13. UN DESCUBRIMIENTO ASOMBROSO
(Lunes 17 de octubre, 12 de la mañana)
Eran aproximadamente las doce del día siguiente cuando Vance volvió a Nueva York. Yo estaba muy ocupado en mi trabajo diario cuando entró en el despacho. Se limitó a saludarme con un movimiento. Comprendí en seguida, por su expresión concentrada y por sus movimientos impacientes, que algo muy interesante ocupaba su imaginación. Poco después salía de sus habitaciones vestido con un traje gris a cuadros, un sombrero Homburg de color verde pálido y unos borceguíes muy gruesos.
—Miserable día, Van —murmuró—. Amenaza lluvia y tenemos que salir al campo. Deja a un lado esa contabilidad y acompáñame… Pero primero tengo que ver a Markham. Telefonéale a su oficina que estaré allí dentro de veinte minutos… Es un buen muchacho.
Mientras yo me ponía en comunicación con la oficina del fiscal del distrito, Vance llamó a Currie y le dio instrucciones para la cena.
Markham estaba solo cuando llegamos al Criminal Courts Building.
—He dejado a un lado mis compromisos esperándote —saludó a Vance. ¿Qué informe me traes?
—¡Mi querido Markham!… ¡Oh, mi querido Markham! —protestó Vance, dejándose caer en un sillón—. Pero ¿tengo yo que traer un informe? —se puso serio y miró pensativo a Markham—. El hecho es que no tengo realmente nada que informar. La excursión ha sido un fracaso.
—¿A qué fuiste a Princeton? —preguntó Markham.
—A visitar a un antiguo amigo —contestó Vance—. El doctor Hugo Stoot Taylor…, uno de los grandes químicos de nuestros días. Es presidente del Departamento de Química de la Universidad… Anoche pasé un par de horas con él, inspeccionando el laboratorio Frick.
—¿Sólo se trataba de una visita de inspección, en general —preguntó Markham observando a Vance atentamente—, o de algo determinado?
Vance extrajo unas cuantas bocanadas de su cigarrillo.
—Completamente determinado. Me interesaba muchísimo la cuestión del agua pesada.
—¡Agua pesada! —Markham dio un salto en su asiento—. Me parece haber leído en alguna parte eso del agua pesada…
—Sí…, sí, por supuesto. Se ha hablado mucho de ello en los periódicos. ¡Asombroso descubrimiento! Uno de los más grandes de la química moderna. Asunto fascinador.
Se recostó en el sillón y estiró perezosamente las piernas.
—El agua pesada es un compuesto en el que el átomo de hidrógeno pesa dos veces más que en el agua ordinaria. Es realmente un líquido en el que el noventa por ciento, por lo menos, de las moléculas se componen de oxígeno combinado con el hidrógeno pesado recientemente descubierto. La fórmula es H2H20, aunque científicamente se representa por lo general por D20. Su cualidad más interesante es que tiene el mismo aspecto y sabor del agua ordinaria. Se supone que existe una parte de agua pesada en cada cinco mil de agua ordinaria; pero debido a las pérdidas del proceso de obtención, se requieren diez mil partes de agua corriente para obtener una parte de agua pesada. En ciertos laboratorios se han tratado nada menos que trescientos galones de agua ordinaria para producir una onza de este líquido. Su descubrimiento fue hecho por el doctor Harold C. Urey, de la Universidad de Columbia. Pero una gran parte de las investigaciones practicadas sobre el nuevo y asombroso compuesto han sido hechas por los hombres de ciencia de Princeton. Los aparatos de su laboratorio son los primeros inventados para la producción de agua pesada en apreciable escala. Y cuando digo «apreciable escala» hablo de un modo relativo, pues el doctor Taylor me dijo anoche que la producción diaria en aquellos laboratorios es inferior a un centímetro cúbico. Pero esperan intensificarla hasta conseguir una cucharada de las de té al día. En la actualidad, Princeton posee menos de media pinta de ese precioso fluido. El coste de producción es enorme; y debido a la gran demanda de muestras del líquido por los hombres de ciencia de todos los países, su precio se eleva a más de cien dólares el centímetro cúbico. Una cucharada de las de té costaría unos cuatrocientos dólares; y un litro, alrededor de cien mil…
Miró a Markham para observar el efecto que le producían mis palabras y continuó:
—Hay grandes posibilidades comerciales para este cuerpo. El doctor Taylor dice que ya existe una casa de productos químicos que ha empezado a lanzarlo al mercado.
Markham mostraba un profundo interés y no apartaba la mirada de Vance.
—¿Crees, pues, que esta agua pesada es la explicación de los envenenamientos de la noche del sábado?
—Puede ser una de las explicaciones —dijo Vance lentamente—, pero dudo que sea la definitiva. Hay muchas cosas aún que se oponen a que logremos una aclaración completa. Para empezar, el coste del agua pesada es casi prohibitivo, y se dispone de una cantidad muy exigua para que podamos atribuirla al repetido motivo acuático característico del caso Llewellyn.
—Pero ¿cuáles son sus efectos tóxicos sobre el sistema humano? —preguntó Markham.
—Ese es el problema. Desgraciadamente, nadie conoce los efectos que la ingestión de una cantidad apreciable de esa agua produciría en el cuerpo humano. Las pequeñas cantidades obtenidas hasta ahora han hecho prácticamente imposible los experimentos en ese sentido. Sólo se puede especular. El profesor Swingle, de Princeton, ha demostrado que el agua pesada es letal para los peces pequeños de agua dulce, como el Lebistes reticulatus, y que el renacuajo y la lombriz sobreviven muy poco tiempo sumergidos en ella. En su seno, se retarda o suspende por completo el crecimiento de las semillas; y este efecto inhibitorio sobre el funcionamiento del protoplasma vital ha conducido a algunos experimentadores de San Francisco a la hipótesis de que los síntomas de la vejez y senilidad son causados por la acumulación normal de agua pesada en el cuerpo.
Vance fumó unos momentos, y añadió:
—Sin embargo, yo no estoy convencido de que estas teorías tengan una relación directa con nuestro problema particular. Por otra parte, más bien estoy inclinado a creer que se intenta que trabajemos siguiendo tales directrices. Pero, de todos modos, pueden conducirnos a la verdad.
—¿Qué quieres indicar con eso? —preguntó Markham.
—Anoche hablé también con uno de los más ilustres ayudantes del doctor Taylor, un tal mister Martín Quayle, químico experto, consciente y emprendedor. Debo decir que, personalmente, yo no confiaría mucho en él. Es de una ambición desordenada…
—¿Qué tiene que ver ese tal Quayle con mi pregunta? —gruñó Markham.
—Quayle fue compañero de clase de Bloodgood. Los dos eran aspirantes a químicos, y muy buenos amigos.
Markham estudió pensativamente a Vance un momento.
—Me doy cuenta —me dijo— de que existe una vaga relación entre las diversas partes de esos informes; pero lo que continúo sin comprender es la conexión que puedan tener con el problema que nos ocupa.
—Ni yo tampoco —contestó Vance jovialmente—. Me limito a exponer los hechos a falta de cosa más definitiva.
Markham se había puesto repentinamente irritable, y descargó un puñetazo sobre la mesa.
—En ese caso —gruñó—, ¿qué hemos adelantado con tu misteriosa excursión a Princeton?
—Verdaderamente no lo sé —replicó Vance humildemente—. Confieso que estoy espantosamente decepcionado. Esperaba conseguir mucho más… A través del canto del agua corre un tema fugaz que acabará por orientamos. Preparo otra excursión para esta tarde. Al campo esta vez. Observa los rústicos vestidos con que estoy aderezado. Cuento con las ideas de Quayle para guiar mis vacilantes pasos.
Markham inspeccionó a Vance de arriba abajo, con marcada curiosidad. Después lanzó una burlona carcajada.
—Hablas el galimatías; del oráculo délfico, y tienes los modales de los echadores de cartas y de los adivinadores del porvenir en las bolas de cristal. Será preciso acostumbrarse a tu nuevo aspecto… ¿De manera que de excursión al campo?
—Sí —murmuró Vance dulcemente—. Hacia Closter…
Markham se puso en pie de un salto.
—¡Estás loco! —exclamó.
—¡Oh, mi querido Markham, no te asombres tanto! Pierdes muchas energías —suspiró Vance—. Lo mejor que podrías hacer es ordenar a Swacker que averigüe qué Compañías existen en los alrededores de Closter que suministren agua y energía eléctrica a domicilio.
Markham ahogó una exclamación y se mordió los labios. Al fin llamó a su secretario y le repitió los deseos de Vance.
—Y cuando tengas esos datos, ¿serás tan amable que me escribas unas cartas de presentación para los directores? Busco cierta información…
—¿Qué información?
—Desearía conocer la cantidad de agua y electricidad consumida por cierto notable ciudadano de los alrededores de Closter —dijo Vance, cohibido.
Markham se dejó caer en su sillón.
—¡Gran Dios! ¿Piensas que Kinkaid?…
—¡Mi querido amigo! —interrumpió Vance—. Yo no pienso nada. Exige demasiado esfuerzo el pensar.
Y no hubo manera de sacarle otra explicación.
Unos minutos después, Swacker entró con la contestación de que Closter y sus alrededores estaban servidos por la Valley Stream Water Company y la Englewood Power and Light Company, ambas domiciliadas en Englewood.
Markham dictó las cartas que Vance había solicitado; y diez minutos más tarde corríamos hacia Englewood, a pocas millas de Closter.
Englewood dista muy poco de Nueva York, y, gracias a la experta conducción de Vance, llegamos a la floreciente villa en menos de media hora. Vance preguntó el camino para las oficinas de la Valley Stream Company, y una vez en ellas hizo pasar su carta al director. Fuimos recibidos en un pequeño despacho por un hombre de unos cuarenta años —mister McCarty—, serio y agradable.
—¿En qué puedo servirle, señor? —preguntó después de estrechar nuestra mano—. Celebraremos poderle ser útiles de alguna manera.
—Estoy particularmente interesado —le dijo Vance— en averiguar cuánta agua se consume por un tal mister Richard Kinkaid, vecino de Closter.
—Puedo proporcionarle fácilmente esos datos.
El director se aproximó a un clasificador metálico y tras un momento de busca, sacó una pequeña tarjeta de papel manila. Vuelto a su mesa, le echó un vistazo y enarcó las cejas sorprendido.
—¡Ah, sí! —dijo tras un momento de reflexión, como si repentinamente hubiese recordado algo—. Ahora caigo… Mister Kinkaid tiene contador de una pulgada y consume gran cantidad de agua. De cuarenta mil a cien mil pies cúbicos por año…
—Y sin embargo, mister Kinkaid no ocupa más que un chalet de caza muy pequeño —sugirió Vance.
Míster McCarty afirmó con un gesto.
—Así es. La cantidad de agua consumida por mister Kinkaid sería suficiente para mover una fábrica. Ya esto llamó mi atención hace un año. No podía comprender tal cifra e hice investigaciones. Pero me encontré con que el cliente estaba satisfecho y, por tanto, no hubo otra alternativa que continuar el servicio.
—Dígame, mister McCarty —continuó Vance—, ¿se nota alguna variación en la cantidad de agua consumida por mister Kinkaid según la época del año? Es decir, ¿es mayor en los meses de primavera y verano que en invierno, cuando el chalet está cerrado?
—No —contestó el director sin apartar la mirada de las cifras—. Prácticamente no se observa ninguna variación. Según la tarjeta, consume tanta agua en los meses de verano como en los de invierno. ¿Cree usted que debemos hacer nuevas investigaciones? —terminó preguntando.
—¡Oh, no! No. No es preciso —contestó Vance indiferente—. ¿Desde cuándo se observa este excesivo consumo de agua? —añadió.
El director volvió a clavar la vista en la tarjeta, volviéndola para examinar las cifras del reverso.
—La instalación se hizo hará un año…, en agosto, para ser más exactos…, y el excesivo consumo de agua comenzó casi inmediatamente.
Vance se levantó y tendió su mano al director.
—Muchísimas gracias, señor. Esto es todo lo que quería saber. Agradezco su bondad.
Desde las oficinas de la Valley Stream Water Company nos fuimos a las de la Englewood Power and Light Company, unas cuantas manzanas más allá. De nuevo Vance pasó su carta al director, mister Browning, y una vez más fuimos recibidos sin tardanza. Cuando Vance le dijo que deseaba comprobar el consumo de energía eléctrica de Kinkaid, el director le lanzó una penetrante mirada.
—No tenemos costumbre de proporcionar informes de esa naturaleza —dijo con cierta altivez—, pero en las actuales circunstancias considero justificado decirle que mister Kinkaid, muy conocido en la vecindad, contrató conmigo, ya hará un año, la suficiente capacidad para hacer frente a sus necesidades, que, dicho sea de paso, exceden con mucho a lo acostumbrado en casas o pabellones de esa categoría. Se cerraron las negociaciones a base de un suministro de quinientos kilovatios en lugar de los cinco acostumbrados.
—Gracias por esos informes, señor —Vance ofreció un cigarrillo a mister Browning y tomó otro para él—. Y cuando mister Kinkaid contrató con usted ese enorme suministro de corriente, ¿le dijo a qué fines lo destinaba?
—Yo, naturalmente, le hice esa pregunta —contestó el director—, y él se limitó a explicarme que necesitaba tal capacidad para fines experimentales.
—¿Y no trató usted de profundizar más?
—Míster Kinkaid me informó que los experimentos que se proponía llevar a cabo eran de naturaleza más o menos confidencial; y claro está, mi interés por más detalles terminó en ese punto. Comprenderá usted que nuestro negocio y también nuestro ideal, es dar el mayor servicio posible al público.
—Su actitud, señor —replicó Vance, con una leve inclinación de cabeza—, es correctísima. Le quedo a usted muy agradecido por su confidencia.
Míster Browning se puso en pie.
—Siento no poderle dar más detalles…, a menos que quiera usted saber la cantidad exacta de energía consumida.
—No, muchas gracias —dijo Vance, encaminándose hacia la puerta—. Me ha dicho usted todo lo que necesitaba saber por ahora.
Y nos despedimos.
Cuando estuvimos de nuevo en el coche, Vance permaneció inmóvil al volante durante varios minutos, en indecisa abstracción. Después sacó su pitillera y, con gran calma, encendió otro de sus Régie.
—Estaba pensando, Van —me dijo lentamente—, que echásemos un vistazo al retiro de Kinkaid. Tengo una idea vaga de su situación. Si equivocamos el camino, podremos preguntar.
Hizo dar vuelta al coche y lo enfiló hacia Hudson River. Cuando estuvimos de nuevo en el camino 9-W, Vance viró hacia el Norte, a lo largo de las Palisades.
—A pocas millas de aquí debe de haber una estrecha carretera, y quizá una señal que nos guíe —dijo—. Ten los ojos bien abiertos. Si nos perdemos, tendríamos que volver a Closter para orientarnos.
Pero no fue necesario. Unas dos millas más adelante, encontramos un rústico poste indicador, maltratado por el tiempo, a la entrada de un camino particular bordeado de árboles que se apartaba del río; lo que nos indicó que el pabellón de caza de Kinkaid debía de encontrarse por allí.
Ya dentro de este camino, llegamos casi inmediatamente a un trozo de terreno cubierto de denso bosque. Estábamos en Bergen Country, entre la ciudad de Closter y la línea divisoria del Estado de Nueva York, cerca de la parte de Nueva Jersey llamada Rockleigh. Seguimos este camino privado durante una media milla, para salir repentinamente a un claro en cuyo centro se elevaba un chalet de piedra de dos pisos, que debió de ser en otros tiempos una residencia particular. Todo en él daba la sensación de absoluto abandono. Las ventanas habían sido cegadas con tablas; y tenía aire de desuso el pequeño porche del frente y la maciza puerta que constituía la entrada principal. Detrás de la casa, a la derecha, había un garaje metálico. Vance condujo el coche a la espesura de la izquierda y saltó a tierra.
—Esto parece un tanto desierto…, ¿verdad, Van? —me dijo—. ¡Y yo que tenía tantos deseos de entrar! Veamos qué sorpresa nos reserva el otro lado de la casa.
Penetramos por un sendero hacia el Norte, pero en lugar de dirigirse directamente a la parte trasera del pabellón, Vance se encaminó hacia el garaje. La puerta estaba ligeramente entornada, pero de la argolla colgaba un gran candado. Vance le dedicó su cuidadosa atención y después curioseó el local.
—Signos de actividad reciente —murmuró—. No hay coche, pero no se ve ni polvo ni barro por ninguna parte. Además, hay huellas de cubiertas de automóvil en el sendero, así como rastros de aceite en este piso de cemento. Conclusión: el habitante o habitantes del pabellón acaban de marcharse. Destino y hora de regreso, problemáticos.
Examinó atentamente el pequeño edificio, fumando sin cesar.
—Podría hacerse —murmuró al fin, como contestándose a una pregunta interior—. Oye, Van: ¿te sientes allanador de moradas?
Se aproximó al pequeño porche con persianas de la parte posterior, y subió los pocos peldaños de madera que conducían a él. La puerta no tenía el pestillo echado y pudimos entrar. Al fondo había otra puerta que comunicaba con el pabellón, y junto a ella una pequeña ventana. Las dos estaban cerradas.
—Espera aquí un minuto —me dijo Vance, y desapareció escaleras abajo. Unos segundos más tarde regresaba con un formón de la caja de herramientas de su coche—. Siempre he sentido una decidida inclinación por ser ladrón —dijo—. Veamos ahora si…
Introdujo la hoja del formón entre la ventana y su marco y, tras manipular durante unos minutos, logró levantar el pestillo. En un rincón del porche había un cajón de madera vacío, y Vance lo colocó debajo de la ventana. Puesto en pie sobre él, se las arregló, con gran esfuerzo, para deslizarse por la estrecha abertura; y un momento después oí un golpe sordo y mi amigo desapareció en la oscuridad del otro lado. Pasó otro minuto y su rostro reapareció en la ventana.
—No me he hecho daño, Van —me anunció—. Entra. Yo te ayudaré.
Me calé el sombrero hasta las orejas y me arrastré a través de la ventana. Vance me cogió por los hombros y tiró de mí hasta introducirme en la oscura y estrecha despensa con que comunicaba.
—¡Palabra! —exclamó Vance—. El robo con escalo es un ejercicio demasiado fatigoso. Hice bien en renunciar a la carrera… Busquemos ahora la puerta de la bodega. Dudo que haya nada de interés en los pisos superiores.
La puerta de la bodega fue encontrada fácilmente. Estaba situada en la cocina, separada esta, a su vez, de la despensa por una puerta giratoria. Vance empezó a descender por las escaleras llevando en la mano su encendedor de bolsillo.
—¡Caramba! —le oí exclamar en la semioscuridad—. He aquí una puerta muy curiosa para tan inocente pabellón de caza.
Yo estaba detrás de él, al pie de los escalones, y mirando por encima de su hombro vi, a la vacilante llama del encendedor, una enorme puerta de roble, relativamente nueva. No tenía ni tirador ni cerradura, que habían sido reemplazados por un gran cerrojo de hierro. Vance lo descorrió y empujó la puerta hacia adentro; de las tenebrosas profundidades nos llegó un olor acre, y un zumbido persistente y monótono, como de motores. Allá al fondo me pareció ver unas llamitas azules y temblorosas, como de mecheros Bunsen.
Vance se adentró en las tinieblas, palpando las paredes. Finalmente encontró el conmutador eléctrico. Sonó un chasquido y una brillante iluminación producida por una docena de lámparas eléctricas reemplazó a la oscuridad.
Un espectáculo asombroso apareció a nuestros ojos. La bodega de piedra, que originalmente debió de medir unos sesenta pies cuadrados, había sido ensanchada por ambas partes y nos encontrábamos en una habitación subterránea de unos cien pies cuadrados. Estaba llena de mesas enormes cubiertas con millares de pequeños vasos de vidrio cilíndricos. Al fondo había una serie de generadores eléctricos; y en algunas de las mesas y amplios anaqueles adosados a los muros se veían variadas colecciones de vasijas y complicados aparatos químicos.
Vance miró a su alrededor y deambuló por entre las mesas enormemente cargadas.
—¡Palabra! —murmuró—. El doctor Taylor se pondría verde de envidia si viera este laboratorio. ¡Asombroso!…
Atravesó el subterráneo para aproximarse a unas mesas, cuyos aparatos destacaban de todos los demás, hacia donde yo había visto las llamitas azules.
—Agua pesada, Van —explicó, señalando varias botellas de forma cónica, al final de una larga serie de tubos, válvulas y pilas—. Debe de haber más de un litro aquí. Producción en gran escala. Si es pura, Kinkaid tiene una fortuna en estas botellas… ¿Sabes cómo se fabrica, Van? Es un proceso fascinador.
Examinó los aparatos atentamente.
—El método de producción empleado aquí es el mismo inventado por los químicos de Princeton…; el primero, dicho sea de paso, que tiene un valor realmente práctico. Se empieza por destilar el electrólito de las pilas electrolíticas comerciales para separar el carbonato y el hidróxido. Se añade hidróxido de sodio, y después se electroliza la solución en estas pilas.
Señaló varias mesas llenas de innumerables vasos hidrométricos enfriados por inmersión en grandes tanques de agua corriente.
—Los electrodos, como puedes ver, están dotados en doble ángulo recto para formar el ánodo y el cátodo de los vasos siguientes, y el potencial de la corriente continua lo suministran esos generadores de más allá. Se emplean tres días en reducir el electrólito a un doce por ciento de su volumen primitivo, y después este electrólito concentrado se neutraliza parcialmente haciendo burbujear a su través bióxido de carbono. A continuación se le destila y se le incorpora a otro grupo de pilas —aquellas de esa serie de mesas del fondo— que contienen agua de la misma graduación, pero en las que existe todavía el hidróxido de sodio primitivo. Allí se efectúan tres electrólisis sucesivas, de las que resulta un agua que contiene aproximadamente un dos y medio por ciento de hidrógeno pesado isótropo. A partir de este estado, el hidrógeno va conteniendo el elemento pesado, que es recogido por los aparatos que ves allí.
Con un movimiento de la mano me señaló el complicado andamiaje químico frente al cual estábamos parados.
—El gas electrolítico pasa desde aquellas pilas de la derecha a través de este atomizador, y luego por este tubo en T, que, como observarás, está sumergido en mercurio para formar una válvula de seguridad en caso de presión excesiva, y finalmente, fluye por aquel gollete capilar, donde arde, al salir, como una llama.
Vance arrojó su cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie.
—Y esa es la fase final —añadió— de la producción del líquido más costoso del mundo. El agua formada por la combustión se condensa en estos tubos de cuarzo inclinados…
Llegó hasta nosotros el rumor de unos pasos rápidos en las escaleras de la bodega. Vance giró instantáneamente sobre sus pies y se lanzó hacia la salida. Pero era demasiado tarde. La gran puerta de roble se cerró violentamente y, casi al mismo tiempo, se oyó el ruido del pesado cerrojo al resbalar en su encaje.
Entre el zumbar de los motores y el gorgoteo del agua corriente en los tanques, percibimos distintamente la airada, pero triunfal, risa de alguien, allá en las escaleras.