y, a cada momento que Idron pasaba fuera de Qualinost, el peligro aumentaba para él: el peligro de los caballeros negros, el peligro de que su ausencia fuera cuestionada por su propio pueblo. El retraso también comportaba el peligro para su ciudad, sometida a asedio por parte de las tropas de lord Ariakan. Pero Idron disimulaba bien su impaciencia.
Aunque Idron fuera un qualinesti, ella lo apreciaba. Con unos ojos del color de la cerveza dorada y el cabello del color de la miel resplandeciente, atado en la nuca con cordones de oro, Idron era casi demasiado hermoso para ser un varón. Demasiado elegante para hallarse al raso en una tierra salvaje. Y demasiado afable y educado para ser senador de los qualinestis.
El campamento ocupaba el triángulo formado por el bosque, un abrupto e inesperado farallón casi vertical, y el hilito de agua cenagosa que quedaba de un riachuelo estacional. Habían montado las tiendas a lo largo del lindero umbrío de los árboles, aún bastante agrupadas para considerarse un campamento pero resguardadas del tórrido sol.
—Nuestro último campamento estaba más en el interior de las montañas —comentó Gaellal—. Allí el calor no era tan agobiante.
—¿Os trasladáis a menudo? —Lo preguntó con corrección, pero era obvio que su mente se hallaba en otra parte. Idron era casi un palmo más alto que ella y no le costó nada mirar por encima de su cabeza hacia el sur.
—Según dicta la necesidad. —Ella se inclinó hacia atrás y miró directamente el ceñudo rostro de Idron.
—¿Por dónde vendrá el elfo oscuro? —preguntó él, imperiosamente, sin apartar la vista del bosque.
—No lo sabemos.
—¡No lo sabéis!
—No. Los movimientos del Orador no se comentan abiertamente.
Idron la miró con una mezcla de sorpresa y lástima.
—Mi señora, creí que Gilthas era el Orador de los Soles —dijo suave pero firmemente.
Gaellal fue a replicar vivamente pero contuvo su genio. Idron era un invitado en su campamento.
—Los movimientos de Porthios no se comentan abiertamente por razones obvias.
—¿Cómo sabéis siquiera que vendrá?
—Siento haceros esperar, senador —se disculpó glacialmente—, pero Porthios os dio su palabra. Vendrá.
La actitud distante se evaporó en un abrir y cerrar de ojos, y el senador se inclinó respetuosamente.
—Perdonad mi impaciencia, mi señora. No pretendía ofenderos. Ocurre que esta reunión es muy importante, para vuestro pueblo y para el mío. Si Porthios y yo alcanzamos un acuerdo…
Gaellal asintió y le devolvió la sonrisa añadiendo un matiz de disculpa.
—No hay nada que perdonar. Tenéis razón. Al margen de nuestras diferencias, juntos podemos alcanzar la victoria.
En cuanto acabó de pronunciar estas palabras, las copas de los árboles se estremecieron, exponiendo en un breve destello la cara inferior plateada y verde de las hojas.
Cuando Calarran rodeaba lentamente el tronco de un árbol y salía al claro lo recibió el siseo metálico de espadas y dagas al ser desenvainadas. La luz de la luna se reflejaba en las armas de los guerreros élficos que formaban un círculo alrededor de una mísera hoguera de campamento.
Calarran sabía que, sin la protección del guardia que lo había encontrado mientras buscaba el campamento de los tessiels, aquellas hojas habrían dejado su carne hecha trizas sin darle tiempo a protestar.
El guardia murmuró un santo y seña, asió a Calarran del brazo para impedir que se tambaleara y lo condujo hacia la luz. El roce del acero contra el cuero le indicó que las armas de los guerreros volvían a sus fundas. Un suave murmullo de preguntas y comentarios se propagó a su alrededor, pero Calarran apenas reparó en ello. Trastabilló y sólo apoyándose en el elfo que lo sostenía por el brazo consiguió mantenerse erguido.
—¿Dónde está el senador Idron? —preguntó Calarran con voz ronca. Las palabras le dolieron al abrirse paso por su garganta y a través de su lengua hinchada. El guardia le había dado agua, pero sólo un sorbo, no lo suficiente para aliviar la sequedad de su garganta abrasada.
—Eres Calarran, ¿verdad? —dijo una voz.
Con un esfuerzo, el aludido se zafó de la mano del guardia y se mantuvo en pie por sus propios medios.
—¿Dónde está Idron? —preguntó con voz recia, obligándose a mostrar firmeza—. ¡Hablad!
—Se ha ido.
—¿Que se ha ido? —Calarran miró en derredor con desesperación, esperando que el aristocrático rostro de Idron apareciera de algún modo entre las figuras acurrucadas junto a la hoguera. ¡Tenía que estar allí! Estos idiotas no habían caído en la cuenta de por quién preguntaba—. ¡El senador! —exclamó de nuevo, imperiosamente—. El senador de Qualinesti.
—Calarran… —dijo otra voz, ésta suave y cansada. Gaellal se adelantó un paso. Su largo cabello dorado estaba alborotado, su túnica de seda arrugada y manchada de sangre.
¿Sangre de quién? ¿Había muerto Idron?
—¿Dónde está? —murmuró Calarran, esta vez con más suavidad.
Gaellal le respondió con un gesto, bajando la mano, pero Calarran no tenía ni idea de su significado. ¿Implicaba simpatía? ¿Ignorancia de la respuesta?
—Tu senador está vivo, por lo que sabemos.
Una mano le tendió un vaso de agua. Estaba tibia, tenía tierra y sabía más dulce que cualquiera que hubiese bebido antes. Las palabras de Gaellal eran aun más dulces, pero desconcertantes.
—¿Por lo que sabéis?
—El campamento fue atacado por caballeros negros montados en dragones. Por eso nos ha sorprendido tanto verte. Te creíamos muerto, como tantos otros.
Los rostros de los elfos que se movían formando un círculo alrededor suyo y de Gaellal estaban aturdidos y fatigados.
Por primera vez, Calarran examinó el campamento. Incluso en la oscuridad pudo ver que había sido atacado y destruido. Las tiendas estaban derribadas, las hogueras pisoteadas, las cazuelas volcadas y aplastadas.
—El senador Idron fue secuestrado por los caballeros que atacaron el campamento —dijo Gaellal—. Se lo llevaron los caballeros negros sobre la grupa de un dragón.
Un nuevo terror oprimió la garganta de Calarran, dificultándole la respiración. ¡Secuestrado! Se pasó una mano por la frente sudorosa. Tenía el rostro cubierto de polvo, y embadurnado de hollín y ceniza. La sucia palma de su mano le recordó los ruidos del ataque. Gritos de dragones por arriba. El recuerdo del calor del incendio. Apartó deliberadamente aquellos pensamientos. Debía concentrarse. Debía pensar.
—Tenéis que ir tras ellos —exigió.
Gaellal ya negaba con la cabeza antes de que terminara la frase.
—No podemos ayudar…
—¡Aquí tenéis veinte guerreros! —interrumpió Calarran, indicando con un amplio gesto el círculo de elfos, varones y hembras.
—No podemos —repitió con firmeza Gaellal—. Comprendo tu deseo de salvar a tu senador, pero nuestro jefe también está ausente. Nuestro primer deber es garantizar su seguridad.
—¡No lo entendéis! —insistió Calarran—. ¡Han secuestrado a Idron, senador de los qualinestis! ¡El único rehén más valioso que él sería el senador Rashas o el Orador de los Soles en persona!
Gaellal lo miró fijamente.
—Tienes razón. Pero antes debo encontrar a Porthios. Después buscaremos a Idron.
Calarran habló con firmeza, muy despacio, como si hablara con una niña.
—Insisto en que me ayudéis. Idron vino a instancias de vuestro pueblo, estaba bajo vuestra protección.
Gaellal suspiró.
—Lo sé. No puedo expresar cuánto lamento lo ocurrido. Quizá tengas razón. Debemos hacer algo.
Calarran advirtió que la tensión de sus hombros se relajaba y reparó en que tenía los puños crispados. Flexionó los dedos y se estremeció cuando la sangre empezó a circular de nuevo por ellos.
Gaellal se volvió para inspeccionar al grupo de elfos. Al no encontrar el rostro que buscaba, hizo un gesto y uno de los elfos que estaban a su lado se internó al trote en la oscuridad. Al cabo de un momento reapareció acompañado por la exploradora kalanesti de la patrulla de Eliad.
—¡Tú! —La palabra surgió de la garganta de Calarran como si salvara un obstáculo.
Gaellal extendió una mano, indicando a la kalanesti que se acercara.
—Daraiel es la mejor exploradora que tenemos —dijo—. Si alguno de nosotros puede encontrar a tu senador, es ella.
La kalanesti, con el rostro limpio de las extravagantes pinturas, lo miró con ojos color ámbar y una expresión que reflejaba punto por punto cada emoción que lo embargaba a él. Desagrado, desdén, rechazo… Todo excepto la vergüenza. El rostro de Calarran estaba tan colorado como el bosque incendiado durante el ataque. Supuso que debía de estar rojo como la grana.
—No iré a ninguna parte con este cobarde —espetó ella.
—¡No soy un cobarde! —Calarran volvió a apretar los puños.
La kalanesti lanzó dardos por los ojos contra Calarran y le soltó a Gaellal:
—Este cobarde intentó huir de la batalla, en lugar de acudir en ayuda de Eliad.
Los músculos de la mandíbula de Calarran se tensaron tanto que sus dientes rechinaron. Sus hombros amenazaron con ceder bajo el peso de la vergüenza, pero él se negó a permitirlo. Tendió ambas manos al frente con las palmas hacia arriba, en actitud implorante.
—Sí, corrí, pero no soy ningún cobarde. Desafío a cualquiera de vosotros a mantenerse impávido cuando los dragones os ataquen, socarrando el mismísimo aire que respiráis. Soy diplomático, no un guerrero, mi formación es la de mensajero y embajador. Desafío al más fuerte de vosotros, al más arisco, a que haga frente al miedo mágico que infunden los dragones.
La kalanesti frunció los labios dejando al descubierto sus dientes en un feral gesto de repulsa. Calarran sabía que ella había resistido donde él no pudo. Recordaba que la vio correr hacia el combate mientras él lo rehuía. Pero Daraiel no dijo nada para confirmar su explicación.
Los elfos que lo rodeaban permanecieron impasibles, casi indiferentes. No había ni rastro de simpatía o comprensión en sus largos y estrechos rostros.
Gaellal lo miró, después contempló a la kalanesti y finalmente asintió para sí misma, como si diera por finalizada una conversación interior.
—Iréis tú y Daraiel —declaró.
Calarran irguió la cabeza, como impulsado por un resorte. En su interior se encendió la ira, cuando creía estar demasiado entumecido, demasiado cansado para sentir nunca más una sensación parecida.
—¿¡Nosotros!? ¿¡Mandarás a una sirvienta kalanesti y a un diplomático en auxilio de un senador de los qualinestis, cuando dispones de guerreros!?
La kalanesti dio un paso hacia él y sus dedos rodearon la empuñadura de la daga que pendía de su cinturón.
—¡Yo no soy la sirvienta de nadie! —siseó.
Gaellal alzó una mano para detenerla, pero sus palabras iban dirigidas a Calarran.
—¿Lucharéis entre vosotros mientras el enemigo nos derrota? Daraiel es nuestra mejor exploradora. Nuestra mejor rastreadora.
Calarran fulminó con la mirada a la kalanesti, consciente de que sus acusaciones habían disuadido a Gaellal de ofrecerle más ayuda, consciente de que sus propios actos habían surtido el mismo efecto.
—¡Basta ya! —espetó Gaellal—. Daraiel conoce la posición del campamento principal de los caballeros negros. Es el mayor y el único permanente. Ése es el destino más probable de un prisionero tan importante. Daraiel te guiará hasta allí. Después de todo, Idron es tu senador.
Calarran sabía, por terrorífica que se le antojara la perspectiva de enfrentarse de nuevo a los dragones, que no podía rehusar. No podía permanecer en un campamento de renegados y mostrar menos valor que ellos. Con un esfuerzo que resultó evidente para todos los presentes, Calarran dio un paso atrás e inclinó la cabeza.
Los hombros y la mirada de la kalanesti descendieron, aceptando hoscamente la derrota.
—Cuando encontremos a Porthios, os seguiremos. —Gaellal les dio la espalda. Los demás elfos se alejaron lentamente con ella, dejando sola a la pareja.
No había trazas del sol en la negra penumbra del corazón del bosque cuando Calarran se puso en marcha y, sin embargo, el calor era el normal para un mediodía de verano.
Calarran presentaba un aspecto muy diferente al del día anterior y no podía evitar mirarse furtivamente mientras caminaba. En lugar de la toga azul, vestía un jubón prestado y pantalones de segunda mano, algo raídos por el uso y manchados con los colores de la nueva tierra y los álamos. Llevaba un arco ligero, una manta enrollada de través a la espalda y odres de agua a ambos costados.
Las ropas y el equipo de campaña no le sentaban bien. El jubón de cuero era más rígido que sus prendas de seda y le tiraba de la sisa cuando levantaba los brazos. El peso del petate le hundía los hombros y las botas no se amoldaban a la forma de sus pies. Aun así, la extraña sensación del cuero sobre su espalda y la pesadez de su carga lo excitaban como una visita a las dependencias del senado lo había excitado de niño.
La exploradora kalanesti, con un aspecto muy similar al del día anterior y la cara pintarrajeada de gris y verde, encabezaba la marcha a un paso tan vivo que pronto se perdió de vista.
Calarran tuvo que correr, soportando el golpeteo del equipo, contra su espalda, para no quedarse atrás.
—No nos separaremos —ordenó firme pero amablemente.
—Tú no me das órdenes —le espetó ella—. Y pretendo mantenerme lo bastante alejada de ti para que quien te oiga llegar no me descubra a mí también.
Calarran le lanzó una furibunda mirada, pero la dejó adelantarse.
Sin embargo, ella redujo el paso lo suficiente para que él la viera avanzar sinuosamente entre los árboles. Aquello le pareció tan deliberadamente calculado para molestarlo como antes su rápido avance. La kalanesti se hallaba a la distancia justa para permitirle admirar la ligereza de sus andares. Calarran no oía las pisadas de ella en la seca y quebradiza alfombra de hojas.
Pero escuchaba perfectamente las suyas. No era cierto que hiciese más ruido, como le había dicho ella el día anterior, «que un hatajo de hobgoblins». Pero quizá sí más que un solo hobgoblin, uno pequeño. Pese a su irritación, se pasó la mañana intentando caminar como ella. Estaba decidido a descubrir qué hacía exactamente la exploradora para acallar sus pasos sobre las crujientes hojas.
Estaba tan enfrascado en emular la habilidad de la kalanesti que casi chocó contra ella cuando se detuvo bruscamente al pie de un alto álamo. Notó el pulso acelerado en su garganta mientras se inmovilizaba y escrutaba en derredor, entre las sombras del bosque.
—¿Qué ocurre? —susurró.
Sin responder, la kalanesti rodeó el árbol, lentamente, mirándolo de arriba abajo. A continuación extrajo un trozo de mineral blanco y blando de la bolsa de su cinturón y trazó una línea recta sobre el tronco, a la altura de los ojos.
—¿Qué haces? —Esta vez Calarran no se esforzó por bajar la voz.
—Señalo nuestra dirección. ¿O creías que Gaellal nos encontraría por arte de magia? —Lo miró hoscamente y luego bajó la vista hasta la muñeca que él le sujetaba.
Se liberó con una sacudida, se volvió y empezó a descender por la ladera a grandes zancadas. Calarran pudo seguir sus pasos por el ruido que hacía, aplastando hojas y ramas secas bajo sus botas y empujando las ramas bajas para abrirse camino.
Definitivamente, ella sí hacía más ruido que un par de hobgoblins. El sonido le causaba una inmensa satisfacción y Calarran la siguió con el máximo sigilo de que era capaz.
Llegaron a la escena del ataque justo al amanecer y Calarran se detuvo con tanta brusquedad que el petate se desplazó hacia adelante sobre su hombro.
La kalanesti exhaló un quedo gemido, un reflejo del dolor que también él sintió al ver el bosque herido. Quizá no estuviera preparado para vivir allí como ella, pero ningún qualinesti, por muy apegado a la ciudad que estuviera, nunca era realmente ajeno al hermoso bosque que circundaba su hogar.
La furia que lo embargó ante la visión de la tierra calcinada era caliente como el aliento de los dragones que la habían destruido.
Calarran se detuvo al borde de la franja abrasada, incapaz de tocar la tierra ennegrecida. No quedaban hojas, ni matorrales, ni zarzas, sólo carbonilla y cenizas. Donde antes crecían altos y orgullosos álamos, más viejos que el elfo más anciano, tan antiguos como el propio Krynn, había ahora tocones achicharrados, tan yertos y quebradizos que la brisa más ligera los convertía en polvo. Y en ese polvo se mezclaban las cenizas de los amigos de la kalanesti.
En este lugar no quedaba olor a bosque, a vida. Si un olor pudiera visualizarse, el de aquí debería ser de color negro, como la muerte. Incluso el suelo era negro, resecado por el calor hasta pulverizarse como arena fina.
La kalanesti se detuvo a su lado como si tampoco ella deseara tocar el terreno destruido. Casi le rozaba el brazo con su hombro.
Calarran se arrodilló lentamente y apoyó la yema de un dedo en la tierra muerta, que se le pegó como si fuera pólvora. Pólvora gris.
Cuando la miró, la exploradora apartó el rostro, pero no antes de que Calarran la viera pestañear para contener el llanto. También sus ojos estaban nublados por las lágrimas.
La kalanesti tragó saliva y mantuvo el rostro apartado.
—Pagarán por esto —dijo suavemente—. Aunque me muera en el intento, lo pagarán.
Su angustia sorprendió a Calarran casi tanto como su propia amabilidad al comentar:
—Amas este bosque tanto como los qualinestis. —Por amar aquel bosque como él podría perdonarle incluso que hubiera sido testigo de su cobardía.
—Mi padre me enseñó a amar el bosque. A todos los seres vivos.
—He oído que los kalanestis viven en armonía con el bosque. Claro que hay kalanestis en Qualinost, pero viven como… —Se detuvo antes de decir «sirvientes». Sabía que muchos de ellos detestaban el modo como sus hermanos habían sido conducidos a la servidumbre—. Bueno, viven en la ciudad, no en el bosque.
—Mi padre no era kalanesti —dijo ella en voz baja—. Era silvanesti. Mi madre era kalanesti. —Sin mirarlo, empezó a alejarse.
Calarran se quedó tan sorprendido que no se movió del sitio, agachado junto al límite de la devastación. ¡Una mestiza! Qué extraordinario. ¿Qué clase de guerra se libraba en su alma, nacida de una salvaje kalanesti y un aristocrático silvanesti?
Observó a la elfa hasta que desapareció entre los árboles y luego volvió a mirar la destrucción. La visión le hizo olvidar a la exploradora. Se frotó los dedos cubiertos de ceniza y comprendió que los largos años de vida que tenía por delante no bastarían para que los majestuosos árboles se recuperaran.
—Sí —coincidió—. Lo pagarán.
A los pocos instantes siguió los pasos de la kalanesti. Ella había elegido una ruta paralela a la superficie quemada pero que dejaba ésta fuera de su campo de visión y que remontaba la colina donde se encontraban cuando atacaron los dragones.
Cuando la alcanzó, Daraiel estaba en cuclillas detrás de unos matorrales, escudriñando las copas de los árboles, exactamente igual que el día anterior. El corazón de Calarran latía aceleradamente cuando se unió a ella y exploró el horizonte en busca de señales de dragones.
—El ataque empezó por el norte. —Daraiel señaló en la dirección indicada. En su voz había un ligero temblor que rememoraba el aterrador momento en que Calarran miró hacia arriba y vio los dragones.
Alargó la mano para apoyarla en el brazo de la elfa e impedir que evocara un recuerdo tan reciente, tan crudo. Ella se apartó del contacto de los dedos masculinos con sólo una sombra de disgusto en su rostro.
Su expresión no ofendió a Calarran.
—Los vi —dijo él con voz ronca, incapaz de interrumpir la marcha de su memoria—. Aparecieron como por ensalmo. Como si surgieran del bosque, igual que fantasmas o humo. —Inspiró audiblemente, tembloroso.
—No eran fantasmas. Vinieron del norte. El mayor campamento de los caballeros negros, y el más permanente, está al norte de aquí, cerca del río de la Rabia Blanca. —Señaló hacia el norte, pero al oeste de Qualinost—. Ahí es adonde iremos primero.
Avanzaron a buen paso, a pesar de la resbaladiza y traicionera pendiente de la colina que desembocaba en un valle, y mejor aun en cuanto llegaron a terreno llano. Comieron, sin dejar de caminar, pescado seco del campamento, raíces y un puñado de míseras moras arrugadas, casi secas por el calor, que la elfa recogió por el camino. Y no cruzaron ni una palabra, pero el silencio le pareció a Calarran en cierto modo más cómodo.
Se detuvieron al anochecer cerca de un hilito de agua que en otro tiempo fue un borboteante arroyo. Calarran dormitó apoyando la espalda entre las raíces de un árbol. Sospechaba que la mujer no durmió más que él.
Rellenaron sus odres de agua y estuvieron en marcha antes del amanecer. El calor, que apenas había disminuido durante la noche, se hizo insoportable cuando el sol se elevó por encima de los árboles. La noche pasada sobre el duro suelo había dejado a Calarran entumecido y dolorido.
Cuando el sol hubo rebasado su cénit y volvía a proyectar leves sombras, la elfa se detuvo.
—¿Qué sucede? —preguntó Calarran, mientras Daraiel elegía una extensa zona soleada entre los árboles y se acuclillaba.
Sin responderle, la exploradora removió las hojas muertas que tapizaban el suelo a su alrededor. Cogió algunas, después un palo de la longitud aproximada de su antebrazo y lo sostuvo en alto para inspeccionarlo. Lo descartó y recogió otro.
—¿Qué haces ahora? —exigió saber Calarran.
Ella repitió su gesto antes de responder.
—Compruebo nuestra dirección. —Apostilló sus escuetas palabras clavando en el suelo el palo que había elegido. Volvió a hurgar entre las hojas hasta que encontró una piedra pequeña y marcó la punta de la sombra con ella.
Calarran se dejó caer cerca, a la exigua sombra de un árbol, y bebió de su odre.
—¿Cómo funciona?
—¿Qué estudiabas tú mientras los demás niños aprendían a sobrevivir en los bosques? —preguntó ella en tono de clara exasperación.
El improperio despertó en Calarran un agradable recuerdo de mañanas felices en el jardín con su madre. Sonrió.
—Si te lo dijera, no me creerías.
Como no añadió nada más, ella destapó su propio odre y se recostó en un tronco.
—Cuando la sombra se mueva un poco, marcaré la punta de la nueva posición. La línea que una las dos marcas irá de oeste a este. La línea más corta entre la base del palo y la línea señalará al norte. A partir de eso puedo saber si vamos directamente hacia el noroeste, como deberíamos.
Calarran estudió el palo y su sombra como si pudiera moverse de improviso, pero enseguida cayó en la cuenta de lo que hacía y volvió a sentarse. Muy a su pesar, la técnica le pareció impresionante.
—Si tu padre te enseñó lo que sabes del bosque, ¿qué aprendiste de tu madre?
Ella titubeó, escrutando el rostro de Calarran con gran atención. Tenía un aire de desconfianza que hizo sospechar a Calarran que llevaba muchísimos años aguantando esas preguntas de extraños.
Evidentemente vio algo aceptable en la expresión del diplomático, porque respondió.
—Mis padres me enseñaron a amar la tierra. Mi madre era… la persona más valiente que he conocido.
Calarran se ruborizó por la alusión. Valiente. Él siempre se había considerado valiente. Y no había cambiado, se dijo con firmeza. Cuando levantó la vista, ella lo estaba observando.
—Por favor, continúa.
—No hay mucho que contar. Mis padres se conocieron durante la Guerra de la Lanza. Y murieron combatiendo contra la pesadilla de Lorac en Silvanesti.
Calarran se quedó sin aliento. Había oído hablar de las cosas terribles que le hicieron a la hermosa y antigua tierra de Silvanost cuando su gobernante intentó utilizar uno de los maléficos Orbes de los Dragones para derrotar al ejército de la Reina de la Oscuridad. No existía un solo elfo en el mundo que no se lamentara del daño sufrido.
—Por eso sigo a Porthios y Alhana. Porque lucharon por Silvanesti. Y ahora luchan por salvar Qualinesti. Yo no puedo hacer menos por esta tierra —concluyó Daraiel.
Calarran bajó la vista. Se sentía avergonzado y reprendido, pero resuelto a no implicarse menos que ella.
Calarran se irguió apoyándose en los codos y espió el campamento. Por cuarta vez, Daraiel lo obligó a agacharse y le recordó que no debían asomar la cabeza.
Se hallaban tendidos de bruces sobre una suave elevación situada al este del campamento de los caballeros negros. En el campamento, erigido en la herbosa orilla del río, reinaba un gran bullicio por las innumerables tropas que lucían la oscura armadura de los hombres de lord Ariakan. Parecía un acuartelamiento de tropas permanente. Docenas de grandes árboles habían sido talados para hacer sitio a las tiendas. Los troncos estaban amontonados a lo largo de los flancos del campamento, creando un eficaz parapeto.
Mientras observaba, el sol se ocultó casi por completo, dejando un cálido resplandor rojo en el cielo por el oeste.
—¿Dónde están los dragones? —susurró Calarran, tras apartarse un poco de Daraiel para obtener una perspectiva distinta entre los árboles.
Ella lo siguió, apoyándose sobre codos y rodillas, con gran cuidado de mantenerse agachada.
—Probablemente más al oeste, en las montañas. Pero esa gran zona despejada de allí parece haber sido preparada para que aterricen. Tendremos que estar atentos por si vienen. Son…
Daraiel siseó y aferró el brazo de Calarran.
—¡Mira! Allí, cerca de esa tienda a rayas. ¿No es Idron?
Calarran se puso a gatas para atisbar hacia el interior del campamento. Esta vez no fue necesario que Daraiel lo obligara a agacharse.
El personaje que vestía como Idron era alto y esbelto como un elfo. Dio dos vueltas al claro y regresó a la tienda de rayas. Los dos guardias tomaron posiciones junto a la entrada.
—¡Es él! —susurró Calarran—. ¡Reconozco sus andares!
Se tendió de espaldas, sorprendido al comprobar que su corazón latía como si acabara de correr en círculos alrededor del campamento, en lugar de arrastrarse.
—Ya sabemos que lo tienen ellos. Y ¿ahora qué?
En los largos días que habían tardado en llegar y las largas horas dedicadas al reconocimiento del terreno, Calarran no se había permitido pensar en la posibilidad de que encontraran a Idron, del mismo modo que no se había permitido pensar que podían encontrarlo muerto.
Se mordió el labio y contempló las hojas que se mecían tranquilamente sobre su cabeza. ¿Y ahora qué? Él era un diplomático, no un guerrero. Pero no podía presentarse allí simplemente a negociar el regreso de Idron.
—¿Esperamos, observamos y confiamos en que los tuyos lleguen a tiempo? ¿Volvemos en su busca? ¿Deberías regresar tú para avisarlos mientras yo me quedo a vigilar?
Calarran miró a Daraiel y por su reacción comprendió que había formulado aquellas preguntas en voz alta. A pesar de los garabatos pintarrajeados, el rostro de la exploradora mostraba una expresión resuelta a la que ya estaba acostumbrado.
—Sólo somos dos —protestó él—. ¿Crees que deberíamos atacar el campamento?
—No, pero quizá podamos colarnos sin ser vistos y liberarlo.
—¿Qué?
—Yo puedo entrar furtivamente en el campamento en cuanto oscurezca. Su tienda no está lejos del bosque, por aquel lado. Podemos practicar una abertura en la parte posterior de la tienda y sacarlo de allí antes de que se percaten de su fuga.
Calarran se volvió e inspeccionó el campamento una vez más, con el corazón martilleando en su pecho ante la audacia del plan. La creía muy capaz de escabullirse hasta allí, entre las tiendas distribuidas en zigzag, entre las sombras.
—¿No crees que yo también puedo? —Las palabras eran tanto una provocación como una temeridad.
No podía creer que estuviera pensándolo siquiera. Pero al mismo tiempo…, ¿qué otra cosa podía hacer? Si se refugiaba en el bosque y esperaba a que la tribu de la exploradora rescatara a Idron, sería doblemente tildado de cobarde. ¡Y no era ningún cobarde! Tensó los hombros, esperando que la musculatura de su espina dorsal le transmitiera fuerza de voluntad.
Daraiel se rió sin alegría.
Calarran comprendió que su apariencia era ridícula, sentado con la espalda erguida y orgulloso, con sus pantalones de segunda mano, su rostro tiznado con los colores del terreno, sus largos dedos sucios de hollín y yeso. Su impecable aspecto urbano había desaparecido hacía largo tiempo bajo el sudor y la mugre. Pero le demostraría a aquella semikalanesti que estaba equivocada.
Asintió con toda la firmeza que consiguió reunir.
—Puedo hacerlo.
Sus miradas se encontraron un momento. Ella lo miraba directamente a los ojos con expresión solemne.
—¿Cuándo echaste a correr…, en realidad?
Calarran inhaló aire sonoramente.
La mirada de la elfa, que no pestañeaba, evaluando, cuestionando, era tan intensa que Calarran no se atrevió a desviar la suya. O a negarse a responder.
—No lo sé. Sentí un pánico sobrenatural desde el instante en que vi arder en llamas los matorrales. Era como… Era como algo vivo. Como si la niebla cobrara vida. Recuerdo que tuve que alejarme… Los dragones aullaban en el cielo y pude oler a chamusquina…
Un estremecimiento lo interrumpió. Inspiró profundamente, con la esperanza de conjurar el olor a carne quemada, a bosque moribundo.
—Recuerdo que, cuando recobré el sentido, estaba a un par de metros de una zona quemada. El calor era todavía muy intenso, podía verlo danzando en el aire. No sé por qué corrí en lugar de morirme. No sé por qué me dejaron con vida. Quizá no me vieron. Quizá los dioses tienen previsto otro destino para mí. Sé que recé para que no me mataran.
La fuerza que había esperado de sus tensos músculos llegó a su corazón.
—Esta vez no correré, Daraiel. Lo prometo. —Contuvo el aliento y levantó la vista buscando la mirada de la elfa.
Durante un largo rato, ella calló, pero continuó escrutando los ojos de Calarran. Finalmente, justo cuando él empezaba a pensar que le estallarían los pulmones, la elfa se volvió y atisbo el campamento por encima de la loma.
—Mira —dijo, indicándole por señas que se uniera a ella—. Pasaremos entre las tiendas. Si avanzamos en zigzag por allí en dirección a la orilla, permaneceremos ocultos para el grupo de guardias más numeroso. Tú irás primero, yo te seguiré.
Calarran fue a protestar, a decirle que para él sería más seguro cubrir la retaguardia; pero en su lugar recogió su arco y emprendió el descenso, oblicuamente, por la ladera, en dirección al campamento. No miró atrás para comprobar si ella lo seguía.
Dio un cauteloso rodeo, recordando todo lo que la kalanesti le había enseñado sobre hacerse invisible: saltando de una sombra a otra; deslizándose, esperaba él, como una hoja mecida por la suave brisa de verano.
Llegó a la primera tienda. A la segunda. Intentaba moverse como las sombras titilantes que proyectaban las hogueras de campaña. Dejó atrás la tercera. Alguien roncaba sonoramente en su interior. La cuarta. No había señales de guardias. Se detuvo en las sombras más espesas antes de doblar por la primera fila de tiendas, para luego mirar atrás y comprobar que Daraiel lo seguía de cerca.
Ya se había introducido en el campamento antes de que la última traza de gris del crepúsculo desapareciera del cielo; pero, ahora, las sombras eran densas y oscuras, y no vio ni rastro de su compañera. ¿No lo había seguido?
Su respiración estaba alterada, tan vacilante como el fuego. ¿Se hallaba solo en un campamento enemigo? Inspiró profundamente para serenarse. No importaba. Solo o acompañado, debía seguir adelante.
Avanzó lenta y cautelosamente, dejando atrás la segunda fila de tiendas. Giró de nuevo en dirección a la tienda que servía de prisión a Idron y, con gran precisión, se dio de bruces con un caballero que salía de otra tienda.
El rostro del caballero negro compuso una ridícula expresión de perplejidad. Calarran la identificó mientras el hombre, no tan alto como él pero el doble de grueso, lo sujetaba y gritaba pidiendo ayuda a sus compañeros. Unos brazos macizos como robles y del diámetro de un álamo joven oprimieron sus propios brazos contra el cuerpo. Calarran ni siquiera intentó escapar. Reprimió todos los instintos que le ordenaban resistirse o alejarse, porque si corría, saldrían en su busca y podían descubrir a Daraiel.
Se irguió cuanto pudo, tensó los hombros y declaró con voz autoritaria:
—Soy Calarran, ayudante del senador Idron e hijo del senador Rodalas. Exijo ser conducido ante Idron. —Confió en haber hablado en voz bastante alta para que lo oyera Daraiel.
Le ataron las muñecas a la espalda con tiras de cuero y lo abofetearon cuando gritó, exigiendo de nuevo que lo llevaran con Idron. Pese a que le zumbaban los oídos por el duro tratamiento recibido de uno de los guardias que lo habían capturado, Calarran se mantuvo firme. Ni siquiera trastabilló mientras los guardas lo llevaron a empujones ante su comandante.
Mientras repetía su discurso, advirtió que el guardia de la derecha, el que lo había abofeteado, se ponía rígido. El guardia lanzó un bronco gruñido y se volvió con expresión amenazadora.
—Si vuelvo a oír eso… —espetó.
El comandante, con una sonrisa que apenas curvaba las comisuras de sus labios, hizo una seña al guardia para que retrocediera.
—O eres muy valiente, o muy tonto, Calarran.
El calor y el color ascendieron lentamente por el cuello de Calarran, dirigiéndose hacia sus altos pómulos.
—Me enviaron con Idron como protección y asistencia. Mi lugar está a su lado. No puedo regresar a Qualinost sin él.
—¿Y por eso has venido hasta aquí, siguiendo nuestro rastro, burlando a nuestras patrullas, sólo para ofrecerte voluntariamente como rehén junto a tu senador? —El tono de voz del comandante era de clara incredulidad. Pronunció una última palabra en un tono tan indiferente que nadie se llamó a engaño—: ¿Solo?
—No he venido a ofrecerme como rehén —dijo Calarran, y se sintió orgulloso de la dignidad que consiguió transmitir—. Ni siquiera sabía si Idron estaría vivo. Los elfos del campamento dijeron que os lo habíais llevado. Tenía que asegurarme. Tenía que saber lo que le había ocurrido. Y una vez averiguado, mi misión era liberarlo. —Calarran tragó saliva—. Habiendo fracasado en eso, mi lugar está a su lado.
—¿Y los demás, los elfos que se quedaron en el campamento? —Por el tono de voz del comandante estaba claro que no aprobaba que dejaran a nadie con vida.
—No vendrán. Pretendían aliarse con los qualinestis, pero al final han demostrado lo que son realmente. —Calarran frunció los labios en su mejor imitación del asco—: Renegados. Exilados —escupió—. No son amigos míos. Y tengo información sobre el paradero de su jefe.
El comandante le lanzó una calculadora mirada.
—Que sólo os daré si me lleváis con Idron.
El rostro del comandante se ensanchó con una ancha y cruel sonrisa. Indicó por señas a los guardias que lo acompañaran.
Calarran fue conducido por sus captores a través del trillado campamento, ante lumbres, tiendas y grupos de guardias. Los olores, tan distintos a los del campamento élfico, eran acres, a sudor humano y a animales, de carne guisada, de armas engrasadas, a bosque destruido, a hierba y matorrales aplastados y reducidos a polvo por gruesas botas.
A pesar de las sogas que ataban las manos de Calarran a su espalda, los guardias que lo escoltaban lo agarraban por los brazos con tanta fuerza que tenía los dedos insensibles. Los caballeros se volvían y contemplaban a la comitiva con el rostro pétreo e impasible bajo sus oscuros yelmos.
La escolta lo condujo directamente a la tienda de rayas con centinelas y lo empujaron sin contemplaciones al interior.
Idron se puso en pie de un brinco cuando Calarran se precipitó en la tienda. Hasta entonces había estado sentado ante una mesa de madera bastamente labrada.
—¡Calarran!
El terror que Calarran había mantenido bajo control se desbordó al ver a Idron. Los guardias lo siguieron al interior de la tienda y lo sujetaron con rudeza cuando se tambaleó.
—Ya basta —ordenó Idron con voz serena pero firme, como alguien que espera ser obedecido en cualquier circunstancia.
Los guardias enderezaron a Calarran, lo soltaron y retrocedieron, en el momento en que el comandante penetraba en la tienda.
—Comandante Haros, ¿qué significa esto?
—Hemos sorprendido a éste husmeando en el campamento, senador. Afirma ser vuestro asistente. Dice que os ha seguido el rastro, solo, porque su lugar está junto a vos.
Idron sonrió a Calarran y dijo amablemente:
—No debiste venir. —Después se volvió al caballero negro, Haros, y añadió con orgullo—: Es mi asistente. Mi personal es muy leal.
Los labios de Haros se curvaron con desdén.
—Es evidente. —Se volvió hacia Calarran—. Bueno, ahí está tu amo. Dime dónde se encuentra el renegado Porthios.
Idron dio un respingo; pero, antes de que pudiera decir nada, Calarran negó con la cabeza.
—¿De verdad creíste que te lo diría?
Haros dio un paso, enfurecido; pero Idron se interpuso entre ambos, lanzando una mirada de advertencia a Calarran por encima del hombro.
—Comandante, dejadme hablar con Calarran. No permitiré que le hagáis daño.
Haros titubeó y lanzó una furibunda mirada de desagrado y odio por encima del hombro de Idron. Después saludó marcialmente con un rígido y sarcástico movimiento.
—Lo dejaré aquí con vos unos minutos. Persuadidlo de que sea razonable antes de que yo vuelva. Es responsabilidad vuestra que se comporte.
En cuando el pliegue de la entrada de la tienda cayó detrás del último guardia, Calarran se abalanzó hacia Idron.
—Mi señor, ¿os han hecho algún daño?
—No. Éste no es el más elegante de los alojamientos, pero no he sido maltratado. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
Por primera vez desde su entrada, Calarran se detuvo para estudiar su entorno. Al igual que el campamento de fuera, la tienda era muy distinta de lo que parecía desde la ladera de la colina. Los costados de lienzo y el techo abovedado se mecían suavemente con la cálida brisa vespertina, provocando a Calarran la espectral y claustrofóbica sensación de hallarse en el interior de los pulmones de una bestia rayada.
La mesa junto a la que se había sentado Idron se hallaba en el centro de la tienda. Sobre ella reposaba un libro abierto. Una lámpara brillaba con una cálida luz amarilla y junto al libro había una minúscula copa.
En una esquina divisó un petate enrollado y atado pulcramente con correas de cuero. En la otra había una linterna, apoyada sobre un trípode de ramas descortezadas que le llegaban al hombro.
—¿Cómo has venido hasta aquí? —repitió Idron.
Calarran se obligó a interrumpir su inspección. Con una última y breve ojeada en derredor para asegurarse de que estaban solos, se acercó aun más a su señor.
—Tenemos que entretener al comandante todo el tiempo que podamos. He venido con una exploradora del campamento de los tessiels. Hemos venido a rescataros.
—¿Así que Porthios está contigo?
Calarran respondió con un gesto de negación.
Las esbeltas facciones de Idron se deformaron en una mueca.
—¿Tú y una exploradora, nada más? ¿Es eso lo máximo que podía hacer esa canalla renegada?
Que Idron tuviera tan poca confianza en él fue más doloroso que un sarpullido de ortigas.
—Creí que seríamos suficientes —mintió Calarran—. Su campamento fue destruido casi por completo. Daraiel y yo nos adelantamos para encontraros. Los demás nos siguen. —Calarran hizo una pausa, sin aliento tras sus atropelladas palabras.
—¿Porthios vendrá con ellos?
—No lo sé, mi señor. Eso espero.
—¿Y esa Daraiel?
—Tenía que venir detrás de mí. —Calarran no pudo reprimirse de mirar atrás, como si la kalanesti estuviera en la tienda con ellos—. Yo… no sé qué le ha ocurrido.
Idron titubeó unos instantes y luego se movió con tal brusquedad que Calarran se sobresaltó. Con una sonrisa de disculpa se situó detrás de Calarran para inspeccionar sus ligaduras. Idron tiró primero de un lado y después del otro.
Calarran se encogió de dolor cuando el cuero crudo le segó las muñecas.
—Me temo que no puedo aflojarlas. Pediré a los guardias que las corten. —Idron se dirigió con paso seguro al pliegue de la entrada y salió gritando el nombre de uno de los guardias.
Aunque hablaron en un tono demasiado bajo para que Calarran entendiera las palabras, sí distinguió primero la voz del senador y luego una que no conocía, y finalmente otra vez la del senador. Al principio parecía exigir algo, pero terminó persuadiendo, incluso lisonjeando.
Calarran no se sorprendió cuando Idron entró de nuevo en la tienda y se encogió de hombros a modo de excusa.
—Dice que te soltará cuando regrese Haros, no antes.
—¿Qué debo decirle cuando regrese? —Calarran miró a su mentor pidiéndole consejo.
—Espero que tu amiga se presente antes de que vuelva Haros. De lo contrario… Debemos pensar en algo que lo apacigüe.
—Quiere saber dónde está Porthios.
—Sí. Los caballeros se llevaron una gran decepción al no encontrar a Porthios en el campamento. —Idron rodeó la pequeña mesa con pasos lentos, al tiempo que se frotaba el mentón con el pulgar—. Siií… —Alargó la palabra en tono grave, evidentemente absorto en sus pensamientos.
Fue un gesto que Calarran había presenciado muchas veces desde que fue asignado al servicio de Idron. Ahora le pareció reconfortante, tranquilizador. Le proporcionaba fuerzas y esperanza.
Idron detuvo su paseo, medio de espaldas a Calarran, con su largo rostro sumido en las sombras.
—Pero en realidad no lo sabes, ¿verdad?
—Bueno…, en realidad no. Sé que pensaban seguirnos. Daraiel señaló nuestra ruta para que pudieran hacerlo. Pero dónde están ahora… no lo sé.
Una sonrisa tensó los labios de Idron. Irguió la cabeza y proyectó la mandíbula con orgullo.
Este otro gesto también lo había visto Calarran muchas veces: cuando Idron llevaba la razón en un debate; derrotaba a la oposición en una moción o conseguía imponer su opinión en un pleno del senado.
—¡Tenéis un plan! —exclamó Calarran con convicción.
Idron giró sobre sus talones. Tenía los ojos brillantes y mostraba los dientes en una amplia sonrisa. Pero antes de que pudiera hablar se produjo un alboroto en el exterior, frente a la entrada de la tienda: se oyeron voces airadas, pies al arrastrarse y un fuerte golpe seguido por un gruñido, como si un puño o una bota hubieran impactado en el vientre de alguien. El pliegue de la entrada de la tienda se elevó bruscamente y un cuerpo fue introducido por la fuerza.
El caballero negro, que hasta ese momento sujetaba a Daraiel, medio la empujó, medió la arrojó al interior de la tienda. La elfa se enroscó como una bola en cuanto tocó el suelo, rodó sobre sí misma y se puso derecha, girando vertiginosamente y adoptando una posición de ataque, apoyada sobre las punteras de los pies a pesar de tener las muñecas atadas a la espalda.
El guardia desenvainó a medias su arma.
Otro guardia, con la mano en la empuñadura de su espada, entró agachado en la tienda y se unió al primero.
Daraiel se tensó, como si pensara embestir de todos modos. Pero cuando se movió vio a Calarran e Idron. Al instante, toda su furia cambió de blanco. Saltó sobre Calarran y el primer guardia la interceptó a mitad de un paso, rodeando sus esbeltos hombros con un musculoso brazo y oprimiéndole la espalda contra su cuerpo.
Mientras forcejeaba por liberarse, la elfa maldijo en kalanesti.
Calarran no entendió ni una palabra, pero la ira y la furia de los ojos de Daraiel no dejaban lugar a dudas sobre su significado. Ni tampoco sus palabras, cuando finalmente se acordó de cambiar al silvanesti.
—¡Cobarde, traidor! Les has dicho dónde estaba yo, ¿verdad?
En ese momento entró Haros en la tienda e Idron dijo con sarcasmo:
—Vaya, comandante, veo que la habéis encontrado.
La voz de Daraiel se detuvo, como si sus palabras hubieran sido cortadas con un cuchillo. Calarran sintió que la cabeza le daba vueltas como si se la hubieran aporreado. El dolor del ataque de Daraiel era como una picadura de mosquito comparado con la herida de arma blanca que era la traición de Idron.
—Exactamente donde dijisteis que estaría. —El corpulento humano señaló con breve gesto del pulgar en la dirección oportuna.
—Sí. —Idron se inclinó ante Daraiel.
Ella emitió un grave sonido gutural más propio de un animal, muy distinto a cualquier cosa que Calarran hubiera oído nunca salir de una garganta élfica, y se abalanzó sobre Idron.
El guardia la retuvo con un brusco tirón.
Daraiel respondió con una patada, apoyándose sobre el brazo que la apresaba para levantar ambos pies del suelo.
El guardia lanzó un reniego cuando los talones de la elfa se estrellaron contra sus espinillas. Sacó una centelleante daga de su cinturón y la arrimó al cuello de la kalanesti, por debajo de la oreja.
—Vuelve a pegarme —gruñó— y regaré esta seca tierra con tu sangre.
Daraiel continuó resistiéndose, pero mantuvo los pies pegados al suelo.
Idron sonrió sombríamente.
—Tengo otra misión para vuestras tropas, comandante, en cuanto haya suficiente luz. Mi joven asistente me confirma que Porthios y su banda les seguían la pista, buscándome. Creo que vendrán por el sur. —Idron miró a Calarran como si le pidiera una confirmación.
Calarran no reaccionó. Estaba demasiado asqueado para mirar siquiera a Idron. Se sentía tan embotado y herido en lo más íntimo como Daraiel enojada. Idron era su mentor, su amigo, el elfo en quien más confiaba su padre como maestro para su único hijo. Descubrir que Idron se había aliado con la Reina de la Oscuridad… Calarran estuvo a punto de perder la vida en el ataque. Después había seguido su rastro por el bosque de Qualinesti. ¿Y para qué? Para salvarle la vida a un traidor.
Daraiel contempló el asco reflejado en el rostro de Calarran, su parálisis. De pronto se quedó inerte en los brazos del guardia, como si también ella hubiera perdido toda esperanza en la lucha.
Idron lo vio y sonrió.
—Comandante, creo que ya podéis retiraros. Aquí ya no tendremos más problemas.
Cuando Haros y el segundo guardia se hubieron ido y el pliegue de la entrada volvía a caer, Idron sujetó suavemente a Calarran por el brazo.
—Por favor, compréndelo, Calarran, lo que hago no me produce ningún placer.
Calarran se zafó con brusquedad y reculó hasta el extremo más alejado de la tienda.
—¡Sois un traidor a nuestro pueblo! ¡A mi familia! ¡A mí! ¡Casi me matan en el ataque a la patrulla de Eliad!
—Eso fue muy desafortunado. Nunca tuve intención de hacerte daño. Lo que hago es por Qualinesti. Ya viste cuánto daño pueden hacer estas tropas. —Idron inclinó el torso, rebosando sinceridad y candor—. ¿Querrías que le hicieran lo mismo a Qualinost? ¿Querrías ver tu casa arrasada hasta los cimientos? Conmigo de rehén, lord Ariakan tendrá un argumento de peso ante el senado. Ellos obligarán a Gilthas a negociar con Ariakan, a llegar a un acuerdo.
Calarran miró a los ojos a Idron y vio que el traidor no tenía conciencia de la definitiva perversidad de su plan.
—¿Y Porthios? —preguntó Daraiel con voz velada. Había permanecido tan inmóvil que el guardia que la sujetaba había apartado la daga de su cuello—. ¿También lo sacrificaréis a él?
Idron se encogió de hombros.
—Algunos miembros del senado todavía valoran a Porthios. Mientras él viva, influirá en sus decisiones.
—¿Y después?
—Su muerte es, por desgracia, una necesidad. Los humanos quieren a Porthios muerto. Es parte de su precio por garantizar la seguridad de Qualinost. Pero debo admitir que su muerte también nos será útil a nosotros. Con Porthios muerto, muchas cosas resultarán más fáciles. Mientras viva, siempre habrá alguien empeñado en que recupere el trono.
—¡No podéis hacer eso! —protestó Daraiel. Se movió mientras hablaba y su captor estrechó nuevamente su presa.
—Ya lo he hecho —replicó llanamente Idron. Se volvió hacia Calarran—. Calarran, quiero que al menos tú lo comprendas. ¿No entiendes que ésta es la única manera de salvar nuestra ciudad, a nuestro pueblo? No soy un traidor.
—¡Hay otra manera! —gritó Daraiel—. Porthios ha protegido Qualinost, ha desplegado a sus seguidores en una línea por el este. Con los guerreros de Qualinost… —Daraiel se interrumpió y su mirada pasó de Idron a Calarran como si sopesara la conveniencia de proseguir. Calarran le hizo un gesto afirmativo, y la elfa continuó—: Con los guerreros de Qualinost, las tropas de la Oscuridad se verían atrapadas entre nuestras fuerzas y las vuestras. Los empujaríamos hasta expulsarlos de Qualinesti.
—¿Ése es el plan que Porthios quería proponer en nuestra reunión?
—Se supone que yo no debería estar enterada… —Daraiel miró de nuevo a Calarran y continuó—: Los oí sin querer discutiendo el plan de Porthios.
Calarran contuvo el aliento mientras Idron meditaba las palabras de la elfa.
—No saldría bien. —Idron la miró con lástima, como si fuera una niña o una idiota, y luego extendió las manos con las palmas hacia arriba en un gesto dirigido a Calarran—. Son demasiados. Nosotros somos muy pocos. ¿No te das cuenta?
Al cabo de un momento, Calarran asintió con renuencia.
—Sí. Sí, lo entiendo.
Idron irguió bruscamente la cabeza como si no hubiera oído bien las palabras de Calarran.
—¿Estás de acuerdo? ¿Te pondrás de mi parte en eso? —preguntó cautelosamente Idron.
Calarran palideció, pero se mostró conforme.
—Sí.
—¡No! —Una vez más, Daraiel se abalanzó sobre ellos. De nuevo, el fornido guardia la retuvo.
Cuando Idron avanzó un paso, Calarran se volvió y le tendió las manos para que se las desatara. Las patas de madera del trípode de la lámpara quedaban a sus pies. El calor de las llamas acarició su rostro.
Calarran miró de soslayo a Daraiel, intentando llamar su atención.
—Daraiel —dijo suavemente.
Se movió cuando Idron tocó las ligaduras de cuero y acercó el pie a la pata del trípode de la linterna.
Daraiel jadeó al ver moverse el pie. Calarran observó que la garganta de la elfa se agitaba convulsivamente al tragar saliva. Sus miradas se encontraron y aguantaron tanto rato que Calarran temió que el guardia lo advertiría.
Finalmente, ella asintió con el más leve de los cabeceos. El movimiento bastó para alertar al guardia, pero ya era demasiado tarde.
En el momento en que Calarran vio bajar la mandíbula de Daraiel, golpeó la pata del trípode con el pie. Mientras el artilugio entero se ladeaba, Calarran inclinó un hombro y empujó la lámpara violentamente contra la pared. El aceite caliente se desbordó y unas gotas centelleantes rociaron la pared de la tienda, el suelo y el hombro de Calarran. El fuego cobró vida como una erupción volcánica en todos los puntos salpicados por el aceite.
Cuando el guardia afianzaba su presa sobre Daraiel, la elfa arqueó la espalda y dio un salto para propinar una patada hacia atrás con toda su fuerza. El guardia no podía sujetarlas a ella y a la daga al mismo tiempo que impedía que ambos cayeran al suelo. La presión sobre los hombros de Daraiel se aflojó cuando el guardia intentó evitar el golpe. Ella se retorció en su caída y se liberó del abrazo. Antes de que el guardia lograra enderezarse, la elfa apoyó los pies en el suelo, bajó la cabeza y lo empujó con todas sus fuerzas.
Calarran los vio caer mientras él mismo caía. Rodó sobre sí mismo para alejarse del infierno de aceite en llamas, restregando el hombro contra el suelo por si el fuego hubiera prendido también en el aceite que le había caído encima.
Cuando se detuvo y se incorporó apoyándose en un codo, Daraiel y el guardia estaban en el suelo. La elfa también utilizaba un codo para levantarse. El guardia, que se había golpeado la cabeza contra una pata de la mesa de madera, no se movía.
La tienda se empezaba a llenar de humo y olor a tela quemada. Calarran se arrodilló y consiguió ponerse en pie vacilantemente.
Idron se le acercó con el puño en alto.
—¡Necio! —aulló, haciéndose oír por encima del rugido del fuego.
Calarran encogió los hombros y detuvo el ataque arremetiendo de cabeza. Oyó resoplar a Idron a consecuencia del cabezazo contra su estómago, notó el impacto de los dos cuerpos al desplomarse y el seco crujido de la cabeza de Idron cuando rebotó contra el suelo. Después escuchó su propio jadeo al caer sobre las piernas del senador.
Daraiel estaba a su lado cuando rodó sobre sí mismo esta vez, ofreciéndole un muslo como punto de apoyo para ayudarlo a incorporarse. La elfa tosía de una forma tan violenta que apenas podía sostenerse en pie.
A diferencia del guardia, Idron estaba consciente. Gruñó, aturdido, y trató de moverse, arañando el suelo débilmente con las manos.
Calarran boqueó en busca de aire y el humo inundó sus pulmones. El fuego crepitaba ahora por todas partes a su alrededor y lamía ávidamente el techo de la tienda. No quedaba mucho tiempo.
—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Daraiel entrecortadamente por la tos.
Idron gimió de nuevo.
Calarran introdujo el pie bajo la cabeza de Idron y empujó. El elfo rodó hacia la pared de la tienda.
—¿Qué haces? —Daraiel lo empujó con el hombro—. ¡Fuera! ¡Fuera!
—No puedo dejarlo aquí —gritó a su vez Calarran—. ¡Ayúdame!
La elfa titubeó durante una fracción de segundo.
—No lo mataré.
Se situó al lado de Calarran y juntos empujaron a Idron a través de la pared de la tienda en llamas. En cuanto se vio libre del fuego, Daraiel echó a correr con el torso inclinado. Calarran la imitó.
El campamento bullía de gritos y soldados que corrían, algunos ya provistos de baldes. Daraiel se desvió para eludir al grupo más nutrido y se ocultó detrás de una tienda.
El caliente aire nocturno era el más dulce y fresco que Calarran había respirado nunca. Su frescura lo sumió en otro paroxismo de tos.
Daraiel también tosía, pero sin dejar de avanzar a lo largo de una fila de tiendas. Giró bruscamente y siguió otra fila; se agachó detrás de otra para no ser vista por un grupo de soldados y eso permitió a Calarran alcanzarla.
—Corremos en la dirección equivocada —dijo, jadeando—. Tuerce a la izquierda, hacia el bosque.
Daraiel negó con la cabeza, al tiempo que reanudaba la marcha.
—Alejémonos del río —replicó, también entre jadeos—. Todos… irán… al río. El fuego…
Calarran se permitió mirar atrás. El fuego se había extendido. Las vivas llamas anaranjadas lamían el cielo nocturno hasta la copa de los álamos más próximos. A su alrededor, empezaba a remolinear la ceniza. Los gritos de los caballeros negros, el crepitar del fuego y los relinchos de los aterrorizados caballos resonaron en la noche.
Corrió en pos de Daraiel. No había soldados a la vista y ella había dejado de zigzaguear entre las tiendas y se dirigía en línea recta hacia el bosque. La alcanzó justo en el momento en que se internaba entre los árboles.
Siguió los reflejos plateados y grises de la ropa de la elfa en la penumbra, casi incapaz de verse los pies. No habían avanzado mucho cuando ella redujo el paso y finalmente se detuvo. Descendió una pequeña loma y su cabeza desapareció de la vista de Calarran cuando éste la oyó tumbarse en el suelo.
Volvió la vista atrás antes de seguirla. Un resplandor espectral iluminaba el cielo desde la orilla del lago, que ahora parecía más pequeño. Los árboles eran amenazadoras masas oscuras y la silueta de sus ramas se recortaba contra el resplandor como nudosos y deformes brazos tendidos hacia él.
Dio dos pasos por la pendiente, se dejó caer sentado y resbaló hasta situarse al lado de Daraiel.
—Tenemos que irnos pronto. Creo que han conseguido dominar el fuego.
Pudo verla asentir bajo la extraña luz anaranjada. Algo del resplandor penetraba en el bosque, pero se oían los gemidos y chasquidos del fuego. Sonaban como la deflagración del aliento de un dragón.
—Necesito descansar un minuto más —jadeó Daraiel—. Para recuperar el aliento.
—¿Estás herida?
Ella lo negó vivamente.
—No. Tengo que seguir para prevenir a los demás. Para contarles… lo de Idron.
El dolor por la traición de Idron oprimió el corazón de Calarran, apagando el júbilo por la huida.
Daraiel respiraba áspera y entrecortadamente, y Calarran advirtió que sus propios jadeos no sonaban mucho mejor. Se acercó a ella y oprimió una pierna contra la suya. La elfa olía a humo y sudor; su pierna estaba caliente y temblaba contra la de él, pero resultaba muy reconfortante.
—Lamento no haber confiado en ti —dijo Daraiel con un hilo de voz—. Lamento haberte llamado… todo aquello.
Calarran se encogió de hombros en la oscuridad, seguro de que ella notaba el contacto de sus respectivos brazos.
—No pasa nada. Lo comprendo. Pensabas en el ataque.
La voz de la elfa era aun más queda y fina cuando habló de nuevo.
—No me has preguntado cómo logré sobrevivir al ataque.
Las palabras tomaron por sorpresa a Calarran.
—Supongo que di por sentado que te libraste.
—Yo también huí.
El aire se quedó atrapado en la garganta de Calarran.
—Tenía miedo, mucho miedo. Pero oía a Eliad. Quería ir hacia él. Me acerqué, aunque el miedo me tenía aturrullada. Pero… no lo salvé. No pude salvarlo. No se me ocurrió ninguna razón para no echar a correr.
Calarran permaneció completamente inmóvil, con el pecho apenas agitado por la respiración, con la mente apenas agitada por el pensamiento.
Durante varios minutos permanecieron en silencio. Los jadeos de Daraiel se fueron espaciando y Calarran comprobó que también él respiraba con más regularidad y que el dolor de sus pulmones remitía. A medida que el temblor de sus miembros se calmaba y ella seguía arrimada a su costado, inmóvil y silenciosa, el dolor fue retirándose de su corazón.
—Tenemos que seguir —dijo finalmente. Su voz sonó muy alta en plena oscuridad.
Con un suspiro, Daraiel se irguió y empezó a retorcerse y contorsionarse.
Calarran se sentó también.
—¿Qué estás haciendo?
—Intento desatarme las muñecas. No daré un paso más hasta tener las manos libres. —Flexionó el torso hacia un lado con tanto ímpetu que casi perdió el equilibrio—. Palpo el nudo encima de todo. Si al menos pudiera verlo…
Con una sonrisa, Calarran se apartó de ella.
—¿Puedo ayudarte, quizá? —Se balanceó sobre las puntas de los pies y los talones e inspiró profundamente un par de veces para relajarse, expulsando deliberadamente todo el aire posible. Después apoyó la espalda en el suelo, flexionó las rodillas contra el pecho y pasó las manos atadas por debajo de su cuerpo hasta situarlas delante.
Con expresión triunfante, se sentó y extendió los dedos hacia Daraiel.
—¿Preguntabas qué aprendí cuando debería estar jugando en el bosque? Mi madre me enseñaba a hacer piruetas y otras habilidades acrobáticas.
Ella lo miró con asombro.
Al cabo de un instante, sonrió. Después se giró y extendió hacia atrás cuanto pudo las muñecas atadas.
—Espero que tu madre te enseñara también a deshacer nudos.