5. La rata amante de la ópera
Agatha sorprendió a todos los presentes con una intuición fulgurante:
—El ladrón es un admirador suyo, señora Hoffman —dijo con mucha calma—. Si la memoria no me engaña, es habitual recibir flores u otros regalos antes de subir al escenario, ¿no es así?
La cantante se sobresaltó y buscó el apoyo de mister Kent.
—¿Qué tiene eso de malo? —balbució.
—Nada, no tiene nada de malo —la tranquilizó Agatha—. Pero ahora debe intentar recordar todo lo que ocurrió durante la media hora anterior al inicio del espectáculo.
El director Curtis dio un puñetazo sobre la mesa:
—¡Basta! —exclamó—. ¡Le prohíbo que trate a mi clienta de esta manera! ¿Es que no se da cuenta de que está muy afectada?
—¿Quiere encontrar al culpable o no? —intervino Larry con decisión.
El hombre se retorció el bigote nerviosamente:
—¡Claro que quiero encontrarlo, pero esta jovencita no hace más que complicar las cosas! ¿Cómo puede afirmar que el ladrón es un admirador de la señora Hoffman? ¿En qué basa esa idea tan absurda?
Agatha juntó las manos y se inclinó hacia delante:
—¡La baso en que usted, señor director, es una persona escrupulosa y tiene un servicio de vigilancia muy eficiente!
—¡No me haga la pelota —la instó él— y vaya al grano!
La chica echó una ojeada a Watson, que saltaba alegremente sobre los cojines. Luego respiró profundamente y continuó:
—Hagan el favor de seguirme. El espectáculo empezó a las 12.30 y acabó una hora después. Todo el personal estaba ocupado en el restaurante, incluidos sus vigilantes. Los espectadores, que eran más de un centenar, estaban sentados a las mesas para asistir al recital de la señora Hoffman…
—¿Y qué? —la interrumpió Curtis—. ¿Adónde quiere ir a parar?
—Es muy sencillo: ¿me equivoco o puso usted un par de vigilantes en el camerino?
Él abrió los brazos en señal de rendición:
—No sé cómo lo ha hecho, pero lo ha adivinado —resopló—. ¡Son los dos mejores de mi personal!
Agatha se volvió hacia la cantante, que había seguido la conversación con interés creciente.
—Nadie entró en su camerino durante el concierto, señora —la informó—. La lógica me dice que las tarjetas magnéticas las robaron antes, y lo hizo alguien que se hizo pasar por admirador suyo.
Los ojos de Helga Hoffman brillaron como faros en la noche. Aplaudió brevemente y a continuación se paseó por la sala murmurando en voz baja. Estaba tan distraída que por poco aplasta la cola de Watson con sus grandes pies.
—Recuerdo que mientras acababa de prepararme vinieron cinco o seis admiradores —reveló finalmente—. Me trajeron un ramo de rosas, una caja de bombones, una botella de champán…
—¿Los reconocería? —le preguntó mister Kent.
Ella negó con la cabeza, avergonzada:
—Si les soy sincera, yo sonrío y firmo autógrafos, pero ¡nunca miro a nadie a la cara!
—Entonces, volvemos a estar donde estábamos —comentó Larry, decepcionado.
—¡Esperen! —gritó Helga Hoffman mientras se acariciaba una de sus redondas mejillas—. Había un señor que no paraba de pedirme con insistencia un aria de La Bohème, ¡y no había forma de que se fuera!
—Yo también lo recuerdo —intervino el director Curtis—. ¡El espectáculo estaba a punto de empezar y tuve que echarlo del camerino a patadas!
—¿Puede describirlo? —le preguntó inmediatamente Agatha—. ¿Recuerda algún detalle concreto? ¿Barba, ropa, complexión?
—Era pequeño, y tan frenético y despistado que incluso tiró el perchero…
Larry chascó los dedos:
—¡Estoy seguro de que es nuestro hombre! —exclamó—. ¡Distrajo su atención para robar las tarjetas magnéticas del cajón!
En la habitación del hotel se notó un escalofrío de excitación. La intuición de Agatha había resultado una buena pista, y todos rompieron a hablar con espíritu de colaboración. Helga Hoffman explicó algunos detalles más, y el director se relajó y se desabrochó los botones de su chaqueta.
Como la señora Hoffman no había comido prácticamente nada desde que había tenido lugar el robo, el director se ofreció a pedir algunas exquisiteces a la cocina:
—¿Prefieren el tartare de buey o de atún? —preguntó a los presentes, tapando el micrófono del teléfono con la mano. Pero antes de que pudiesen contestar, su rostro adquirió una tonalidad morada—. ¿Qué? —gritó—. ¿Una… una rata… en mi hotel?
Todos los demás miraron hacia donde apuntaban sus ojos y vieron que Watson, enroscado sobre la caja fuerte, tenía algo peludo entre los dientes.
Agatha se acercó al gato bruscamente:
—Falsa alarma —rio mientras arrancaba de la boca de Watson un trozo de piel de color gris—. Mientras jugaba, debe de haberlo arrancado de un abrigo de la señora Hoffman…
—Yo no tengo ningún abrigo de piel —la rebatió con tono ofendido la cantante—. ¡Muy al contrario, he participado en importantes campañas contra esos abrigos! Agatha examinó detenidamente el trozo de piel.
¿De dónde había salido? Watson se había movido por toda la habitación, pero había encontrado su mejor presa junto a la caja fuerte…
Volvió a la mesa y enseñó a los demás el trozo de piel grisácea.
—Veamos, creo recordar que los animales típicos de Canadá son el alce, el oso y el castor —murmuró pensativa—. ¿Creéis que esto es piel de castor?
Mister Kent palpó cuidadosamente el trozo de piel:
—Imposible, miss Agatha, es demasiado blanda —precisó.
—Entonces, ¿a qué animal pertenece?
Mister Curtis hizo una mueca:
—Teniendo en cuenta su pésima calidad, parece del comunísimo rat musqué…
Los demás se quedaron mirándolo con actitud interrogativa.
—Rata almizclada —aclaró el director—. Es un gran roedor que chapotea en los lagos y los ríos y se caza por su piel, que tiene poco valor.
—¡Muy interesante! ¿Y qué hace aquí, en la suite de la señora Hoffman, un trozo de piel sin valor? —preguntó Agatha.
—Tal vez pertenezca a algún cliente anterior —aventuró el mayordomo.
—Eso queda descartado —objetó Agatha—. Los encargados de la limpieza lo habrían recogido y lo habrían llevado a recepción, sin duda.
—Exacto —confirmó el director Curtis.
Larry repiqueteó con los dedos contra la mesa:
—¿Pretendes mantenemos intrigados mucho tiempo más, prima? —la provocó, sabiendo que estaba a punto de enseñar el as que tenía en la manga.
Ella le sonrió y después se dirigió a la señora Hoffman:
—Antes nos ha dicho que cuando volvió a la suite encontró las tarjetas magnéticas sobre la caja fuerte, como si el ladrón hubiese querido devolvérselas o demostrar lo bien que lo había hecho —recordó—. Tal vez me equivoque, pero ¡creo que también dejó expresamente el trozo de piel que ha encontrado Watson!
—¿Y por qué lo haría? —preguntó mister Kent.
—Tal vez sea su firma —respondió Agatha—. En los manuales de criminología he leído que algunos ladrones dejan un indicio personal para incrementar su prestigio.
A continuación se desencadenó una ardorosa discusión que solo se interrumpió cuando Larry, después de consultar frenéticamente en los archivos de la EyeNet, reclamó que todos guardaran silencio:
—¡Has acertado, primita! —gritó, feliz como si estuviera en el séptimo cielo—. Ratmusqué es el apodo de un famoso ladrón canadiense ya retirado de la actividad criminal. Se había especializado en robos de joyas y, prestad mucha atención, ¡dejaba en el lugar de los hechos un trozo de piel para burlarse de la policía! —El chico siguió leyendo lo que aparecía en la pantalla, y los demás lo escucharon con mucha atención.
Así se enteraron de un montón de curiosidades sobre el famoso Ratmusqué: su nombre real era Rick Montpellier, y se había entregado voluntariamente a la policía porque ya no se divertía y había pactado su libertad a cambio de devolver todo el botín que había acumulado.
Luego, Larry se rascó la cabeza:
—¡Oh, ostras! —exclamó—. Los datos que siguen están clasificados como TOP SECRET. Esto sí que es un buen problema…
—¿Qué importa, hijo? —dijo el director, que se frotaba las manos de satisfacción—. Hemos descubierto quién robó las joyas…
—… ¡y es un ratón amante de la ópera! —concluyó mister Kent.
La señora Hoffman rio la ocurrencia del mayordomo y lo abrazó.
—Solo queda un problema —dijo Agatha—. De momento no tenemos más que hipótesis, porque las cámaras exteriores no grabaron a nadie que saliera del hotel mientras tenía lugar el recital —continuó la chica—. Entonces, ¿cómo se las arregló nuestro hombre para huir?
—Seguro que habrá una lista de los espectadores —dijo Larry—. ¿No es así, mister Curtis?
El director jugó nerviosamente con su corbata:
—Eeehh, desgraciadamente, no. Para asistir al espectáculo basta con comprar la entrada —le costó decir.
—Entonces, ¡nunca descubriremos la verdad! —gimió Larry—. ¡Lo hemos perdido para siempre!
—A no ser que… —murmuró Agatha.
—¿A no ser que qué? —repitieron todos, esperanzados.
El rostro de la chica se iluminó.
—¡Pues claro! —exclamó—. ¡Qué burra soy por no haberlo pensado antes! —Agarró a su primo por una manga y le ordenó—: ¡Llama inmediatamente a Scarlett; ella nos dirá dónde podemos encontrar las joyas y a Ratmusqué!