4. LA HABITACIÓN DE LA MUERTA

(Domingo 16 de octubre. 1:30 de la madrugada)

Las cejas de Vance se enarcaron bruscamente.

—¡Palabra que no esperaba eso!

Se quitó el cigarrillo de la boca y lo contempló abstraído.

—Y sin embargo…, era de esperar. Oye, Markham, ¿dijo el sargento a qué hora murió la dama?

—No. Parece ser que primero llamaron a un doctor, y después avisaron a la Policía. Podemos suponer que la muerte ocurrió hará una media hora…

—¡Media hora! —Vance tamborileó pensativo en el brazo de su sillón—. Justamente a la misma en que Llewellyn sufrió el colapso… Simultaneidad, ¿no te parece?… Extraño… Endemoniadamente extraño… ¿Ningún otro detalle?

—No, nada más. Heath estaba esperando un coche con algunos muchachos para dirigirse a casa de los Llewellyn. Probablemente nos telefoneará de nuevo cuando llegue allí.

Vance arrojó su cigarrillo y se puso en pie.

—No estaremos aquí —dijo, con extraña entonación, y añadió, volviéndose a Markham—: Vamos a ir a Park Avenue para descubrir algo por nosotros mismos. No me gusta este asunto, Markham… No me gusta nada. Hay algo perverso y siniestro… y anormal en todo él. Tuve esa sensación la primera vez que leí la carta. Algún terrible asesino actúa en la sombra, y estos dos envenenamientos pueden ser sólo el principio. El envenenador es el peor de los criminales…, no se sabe hasta dónde puede llegar… Vámonos.

Yo había visto rara vez a Vance preocupado e inquieto, y Markham, contagiado de la fuerza de su decisión y de sus temores, se dejó conducir, sin protesta, en el coche de Vance hasta la vieja mansión de los Llewellyn, en Park Avenue.

La casa, toda de piedra, se elevaba a unos cuantos metros a espaldas de la avenida. Una alta verja de hierro forjado, con una amplia puerta maravillosamente labrada, rodeaba todo el edificio. La senda que conducía hasta él no estaba pavimentada, sino bordeada de setos y esbeltos cipreses, con dos pequeños cuadros de flores en cada extremo, y una hilera de losas en medio hasta la puerta de entrada, de roble macizo.

Cuando llegamos a la morada de los Llewellyn, la Policía se había presentado ya. Los agentes uniformados salieron a nuestro encuentro al reconocer al fiscal del distrito.

—El sargento Heath acaba de llegar con unos cuantos muchachos —dijo uno de ellos a Markham, mientras pulsaba el timbre de la entrada.

La puerta se abrió inmediatamente y apareció un hombre alto, delgado y muy pálido, vestido con una bata negra y blanca.

—Soy el fiscal del distrito —le dijo Markham— y quiero ver al sargento Heath. Vino hace unos minutos, según creo.

El hombre se inclinó con exagerada ceremonia.

—Así es, señor —dijo, con acento servil y ligeramente achulado—. Sírvase entrar. Los agentes de Policía están arriba…, en la habitación de mistress Lynn Llewellyn, al fondo del vestíbulo. Yo soy el mayordomo, señor, y se me ha ordenado que permanezca aquí en la puerta.

Esta última observación era como una disculpa para no mostrarnos el camino.

Penetramos en la casa y ascendimos por la amplia escalinata circular, brillantemente alumbrada. Al llegar al primer descansillo, el agente Sullivan se asomó a la barandilla saludando a Markham.

—¡Querido jefe! El sargento se alegrará de que haya usted venido. El asunto parece un poquito embrollado.

Y descendió las escaleras para salir a nuestro encuentro.

En el ala sur de la casa, Sullivan abrió una puerta, sujetándola mientras pasábamos. Penetramos en una gran habitación, casi cuadrada, de alto techo y repisas de vieja talla. Ante los grandes ventanales colgaban pesados cortinajes de damasco antiguo. Los muebles —todos de estilo Imperio— parecían auténticos y costosos, y adornaban los muros soberbias pinturas que habrían hecho brillante papel en cualquier museo de arte.

A la izquierda, sobre un lecho endoselado, yacía inmóvil la figura de una mujer de unos treinta años. La colcha de seda había sido recogida en parte, y dejaba ver los brazos cruzados sobre su seno. Tenía el cabello alisado hacia atrás, sujeto con una redecilla anudada en la nuca.

El rostro, bajo la capa de coldcream recientemente aplicada, aparecía pintarrajeado y grasiento, y lleno de manchas rojizas, como si la joven hubiese muerto en una convulsión. Sus ojos estaban desmesuradamente abiertos y fijos. Era un espectáculo desagradable y macabro.

El sargento Heath, dos miembros de la brigada de investigación criminal —los agentes Burke y Guilgoyle— y el teniente Smalley, del puesto de Policía local, estaban ya en la estancia. El sargento estaba sentado junto a una gran mesa de mármol que servía de centro, con un libro de notas delante.

Frente a la mesa se mantenía en pie una mujer alta y vigorosa, como de unos sesenta años, de nariz pronunciadamente aguileña. Se secaba los ojos con un pequeño pañuelo de encaje. Aunque yo nunca la había visto antes, la reconocí en seguida por los retratos que aparecían de cuando en cuando en los periódicos: era mistress Anthony Llewellyn.

A su lado había una mujer joven que se parecía extraordinariamente a Lynn Llewellyn, y supuse que era Amelia, la hermana de este. Sus negros cabellos se partían en dos bandas que le cubrían las orejas y se recogían en moño sobre la nuca. Su rostro, como el de la madre, era de facciones enérgicas y aquilinas, con una expresión de marcada dureza y desdén. Cuando entramos, nos miró con fría indiferencia, y hasta hizo un gesto de disgusto. Ambas mujeres vestían batas de seda, al estilo de los quimonos japoneses.

Ante la chimenea se veía un hombre delgado y nervioso, de unos treinta y cinco años, en traje de noche, fumando un cigarrillo en una larga boquilla de marfil. Pronto supimos que era el doctor Allan Kane, amigo de miss Llewellyn, que habitaba en la vecindad y que había sido llamado por la señorita.

Era él quien había comunicado a la Policía la muerte de mistress Llewellyn. Kane, aunque parecía nervioso, conservaba cierto aire de seriedad profesional. Su rostro estaba como congestionado, y hacía esfuerzos por mantenerse erguido, descargando el peso de su cuerpo ya sobre un pie, ya sobre el otro. Nos miró a uno tras otro, como justipreciándonos.

El sargento Heath se levantó para saludarnos.

—Esperaba que viniera usted, mister Markham —dijo, con aire de sincero alivio—. Pero no a mister Vance. Creí que estaría en el Casino.

—Estuve en el Casino, sargento —terció Vance—. Y le doy las gracias por lo de Snitkin y Hennessey. Pero no los necesité…

—¡Lynn! —el nombre, como gemido de agonía, rasgó el sombrío ambiente de la habitación. Había salido de los labios de mistress Anthony Llewellyn, mientras se dirigía a Varice con el rostro desfigurado por el temor—. ¿Vio usted a mi hijo allí? ¿Estaba bien?

Vance observó a la dama durante unos momentos, como si estuviese buscando la manera de contestar a aquella pregunta.

—Siento decirle, señora, que su hijo también ha sido envenenado…

—¿Mi hijo muerto?

La emoción de sus palabras me hizo estremecer.

Vance movió la cabeza sin apartar la mirada de la angustiada señora.

—No, según mis últimos informes. Está al cuidado de un doctor, en el Park End Hospital.

—¡Debo ir a verle! —gritó ella, disponiéndose a abandonar la habitación.

Pero Vance la retuvo suavemente.

—No; ahora no, por favor —le dijo, con voz firme, pero bondadosa—. No puede usted hacer nada por él, y la necesitamos aquí. Dentro de un momento pediré un nuevo informe al hospital… Siento haberle dado esa triste noticia, señora; pero tarde o temprano tendría que haberla sabido… Tenga la bondad de sentarse y ayúdenos.

La mujer se irguió y apretó los labios con espartana fortaleza.

—Que no se diga que nosotros, los Llewellyn, abandonamos nunca nuestro deber —dijo, con voz firme; y se sentó en un sillón a los pies de la cama.

Amelia Llewellyn había estado observando a su madre con cínica indiferencia.

—Todo eso es muy noble —comentó, encogiéndose de hombros—. «Nosotros, los Llewellyn», el acostumbrado abracadabra. «Firmitas et Fortitudo», el lema de la familia. Un grifón rampante, o sentado…, olvidé cómo. De todos modos, un grifón es una criatura quimérica. Muy característico de nuestra familia: capaz de todo… y de nada.

—Quizá el grifón de los Llewellyn sea un grifón volante —sugirió Vance, mirando fijamente a la joven.

Ella contuvo la respiración, contempló a Vance unos segundos, y después replicó, cínica:

—Bien puede ser. Los Llewellyn somos algo inconstantes.

Vance continuó mirándola atentamente, y, tras ligero titubeo, ella se le aproximó, sonriendo maliciosa.

—¿De manera que nuestro pequeño Lynn, el modelo filial, ha sido envenenado también? —dijo, y la sonrisa se borró de su boca—. Evidentemente, alguien se ha propuesto acabar con la estirpe. No me sorprendería que yo cayese después… Hay demasiado dinero podrido en esta familia.

La joven lanzó una burlona mirada a su madre, que la correspondió con un gesto de desdén; y después, sentándose en el borde de la mesa, encendió un cigarrillo.

Markham se sentía impaciente y molesto.

—Continúe usted su tarea, sargento —ordenó bruscamente—. ¿Quién descubrió a esta joven?

Y señaló con repugnancia hacia el lecho.

—Yo fui —contestó Amelia, poniéndose repentinamente seria, agitado su pecho por la emoción.

—¡Ah! —Vance se sentó y miró a la joven con expresión burlona—. Esperamos que nos cuente usted las circunstancias, miss Llewellyn.

—Nos fuimos todos a acostar a eso de las once —empezó diciendo—. Tío Dick y mister Bloodgood se fueron al Casino inmediatamente después de cenar. Lynn los siguió una hora más tarde. Y Allan, o sea el doctor Kane, aquí presente, tenía algunas visitas que hacer y marchó con Lynn…

—Un momento —interrumpió Vance, levantando la mano—. Tengo entendido que la cena de esta noche tenía un carácter más o menos familiar. ¿Estuvo presente el doctor Kane?

—Sí, estuvo aquí —afirmó la joven secamente—. Yo sabía lo que iba a ser esta fiesta aniversario…; indirectas, recriminaciones, murmuración general…, y estaba nerviosa. En el último momento pedí al doctor Kane que nos acompañase. Pensé que su presencia suavizaría la animosidad. Por supuesto, que Morgan Bloodgood estaba aquí también, pero le tenemos como uno de la familia y nunca dudamos en ventilar nuestras diferencias delante de él.

—¿Y el doctor tuvo la virtud de ejercer esa influencia sedante en la reunión de esta noche? —preguntó Vance.

—Me temo que no —replicó ella—. Había demasiada pasión contenida que buscaba un escape.

Vance titubeó, y después continuó con sus preguntas.

—Quedamos, pues, en que su tío y los otros se marcharon y en que usted, su cuñada y su madre se retiraron hacia las once. ¿Qué sucedió después?

—Yo estaba nerviosa y desvelada, y no podía dormir. Lo intenté hasta medianoche y por fin me puse a dibujar. Trabajé aproximadamente una hora, y ya había decidido volver a la cama, cuando oí unos gritos histéricos de Virginia. Mi habitación está en esta ala de la casa, y los dos departamentos están solamente separados por un pequeño pasillo que yo utilizo como ropero.

Con un movimiento de cabeza la joven indicó una puerta al fondo de la habitación.

—¿Y pudo usted oír los gritos de su cuñada con dos puertas y un pasillo por medio? —preguntó Vance.

—En circunstancias normales no los podría haber oído —explicó la joven—; pero precisamente había ido al ropero a colgar mi traje de noche.

—¿Y qué hizo usted entonces?

—Me acerqué a aquella puerta para escuchar, y oí que Virginia se quejaba como si se estuviera ahogando. Eché la mano al picaporte y vi que estaba cerrado el pestillo.

—¿Era algo desacostumbrado el que esta puerta estuviese así?

—Sí. A decir verdad, rara vez la cerrábamos.

—Continúe, haga el favor.

—Virginia estaba tendida en el lecho, como está ahora —continuó la joven—. Tenía los ojos muy abiertos, el rostro terriblemente congestionado, y la agitaba una horrible convulsión. Corrí al vestíbulo y llamé a mi madre. Entró y la examinó. «Llama a un doctor, Amelia», me dijo; e inmediatamente telefoneé a mister Kane. Vive muy cerca de aquí y se presentó en seguida. Mientras yo estaba telefoneando, Virginia sufrió un colapso. Fue quedándose quieta…, muy quieta. Y presentí que había muerto…

La joven se estremeció involuntariamente, y su voz se apagó.

—¿Y qué dice el doctor Kane? —preguntó Vance, dirigiéndose al hombre que estaba junto a la chimenea.

Kane se aproximó nervioso; su mano le temblaba cuando apartó la boquilla de sus labios.

—Cuando yo llegué unos minutos más tarde —empezó diciendo con afectado aire de dignidad profesional—. Virginia, mistress Llewellyn, quiero decir, claro está…, había muerto. Tenía la mirada muy fija, y las pupilas tan dilatadas, que me costó trabajo examinar la retina. El rostro estaba cubierto por una especie de sarpullido escarlatiniforme. Parecía presentar una elevación de temperatura post mortem, y tanto la posición de sus brazos como la distorsión de los músculos faciales y del cuello indicaban que había sufrido una convulsión, muriendo por asfixia. Todo acusaba la presencia de un veneno del grupo de la belladona: hioscina, atropina o escopolamina. No moví el cuerpo, y advertí a mistress Llewellyn y a su hija que hiciesen lo propio. Inmediatamente telefoneé a la Policía.

—Muy correcto —murmuró Vance—. ¿Y después esperó usted nuestra llegada?

—Naturalmente.

Kane había recobrado mucho de su aplomo, aunque respiraba todavía entrecortadamente y la sofocación enrojecía su rostro.

—¿No se ha tocado nada en esta habitación?

—Nada. He estado aquí todo el tiempo, y miss Llewellyn y su madre me acompañaron.

Vance quedó un momento pensativo.

—Y a propósito, doctor —preguntó de pronto—: ¿utiliza usted la máquina de escribir?

Kane hizo un ligero movimiento de sorpresa.

—Sí… ¿Por qué? —balbució—. No soy muy buen mecanógrafo. No comprendo… Pero si mi trabajo puede serle de alguna utilidad…

—Es meramente una pregunta caprichosa —contestó Vance, distraído—. ¿Ha sido avisado el médico forense? —preguntó después a Heath.

—Por supuesto —contestó el sargento, mordiscando su negro cigarro—. Le envié aviso por conducto de la oficina, como de costumbre, pero también le telefoneé a su casa.

—No le habrá gustado mucho a Doremus —sugirió Vance.

—Eso me pareció entender. Pero le dije que mister Markham iba a estar aquí, y me contestó que vendría inmediatamente. No tardará en llegar.

Vance se levantó y se encaró con Kane.

—Creo que esto bastará por ahora, doctor. Pero tengo que pedirle que se quede hasta que venga el forense. Quizá tenga usted que ayudarlo… ¿No le molestará esperar en el gabinete de abajo?

—Ciertamente que no —se inclinó ceremonioso y se dirigió hacia la puerta—. Celebraré poderlos ayudar en algo —añadió al salir.

Cuando hubo desaparecido, Vance se volvió hacia las mujeres.

—Siento tenerles que rogar que no se acuesten —les dijo—. Pero es necesario. Tengan la bondad de esperar en sus habitaciones.

Su voz, aunque dulce y bondadosa, tenía cierto tono de mando.

Mistress Llewellyn se puso en pie, y sus ojos relampaguearon.

—¿Por qué no puedo ir a ver a mi hijo? —preguntó—. Nada tengo que hacer aquí. Nada sé de este asunto.

—Usted no puede ayudar a su hijo —replicó Vance con firmeza—, y, en cambio, puede ayudamos a nosotros. Celebraré, sin embargo, poder conseguir informe del hospital.

Se dirigió al teléfono, y un minuto después hablaba con el doctor Rogers. Cuando hubo colgado el receptor, se volvió animoso hacia mistress Llewellyn.

—Su hijo ha salido de su coma, señora —le informó—. Respira más normalmente; el pulso es más fuerte, y parece estar fuera de peligro. Caso de empeorar, se lo notificaremos inmediatamente.

Mistress Llewellyn, sin apartarse el pañuelo del rostro, salió sollozando.

Amelia no hizo ademán de seguirla. Esperó a que la puerta se hubiese cerrado detrás de su madre, y miró a Vance interrogadora.

—¿Por qué preguntó usted al doctor Kane si utilizaba una máquina de escribir? —dijo.

Vance sacó la carta, causa de su intervención en aquel asunto, y se la entregó sin decir palabra. Mientras la leía, la estuvo observando atentamente con los ojos entornados. Una arruga frunció la frente de la joven, pero no mostró la menor sorpresa. Cuando terminó la lectura, plegó lenta y cuidadosamente la carta y se la devolvió a Vance.

—Gracias —dijo, y se encaminó a la puerta que comunicaba con sus habitaciones.

—Un momento, miss Llewellyn —la contuvo Vance en el preciso instante en que colocaba la mano en el tirador. La joven volvió la cabeza—. ¿Utiliza usted también una máquina de escribir?

—¡Oh, sí! Despacho toda mi correspondencia en una pequeñita. No obstante —añadió con ajada sonrisa—, soy bastante más hábil que la persona que escribió esa carta.

—¿Y las demás personas de la casa son también aficionadas a la mecanografía? —preguntó Vance.

—Sí… Aquí somos todos muy modernistas —contestó la joven, con indiferencia—. Hasta mi madre escribe a máquina sus notas. Y tío Dick, que fue autor en sus tiempos, la maneja tan rápida como chapuceramente con dos dedos.

—Y su cuñada, ¿utilizaba una?

La joven dirigió la mirada hacia el lecho y se estremeció.

—Sí. Virginia andaba a trompicones con la máquina cuando Lynn se marchaba a jugar… También mi hermano es un buen mecanógrafo. Asistió en otro tiempo a una academia comercial. Probablemente pensó que podría ser llamado alguna vez a regir los intereses de los Llewellyn. Pero eso no ha entrado nunca en los planes de mi madre y tuvo que volverse a sus clubs.

Había un curioso despego en su modo de expresarse, que yo no supe interpretar entonces.

—Queda solamente mister Bloodgood… —empezó a decir Vance, pero la joven le interrumpió rápidamente:

—La maneja también —sus ojos se ensombrecieron, y tuve la sensación de que su actitud hacia Bloodgood no era del todo amistosa—. Escribió en ella la mayor parte de sus informes sobre aquel asunto de las máquinas tragaperras. Utilizaba las que tenemos abajo.

Vance mostró un profundo interés al oír esta afirmación.

—¿Hay una máquina abajo?

La muchacha se encogió de hombros como si el asunto careciese de importancia.

—Siempre ha habido una allí…, en el pequeño despacho, junto al gabinete.

—¿Cree usted —preguntó Vance— que la carta que le enseñé pudo haber sido escrita en esa máquina?

—Es muy posible —suspiró la joven—. Tiene el mismo tipo de letra y el mismo color de la cinta… Pero ¡hay tantas parecidas!

—Y quizá —prosiguió Vance— usted podría sugerir quién es el autor de la comunicación.

El rostro de Amelia Llewellyn se ensombreció y sus ojos volvieron a mirar con dureza.

—Podría hacer varias sugerencias —dijo, con tono sombrío—. Pero no tengo la menor intención de hacerlo.

Y abriendo la puerta con brusca rapidez, salió de la habitación.

—¡Esa sabe más de lo que aparenta! —gruñó Heath, mordiscando su puro—. Esta casa parece una guarida de estenógrafos.

Vance miró al sargento, sonriente.

—Ha averiguado bastante, ¿verdad?

Heath revolvió el cigarro entre los dientes e hizo una mueca.

—Quizá sí, y quizá no —rezongó—. De todos modos, el caso es peliagudo. Llewellyn se desploma envenenado en el Casino, y a su esposa le sucede aquí otro tanto a la misma hora. A mí me parece como si estuviera actuando una banda.

—La misma persona puede haber ejecutado ambos actos, sargento —insinuó Vance tímidamente—. Yo, por lo menos, estoy convencido de eso. Además, creo que fue esa persona la que me envió la carta… Espere un minuto…

Se dirigió al teléfono y, apartando el aparato, recogió una pequeña hoja de papel doblado.

—Lo vi cuando llamé al hospital —explicó—. Pero lo dejé allí de intento, en espera de que las damas desapareciesen.

Desdobló el papel y lo colocó bajo la lámpara de la mesa. Desde donde yo estaba pude ver que se trataba de una hoja de papel azul pálido y que había algo escrito a máquina.

—¡Oh mi tía! —murmuraba Vance a medida que iba leyendo—. ¡Es asombroso!

Al fin entregó el papel a Markham, que lo sostuvo de manera que Heath y yo, que estábamos junto a él, pudiéramos leerlo. Estaba escrito torpemente, y decía así:

«Querido Lynn: No puedo hacerte feliz, y Dios sabe que nadie en esta casa ha tratado de hacerme a mí dichosa. Tío Dick es la única persona que ha sido siempre amable y considerada conmigo. No soy necesaria aquí y me siento completamente desgraciada. Voy a envenenarme.

”Adiós, y que tu nuevo sistema para la ruleta te traiga la fortuna, que parece ser anhelas más que nada en el mundo».

La firma, «Virginia», estaba también escrita a máquina.

Markham dobló la nota y frunció los labios. Miró a Philo Vance durante largo rato, al cabo del cual observó:

—Esto parece simplificar el asunto.

—¡Oh mi querido amigo! —protestó Vance—. Esta nota, por el contrario, complica abominablemente la situación.