6. Tras el rastro de Ratmusqué
—Lo siento, Agatha, aún no he descubierto nada que nos pueda interesar —dijo Scarlett al otro lado del teléfono.
—Cambio de planes —replicó su prima, muy nerviosa—. ¿No habrás visto por casualidad una oficina de FedEx por ahí?
—Sí, hay una al final de la calle. ¿Por qué me lo preguntas?
—Intenta ganarte la confianza del personal y procura que te den información sobre un paquete enviado ayer por la mañana a un tal Rick Montpellier.
—¿Qué quieres saber exactamente?
—La dirección a la que fue enviudo.
—De acuerdo, primita. ¡Luego te llamo!
Agatha puso fin a la comunicación y devolvió el EyeNet a Larry. Entonces advirtió que todos los presentes la contemplaban con expresión desconcertada.
—¿Necesitáis alguna explicación? —preguntó con una sonrisa socarrona.
Los demás se pusieron cómodos y asintieron en silencio, como si quisieran invitarla a hablar.
Y ella empezó:
—He encajado las diferentes piezas del rompecabezas y he comprendido que solo había una forma de sacar las joyas del Overlook durante el espectáculo: hacer un paquete con ellas, dejarlo en un buzón del hotel y aprovechar el mensajero expreso.
—¿El chico de FedEx con el que has tropezado esta mañana? —preguntó Larry.
Ella asintió con la cabeza.
—Efectivamente, viene cada día hacia las 12.30 —confirmó el director, muy serio—. ¡También cuando hay concierto!
—¡Pero las cámaras no grabaron a nadie! —objetó Larry.
—A nadie sospechoso —precisó mister Curtis—. No hemos tenido en cuenta ni al personal del hotel ni a los proveedores que van y vienen continuamente: ¡de ellos no desconfiamos!
Mister Kent contempló orgullosamente a su pequeña ama y razonó en voz alta:
—Por tanto, en cuanto el mensajero se llevó el paquete con las joyas, nuestro Ratmusqué se sentó a su mesa para presenciar el espectáculo. Una vez acabado este, ¡ninguna cámara lo pudo encuadrar en medio del gentío que salía!
Agatha le guiñó un ojo.
—Genial, ¿no?
—¡Usted sí que es genial, señorita! —le agradeció la señora Hoffman mientras la rodeaba con sus mantecosos brazos—. ¡Si encuentra mis joyas, organizaré un concierto especial en su casa!
Estaba tan contenta que salió al balcón a cantar a gritos las notas de Carmen con las cataratas como telón de fondo.
—Casi prefiero que fracase la misión —bromeó Larry con su prima, susurrando para que mister Kent no lo oyese.
Cinco minutos más tarde recibieron la llamada de Scarlett, que tenía buenas noticias:
—Tengo la dirección a la que enviaron el paquete postal —anunció—. ¿Qué hacemos ahora?
—¡Vamos a buscarlo! —respondió Agatha.
Se despidieron apresuradamente de la señora Hoffman y salieron corriendo del Overlook. Scarlett los esperaba en la furgoneta, con el motor ya en marcha. Cuando todos estaban ya en sus asientos, al lado de la furgoneta se detuvo un todoterreno negro y brillante. El cristal oscuro de la ventanilla del copiloto descendió con un zumbido eléctrico.
—¿Creíais que os ibais a llevar todo el mérito? —dijo enérgicamente el director Curtis—. ¡Tirad adelante, que nosotros os seguimos!
Había utilizado el plural porque al volante del cochazo estaba el antipático gorila de la entrada. Scarlett le lanzó una mirada de desafío, puso la furgoneta en marcha y pronto entró en la autopista, en dirección norte.
Sus compañeros le hicieron un resumen de sus descubrimientos. Ella valoró atentamente cada una de sus palabras, pero cuando oyó que citaban a Ratmusqué, las manos que sujetaban el volante le temblaron tanto que poco faltó para que la furgoneta saliera de la calzada.
—¿El legendario Ratmusqué? ¿El ladrón más escurridizo del siglo? —exclamó—. ¡Esta será la primicia de mi vida!
Larry tosió ligeramente:
—Recuerda, prima, que nuestra misión es muy secreta…
—¡Ay…, tienes razón! —suspiró Scarlett—. De todas formas, ¡estoy orgullosa de participar en esta aventura tan emocionante!
Pisó con fuerza el acelerador y le dio a Agatha un mapa de carreteras.
—¿Puedes hacerme de copiloto, por favor?
—¡Encantada! ¿Hacia dónde vamos?
—No os lo vais a creer, pero Rick Montpellier vive en el lugar más encantador de Canadá: el distrito de Muskoka, llamado también cottage country, ¡la tierra de las casas de campo!
Agatha estudió el mapa mientras se acariciaba la nariz con un dedo y exclamó:
—¡Aquí! Recuerdo que la guía lo presentaba como una zona de veraneo en medio de las tierras salvajes, llena de parques, lagos, islas azotadas por el viento y otras maravillas de la naturaleza.
—Sí, pero ¿cuánto tardaremos en llegar allí? —preguntó Larry, intentando ir al grano.
Scarlett echó una ojeada al reloj e hizo un rápido cálculo mental:
—La autopista nos llevará a Toronto en dos horas, y luego tendremos otras dos horas hasta el lago de los Pinos, una de las numerosas masas de agua de Muskoka. De modo que, más o menos, ¡estaremos en casa de Ratmusqué al atardecer!
Sus cálculos resultaron ser exactos.
Seguidos siempre por el ampuloso todoterreno del director Curtis, pasaron ante el cartel de BIENVENIDOS A MUSKOKA cuando el sol se ponía en el horizonte.
La zona era realmente impresionante. Había espesos bosques de robles, pinos y arces adornados con colores que iban del amarillo al rojo, como en un sublime cuadro paisajístico. De vez en cuando se divisaban casas rústicas de madera con el porche dispuesto sobre las plácidas aguas del lago.
En determinado momento, se desviaron por una carretera secundaria y bordearon el lago de los Pinos. Durante unos cuantos kilómetros no se cruzaron con nadie, de modo que Scarlett decidió apretar el acelerador a fondo.
Y no vio al hombre montado a caballo…
—¡Cuidado, Scarlett! —gritó Agatha, que con el susto estrujó el mapa de carreteras.
La furgoneta aguantó bien el brusco frenazo, pero inmediatamente empezó a flotar en el aire un fuerte olor a neumáticos quemados. Tras ellos, el claxon del todoterreno retumbaba sin cesar.
—¿Os habéis vuelto locos? —gritó hecho una furia Curtís, que había sacado la cabeza por la ventanilla—. ¿Qué maneras de conducir son esas?
Ellos no contestaron, pues tenían que hacer frente a un problema mucho peor: el hombre a caballo, que habían esquivado por un pelo, ¡era de la policía montada de Canadá!
El oficial se apeó del caballo, se acercó muy envarado a la furgoneta y examinó el carné de conducir de Scarlett.
—Se merece una sanción ejemplar, señorita Mistery —le comunicó mientras sacaba el bloc de las multas de una alforja. Luego añadió, siempre con un tono calmoso—: Obviamente, tendré que requisarle también su medio de transporte.
Estaban prácticamente ya en la casa de Ratmusqué… ¡Solo faltaba esto!
La mente de Agatha empezó a buscar rápidamente una solución, pero antes de que ella pudiera intervenir, el director Curtis bajó del coche y empezó a discutir con el oficial de la policía montada.
En un dos por tres se organizó un buen guirigay.
—¿Comprende lo que le he dicho? —gritó Curtis—. ¡Se trata de un ladrón de joyas! ¿Se acuerda del famoso Ratmusqué? ¡Si no nos apresuramos, podría huir y jamás lo pillaríamos!
El agente de la policía montada exigió más explicaciones, y Curtis le dio todos los detalles del robo. Entre tanto, Larry no paraba de morderse las uñas, inquieto, y Scarlett se deshacía en excusas ante Agatha y mister Kent. Solo el gorila del hotel se mantenía al margen y contemplaba la escena protegido por unas gafas de sol.
—De acuerdo, realizaremos un control —decidió finalmente el oficial—. Si mister Curtis me ha contado una sarta de mentiras, me veré obligado a llevarlos a todos al cuartel. —Sacó la pistola, subió al caballo y lo hizo avanzar al trote.
Los coches lo siguieron hasta una explanada acondicionada para picnics. El policía hizo un gesto para que aparcasen y señaló hacia una casita blanca situada a orillas del lago.
—Espérenme aquí en completo silencio —ordenó con voz autoritaria, y espoleó al caballo por el camino de tierra.
En cuanto desapareció entre los árboles, Agatha se dirigió al director:
—La señora Hoffman había pedido que las fuerzas del orden quedaran al margen —lo riñó—. ¡Ahora todos se enterarán del robo de las joyas y de la intervención de la Eye!
—¡A la porra la discreción! —replicó el hombre con vehemencia—. ¡Aquí está en juego el buen nombre de mi hotel!
Mister Kent hizo crujir los dedos de forma amenazadora, y el gorila de seguridad le respondió inmediatamente de la misma manera.
Scarlett, que estaba sentada, afligida, en un banco de madera, interrumpió el duelo a distancia.
—Yo tengo la culpa de todo —admitió mientras se quitaba el sombrero de cowboy—. Esta vez he organizado un lío fenomenal…
—Entonces, no soy el único chapucero de la familia de la familia —respondió alegremente Larry. Pero inmediatamente se arrepintió de haberlo dicho y le dio un golpecito en el hombro para animarla—. ¡No te atormentes, prima, el policía ya vuelve a toda velocidad!
Al otro lado del camino, el oficial canadiense tiró de las riendas del caballo e hizo tintinear en el aire un brazalete de oro.
—¡Vengan conmigo! —gritó—. ¡Necesito su ayuda!