5. ¡VENENO!
(Domingo 16 de octubre, 2:15 de la madrugada)
En aquel momento, Sullivan abrió la puerta para dejar pasar al doctor Doremus, hombre ligeramente garboso, con aire atrafagado y vivaz. Llevaba un sobretodo a cuadros, y el ala de su fieltro gris perla se doblaba picarescamente por un lado.
Nos saludó con dramática consternación, y después descargó una mirada iracunda sobre el sargento Heath.
—Cuando no me llama usted para ver sus cadáveres a la hora de comer, espera a que esté profundamente dormido para arrancarme de la cama —se lamentó con voz de falsete—. Parece que conspiran para robarme el alimento y el descanso. He envejecido lo menos veinte años en los tres que llevo desempeñando este cargo.
—Todavía parece usted joven y pimpante —le consoló Heath. (Hacía tiempo que se había acostumbrado a las lamentaciones del médico forense).
—Pues no será por las consideraciones que tienen conmigo los niños de la brigada de investigación criminal —gruñó Doremus—. ¿Dónde está el cadáver? —su mirada paseó alrededor de la habitación y se detuvo sobre la inmóvil figura de Virginia Llewellyn—. Una señora, ¿eh? ¿De qué ha muerto?
—Eso es lo que esperamos que usted nos diga —contestó Heath, repentinamente agresivo.
Doremus rezongó por lo bajo; después, quitándose el sombrero y el abrigo, que puso sobre una silla, se aproximó al lecho Durante diez minutos examinó a la joven muerta, y una vez más quedé impresionado por su competencia y minuciosidad. A. pesar de su aire indiferente y de su cínica actitud, era un médico perspicaz y concienzudo; uno de los mejores forenses que Nueva York ha tenido.
Mientras Doremus se dedicaba a su ingrata tarea, Vance hizo una breve inspección del cuarto. Se dirigió primero a la mesa de noche, sobre la que se veía un pequeño servicio de agua, parecido al del despacho de Kinkaid en el Casino. Cogió los dos vasos y los examinó al trasluz; los dos parecían secos.
Después quitó la tapa de la jarra e invirtió esta sobre uno de los vasos. Estaba vacía. Vance frunció el ceño mientras la volvía a la bandeja. Tras inspeccionar el interior del pequeño cajón de la mesa, se encaminó hacia la puerta del cuarto de baño, que estaba medio abierta.
Al pasar junto a Markham, le oí comentar en voz baja:
—El servicio andaba muy mal esta noche. La jarra de agua de Kinkaid estaba vacía, y la de Lynn Llewellyn también. Extraño…, ¿no te parece? El cajoncito de la mesa de noche contiene solamente un pañuelo, un paquete de naipes (para hacer solitarios, sin duda), un lapicero, un postizo, una barra de pomada para los labios y un par de lentes. Nada letal, como puede usted ver.
Seguí a Vance al cuarto de baño, pues comprendí que llevaba algo en el pensamiento desde que empezó la inspección. Me lo habían revelado sus movimientos perezosos y vacilantes, que adoptaba invariablemente en los momentos de más alta tensión.
El cuarto de baño era grande, moderno, con dos pequeñas ventanas que daban a un patio. Estaba muy limpio y todo en perfecto orden. Vance, después de accionar el interruptor de la luz, miró a su alrededor como buscando algo. Había un pulverizador y un tubo de tabletas de baño sobre el borde de una ventana.
Vance oprimió la pera del pulverizador y olfateó la rociada.
—Fleur de lis, de Derline —me hizo notar—. Ideal para las rubias —leyó la etiqueta del tubo de tabletas—. También Fleur de lis, de Derline. Todo muy exquisito. Son muchas las mujeres que cometen el fatal error de contrastar su perfume de baño con su olor personal.
Abrió la puerta del armarito de aseo y examinó el interior. Contenía solamente los objetos usuales: cremas para el cuidado de la piel, una botella de loción para las manos, agua de toilette, talco y polvos de baño, un desodorante, un tubo de pasta dentífrica, un termómetro, y el acostumbrado arsenal de preparaciones médicas: yodina, aspirina, bicarbonato de sodio, alcanfor, solución de Dobell, glicerina, argirol, amoníaco, benzoína, leche de magnesia, tabletas de bromuro, una copita para lavarse los ojos, alcohol alcanforado, y así sucesivamente.
Vance empleó mucho tiempo en examinar todos los objetos. Al fin se detuvo en un botellín amarillento con una etiqueta impresa, y ajustándose cuidadosamente el monóculo, leyó la menuda letra de la fórmula. Después deslizó el botellín en su bolsillo, cerró el armario y regresó al dormitorio.
El doctor Doremus se disponía a cubrir con la sábana el cuerpo rígido que yacía en el lecho. Después se dirigió a Heath con fingida brusquedad.
—Bien. ¿Qué más desea? —preguntó de mal humor, extendiendo las manos en gesto interrogador—. Está muerta, si es eso lo que quería saber. ¡Y me ha sacado usted de las mantas a las dos de la madrugada para que le diga esto!
Heath retiró lentamente su cigarro de entre los dientes y miró fijamente al forense.
—Muy bien, doctor —le dijo—. Está muerta, puesto que usted lo asegura. Pero ¿cuánto tiempo lleva en ese estado, y qué es lo que la mató?
—Ya me esperaba yo esa preguntita —suspiró Doremus, y se puso profesionalmente serio—. Bien, sargento; pues lleva muerta unas dos horas, y ha sido envenenada. Ahora supongo que querrá usted saber de dónde cogió el veneno.
Vance se interpuso entre los dos hombres.
—El doctor que fue primeramente avisado —dijo gravemente a Doremus— sugirió que la causa de la muerte pudo ser un veneno del grupo de la belladona.
—Cualquier estudiante de tercer año podría haber visto eso —gruñó el doctor—. Seguro que es un envenenamiento por la belladona. ¿Llegó a tiempo ese sierrahuesos para apreciar la elevación de temperatura post-mortem?
Vance afirmó con un gesto.
—Estaba aquí a los diez minutos de ocurrir la muerte.
—Bien; ahí se quedan ustedes —Doremus se puso el abrigo y se colocó cuidadosamente el sombrero, inclinándole hacia un lado—. Todas las indicaciones: ojos muy abiertos, pupilas extraordinariamente dilatadas, enrojecimiento de la piel, súbita elevación de temperatura, síntomas de convulsiones y asfixia… ¡Sencillísimo! —iba mascullando mientras se arreglaba.
—Sí, sí…, muy sencillo —Vance sacó la botellita que había cogido en el baño y la entregó al forense—. ¿Pudieran ser causa de la muerte estas tabletas? —preguntó.
Doremus leyó atentamente la etiqueta.
—«Tabletas preventivas de la rinitis. Remedio casero» —dijo. Colocó el frasquito bajo la lámpara de la mesa y leyó en voz alta—: «Alcanfor en polvo; extracto fluido de raíz de belladona; sulfato de quinina…». Cierto que esto pudiera haber sido la causa, si lo tomó en cantidad suficiente.
—El frasco está vacío; pero contuvo originalmente cien tabletas —indicó Vance.
—Pues en ellas habría cantidad de belladona suficiente para dejar frío a cualquier ciudadano —contestó Doremus. Y devolvió el frasco a Vance—. Esa es mi respuesta —añadió—. ¿Por qué me hicieron levantar en plena noche, si lo sabían ya todo?
—Realmente, doctor, no hicimos otra cosa que buscar por aquí algunas pruebas. Yo acabo de encontrar este frasco vacío, y pensé que podría aclarar algo.
—Sólo un examen post-mortem podrá contestar definitivamente a sus preguntas —dijo Doremus, dirigiéndose a la puerta.
Markham intervino bruscamente:
—Eso es precisamente lo que necesitamos, doctor. ¿A qué hora podremos tener el certificado de autopsia?
—¡Oh Dios mío! —Doremus rechinó los dientes—. ¡Y mañana es domingo! Esta vertiginosidad moderna acabará por matarme… ¿Qué le parece a usted las once de la mañana?
—Una hora eminentemente satisfactoria —le contestó Markham.
El doctor Doremus sacó una pequeña libreta de su bolsillo, y después de escribir algo arrancó una hoja y se la entregó al sargento.
—Esta es la orden para el traslado del cadáver.
El sargento se guardó el papel.
—El cuerpo estará en el depósito antes que usted —murmuró.
—Me parece una fanfarronada —dijo Doremus, lanzando a Heath una mirada aniquiladora—. Me vuelvo a la cama —añadió, abriendo la puerta—. Ya puede ocurrir una degollina esta noche, que no me verá hasta las nueve.
Agitó su mano en un ademán de despedida que nos abarcó a todos y salió rápidamente.
Cuando la puerta se cerró tras el forense, Markham se encaró con Vance con imponente gravedad:
—¿Dónde encontraste ese frasco, Vance?
—En el lavatorium. Fue lo único que encontré que sugiriera cierta posibilidad…
—Relacionándolo con la nota del suicidio —observó Markham—, parece suministrar una sencilla explicación de este terrible asunto.
Vance miró pensativo a Markham durante unos minutos; después aspiró profundamente el humo de su cigarrillo, y paseó por la habitación con la cabeza inclinada.
—Yo no estoy tan seguro, Markham —murmuró como si hablase para sí—. Te concedo que es una verosímil explicación de la muerte de esa señora. Pero ¿y el pobre joven que está en el hospital? No fue belladona lo que le envenenó, y la idea del suicidio no era precisamente lo que ocupaba su imaginación. Jugaba y ganaba esta noche, y su estúpido sistema daba buen resultado en apariencia. Sin embargo, en medio de su triunfo, se desplomó. No, no. Lo que sugiere el frasco vacío de tabletas para la rinitis es demasiado sencillo. Y este asunto carece de toda simplicidad. Está lleno de sombras y de falsas sugerencias; ocultas sutilezas y repliegues.
—El frasco vacío demuestra lo contrario.
—Pudo haber sido puesto para que lo encontrásemos —interrumpió Varice—. La muestra casa demasiado bien con el paño. Sabremos más, o menos, cuando Doremus nos entregue su informe mañana por la mañana.
Markham se revolvió, irritado.
—¿Por qué ver misterios en todo?
—¡Mi querido Markham! —reprochó Vance, y durante unos minutos pareció absorberse en la contemplación de unos grabados del siglo XVIII colgados sobre la chimenea.
Heath, entre tanto, había estado telefoneando al Departamento de Sanidad pidiendo una ambulancia para retirar el cadáver. Cuando terminó la comunicación, habló con el teniente Smalley, del puesto local, que había presenciado silencioso todas las escenas desde un rincón de la habitación.
—No hay nada más, teniente. Míster Markham está aquí, y sólo quedan algunos trámites hasta que el doctor Doremus haga la autopsia. Deje solamente una pareja vigilando el exterior.
—Lo que usted precise, sargento.
El teniente Smalley estrechó la mano de todos los presentes, y salió con visibles muestras de satisfacción.
—Creo que nos podemos marchar también —dijo Markham—. Queda usted encargado de este asunto, sargento. Mañana hablaré con el inspector.
—Oye, Markham —intervino Vance—, no obremos precipitadamente. Necesito comprobar unos cuantos hechos, y ya que estamos aquí…
—¿Qué es lo que necesitas saber? —preguntó Markham, impaciente.
Vance se apartó de los grabados y miró tristemente a la joven muerta.
—Me gustaría cambiar algunas palabras con el doctor Kane antes de lanzarnos a desafiar la lluvia.
Markham torció el gesto, pero finalmente dio su consentimiento con cierta repugnancia.
—Está abajo —dijo, y nos precedió hacia el vestíbulo.
El doctor Kane se paseaba nervioso de un extremo a otro cuando entramos en el gabinete.
—¿Cuál ha sido el informe? —preguntó, antes que Vance tuviera tiempo de hablar.
—El forense se limitó a corroborar su diagnóstico, doctor. Se practicará la autopsia a primera hora de la mañana. Y a propósito, doctor: ¿es usted el médico de la familia Llewellyn?
—No me atrevo a titularme así —contestó el otro—. Dudo que tuvieran alguien que los asistiera regularmente. No necesitan mucha vigilancia médica, pues es una familia de excelente salud. De cuando en cuando les he recetado algunas cosillas, pero como amigo más bien que como médico.
—¿Extendió usted alguna receta para alguno de ellos últimamente? —preguntó Vance.
Kane reflexionó un momento.
—Nada de importancia —contestó al fin—. Prescribí un tónico de hierro y estricnina para miss Llewellyn hace unos días.
—¿Padece Lynn Llewellyn alguna dolencia constitucional que pudiera producirle un colapso bajo una excitación demasiado fuerte? —interrumpió Vance.
—No. Padece hipertrofia cardíaca, con el consiguiente aumento de presión sanguínea, como consecuencia de los ejercicios atléticos en el colegio.
—¿Angina?
—No tan grave como eso, aunque puede originarla algún día.
—¿Le recetó usted algo?
—Hace aproximadamente un año le prescribí unas tabletas de nitroglicerina, alrededor de un miligramo. Y nada más.
—Nitroglicerina… —un relámpago de interés animó los ojos de Vance—. Eso indica algo. Y a su esposa, ¿la asistió usted?
—¡Oh, una o dos veces! —contestó Kane, sacudiendo distraídamente la ceniza de su cigarro—. Tenía la vista algo débil y le recomendé un colirio ordinario. He observado —añadió con afectación— que las rubias de ojos azul pálido, lo que indica falta de pigmentación, como usted sabrá, tienen la vista más débil que las morenas.
—Háganos usted gracia de su hipótesis oftalmológica —le interrumpió Vance, con amable sonrisa—. Ya es muy tarde. ¿Qué más recetó usted a la joven mistress Llewellyn?
Kane, a pesar de todos sus esfuerzos, se iba poniendo visiblemente nervioso.
—Hace unos meses le recomendé cierta pomada para un ligero eritema que tenía en una mano, y la semana pasada, que cogió un pertinaz resfriado, le receté unas tabletas para la rinitis. Y no recuerdo nada más.
—¿Tabletas…, rinitis? —la penetrante mirada de Vance se clavó en el médico—. ¿Cuántas le dijo usted que tomase?
—¡Oh, la dosis corriente! —contestó Kane, esforzándose por parecer natural—. Una o dos tabletas cada dos horas.
—La mayor parte de las tabletas contra la rinitis contienen belladona, ¿no es cierto? —recalcó Vance.
—Sí, por supuesto —los ojos de Kane se abrieron de pronto desmesuradamente, miraron a Vance como espantados—. Pero…, realmente, no sé.
—Encontramos un frasco de cien tabletas vacío, en el armarito del cuarto de baño —le informó Vance, sin apartar de él la mirada—. Y según su propio diagnóstico, mistress Llewellyn murió envenenada por la belladona.
Kane se puso intensamente pálido.
—¡Dios mío! —murmuró—. Ella no pudo hacer eso —el hombre temblaba ligeramente—. Conocía el peligro, y yo se lo expliqué claramente.
—Nadie le censura a usted en estas circunstancias, doctor —dijo Vance, animándolo—. Dígame: ¿era mistress Llewellyn una enferma inteligente y consciente?
—Sí, mucho —Kane se humedeció los labios con la lengua e hizo un supremo esfuerzo para tranquilizarse—. Siempre siguió cuidadosamente mis instrucciones. Recuerdo ahora que me telefoneó el otro día para preguntarme si podría tomar una tableta más antes de transcurrir el intervalo de las dos horas.
—¿Y la loción para los ojos? —preguntó Vance, como quien no da importancia al asunto.
—Estoy seguro de que también en eso siguió mis instrucciones —contestó Kane, con vivacidad.
—¿Y cuáles fueron?
—Le dije que se bañase los ojos todas las noches antes de acostarse.
—¿Qué ingredientes intervenían en el ungüento que le recomendó para la mano?
Kane le miró, sorprendido.
—No estoy muy seguro —contestó, titubeando—. Supongo que serían los sencillos emolientes acostumbrados. Se trataba de un específico que se vende en las droguerías. Probablemente contenía óxido de cinc o lanolina. No es posible que contuviese nada perjudicial.
Vance se aproximó a la ventana y se quedó contemplando el exterior. Parecía desconcertado.
—¿Y se limitó a eso su intervención facultativa respecto a Lynn Llewellyn y su esposa? —preguntó, volviendo lentamente hacia el centro de la habitación.
—¡Sí!
Aunque la voz de Kane tembló, había en ella, sin embargo, una nota de energía innegable.
Vance clavó un momento sus ojos en los del joven doctor.
—Creo que esto es todo —le dijo—. No le necesitaremos para nada más esta noche.
Kane lanzó un profundo suspiro de alivio y se dirigió hacia la puerta.
—Buenas noches, señores —dijo, lanzando una mirada interrogativa a Vance—. No duden en llamarme si puedo serles de alguna ayuda —abrió la puerta y se detuvo en el umbral, titubeando—. Les quedaré muy agradecido si me comunican el resultado de la autopsia.
Vance se inclinó.
—Así lo haremos, doctor. Y perdone por haberle retenido tanto tiempo.
Kane quedó inmóvil un momento, y yo creí que iba a decir algo; pero de pronto franqueó el umbral, y a poco oímos al mayordomo ayudándole a ponerse el abrigo.
Vance se apoyó en la mesa, con la mirada fija en el espacio y paseando distraído sus dedos por los relieves de la madera. Después, sin mover la mirada, se sentó lentamente y sacó con calma la pitillera.
Markham había permanecido junto al doctor durante el interrogatorio, observando atentamente a los dos interlocutores. Cruzó ahora la habitación, hacia la chimenea, y se recostó en ella.
—Vance, empiezo a comprender lo que te preocupa —comentó gravemente.
—¿De veras, Markham? —Vance movió la cabeza, descorazonado—. Eres más perspicaz que yo. Daría mi vaso Ting-yao por saber lo que pienso. Todo se presenta muy confuso. Todo casa bien, como un mosaico perfecto. Y eso es lo que me espanta.
Se agitó violentamente, como para arrojar de sí algún pensamiento desagradable, y aproximándose a la puerta llamó al mayordomo.
—Haga el favor de avisar a miss Llewellyn —dijo, cuando apareció el sirviente—. Creo que está en sus habitaciones. Dígale que agradeceremos que baje aquí.
Cuando el hombre volvió al vestíbulo para dirigirse a la escalera, Vance se aproximó a la chimenea y se colocó junto a Markham.
—Hay algunos pequeños detalles que deseo conocer antes que nos despidamos —explicó. Estaba turbado e inquieto; yo rara vez le había visto en tal estado—. Ninguno de los casos en que he intervenido contigo, Markham, me ha hecho sentir tan vivamente la presencia de una personalidad astuta y siniestra. Ni una sola vez se ha manifestado por sí misma en los trágicos, acontecimientos de esta noche; pero sé que está ahí, haciéndonos muecas y desafiándonos a que penetremos en el fondo de esta trama infernal. Y lo desconcertante es que todos sus ingredientes son vulgares y claros, en apariencia. Pero yo tengo la sensación de que son como falsos postes indicadores que tratan de apartarnos del camino de la verdad.
Vance fumó silenciosamente un momento; después continuó:
—Lo diabólico sería que esas señales ni siquiera estuvieran destinadas a que nosotras las sigamos.
Se oyó el rumor de unos pasos menudos en la escalera, y un momento después Amelia Llewellyn aparecía en la puerta del gabinete.