12. VANCE EMPRENDE UN VIAJE
(Domingo 16 de octubre, 1:30 de la tarde)
Vance se puso en pie lentamente y se aproximó a la mesa de Markham.
—Markham —le dijo con imponente seriedad—, sólo hay un modo de atacar este problema. Debemos poner los ojos en los hechos físicos conocidos y prescindir de todo lo que tienda a desvirtuarnos de ellos. Por esta razón te voy a pedir que me pongas inmediatamente en contacto con el toxicólogo oficial.
Markham le miró de mal talante.
—¿Hoy, quieres decir?
—Sí —insistió Vance—. Y esta tarde a ser posible.
—Pero hoy es domingo, Vance —rezongó Markham—. Sería difícil… Sin embargo, veré lo que puedo hacer.
Pulsó un timbre llamando a Swacker.
—Vea si puede encontrar al doctor Adolph Hildebrandt —ordenó al secretario cuando este apareció—. A estas horas ya no debe de estar en el laboratorio. Trate de telefonear a su casa.
Swacker salió.
—Hildebrandt es una buena persona —dijo Markham a Vance—. Una de las mejores de este país. Es el verdadero tipo germano: cauto, engolado y altamente académico. Sin él nunca habríamos conseguido tener pruebas en los casos de Waite y Sandford. Quizá esté en casa ahora…, o quizá no. Si no fuera domingo… Sin embargo…
En aquel momento sonó un zumbador y Markham contestó por el teléfono colocado sobre la mesa. Después de una breve conversación colgó el receptor.
—Estás de suerte, Vance. Hildebrandt está en casa. Vive en la calle Ochenta y Cuatro…, y estará allí toda la tarde. Ya viste lo que le he dicho: que le visitaremos dentro de un par de horas.
—Esto nos va a ayudar —murmuró Vance—. O quizá vamos a descubrir que seguimos una pista falsa. Pero no hay otro punto de partida… ¡Cuánto daría por saber lo que pensaba Bloodgood! Todo este asunto se resuelve en un mar de conjeturas —suspiró y aspiró profundamente el humo de su cigarrillo—. Entre tanto, levantemos nuestros corazones. Sé dónde sirven una excelente sopa de tortuga, una ommelette aux rognons y un exquisito jerez. Allons-y, mon vieux…
***
Nos salió a abrir en persona, al oír nuestra llamada, y nos condujo a un estrecho gabinete atestado de muebles rococó del siglo XVIII. A pesar de su aspecto arisco y reservado, era muy amable y ocurrente, y acogió la presentación que de nosotros hizo Markham con grave cortesía.
Vance abordó inmediatamente el objeto de nuestra visita.
—Estamos aquí, doctor —dijo—, para hacerle unas cuantas preguntas relacionadas con los venenos y sus efectos. Nos encontramos enfrentados con un serio y aparentemente oscuro problema, relacionado con la muerte de mistress Llewellyn la noche pasada…
—¡Ah, sí! —el doctor Hildebrandt se apartó lentamente la pipa de la boca—. Doremus me llamó esta mañana y estuve presente en la autopsia. Hice un análisis del estómago en busca de un derivado del grupo de la belladona. Pero no encontré nada. Mañana haré uno más completo de los otros órganos.
—Lo que más nos interesa averiguar —prosiguió Vance— es si un veneno pudo haber sido la causa de la muerte, a pesar de no haberse evidenciado en el análisis; y en tal caso, cómo fue administrado.
El doctor Hildebrandt reflexionó un momento.
—Quizá pueda ayudarle a usted… y quizá no. La toxicología es una ciencia complicada y difícil. Muchas de sus facetas no las conocemos todavía.
Volvió la pipa a su boca y lanzó al aire varias bocanadas de humo, como tratando de ordenar sus pensamientos. Después habló en tono doctoral y didáctico.
—Usted sabrá, naturalmente, que el veneno, en sentido biológico, no existe en el cuerpo si es enteramente insoluble; pues en tal caso, resiste a su absorción por el riego sanguíneo. El corolario es que cuanto más soluble es una sustancia más fácilmente es absorbida por la sangre y, por consecuencia, más enérgicamente actúa sobre el cuerpo humano.
—¿Y qué hay de la dilución de un veneno en el agua, doctor? —preguntó Vance.
—El agua no sólo apresura la absorción de un veneno, sino que generalmente aumenta su actividad. No obstante, en el caso de un corrosivo, el agua aminora los efectos tóxicos. Pero, por otra parte, debe tenerse en cuenta el estado del estómago en el caso de los venenos tomados por vía bucal. Si hay alimento en el estómago al tiempo de la ingestión, la absorción del veneno se retrasa; pero si no hay alimento, la absorción, así como la acción del veneno, se verifica más rápidamente.
—En el caso Llewellyn el estómago debía de estar relativamente vacío —indicó Vance.
—Así es. Y podemos dar por sentado que si el veneno fue absorbido por el estómago, el efecto tuvo que ser bastante rápido.
—Creemos saber la hora aproximada en que fue tomado el veneno —dijo Vance—, pero nos interesa conocer la hora científicamente establecida.
—Sí, la hora es detalle importantísimo en todos los casos sospechosos de criminalidad. Pero su determinación no es cosa sencilla, pues, en tales casos, no se suelen tener datos de cómo o en qué condiciones fue tomado el veneno. La hora de la ingestión depende enteramente de la clase de droga y de los síntomas observados. Casi todos los venenos comunes actúan rápidamente, aunque puedo recordar varias excepciones fisiológicas en que la acción del veneno no se reveló hasta pasadas algunas horas de la ingestión. Pero generalmente hablando, los síntomas de envenenamiento por vía bucal se manifiestan a la hora. En la mayoría de los casos, si el estómago está vacío, los síntomas aparecen dentro de los diez o quince minutos de la toma. Esto es particularmente cierto en el caso de la belladona y de la atropina.
—¿Y qué hay de un veneno tomado por vía bucal cuya presencia no se acusa, sin embargo, más tarde en el estómago? —preguntó Vance.
El doctor Hildebrandt carraspeó como un juez.
—Tal condición se da en cierto número de venenos tomados por la boca. Y significa sencillamente que el sistema ha absorbido todo el veneno que penetró en el estómago. Pero claro está, que tendrían que encontrarse depositados en la sangre y en los tejidos. Desgraciadamente, en muchísimos casos de envenenamiento criminal sólo se da el estómago al toxicólogo para su examen químico. Con ese único elemento de juicio los dictámenes son incompletos, pues, como ya dije, la rápida absorción del veneno puede no haber dejado huellas en aquel órgano. Naturalmente, el toxicólogo a quien sólo se le da el estómago para su examen puede suponer que el veneno que en él encuentre es lo que pudiéramos llamar un sobrante del que realmente fue ingerido y absorbido por el sistema. Pero esto no es una prueba concluyente. He ahí por qué debieran ser químicamente analizados los demás órganos de las personas sospechosas de haber muerto envenenadas; el hígado, los riñones, los intestinos, y hasta el cerebro y la medula. Cuando el veneno penetra por vía bucal, es primeramente absorbido a través del estómago. Después se incorpora a la sangre. Y finalmente se deposita en los tejidos del hígado, de los riñones y de otros órganos. Comprenderá usted, claro está, que los venenos pueden penetrar en el cuerpo por otros caminos que la boca; y en tal caso no se encontraría, naturalmente, rastro de ellos en el estómago.
—Eso es una de las cosas que queríamos saber —interrumpió Vance—. En vista de que mistress Llewellyn murió al poco rato de haber ingerido el veneno, y de que no se ha encontrado rastro de él en su estómago, yo deseaba preguntarle en qué otra forma, que no fuese por ingestión, pudo ser administrado.
El doctor Hildebrandt dejó vagar pensativo la mirada por el espacio.
—Pudo ser administrado por inyección: es decir, actuando directamente por vía hipodérmica en la corriente sanguínea. O también pudo ser absorbido por las mucosas de la nariz o por la conjuntiva. En uno u otro caso, claro está que no se encontraría rastro del veneno en el estómago.
Vance fumó unos momentos en profunda meditación. Finalmente aventuró otra pregunta:
—¿Existen casos en que el veneno tomado bucalmente, ocasionando la muerte, no deje rastros en algún órgano del cuerpo?
El doctor concentró su mirada en Vance.
—Hay venenos que, una vez absorbidos por el organismo, no ejercen acción química sobre la sangre; y existen otros que no se transforman en compuestos insolubles cuando entran en contacto con los tejidos. Tales venenos son rápidamente eliminados por el sistema. Si la víctima de un envenenamiento vive el tiempo suficiente después de ingerida la droga, todo rastro de esta puede desaparecer por completo del cuerpo. Pero no hay indicio alguno de que tal sea el caso de mistress Llewellyn. Todos los síntomas violentos de envenenamiento aparecieron en ella poco después de la ingestión, y, en mi opinión, no pudo existir proceso eliminatorio.
—Pero aun en los casos en que no se encuentra veneno en los órganos —insistió Vance—, ¿no se producirán cambios orgánicos en el cuerpo que revelen la naturaleza del veneno ingerido?
—En ciertos casos, sí —el doctor Hildebrandt volvió a clavar su mirada en el espacio—. Tales indicios, no obstante, son muy inciertos. Ya sabe usted que diversos tipos de enfermedades pueden producir sobre los órganos efectos parecidos a los ocasionados por ciertos venenos. Sin embargo, si las lesiones descubiertas son idénticas a las que produciría el veneno que se supone tome una persona, se puede afirmar que tales lesiones son el resultado de este último. Por otra parte, he tenido ocasión de observar ciertos casos en que se sabía positivamente que había sido tomado un veneno, y, sin embargo, los órganos no mostraron ninguna de las lesiones que era dado esperar. En el famoso caso de Heidelmeyer, por ejemplo, se sabía que la muerte había sido causada por el arsénico; pues bien, ni el estómago ni los intestinos estaban irritados, y las mucosas se mostraban aún más pálidas que en circunstancias normales.
Vance sonrió decepcionado.
—La toxicología, según veo, es una ciencia a la que ni remotamente se podría calificar de matemática. Sin embargo, debe de haber algún medio de llegar a una conclusión definida partiendo de un conjunto dado de condiciones. Por ejemplo, aunque no se encuentren en el sistema rastros de veneno, ¿no sería posible determinar cuál es este por los síntomas de la persona y por las apariencias post-mortem?
—Eso —replicó el doctor Hildebrandt— es más bien un problema médico que toxicológico. No obstante, le puedo decir que los síntomas de algunas enfermedades recuerdan muchísimo a los de ciertos tipos de envenenamiento. Por ejemplo, los síntomas de la gastroenteritis, del cólera morbo, de la úlcera del duodeno, de la uremia y de la acidosis aguda, son como remedos de los del envenenamiento por arsénico, yodo, mercurio, acónito, antimonio, digital y varios álcalis y ácidos corrosivos. Las convulsiones que acompañan al tétanos, a la epilepsia, a la eclampsia puerperal y a la meningitis son idénticas a las producidas por el alcanfor, los cianuros y la estricnina. Pupilas dilatadas, tan características en las enfermedades que producen atrofia óptica o debilidad del nervio óculomotor, acompañan también al envenenamiento por el grupo de la belladona, la cocaína y la gelsemina; mientras que la concentración de la pupila, tan peculiar de la tabes, por ejemplo, se produce también por el opio, la morfina y la heroína. El opio, el paraldehido, el bióxido de carbono, la hioscina y los barbituratos producen coma; lo mismo que la hemorragia cerebral, la epilepsia y las lesiones cerebrales. El delírium, que encontramos en las enfermedades mentales orgánicas y en la nefritis, puede producirse; por la administración de atropina, cocaína, haxix y otros varios venenos. La nitrobencina, la anilina, el opio y sus derivados producen cianosis, igual que las enfermedades cardíacas y respiratorias. La parálisis se ocasiona por la ingestión de cianidos y monóxidos de carbono, pero también es consecuencia de los tumores cerebrales y de la apoplejía. Después viene la cuestión de la respiración. El opio da una respiración lenta, pero también la origina la uremia y la hemorragia cerebral. ¿Qué más? Los venenos del grupo de la belladona producen respiración rápida, cosa que también es corriente en el histerismo y en las lesiones de la medula.
—¡Caramba! —exclamó Vance—. Cuanto más avanzamos, más nos alejamos de la infalibilidad.
El doctor rio de buena gana.
—La toxicología no es ciencia completamente desahuciada —añadió—. Si se encuentra veneno en los órganos de una persona muerta, y la patología del caso corresponde exactamente a los síntomas que deba producir aquel veneno, estará justificado el aceptar como un hecho que la persona murió por la acción del tóxico.
Vance mostró su conformidad con un gesto.
—Sí. Comprendo. Pero me ha parecido oírle a usted que la ausencia de un veneno determinado en los órganos no significa que la muerte no sea debida a esa causa. Entonces, ¿es posible que el tóxico esté realmente en los órganos analizados y, sin embargo, se resista a la defección por el análisis químico?
—¡Oh, sí! Existen varias sustancias tóxicas para cuya determinación no ha encontrado aún los medios la química. Además, no debe usted pasar por alto el hecho de que hay venenos que, cuando se ponen en contacto con ciertos elementos químicos del cuerpo humano, se convierten en sustancias inofensivas como las que abundan en nuestro organismo.
—Así, pues, ¿es posible envenenar a alguien deliberadamente, sin temor a dejar rastro del procedimiento seguido?
—Sí, es posible. Si se pudiera introducir con éxito sodio común en el estómago…
—Sí, lo sé —interrumpió Vance—. Pero la perforación de las paredes del estómago para la combustión del sodio no es lo que a mí me preocupa. Lo que yo necesito saber es esto: ¿existen verdaderas sustancias venenosas que produzcan la muerte sin dejar rastro?
—Sí que existen —el doctor se quitó la pipa de la boca—. Hay, por ejemplo, varios venenos vegetales que no producen lesión específica alguna, ni son químicamente identificables. Y ciertos venenos orgánicos pueden convertirse en elementos comúnmente presentes en el cuerpo humano. Además, se conocen diversos tóxicos volátiles que pueden haberse ya disipado cuando el toxicólogo[7] coge los órganos para su examen. Todo esto sin mencionar los ácidos minerales que producen corrosiones y son eliminados del sistema antes que ocurra la muerte, pues comprendo que este tipo de veneno no le interesa a usted.
—Estaba pensando particularmente —dijo Vance— en cierta clase de veneno fácilmente obtenible, capaz de ser administrado en un vaso de agua sin que su presencia sea advertida por la víctima.
El doctor Hildebrandt sopesó el asunto unos momentos. Después movió la cabeza con inusitada gravedad.
—No. Temo que las drogas y las sustancias químicas que se me ocurren ahora no satisfagan todas las condiciones que usted impone.
—Sin embargo, doctor —insistió Vance—, ¿no es posible que se haya descubierto recientemente algún veneno que llene mis hipotéticos requisitos?
—Ciertamente que es posible —confesó el doctor—. Constantemente se están haciendo descubrimientos de tóxicos nuevos.
Vance guardó silencio largo rato. Después preguntó:
—Una dosis letal de atropina o belladona en un vaso de agua, ¿sería fácilmente descubierta por el que bebiese la mezcla?
—¡Oh, sí! Darían al agua un sabor marcadamente amargo. ¿Tiene usted alguna razón para creer que el veneno, en el caso de los Llewellyn, fue administrado en agua?
Vance dudó un momento antes de contestar.
—Estamos todavía investigando ese punto. El hecho es que dos personas, además de mistress Llewellyn, fueron envenenadas, y que ambas se repusieron. Y las dos habían tomado un vaso de agua poco antes de sufrir un colapso. Existe, además, el detalle de que la jarra de mistress Llewellyn estaba vacía cuando nosotros llegamos.
—Comprendo —murmuró el doctor—. Quizá después de mi análisis pueda decirle algo más.
Vance se puso en pie.
—Le estoy profundamente agradecido. No se me ocurre nada más por el momento. El caso, hasta ahora, se presenta bastante oscuro. Y a propósito, ¿cuándo estará terminado su informe?
El doctor Hildebrandt se incorporó trabajosamente y nos acompañó hasta la puerta.
—Eso no es fácil de calcular. Será la primera cosa que me ponga a hacer mañana por la mañana y, si tengo suerte, lo tendré terminado para la noche.
Nos despedimos, y Vance nos condujo a su casa. Estaba tranquilo, y absorto al parecer en sus pensamientos. Markham no intentó entablar conversación hasta que nos hubimos acomodado en la biblioteca. Currie entró y encendió fuego en la chimenea. Vance pidió un servicio de coñac Napoleón. Fue entonces cuando Markham aventuró su primera pregunta a Vance desde que abandonamos la casa del doctor.
—¿Averiguaste algo? Quiero decir si se te ocurrió algo nuevo durante tu entrevista con Hildebrandt.
—Nada concreto —contestó Vance decepcionado—. Esa es la parte extraña de este asunto. Siento como si estuviese casi tocando algo vital y siempre se me escapa. Varias veces esta tarde, mientras el doctor disertaba, sentí que me estaba diciendo algo que yo necesitaba saber…, pero no pude poner el dedo encima. ¡Ah, Markham, si yo fuese siquiera un psíquico!
Suspiró y calentó el coñac entre sus manos, aspirando su vaho a través de la estrecha abertura del inhalador en forma de campana.
—Pero hay un motivo que se repite sin cesar en el transcurso de los acontecimientos de la noche pasada: el motivo del agua.
Markham le miró intrigado.
—He advertido que varias de tus preguntas tuvieron por centro ese tema.
—¡Oh, sí! Sí. No lo puedo remediar. El agua fluye por todas las rendijas de este siniestro drama. Llewellyn pide un whisky e insiste en que se le sirva agua clara; pero no la bebe cuando se la traen. Más tarde, Bloodgood repite la orden, y Kinkaid envía al camarero a su despacho en busca del líquido. Luego es el mismo Kinkaid el que quiere beber, y la jarra está vacía, y la envía al bar para que la llenen. La jarra de Virginia Llewellyn estaba también vacía cuando llegamos a la casa. Amelia Llewellyn toma el último vaso de agua de la jarra de su madre y sufre un colapso. Su propia botella se encuentra más tarde también vacía…, aunque la joven explicó este punto. Bloodgood se emociona y calla a la sola mención del agua. Adondequiera que volvamos la vista…, ¡agua! Por mi alma, Markham, que esto ya va pareciendo una odiosa charada…
—¿Crees acaso que todas estas víctimas fueron envenenadas valiéndose del agua?
—Si lo creyera así, el problema estaría resuelto. Pero no encuentro el hilo que pueda unir todas estas repeticiones acuáticas. Lynn Llewellyn bebió agua, pero también bebió whisky. Virginia Llewellyn pudo haber sido envenenada con agua; pero si el veneno que tomó era belladona o atropina, como indicaban los signos post-mortem habría notado el sabor del veneno y no habría vaciado la jarra entera. La única de las tres víctimas que podemos decir, con cierta seguridad, que fue envenenada con agua, es Amelia. Pero ni aun ella notó el gusto extraño; y se había bebido toda su jarra a primera hora de la noche sin sentir ningún efecto… ¡Es desconcertante! Es como si el agua hubiese sido introducida en este asunto para guiarnos a alguna parte. Un asesinato planteado tan sutilmente como este parece estarlo, no repite a cada paso el mismo poste indicador de no ser cosa ya calculada, claro está. Pero no todo. Eso no puede ser. Y el desasosiego de Bloodgood al mencionar el agua… Tenemos la llave, Markham. Pero… ¡maldita sea!… no podemos encontrar la puerta.
Hizo un gesto de desesperación.
—Agua. ¡Qué estúpida idea!… ¡Si siquiera hubiera algo más que agua!… El agua no puede hacer daño a nadie, a menos que uno se sumerja en ella. ¿Y qué es el agua, Markham?… Dos partes de hidrógeno y una de oxígeno… fórmula sencilla y elemental…
Vance calló de pronto. Fijó la mirada en el espacio y automáticamente dejó su vaso de coñac sobre la mesa. Se inclinó hacia adelante en su sillón, y repentinamente se puso en pie de un salto.
—¡Oh, mi tía! —exclamó mirando a Markham—. El agua no es necesariamente H20. Estamos luchando aquí con lo desconocido. Sutilezas —entornó los ojos para reflexionar—. Bien puede suceder que se haya supuesto que vamos a seguir la pista del agua por alguna razón… Tenemos un químico; y un doctor; y un jugador-financiero; y libros sobre toxicología; y odios y celos y un misterioso Edipo; y tres casos de envenenamiento… ¡y agua por todas partes!… Oye, Markham, ocúpate en algo por un rato. Lee, piensa, duerme, pasea, juega a los solitarios…, cualquier cosa. Pero no me hables.
Se volvió rápidamente y se aproximó a la parte de su librería donde guardaba los folletos y revistas científicas. Durante media hora revolvió papeles, deteniéndose acá y allá para leer algún párrafo o para echar un vistazo a algún artículo. Al fin colocó periódicos y documentos en su sitio y apretó un timbre llamando a Currie.
—Prepara mi maleta —ordenó cuando apareció el viejo mayordomo—. Partiré esta noche. Mete lo más indispensable. Y ponlo en el coche. Yo guío.
Markham se puso en pie y abordó a Vance.
—¿Adónde vas? —le preguntó algo molesto.
—Se trata de una pequeña excursión —contestó Vance con insinuante sonrisa—. Voy en busca de la sabiduría. El agua me hace señas. Estaré de vuelta por la mañana más sabio o más triste… o ambas cosas a la vez.
Markham le miró fijamente.
—¿Qué te propones?
—Quizá sea sólo un sueño fantástico, querido —sonrió Vance.
Markham conocía a Vance demasiado para intentar obtener mejores explicaciones en aquel momento.
—¿Es también un secreto el sitio adónde te diriges? —preguntó con reprimida irritación.
—¡Oh, no! No —Vance se aproximó a su mesa y llenó su pitillera—. No es un secreto… Voy a Princeton.
Markham le contempló con mudo asombro. Después se encogió de hombros y exclamó burlón:
—¡A Princeton un hombre de Harvard[8]!