1. Llegadas inesperadas y salidas apresuradas
Mistery House era una majestuosa residencia victoriana cubierta con tejas azules que se alzaba en medio de un amplio jardín, muy cuidado, situado al sur del Támesis. Los transeúntes confundían a menudo la propiedad con un parque público y se detenían ante la gran verja monumental para ver a qué hora abrían las puertas. Como no veían el horario por ninguna parte, seguían andando decepcionados entre los tétricos edificios del barrio.
Daba la impresión de que ni siquiera había un timbre, pues estaba astutamente escondido en un ladrillo de la columna. El matrimonio Mistery prefería la calma absoluta durante sus cortas estancias en Londres; eran unos trotamundos incansables, siempre en viajes de trabajo. En esos momentos estaban en la taiga finlandesa estudiando las migraciones de las ocas salvajes, de forma que en la residencia solo se encontraban su hija Agatha, de doce años, el mayordomo, mister Kent, y el gato Watson.
Aquel fresco día de finales de octubre, Agatha había decidido catalogar los libros de la biblioteca familiar. Había empezado por la mañana, muy temprano, y aún se paseaba por la gran sala con su inseparable libreta; desde hacía generaciones, nadie había redactado un inventario de las enciclopedias, las novelas y las revistas que reposaban en las estanterías.
Agatha era una lectora infatigable; en los libros encontraba información muy variada que archivaba en sus famosos cajones de la memoria y que siempre podía resultar útil en una investigación.
Watson la seguía intrigado, jugaba con un ovillo de lana y rodaba alegremente sobre las alfombras persas.
—El cielo se está oscureciendo. ¿Puedes dar la luz? —dijo la chica al mayordomo.
Silencioso como una sombra, mister Kent se arregló la pajarita del esmoquin y se dirigió a la centralita eléctrica. Apretó una serie de interruptores, y las suntuosas lámparas de cristal de Bohemia arrojaron una intensa claridad sobre la sala.
—Miss Agatha, ¿puedo ir a preparar la cena? —preguntó el mayordomo, volviendo a asomar la cabeza por la puerta de la biblioteca. El reloj de péndulo marcaba las siete, y a aquella hora mister Kent se ponía normalmente un pequeño delantal de cuadros blancos y negros para cocinar sus exquisiteces.
Pero Agatha se pellizcaba su pequeña y respingona nariz, señal inequívoca de que estaba absorta en sus pensamientos.
El sirviente de Mistery House aclaró la voz y añadió:
—¿Le apetece salmón ahumado para cenar?
Ella se sacudió el rubio flequillo y con los ojos abiertos pareció despertar de un sueño.
—¡Buena elección, mister Kent! ¡Y no te olvides de acompañado con un poco de mantequilla! —dijo sonriente—. Pero antes de irte…
—¿Antes de irme?
La muchacha señaló un estante en el que había unos libritos del color del pergamino. Para cogerlos habría necesitado una escalera, pero Agatha se quitó las zapatillas y miró impaciente al mayordomo.
—¿Puedes subirme a los hombros un momento? —le pidió.
Sin parpadear, mister Kent alzó a la muchacha sobre sus rocosos hombros. ¡Para un ex campeón de boxeo de la categoría de los pesos pesados, aquello era un juego de niños!
—¿Está estable, miss Agatha? —preguntó muy educadamente.
En vez de contestar, ella se puso de puntillas para coger los libros.
—¡Increíble! —exclamó alegre mientras hojeaba las páginas de un tratado médico—. ¡Es el material perfecto para mi nuevo relato!
Esta afirmación no alteró en absoluto a mister Kent.
Como todos los Mistery, Agatha también había elegido un oficio insólito: ¡quería ser una escritora de novela negra famosa en todo el mundo!
Le pasó el tratado médico al mayordomo, que se quedó desconcertado.
—Ejem…, perdone, miss Agatha… —balbució.
—¿Qué ocurre, mister Kent?
—Sinceramente, me pregunto cómo se las arregla para entender esta lengua tan extravagante…
—¿Te refieres al alemán antiguo?
Mister Kent cerró la cuadrada mandíbula y calló. Las capacidades de su pequeña ama no deberían sorprenderlo; cada día la veía ponerlas en práctica: memoria de elefante, intuición fulgurante, atención a los detalles…
—Solo sé leer unas cuantas palabras —admitió Agatha—. Pero, en realidad, ¡no parece difícil aprenderlo!
—Seguramente es así —comentó lacónicamente mister Kent.
Justo en aquel momento, Larry entró corriendo en la sala y derrapó sobre la alfombra, haciendo tintinear el manojo de llaves de Mistery House que llevaba el mayordomo.
—¿Qué ocurre? —dijo desconcertado cuando vio la montaña humana que formaban mister Kent y Agatha.
—Investigación y documentación —le respondió tranquilamente su prima—. Pero ¿a qué debemos el honor de tu visita?
Larry se acercó a ellos con pasos vacilantes y precedido por una mezcla de olores nauseabundos.
Como atraído por un potente imán, Watson salió de un rincón y se arrojó sobre él para olisquearlo.