15. LA CITA DE LAS DOS
(Martes 18 de octubre, 9:30 de la mañana)
Vance llegaba a la oficina del fiscal del distrito a las nueve y media de la mañana siguiente. Después del concierto de música de cámara en el Carnegie Hall la noche anterior, Markham se había ido directamente a su domicilio, y Vance había permanecido despierto hasta bien pasada la medianoche, leyendo acá y allá párrafos y más párrafos de libros de Medicina. Parecía nervioso y expectante, y después de un Scotch and soda, yo me fui a acostar, dejándole en la biblioteca; pero estaba todavía estimulado mi proceso mental, y amanecía casi cuando me quedé dormido. Vance me despertó a las ocho para preguntarme si deseaba participar en las actividades que tenía planeadas para el día.
Me levanté inmediatamente y le encontré de excelente humor cuando me reuní con él en la biblioteca para el desayuno.
—Algo definitivo y revelador tiene que suceder hoy, Van —me dijo a guisa de breve saludo—. Cuento con la conjuntiva y la psicología del miedo. He dicho a todos los relacionados con el caso, excepción hecha de Kinkaid, todo lo que sabía, y podemos confiar en que Bloodgood comunicará a su jefe mis observaciones en cuanto se reúna con él en su retiro a orillas del mar. Espero que algunas de las semillas sembradas por mí habrán caído en buen terreno y que recogeremos los frutos, quizá en la proporción de ciento por uno, aunque yo me daría por satisfecho con un setenta y hasta un treinta… Tan pronto como ingieras esos huevos escalfados, nos dirigiremos al despacho de Markham. No puedo seguir viviendo sin conocer el último informe de Hildebrandt…
Markham acababa de llegar a su oficina cuando nosotros nos presentamos. Estaba estudiando una hoja de papel escrita a máquina y no se levantó cuando nos sintió entrar.
—Lo adivinaste —dijo a Vance por todo saludo—. El informe de Hildebrandt estaba sobre la mesa del despacho cuando llegué.
—¡Ah!
—Las conjuntivas, los sacos lagrimales y las membranas mucosas de la nariz estaban saturados de belladona. También hay belladona en la sangre. Hildebrandt dice que ya no hay duda sobre la causa de la muerte.
—Eso es interesantísimo —dijo Vance—. Anoche estuve leyendo un caso de muerte de un niño de cuatro años por instilación de belladona en los ojos.
—Pero si es así —objetó Markham—, ¿dónde encaja tu agua pesada?
—¡Oh, encaja perfectamente! —replicó Vance—. Se suponía que no buscaríamos la belladona en la membrana de los párpados y en la parte anterior del globo ocular. Se creía que, antes que nada, nos zambulliríamos de cabeza en el agua. La toxicología del envenenador era completamente acertada en un sentido académico, pero no tuvo en cuenta todas las posibles eventualidades…
—No pretendo —replicó Markham, irritado— comprender tus misteriosas observaciones. El informe del doctor Hildebrandt es, sin embargo, suficientemente preciso, pero no nos ayuda en el sentido legal.
—No —confesó Vance—. Legalmente hablando, hace el caso aún más difícil. Justifica, en cierto modo, la hipótesis del suicidio. Pero no ha habido tal.
—¿Y opinas que la belladona fue también el veneno tomado por Lynn Llewellyn y su hermana?
—¡Oh, no! —afirmó Vance, rotundo—. Eso fue algo completamente diferente. Y lo doloroso del caso es que no tenemos pruebas del intento de asesinato en ninguno de los tres envenenamientos, pero con ese informe de Hildebrandt sabemos, al menos, dónde estamos ahora… ¿Alguna otra noticia, por casualidad?
—Sí —afirmó Markham—. Una noticia algo extraña. Yo no le concedo ninguna importancia particular, sin embargo. Se trata de que Kinkaid telefoneó desde Atlantic City antes de llegar yo aquí esta mañana. Swacker habló con él. Dijo que le habían llamado a Nueva York inesperadamente (algún asunto del Casino) y que si podía entrevistarme con él allí y llevarte conmigo, creía poder proporcionarnos algunos detalles acerca del caso Llewellyn.
Vance se mostró profundamente sorprendido con esta noticia.
—¿Fijó una hora determinada?
—Dijo a Swacker que estaría muy ocupado todo el día y que las dos de la tarde sería la hora más conveniente para él.
—¿Te volvió a llamar, por casualidad?
—No. Informó a Swacker que iba a tomar el tren inmediatamente. Y yo no sabía dónde se hospedaba. Además, no vi la necesidad de telefonearle, y de todos modos, yo nada habría hecho hasta hablar contigo, que pareces tener ciertas ideas acerca del caso que, lo confieso, a mí nunca se me habrían ocurrido… ¿Qué harás de su invitación? ¿Crees que nos revelará alguna cosa de importancia?
—No, no lo creo —Vance se recostó en su sillón, entornó los ojos y examinó el asunto unos momentos—. Extraña situación. Todo son cualidades. Puede haberle preocupado mi descubrimiento de su agua pesada y necesita sincerarse, por si sospechamos de él. Pero al mismo tiempo, no debe interesarle mucho cuando no ha venido a este despacho, exponiéndose a que no acudamos a su cita del Casino…
Vance se puso en pie de pronto.
—¡Por Dios! —exclamó—. La cosa puede examinarse desde otro punto. Casual… sí. Pero demasiada casualidad. Es como el resto del asunto. Nadie actúa racionalmente. O mucho o poco. No hay términos medios.
Se aproximó a la ventana, mostrando una gran preocupación.
—Yo esperaba que sucediera algo…, algo. Pero no es esto —murmuró.
—¿Qué esperabas que sucediera, Vance? —preguntó Markham, estudiando su rostro con turbada expresión.
—No lo sé —suspiró Vance—. Pero cualquier cosa menos esto —y ejecutó con los dedos un nervioso redoble en el vidrio de la ventana—. Yo esperaba que sería algo repentino y desconcertante. Pero la perspectiva de charlar con Kinkaid a las dos no es cosa que me emocione…
De pronto giró rápidamente, avanzando hacia la mesa del fiscal.
—¡Mi palabra, Markham! ¡Esto puede ser exactamente lo que yo esperaba! —había ahora en sus ojos una llamarada de entusiasmo—. Puede presentársenos de ese modo, ¿no comprendes? Yo esperaba más sutilezas. Pero ahora ya es demasiado tarde para ellas. Debía haberlo visto… El caso ha alcanzado su punto culminante… Acudiremos a esa cita, Markham.
—Pero, Vance… —empezó a protestar Markham.
Pero el otro le interrumpió apresuradamente:
—No, no. Tenemos que ir al Casino y saber la verdad —dijo, tomando el sombrero y el abrigo—. Ve a recogerme a la una y media.
Se dirigió hacia la puerta, seguido por la mirada interrogadora de Markham.
—¿Estás seguro del terreno que pisas?
Vance se detuvo con la mano ya puesta en el tirador.
—Sí. Eso creo.
Yo rara vez le había visto tan serio.
—¿Y qué vas a hacer hasta la una y media? —preguntó Markham, con burlona sonrisa.
—¡Mi querido Markham! Eres muy suspicaz —la expresión de Vance cambió repentinamente y devolvió a Markham su sonrisa de completo buen humor—. Voy a telefonear un poco. Cumplida esa engorrosa tarea, me trasladaré al número doscientos cuarenta de Centre Street y sostendré una charla, de corazón a corazón, con el valeroso sargento Heath. Luego visitaré algunas tiendas y más tarde una volandera visita a la casa de los Llewellyn. Terminado todo eso, penetrará en Scarpotti’s y pediré huevos Eugénie, una ensalada de alcachofas y…
—¡Vete con Dios! —gruñó Markham—. Te veré a la una y media.
Vance me dejó a la puerta del Criminal Courts Building, y yo me dirigí directamente a su departamento, donde me dediqué a despachar el trabajo que se había ido acumulando.
Era poco más de la una cuando Vance regresó. Parecía abstraído y en un estado de gran tensión física y mental. Habló muy poco y no se refirió ni una sola vez a la situación, que yo sabía era lo único que le preocupaba. Se paseó durante largo rato por el despacho, fumando, y después penetró en el dormitorio, donde le oí telefonear. No pude entender nada de lo que dijo; pero cuando volvió al despacho parecía mucho más animoso.
—Todo marcha bien, Van —me dijo, y se sentó ante su cuadro favorito: una acuarela de Cézanne.
Markham llegó a la una en punto.
—Aquí estoy —anunció, agresivo, con un dejo de irritación—, aunque no comprendo la razón de que no hayamos hecho ir a Kinkaid a mi despacho para decirnos lo que sea.
—Oh, hay una buena razón —dijo Vance, mirando a Markham con afecto—. Yo espero que habrá una razón. No estoy seguro… realmente. Pero es nuestra única oportunidad y debemos aprovecharla.
Markham lanzó un profundo suspiro.
—No acabo de comprenderte. De todos modos, ya estoy aquí. ¿Marchamos?
Vance titubeó.
—¿Y si hubiera peligro?
—No importa. He dicho que estoy aquí. Vámonos ya.
—Debo advertirles una cosa —dijo Vance—. No beban nada en el Casino…, suceda lo que suceda.
Tomamos el coche, y quince minutos después enfilábamos la calle Setenta y Tres, camino de Riverside Drive. Vance frenó directamente frente a la entrada del Casino. Saltamos del coche y ascendimos por los escalones de piedra que conducían al encristalado vestíbulo. Vance consultó su reloj.
—Las dos y un minuto exactamente —observó—. Me parece que esto puede llamarse puntualidad.
Oprimió el pequeño botón de marfil montado a un lado de la puerta de bronce, y sacando la pitillera eligió cuidadosamente; un Régie, que encendió inmediatamente. A los pocos momentos pudimos oír que se deslizaba el pestillo de la cerradura. La puerta giró hacia adentro y penetramos en la semioscuridad del vestíbulo.
Yo me quedé un poco sorprendido al ver que era Lynn Llewellyn el que nos había abierto la puerta.
—Mi tío les espera a ustedes —nos dijo, después de saludarnos atentamente—. Está algo ocupado y me pidió que viniese a ayudarle. Le encontré en su despacho. ¿Tienen la bondad de subir?
Vance murmuró las gracias, y Llewellyn nos precedió por las escaleras. Atravesamos el gold room, y tras llamar suavemente a la puerta del despacho, la abrió y nos indicó que entrásemos.
Acababa de darme cuenta de que Kinkaid no estaba en la habitación cuando la puerta se cerró de golpe y sentí girar la llave en la cerradura. Me volví rápidamente, desconfiado, y allí, apoyadas las espaldas en el marco, vi a Llewellyn con su revólver en la mano. Movía amenazador la boca del arma, teniéndonos a los tres encañonados. Un cambio radical parecía haberse operado en el hombre. Sus ojos entornados, pero siniestros y penetrantes como dagas, me hicieron estremecer. Sus labios se deformaban en cruel sonrisa. Y había una sensación de seguridad en el equilibrado balanceo de su cuerpo, del que parecía emanar la amenaza de un poder mortal.
—Gracias por haber venido —dijo, con voz lenta y firme, sin dejar de sonreír—. Y ahora, infelices, siéntense en esos tres sillones contra la pared. Antes de enviarlos al infierno tengo que decirles algo… Y mantengan las manos fiada adelante.
Vance miró al hombre con curiosidad, y luego fijó la mirada en el revólver que tenía en la mano.
—No hay nada que hacer, Markham —dijo—. Míster Llewellyn parece ser aquí el maestro de ceremonias.
Vance estaba colocado entre Markham y yo, y se sentó resignadamente en el sillón de en medio Los tres habían sido colocados en fila, contra la pared, en uno de los extremos del despacho. Markham y yo nos sentamos a uno y otro lado de Vance y, siguiendo su ejemplo, colocamos nuestras manos sobre los brazos planos de los sillones. Llewellyn avanzó cautelosamente a unos dos metros de nosotros.
—Lamento, Markham, el haberte traído a este sitio —dijo Vance, desconsolado—. Y a ti te digo lo mismo, Van. Pero ya es demasiado tarde para lamentaciones.
—Escupa ese cigarro —ordenó Llewellyn, con la mirada fija en Vance.
Vance obedeció, y Llewellyn lo aplastó con el pie, sin mirar siquiera al suelo.
—No haga el menor movimiento —añadió—. Sentiría tenerle que abrasar antes de decirle unas cuantas cosas.
—Y a nosotros nos agrada mucho oírlas —le contestó Vance—. Yo creí que conocía su juego; pero es usted más hábil de lo que sospechaba.
Llewellyn rio entre dientes.
—Pues se ha equivocado. Usted creyó que mi capital estaba exhausto, y que tendría que entregarme… como un vencido. Pero aún tengo seis fichas para jugar…: estas pequeñas fichas de acero que están aquí —al decir esto acarició amorosamente el cilindro del revólver con su mano izquierda—. Y voy a colocar dos en cada uno de ustedes. ¿Ganaré esta jugada?
Vance afirmó con un movimiento de cabeza.
—Sí. Es muy posible. Pero al menos ha tenido que renunciar al final a sutilezas para recurrir al método directo. No era el suyo, después de todo, un crimen perfecto. Sólo volviéndose pistolero podía usted cubrir las posturas que ha perdido. No es un final enteramente satisfactorio. Un poco humillante, en efecto, para uno que se considera diabólicamente ingenioso.
Había un irritante desdén en las palabras de Vance.
—Ya ves, Markham —añadió en un aparte—, este es el caballero que asesinó a su esposa. Pero no ha sido lo suficientemente astuto para conseguir su último gol. Su sistema, maravillosamente planeado, ha fracasado al final.
—¡Oh, no! —interrumpió Llewellyn—. No ha fracasado. No tengo más que seguir jugando otro poco…, una vuelta más de ruleta.
—Una vuelta más —sonrió Vance, despectivo—. Comprendo. Tendrá usted que añadir otros tres asesinatos para ocultar el primero.
—No me preocupa eso —dijo Llewellyn, con siniestra sonrisa—. Será, por el contrario, un placer.
Permanecía en pie, reposado y alerta, sin el más ligero síntoma de nerviosidad. Empuñaba firmemente el revólver, y tenía clavada en nosotros su fría mirada. Yo le observaba fascinado. Todo en él parecía indicar el decidido propósito de matar. La expresión de su rostro parecía doblemente terrible por el suave y afeminado contorno de sus facciones; lo que producía un contraste aterrador y siniestro.
—¿Conoce usted todo el asunto? —preguntó—. Yo llenaré las lagunas por usted. Así terminaremos antes.
—Sí; lo que usted quiere es que yo halague su vanidad —replicó Vance—. Ya contaba yo con eso. Es una debilidad como otra cualquiera.
Llewellyn frunció los labios en una mueca cruel.
—¿Cree usted por un momento que no tendré valor para matarlos a ustedes?
Trató de reír, pero sólo salió de su garganta un sonido duro y gutural.
—¡Oh, no! No —dijo Vance, desalentado—. Estoy completamente convencido de que va usted a matarnos. Pero ese hecho no demostrará otra cosa que la desesperación de su debilidad. Es muy sencillo ametrallar a la gente. El gangster más cobarde e ignorante sirve perfectamente para esa tarea. Se necesita valor e inteligencia para conseguir uno sus fines sin la violencia de la acción física y directa y al mismo tiempo evitar que se le descubra.
—Yo he sido más listo que todos ustedes —galleó Llewellyn, agresivo—. Y para llegar a la escena que están presenciando he empleado más astucia de la que ustedes creen. Tengo perfectamente probada mi coartada durante esta tarde. Por si les interesa, les diré que ahora estoy viajando hacia Westchester con mi madre.
—Ya sospechaba yo algo de eso. Su madre no estaba en casa cuando yo estuve allí esta mañana…
—¿Estuvo usted en casa esta mañana?
—Sí. Sólo un momento… Desgraciadamente, su madre sería capaz de cometer perjurio por usted. Desde un principio, ella ha sospechado que usted es culpable, y ha hecho todo lo que ha podido para salvarle desviando las sospechas hacia otro lado. Y su hermana también tiene un atisbo de la verdad.
—Quizá sí, y quizá no —murmuró Llewellyn—. Pero las sospechas no perjudican a nadie. Son las pruebas las que valen…, y no hay quien pueda probarme nada.
Vance afirmó con un gesto.
—Sí. Algo hay de eso… Y a propósito, ¿fue usted a Atlantic City la noche pasada?
—Naturalmente. Pero nadie sabe que estuve allí. Me limité a telefonear en nombre de mi querido tío. Fue una cosa sencilla y lo hice bastante bien, ¿no es cierto?
—Sí. En apariencia; aquí nos tiene usted, si es eso lo que se propuso. Afortunadamente para su plan, el secretario de mister Markham no conocía su voz ni la de Kinkaid.
—Por eso tuve cuidado de telefonear antes que el eminente fiscal del distrito llegase a su despacho.
Hablaba con infinito sarcasmo, haciendo visajes de alborozo. Vance le observaba atentamente, con la mirada fija en el amenazador revólver, que apuntaba directamente hacia él.
—Está claro que usted comprendió todo lo que le dije ayer por la tarde en su casa.
—Tenía que ser tonto —dijo Llewellyn—. Yo sabía que usted fingía dirigir sus observaciones a Bloodgood, pero en realidad me hablaba a mí, tratando de hacerme comprender que lo sabía todo. Y usted creyó que yo inmediatamente haría algo para contrarrestar sus sospechas, ¿no es eso? —una burlona sonrisa vagó por sus labios—. Bien, pues ya hice lo que usted esperaba. Los he traído aquí… y voy a terminar con todos ustedes a tiros. Supongo que no sería esto lo que usted quería.
—No —suspiró Vance, consternado—. No era eso. La llamada telefónica y la cita me intrigaron mucho. No podía comprender la alarma de Kinkaid… Pero dígame, Llewellyn: ¿por qué supone usted que esta pequeña jugada va a tener éxito? Alguien del edificio puede oír los disparos…
—¡No! —la siniestra mirada de Llewellyn se animó como un relámpago de satisfacción—. El Casino se ha cerrado indefinidamente y no queda nadie aquí. Kinkaid y Bloodgood están lejos. Hace unas semanas quité a Kinkaid una llave de la casa, pensando que podría necesitarla si él intentaba retener mis ganancias. Estamos completamente solos, Vance, y no hay cuidado de que nadie nos interrumpa. La partida será un éxito… para mí.
—Ya veo que lo ha preparado usted todo sin descuidar detalle —murmuró Vance con desaliento—. Es usted completamente dueño de la situación. ¿A qué espera usted?
Llewellyn dejó oír una risita burlona.
—Disfruto con los preliminares. Y, además, me interesa saber lo que consiguió usted descubrir de mi plan.
—¿Le humilla pensar que alguien haya podido penetrar toda la trama? —preguntó Vance.
—No —replicó Llewellyn—. Precisamente lo que me interesa es ver lo que sabe usted y decirle todo lo demás antes de mandarle al otro mundo.
—¡Es el colmo de la jactancia! —exclamó Vance—. Lo que usted quiere es que yo halague su vanidad.
—¡No importa! —el tono frío y reposado de Llewellyn era aún más aterrador que la ira más violenta—. Cuente usted lo que sepa…, necesito oírlo. Y a usted no le vendrá mal tampoco. Mientras pueda hablar, será señal de que está vivo…, y a todos nos gusta agarrarnos a la vida, aunque sólo sea por unos cuantos minutos… Y conserven sus manos… los tres… sobre los brazos de los sillones…, o haré fuego al menor movimiento.