4. La suite de Helga Hoffman

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—Soy el detective LM14 —repitió Larry al encargado de la vigilancia—. ¡Puedo solicitar la ayuda de quien quiera para realizar mis investigaciones!

El hombre tenía la corpulencia de un bisonte y vigilaba las puertas automáticas del Overlook con una amenazadora expresión. Ni siquiera se apartó un milímetro después de que Larry le enseñase sus credenciales en la pantalla del EyeNet.

—El director ha ordenado que mantengamos a los periodistas a distancia —decretó de forma inflexible—. ¡La señorita de la prensa tendrá que esperar fuera!

¿Qué había sucedido? ¿Por qué no podían entrar?

Todo era consecuencia de un incidente muy banal…

Al entrar en el hotel, Scarlett había sacado de un bolsillo el carné de periodista y lo había enseñado al vigilante. Era un gesto que hacía por costumbre y, claro está, la joven ignoraba las normas de seguridad que había dictado el director del hotel.

Acababan de dar las doce y media, y eso significaba que ya había transcurrido un día completo desde que se había producido el robo en la suite de Helga Hoffman.

Scarlett cogió a Agatha de la mano y la arrastró hasta la parte posterior de la furgoneta.

—¿Lo he comprendido bien? ¿Larry es… detective? —le susurró, incrédula.

—A veces a mí también me cuesta creerlo —suspiró Agatha.

—Entonces, ¿qué tiene que ver la cantante en todo esto? ¿Y el club de fans de mister Kent?

Agatha buscó las palabras adecuadas para decirle que sentía mucho haber mentido.

—He tenido que inventar una pequeña historia porque es una misión muy secreta —se excusó—. Helga Hoffman, la famosa cantante de ópera, ha llamado a la agencia de Larry para que investiguen la desaparición de sus joyas. —Se interrumpió un momento para controlar la situación: su primo seguía reclamando y dando patadas al aire, mientras mister Kent intentaba tranquilizarlo—. Pero supongo que ya es inútil ocultarte la verdad —añadió finalmente.

—Soy toda oídos —murmuró Scarlett, cada vez más intrigada.

Agatha se recostó contra la barandilla del paseo que rodeaba el hotel y le explicó con todo detalle el motivo de su viaje a las cataratas del Niágara.

—¡Chicos, nunca dejaréis de sorprenderme! —exclamó Scarlett cuando hubo acabado—. ¿Puedo participar yo en la investigación?

—Por supuesto, pero ¿cómo?

—Recogeré información por los alrededores —propuso la prima—. Recuerda que soy una periodista intrépida: ¡si encuentro testigos, sabré cómo hacerlos cantar!

Agatha estaba radiante:

—¡Muy buena idea! ¡Manos a la obra!

Decidieron qué preguntas convenía hacer y fijaron la hora en que se volverían a ver. Luego, Scarlett se puso en marcha y Agatha volvió hacia donde estaba Larry para comunicarle que ya estaba todo organizado.

Justo cuando llegó a la puerta, un joven mensajero de FedEx salió corriendo del hotel, moviéndose como un equilibrista para que no le cayese al suelo una montaña de sobres y paquetes postales. Chocó con Agatha y sonó un fuerte ¡BANG!

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—¡Lo siento, señorita, no la he visto! —se disculpó el chico.

Agatha se levantó sin quejarse y lo ayudó a recoger los sobres antes de que volasen hacia las aguas tumultuosas, al otro lado de la barandilla del paseo. Larry y mister Kent acudieron preocupados, y ella los puso inmediatamente al corriente de su conversación con Scarlett.

Un minuto después, el gorila de seguridad soltó un gruñido de descontento y dejó entrar a los tres londinenses.

Se dirigieron directamente a la recepción y preguntaron por Helga Hoffman.

—¿Con quién tengo el honor de hablar? —dijo un señor de aspecto excéntrico que salió repentinamente del restaurante. Vestía una chaqueta cruzada de color gris con botones rojos y una corbata amarillo limón y tenía bigote y una barbita puntiaguda recién recortada—. Me llamo Bill Curtis —prosiguió al tiempo que insinuaba una reverencia— y soy el propietario, además de director, del Overlook Hotel.

—Y yo soy el agente LM14 de la Eye International —se presentó Larry con mirada combativa—. ¿Necesita que añada algo sobre mis ayudantes?

Mister Curtis observó con expresión dubitativa el morro de Watson, que asomaba la cabeza por entre los brazos de mister Kent.

—No, detective, bienvenidos —dijo mister Curtis, intentando mostrarse cortés—. La señora Hoffman los espera con ansia.

—Pues acompáñenos a su habitación —replicó Larry.

Agatha nunca había visto tanta determinación en su primo: parecía un justiciero del viejo Oeste.

Subieron en el ascensor panorámico, y el mayordomo aprovechó para peinarse ante el espejo el pelo engominado. Mister Curtis los condujo hasta la puerta de la cantante y dio tres delicados golpes en ella.

Respondió una voz suave:

—¿Quién es?

—Señora, han llegado los agentes que había solicitado —anunció el director.

—¡Por fin! ¡Ahora mismo abro!

Se oyeron unos pasos de elefante y la puerta blindada se abrió con un chirrido.

—Siéntense, amables señores —canturreó Helga Hoffman, que estaba envuelta por una bata de seda—. Estaba ocupada con los bigudíes y las cataplasmas de algas; ¡debo de tener un aspecto horrible!

Mister Kent se le acercó y le besó la mano:

—Usted está siempre maravillosa, señora —dijo con tono galante.

—¡Qué caballero! —se complació la señora—. ¡Concédanme unos minutos y estaré preparada!

Larry se esforzó por contener la risa: la famosa cantante de ópera era aún más gorda de lo que parecía en la fotografía.

Se sentaron en el sofá y observaron el lujo que los rodeaba: había cojines y cortinas con fantasías florales y muebles de un gusto refinado. Mister Curtis contó, muy satisfecho, que aquella cámara era el orgullo del hotel y estaba destinada a los clientes más adinerados.

Mientras los demás hablaban, Agatha empezó a moverse por la habitación a la caza de indicios. No tenía una idea muy clara de qué buscaba, pero el ladrón tenía que haber dejado algún rastro de su paso. Se detuvo ante la caja fuerte, que parecía un cubo grande y gris. Advirtió que no tenía la típica manecilla con muescas. En su lugar había una cerradura electrónica.

—¿Me puede describir las características de este modelo? —preguntó al director Curtis.

Una vez más, él presumió de las extraordinarias innovaciones que habían introducido en su hotel. Todas las cajas fuertes resistían los incendios y cualquier intento de forzarlas, y se activaban introduciendo una tarjeta magnética infrangible. El código de cada tarjeta se actualizaba cada mañana en la recepción para impedir una posible réplica.

—¿Y a eso se le llama seguridad? —se burló Agatha—. ¡No hay más que conseguir la tarjeta para abrir la caja fuerte sin el más mínimo esfuerzo!

El director se levantó como impulsado por un resorte.

—¿Qué pretende insinuar? —exclamó—. Es el sistema más avanzado del mercado, créame. ¡Si roban la tarjeta o se pierde, la responsabilidad es exclusivamente del cliente!

Agatha no se dejó intimidar:

—¿Hay también un sistema electrónico para entrar en las habitaciones? —insistió.

—¡Por supuesto!

—Entonces, el ladrón sustrajo la tarjeta electrónica que abre la puerta, además de la de la caja fuerte —comentó Agatha con una ligera sonrisa—. Y durante el espectáculo pudo llevarse las joyas con absoluta tranquilidad.

Los labios del director Curtis temblaban de ira:

—Ya decía yo que era mejor acudir a la policía —resopló casi para sí mismo—. ¡Estos inútiles me harán quedar como un idiota!

—¡Pues la señorita Agatha ha dado en el blanco! —intervino Helga Hoffman, que apareció llevando un fluido vestido de seda azul—. He hecho muy bien llamando a la Eye International. Me he dirigido a ustedes no solo porque son una excelente agencia de investigación, sino también, y sobre todo, porque detesto cualquier forma de publicidad sobre mi vida privada —añadió.

—¿Dónde guardaba las tarjetas magnéticas? —le preguntó Agatha.

—En un cajón de mi camerino —contestó Helga Hoffman—. Pensaba que allí estarían seguras… —Lanzó un suspiro, recorrió lentamente la habitación y, finalmente, se dejó caer sobre una butaca con ademán teatral y cerró los ojos como si estuviese a punto de desmayarse.

Mister Kent llenó un vaso con agua fría de la nevera y se lo acercó:

—¿No se encuentra bien, señora?

—Es solo un ligero desfallecimiento —respondió la cantante con voz débil—. No se puede imaginar lo mucho que representaban esas joyas para mí.

El mayordomo intentó animarla con palabras amables.

Mientras daban tiempo a que la cantante se recuperase, Agatha y Larry salieron al balcón para hablar. El estruendo de las cataratas apagaba todos los sonidos.

—La clave del enigma está en descubrir quién entró en el camerino —dijo la chica—. ¿Puedes descargar otra vez el plano en la EyeNet?

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Larry conectó su sofisticado artefacto y señaló una pequeña estancia del plano:

—El camerino está exactamente debajo del escenario, al fondo de un pasillo.

—¿Eso son ventanas?

—Parecen más bien conductos de ventilación —aventuró él—. El pasillo del camerino es una especie de callejón sin salida…

La chica contempló las cataratas mientras se acariciaba la nariz.

—¿Has tenido una de tus intuiciones geniales? —ironizó Larry—. Propongo que bajemos y registremos el camerino…

—¡No hace falta!

Agatha entró con paso decidido en la habitación de la cantante y se sentó sobre una mesa.

—Bien, queridos señores —dijo con una sonrisa—. ¡Podemos empezar a reconstruir lo que ocurrió!

Ante aquel aplomo, la señora Hoffman y el director Curtis no pudieron hacer más que asentir.