10. EL CERTIFICADO DE LA AUTOPSIA

(Domingo 16 de octubre, 11 de la mañana)

El sargento Heath apareció en la puerta.

—El joven doctor va a bajar. ¿Quiere usted verle, señor?

Vance dudó un momento, luego hizo un gesto de conformidad.

—Sí; dígale que entre aquí, sargento.

Heath desapareció, y un minuto después entraba el doctor Kane en el gabinete. Estaba pálido y ojeroso, como por falta de descanso; pero la mirada de angustia y preocupación había desaparecido de sus ojos. Sus modales eran casi alegres cuando nos saludó.

—¿Cómo sigue su paciente? —le preguntó Vance.

—Puede decirse que completamente restablecida, señor. Permanecí aquí un par de horas después que se marcharon ustedes, y miss Llewellyn descansaba tranquilamente cuando la dejé. Se siente, claro está, algo débil y está muy nerviosa; pero el pulso, la respiración y la presión de la sangre son normales.

—¿Tiene usted formada alguna opinión sobre la droga que le ocasionó el colapso? —preguntó Vance.

El doctor Kane se pellizcó los labios y miró al espacio.

—No —contestó al fin—, aunque, naturalmente, he reflexionado mucho sobre el asunto. Los síntomas eran los característicos en el colapso, y existen muchas drogas que, terapéuticamente hablando, pudieran haberlos producido. Una dosis excesiva de cualquiera de los diversos soporíferos a base de barbituratos sería suficiente. Pero, como comprenderá usted, no puedo aventurar una opinión definitiva. Me propongo hacer un detenido estudio del asunto tan pronto como vuelva a mi despacho.

Vance no siguió adelante con el tema. Dejó marchar al doctor y envió a buscar el mayordomo.

Smith se presentó tan imperturbable como siempre y con el rostro aún más pálido.

—Sírvase decir a miss Llewellyn —le ordenó— que nos gustaría cambiar unas palabras con ella, bien sea en su cuarto o aquí en el gabinete…, como ella prefiera.

El mayordomo se inclinó y salió. Al reaparecer, informó a Vance de que miss Llewellyn nos recibiría en su habitación, y nos dirigimos todos al piso de arriba.

La joven estaba tendida en una cama turca, vestida con un pijama japonés de complicado bordado. Tenía a su lado un pequeño taburete de laca roja sobre el que se veía un servicio completo de fumador, unas cuantas revistas y una estatuilla de plata de abstractos contornos, al estilo de Archipenko.

Su saludo fue una ligera inclinación de cabeza y un cínico esbozo de sonrisa.

—Según me dijo el doctor Kane, su visita tuvo la oportunidad de permitirles presenciar «lo que quedaba» del drama.

—Estamos encantados — murmuró Vance, cortés— de encontrarla a usted mucho mejor.

—Pues alguien —dijo ella, con amargura— no recibirá tan caritativamente la noticia de mi restablecimiento. Empiezo a sentirme como huésped del palacio de los Borgia. Esta mañana pasé verdadero miedo al tomar mi café con tostadas.

Vance sonrió, comprensivo.

—Creo, sin embargo, que ya no debe usted tener ningún temor. Algo debió de fracasar definitivamente la noche pasada. El envenenador debe de haber errado su camino por coincidencias imprevistas. Y cuando quiera rehacer sus líneas y emprender otro plan de ataque, espero que tendremos dominada la situación. Por lo menos, ya sabemos hacia dónde encaminar nuestras investigaciones.

Amelia le miró, intrigada, y la expresión de cinismo desapareció de su rostro.

—Eso significa —replicó ella— que usted sabe más de lo que dice.

—Sí…, sabemos más. Muchísimo más. Pero no bastante. Sin embargo, estamos alerta, y esperando siempre… ¿Ha visto usted a su hermano? Está completamente restablecido. Y eso que pasó un trago peor que el de usted.

—Sí —murmuró ella—. Somos dos fracasados. Siempre decepcionamos a alguien.

—Confío —dijo Vance— en que yo no la defraudaré a usted en este caso. Entre tanto, ¿tendría usted inconveniente en que echase un vistazo a su ropero para hacer un pequeño experimento?

—Mire y experimente todo lo que quiera. Me divertirá.

Y casi con alegría nos señaló con la mano la puerta de la izquierda.

Vance se aproximó a ella y la abrió. El ropero, como la joven había explicado la noche anterior, había sido en otro tiempo un pasillo que unía las dos habitaciones principales del ala sur de la casa. Había en él un estante para calzado y un pequeño armario a la derecha; de la izquierda colgaba una hilera de vestidos y batas. En mitad del pasillo permanecía aún un viejo palanganero cubierto de mármol, con sus dos espitas de cuello de cisne. En el extremo opuesto del improvisado ropero se abría otra puerta más pequeña. Vance la abrió, y pudimos ver el amplio dormitorio donde Virginia había encontrado tan trágico fin.

Vance se volvió hacia mí, y me dijo:

—Van, ve al otro cuarto, cierra las dos puertas y colócate junto a la cama. Después llámame en voz bastante alta. Cuando oigas que doy unos golpes en esa puerta, vuelve a llamarme en el mismo tono de voz.

Penetré en el dormitorio atravesando el ropero, y colocándome junto a la cama en que Virginia había muerto, grité. Pasados unos momentos, oí que Vance golpeaba en la puerta, y volví a llamar. Después. Vance restableció la comunicación.

—Esto es todo, Van. Muchas gracias.

Cuando estuvimos de nuevo en la habitación de Amelia Llewellyn, la joven lanzó a Vance una mirada burlona.

—¿Qué hay, monsieur Lecoq? —preguntó—. ¿Averiguó usted algo?

—Únicamente que nos dijo usted la verdad respecto a las posibilidades acústicas entre dos cuartos. No pude oír a mister Van Dine con las dos puertas cerradas, pero le sentí distintamente cuando me situé en el ropero.

La joven lanzó un dramático suspiro.

—Celebro ver probada mi veracidad, aunque sólo sea por una vez —dijo—. La crítica favorita de mi madre es que siempre prefiero mentir a decir la verdad.

—Ya que hablamos de su madre —dijo Vance, sentándose y mirando serenamente a la joven—, quisiera que me dijese por qué entró usted anoche a beber un vaso de agua en su cuarto.

Amelia se puso repentinamente seria al escuchar las graves palabras de Vance.

—¿Se necesita reflexionar para beber un vaso de agua?… Yo sólo sé que sentí sed, y que instintivamente bebí del agua que primero encontré a mano. Estaba allí esperando a que volviera mi madre. Me encontraba muy excitada y necesitaba hablar con alguien…

—¿Notó usted algún sabor particular en el agua?

—No. La encontré perfectamente natural.

—¿Cuánta agua había en la jarra?

—Apenas un vaso. Recuerdo vagamente que me quedé con sed. Pero estaba demasiado cansada para ir a buscar más. Cuando volvió mi madre, tenía un horrible dolor de cabeza, me zumbaban los oídos y me sentía terriblemente débil. En mi cerebro reinaba la confusión, y me levanté para dirigirme a mi cuarto. Eso es todo lo que recuerdo.

—¿Recuerda indistintamente la vuelta de su madre a la habitación?

—¡Oh, sí! Nos dijimos algo…, que no puedo precisar ahora. Probablemente me quejé de mi dolor de cabeza…; todo daba vueltas a mi alrededor en aquel momento.

—Cuando sintió usted sed por primera vez, es decir, antes de beber el agua, ¿mencionó usted el hecho a su madre?

La joven reflexionó un momento. Después contestó:

—No. Mamá estaba en el tocador, embelleciéndose para entrevistarse con ustedes. No creo que hablásemos nada. Me limité a acercarme a la mesa y a servirme el agua que quedaba en la jarra. Mamá entre tanto salió silenciosa y altiva de la habitación.

—¿Había anoche agua en el jarro de usted? —preguntó Vance—. La doncella asegura que lo llenó. Pero mientras usted estaba sin conocimiento en la habitación de su madre inspeccionamos su jarro y lo encontramos vacío.

—Sí, sé que estaba vacío. Me bebí toda el agua que contenía cuando estuve dibujando a la madrugada —sus ojos se abrieron un poco más—. ¿Estaba también envenenada mi agua?

—No, no podía estarlo. Transcurrió demasiado tiempo desde que usted la tomó. Tendría que haber notado los efectos del brebaje a la media hora, a lo más…

Vance se volvió de pronto, y se dirigió cautelosamente hacia la puerta del vestíbulo. Hizo girar el picaporte sin meter ruido y después abrió la puerta con rapidez. En el corredor, frente a nosotros, estaba Richard Kinkaid.

Ni un músculo de su rostro se alteró que revelase que la repentina acción de Vance le había desconcertado. Se quitó lentamente el cigarrillo de la boca y se inclinó con toda naturalidad.

—Buenos días, mister Vance —dijo con voz tranquila—. Venía a preguntar por mi sobrina. Pero al oír voces en la habitación pensé que usted y mister Markham estarían aquí y no me decidí a molestarlos. Pero evidentemente usted me oyó…

—Sí, sí. Oí que alguien se movía detrás de la puerta. Estábamos haciendo a miss Llewellyn unas cuantas preguntas. Pero ya hemos terminado… Su sobrina se encuentra mucho mejor esta mañana.

Kinkaid penetró en la habitación, y después de saludar a su sobrina con un par de frases convencionales, se sentó.

—¿Hay más acontecimientos? —preguntó, dirigiendo a Vance una penetrante mirada.

—¡Oh, muchísimos! —contestó Vance, con cierto aire de reserva—. Estamos reconstruyendo la trama, por decirlo así. Pero no es hora de cantar victoria todavía… Celebro que haya usted venido. Necesitamos pedirle la dirección de Bloodgood. Estamos particularmente deseosos de sostener una pequeña charla con ese caballero.

Las mandíbulas de Kinkaid se apretaron, y la mirada de sus ojos adquirió mayor dureza. Pero no mostró ningún otro indicio de que le había sorprendido la indicación de Vance.

—Bloodgood vive en el hotel Astoria, en la calle Veintidós —dijo con calma, sacudiendo el cigarrillo en el cenicero que tenía al lado—. Sin embargo —añadió con ligero acento de desafío—, me parece que ha elegido usted mal árbol para descortezar. Pero siga adelante e interróguele de todos modos. Estará todo el día en su hotel… Acabo de hablarle por teléfono. Creo que perderá usted el tiempo…

—Realmente, no conozco muy bien a ese individuo —murmuró Vance—. Pero en vista de que fue él quien pidió el agua para Lynn Llewellyn, anoche en el Casino, será interesante escuchar su opinión sobre el asunto, ¿no le parece?

Amelia Llewellyn, que se había animado perceptiblemente al oír el nombre de Bloodgood, se puso de pronto en pie y miró a Vance desafiadora, relampagueando los ojos.

—¿Qué se propone usted? —preguntó—. ¿Acusar a mister Bloodgood de haber envenenado a Lynn?

—¡Mi querida señorita!

—Por si es eso lo que ha querido indicar —prosiguió ella con fría cólera—, le diré exactamente quién es el responsable de todo lo que ha ocurrido en esta familia la noche pasada.

Vance la miró imperturbable, y la calma de su voz desarmó a la joven.

—Me temo, miss Llewellyn —le dijo—, que cuando sepa la verdad, no será necesario su testimonio.

Se inclinó cortésmente ante ella y Kinkaid y nos dispusimos a abandonar la casa.

Cuando íbamos a descender al piso principal, Vance titubeó y de pronto cruzó el vestíbulo hacia la habitación de mistress Llewellyn.

—Tengo que exponer un pequeño asunto a la señora de la casa antes de marcharnos —explicó a Markham mientras llamaba a la puerta.

Mistress nos recibió con mal gesto, y sus modales revelaron un marcado antagonismo.

Vance se excusó por molestarla otra vez.

—Deseo sólo decirle a usted, por si le pudiera interesar, que su hijo pareció emocionarse profundamente cuando le informé de la existencia de los volúmenes sobre toxicología que hay en la biblioteca de allá abajo. Al parecer, ignoraba completamente su existencia.

—¿Y por qué ha de interesarme a mí eso? —replicó la dama, con altivo desdén—. Mi hijo no lee mucho… Sus necesidades literarias quedan enteramente satisfechas con el teatro. Dudo que ni aún esté familiarizado con los títulos de algunos de los libros que su padre dejó. Nada más lejos de su interés que las investigaciones científicas. Y su turbación al conocer la existencia de tales libros en esta casa es perfectamente natural, se lo aseguro, en vista del trance por el que pasó anoche.

Vance pareció satisfecho con esta explicación.

—Es muy lógico —murmuró—. ¿Podría darnos otra explicación tan plausible del hecho de haber pasado usted gran parte de la mañana en la biblioteca?

—¿De modo que espían mis movimientos? —esto fue dicho con agresiva y rencorosa indignación; pero instantáneamente se produje un cambio radical en la actitud de la dama. Sus ojos se contrajeron y una mordaz sonrisa apareció en sus labios—. La insinuación que se esconde bajo sus palabras es, supongo, que yo misma consulto esos, libros de toxicología.

Vance no dijo nada, y la dama continuó:

—Bien; eso es exactamente lo que estuve haciendo. Por si puede servirle de algo, le diré que estuve buscando alguna droga común que pudiera haber producido el estado de mis hijos la noche pasada.

—¿Y encontró usted alguna referencia a tal droga, señora?

—¡No! No la encontré.

Vance no insistió más. Se despidió cortésmente, y añadió:

—No la espiarán a usted más…, por ahora. Retiraremos la Policía de su casa, y están ustedes libres de entrar y salir como gusten.

Cuando estuvimos abajo, Markham arrastró a Vance al gabinete.

—¿No te parece que estás obrando con demasiada precipitación? —le dijo en tono de reproche.

—Mi querido Markham —le contestó Vance—: yo nunca me precipito. Obro lenta, premeditada y cautelosamente. Soy una tortuga humana. Tengo una razón para todo lo que hago. La de ahora me aconseja que debemos suprimir la vigilancia en el domicilio de los Llewellyn.

—Sin embargo —rezongó Markham—, no me gusta este ambiente, y creo que debe ser vigilado.

—Es una bonita idea. Pero no sirve para nada —replicó Vance, quejumbroso—. La vigilancia es inútil. Yo mismo fui invitado a presenciar la muerte de Lynn. Y todos estábamos presentes anoche cuando Amelia cayó. Como comprenderás, no podemos dotar a cada miembro de la familia Llewellyn de una guardia permanente.

Markham observó atentamente a Vance, como tratando de leer en sus pensamientos.

—Fue muy interesante; la insinuación de la joven acerca de su conocimiento del responsable de este asunto. ¿Acaso no lo creíste?

—¡Oh, mi querido Markham! —suspiró Vance, consternado—. Es demasiado pronto para empezar a creer a nadie. Nuestra única esperanza se basa en el escepticismo más completo. Dudar a tiempo es a veces lo más eficaz. Por lo menos da a la imaginación la oportunidad de funcionar libremente.

—Sin embargo —replicó Markham, irritado—, tienes una opinión formada cuando quieres que retiremos la Policía.

—No, no; nada concreto —protestó Vance, sonriente—. Estoy reuniendo piezas. Buscando algo que me ilumine… Lo que deseo ahora es ver el informe de autopsia. Eso sí que será terminante…, y hasta quizá revelador.

Markham cedió a regañadientes.

—Muy bien. Daré a Heath la orden de que se retire por ahora y envíe los muchachos a casa.

—Y dile que recoja a nuestro croupier en el Astoria y lo lleve a su despacho. Tengo verdaderas ansias de «asarle», como dirían los fiscales. Creo que el ambiente judicial y depresivo del Criminal Courts Building[6] surtirá su efecto psicológico.

—¿Qué esperas descubrir por él?

—Nada… Positivamente, nada. Pero hasta la negación puede ayudarnos. Tengo el presentimiento psíquico de que este caso se resolverá anteponiendo el signo negativo.

Markham rezongó no sé qué, y salimos todos al vestíbulo, donde el sargento nos esperaba impaciente.

Diez minutos después, Markham, Vance y yo corríamos hacia la parte baja de la ciudad. Heath había recibido las oportunas instrucciones para obrar con arreglo a los deseos de Vance.

Tan pronto como entramos en el sombrío pero espacioso despacho del fiscal del distrito, Markham llamó a Swacker y le pidió noticias del informe del doctor Doremus, así como del referente a las muestras de escritura mecánica que habían sido enviadas al laboratorio científico.

—El informe del laboratorio llegó ya —dijo Swacker, señalando un sobre lacrado que estaba sobre la mesa—; pero el doctor Doremus telefoneó a las once para decir que aplazaba el certificado de autopsia. Le volví a llamar hará unos diez minutos, y uno de los ayudantes me contestó que el informe estaba ya en camino. Lo entraré tan pronto como llegue.

Markham hizo un gesto y Swacker salió.

—Conque aplazado, ¿eh? —murmuró Vance—. No debe haber habido ningún tropiezo. Todos los síntomas eran de envenenamiento por belladona, y los toxicólogos saben lo que tienen que buscar. No comprendo la tardanza… Entre tanto veamos lo que nos dice el simpático joven de la lupa.

Markham ya había abierto el sobre a que Swacker se había referido. Dejó a un lado las tres muestras de escritura y leyó el informe que las acompañaba. A los pocos momentos lo depositó todo sobre la mesa.

—Lo que tú sospechas —dijo a Vance sin entusiasmo—. Todos los escritos están hechos en la misma máquina, y dentro de un razonable período de tiempo; es decir, que la cinta entintada estaba en los tres en el mismo estado de uso, y que no puede afirmarse con seguridad cuál de ellos fue escrito primero. La nota del suicidio y la carta que recibiste fueron probablemente escritas por la misma persona. Las peculiaridades de presión y puntuación, y la persistencia de los errores al pulsar falsas letras son idénticas en ambas. Hay también una porción de detalles técnicos, pero lo que he dicho es lo más importante —recogió el informe y se lo alargó a Vance—. ¿Quieres verlo?

Vance lo rechazó con un gesto.

—No. Solamente deseaba la comprobación de lo que suponíamos.

Markham avanzó el busto sobre la mesa.

—Vamos a ver, Vance, ¿qué es lo que te intriga en esos documentos escritos a máquina? Aceptando la posibilidad de que la joven no cometió suicidio, ¿qué se propuso la persona que la envenenó al enviarte esa carta?

Vance se puso serio.

—Realmente no lo sé, Markham. Si mi carta y la nota del suicida hubiesen sido escritas por dos personas diferentes, la cosa sería relativamente sencilla. Significaría simplemente que alguien habría planeado envenenar a la muchacha de tal modo, que apareciera como un suicidio, y que otro, sospechando que iba a cometerse el asesinato, me enviaba una dramática llamada de socorro. En tal caso, podrían deducirse dos conclusiones: la primera, que mi anónimo comunicante temía que Lynn iba a ser la víctima, y la segunda, que sospechaba que el mismo Lynn tenía el propósito de asesinar a su esposa, y deseaba que yo le vigilase…

—Y ambos fueron víctimas —interrumpió Markham, sombrío—. De manera que esa hipótesis no nos lleva a ninguna parte. En todo caso, no es más que una mera especulación basada en la falsa premisa de que los dos documentos fueron preparados por dos personas distintas. ¿Por qué no llegar a la entraña del asunto?

—¡Oh, mi querido amigo! —gimió Vance—. Estoy luchando desesperadamente por llegar a esa entraña, pero ni siquiera sé si la tiene. La situación actual del caso es que el envenenador llamó deliberadamente mi atención hacia lo que iba a ocurrir, y hasta me indicó claramente que la esposa de Lynn no iba a suicidarse, sino a ser asesinada.

—Pues eso no guarda sentido.

—Y, sin embargo, Markham, tienes sobre esta mesa la prueba de mi conclusión aparentemente absurda. Existe la nota del suicidio; existe la carta dirigida a mí, llena de insinuaciones y conjeturas acerca de un posible crimen, y existe el informe que afirma que la misma mano escribió los documentos.

Vance hizo una pausa.

—¿Y cuál es el próximo e inevitable escalón de nuestro razonamiento? Como ya he musitado en tu inabordable oído, creo que el asesino trata de lanzarnos por un camino equivocado. Intenta la hazaña imposible de emplear dos estratagemas distintas para conseguir el mismo fin. Y esto es lo que hace el asunto tan endiabladamente refinado.

—Pasas por alto el hecho de que fueron tres las personas envenenadas —objetó Markham—. Si tu hipótesis es cierta, ¿por qué no se limitó el asesino a envenenar a la joven, y después a la víctima que suponemos había elegido para despistar? ¿Por qué empeñarnos en atribuir un solo objetivo a su plan cuando al parecer ha emprendido una serie de envenenamientos en gran escala?

—He aquí una pregunta razonable —convino Vance—, la misma que me viene torturando desde anoche. Tal proceder habría sido el más lógico. Pero no olvides que no hay nada racional en este crimen. No es uno, sino varios, los «hombres de paja» con quienes tenemos que luchar. Y tengo la horrible sospecha de que están dispuestos en círculo, con el verdadero asesino fuera de la circunferencia. Nuestra única esperanza es que algo haya funcionado mal. En cualquier mecanismo delicado y complejo, el más pequeño fallo, cualquier fruslería que se introduzca en el rodaje, desequilibra la estructura entera e inutiliza la máquina para cumplir su misión. No es un crimen plástico. A pesar de todas sus hipersutilezas, divagaciones y recovecos, es estático y fijo en su concepción. Y en eso reside su fuerza… y su debilidad…

En aquel momento, Swacker llamó con los nudillos en la puerta forrada de cuero, y luego la abrió. Llevaba en la mano un abultado sobre.

—El informe de autopsia —anunció, colocándolo sobre la mesa de Markham y retirándose acto seguido.

Markham abrió el sobre y recorrió rápidamente las páginas mecanografiadas, reunidas en una carpeta azul. Mientras leía se iba ensombreciendo su rostro, y al terminar la lectura reflejaba una gran preocupación.

Alzó lentamente la cabeza y fijó en Vance, que estaba sentado frente a él, una mirada de profunda consternación.

—Mi querido Markham —suplicó Vance—: ¿qué terrible secreto encierra ese papel?

—¡No fue belladona lo que encontraron en el estómago de la joven! ¡Ni quinina, ni alcanfor! Lo que descarta completamente las tabletas para la rinitis.

Vance encendió un cigarrillo con estudiada cachaza.

—¿Da detalles?

Markham hizo un resumen del informe.

—Congestión de los pulmones; gran cantidad de serum en las cavidades pleurales; sangre, principalmente en la parte venosa de la circulación; el lado derecho del corazón, congestionado; el izquierdo, relativamente vacío; los tejidos del cerebro y las meninges, congestionados; la garganta, la tráquea y el esófago, hiperémicos…

—Síntomas todos de muerte por asfixia —interrumpió Vance, desolado—. ¡Y nada de veneno!… ¿No aventura Doremus alguna opinión?

—Nada específico —contestó Markham—. No quiere arriesgarse profesionalmente expresándola aquí. Se limita a afirmar que la causa de la asfixia no se conoce todavía.

—Sí, sí. Depende del análisis del hígado, de los riñones, de los intestinos y de la sangre. Eso llevará muy bien un par de días. Pero parte del veneno tendría que estar en el estómago, si fue tomado por vía digestiva.

—Doremus insinúa aquí que los antecedentes que tenía del caso y el resultado de su primer examen del cadáver indicaban una sobredosis de belladona o atropina.

—Eso lo sabíamos desde anoche —dijo Vance, recogiendo el informe y leyéndolo atentamente.

Cuando lo hubo terminado, se retrepó en el sillón, volvió los ojos lentamente hacia el turbado rostro de Markham y dio una larga chupada a su cigarrillo. Después arrojó el informe sobre la mesa de Markham con gesto de disgusto.

—Esto lo echa abajo todo, querido. A una dama se le da veneno y no se encuentra rastro de él. Caen otras dos personas envenenadas y se reponen. Quedamos reducidos al papel de mirones de tan odioso juego… ¡Oh mi tía! ¡Qué desconcertante situación!