3. LA PRIMERA TRAGEDIA

(Sábado 15 de octubre, 11:15 de la noche)

El salón había ya empezado a llenarse. Había por lo menos cien miembros jugando en las diversas mesas, o en pie charlando en pequeños grupos. Reinaba un ambiente de lujo y color, electrizado por los perfumes y la excitación de los nervios. Los criados japoneses, ataviados al uso de su país, cruzaban de un lado para otro, silenciosos y sonrientes.

En el arco de entrada, dos lacayos uniformados se mantenían rígidos dentro de sus uniformes. Ningún movimiento de las personas allí reunidas, por inocente que fuera, se escapaba, sin embargo, a la vigilante mirada de estos centinelas. La concurrencia no podía ser más distinguida, y yo identifique sin dificultad a muchas personalidades de los círculos sociales y financieros.

Lynn Llewellyn estaba todavía en un rincón del gabinete de descanso, muy atareado con su lápiz y su cuaderno de notas, indiferente, al parecer, a la actividad que le rodeaba.

Vance atravesó el salón saludando a su paso a unos cuantos conocidos. Se detuvo junto a una mesa de dados y cambió unos billetes por fichas. Se dedicó a apostar al uno doblando cada vez hasta cinco para empezar de nuevo. Eran increíbles los «unos» que eran capaces de marcar los dados, y al cabo de quince minutos Vance se encontraba con cerca de mil dólares ante sí. Sin embargo, parecía inquieto y recibía sus ganancias con indiferencia.

Vuelto otra vez al centro del salón, se aproximó a la mesa de ruleta regentada por Bloodgood. Durante algunos minutos observó los giros de la rueda desde detrás de una silla, y a poco se sentó para tomar parte en el juego. Estaba frente al gabinete de descanso, y cuando ocupó su asiento miró como por casualidad en aquella dirección, dejando descansar un momento la mirada en Llewellyn, que continuaba enfrascado en sus cálculos.

Las posturas para la próxima bolada estaban ya hechas —había solamente cinco o seis jugadores en aquel momento—, y Bloodgood sujetaba la bola contra el borde de la cazoleta dispuesto a dejarla partir para sus locas circunvoluciones. Pero por cierta razón no lo hizo en seguida.

Faites vôtre jeu, monsieur —repitió una vez más en monótono canto, mirando directamente a Vance.

Vance volvió la cabeza rápidamente y encontró una cínica sonrisa en los gruesos labios de Bloodgood.

—Gracias por la deferencia —le dijo, con exagerada amabilidad. E inclinándose sobre la mesa, colocó un billete de cien dólares sobre el área verde que exhibía un cero a la cabeza de las tres columnas de cifras—. Mi sistema me aconseja jugar el número de la casa esta noche —comentó.

La sonrisa se borró de los labios de Bloodgood, y sus cejas se enarcaron ligeramente. Después hizo girar la rueda con admirable destreza.

La bolita había recibido un ímpetu terrible, y durante largo tiempo saltó como loca entre los cajetines y la cazoleta. Al fin pareció acomodarse en una de las divisiones numeradas, pero la rueda giraba aún con demasiada rapidez para permitir la lectura del número. La bolita saltó de nuevo, giró una o dos veces y se detuvo al fin en la ranura verde: el número de la casa.

Corrió un rumor alrededor de la mesa mientras la raqueta recogía ansiosa todas las demás posturas. Aunque observé atentamente el rostro de Bloodgood, no pude ver en él el más ligero cambio de expresión: era el perfecto croupier, pétreo e inconmovible.

—Su sistema parece que da resultado —dijo en voz baja a Vance, mientras empujaba hacia él una pila de treinta y cinco fichas amarillas—. Vous engagez, et puis vous voyez… Mais, qu’est-ce que vous esperez voir, monsieur?

—No tengo la menor idea —contestó Vance, recogiendo el billete y las fichas—. Pero para ver me he traído los ojos.

—De todos modos, está usted de suerte esta noche —sonrió Bloodgood.

—¿Cree usted?

Vance se guardó las ganancias en el bolsillo y se apartó de la mesa. Luego se encaminó lentamente hacia los recreos de naipes, se detuvo en la entrada y acabó por acercarse a la mesa de vingt-et-un, situada a unos cuantos metros de la salita de descanso. Había dos sillas vacantes frente al vestíbulo; pero Vance esperó. El croupier estaba sentado en una pequeña plataforma que dominaba la mesa, y cuando el jugador de la derecha abandonó su asiento, Vance se apresuró a ocuparlo. Noté que desde aquel sitio podía observar perfectamente a Llewellyn.

Colocó una ficha amarilla en el cuadro dibujado sobre el paño, frente a él, y el croupier le sirvió una carta tapada. Vance la examinó de un vistazo. Yo, que estaba detrás de su silla, vi que era un as de bastos. La carta siguiente que le sirvieron era otro as.

—Fíjate en esto, Van —me dijo, enseñándome los naipes por encima del hombro—. Los unos me persiguen toda la noche.

Volvió boca arriba su primer as y dejó el otro a su lado, colocando una nueva ficha amarilla sobre él. Era el último a quien tenía que servir cartas el croupier, y, con gran asombro, vi que le correspondieron en suerte dos figuras: una sota y un caballo. Esta combinación de un as y una figura constituye un «natural», la jugada de más valor en este juego, y Vance había conseguido dos en una sola mano. Las cartas del croupier totalizaban diecinueve puntos.

Vance estaba a punto de arriesgar una segunda postura, cuando Llewellyn se levantó decidido de su asiento en la salita de descanso y se aproximó a la ruleta de Bloodgood, con su librito de notas en la mano. En lugar de continuar el juego, Vance guardó de nuevo sus ganancias, descendió de su alto taburete y volvió al centro del salón, ocupando un sitio en la hilera de sillas, al lado opuesto de la mesa en que Llewellyn se había sentado.

Lynn Llewellyn era de mediana estatura y más bien delgado, dando la impresión de fortaleza alámbrica. Tenía los ojos azules, y aunque los movía constantemente, parecía carecer de animación. Su boca, por el contrario, era expresiva y variable. Su rostro, fláccido y macilento, daba la sensación de una mezcla de debilidad y astucia; pero era un rostro que cierta clase de mujeres considerarían de veras hermoso.

Una vez sentado, miró desmayadamente a su alrededor, saludó con un gesto a Bloodgood y a otros conocidos, y al parecer no reparó en Vance, aunque este estaba frente a él. Observó el juego durante unos minutos, anotando los números que iban saliendo en el cuaderno de notas que había colocado sobre la mesa. A las cinco o seis jugadas empezó a animarse, y girando sobre su asiento llamó a uno de los criados japoneses que pasaba por allí.

Scotch con un vaso de agua —le ordenó.

Mientras le traían la bebida continuó sus anotaciones. Al fin, cuando hubieron salido en sucesión tres números de la misma columna, empezó a jugar con avidez. Cuando el japonés le trajo el scotch, le despidió bruscamente con un movimiento de la mano y se concentró en el juego.

Durante la primera media hora que le estuvimos observando, yo traté de averiguar la combinación matemática que le guiaba en la elección de los números, pero al no conseguirlo, renuncié a ello. Después supe por Vance que Llewellyn jugaba siguiendo una curiosa y contradictoria variación del sistema Labouchére —popularmente conocido por Labby—, ensayado durante muchos años en Montecarlo.

Pero por muy absurdo que fuese el sistema, científicamente considerado, lo cierto es que a Llewellyn le estaba dando resultados maravillosos. De haber sabido aprovechar sus ventajas, podría haber progresado más rápidamente. Pero cada vez que acertaba un pleno, un caballo o un cuadro, retiraba la mitad de sus ganancias, doblando solamente las posturas cuando la suerte le era adversa. Tras de cada jugada echaba un rápido vistazo a las tablas y columnas de cifras cuidadosamente alineadas en su libro; y era evidente que, a pesar de las tentaciones de hacer lo contrario, se atenía de un modo invariable a la complicada fórmula que había decidido seguir.

Poco después de la medianoche, cuando una de sus series de dobles había llegado a su punto culminante, salió el número esperado. El resultado fue un gran montón de dólares, y cuando hubo recogido las seis pilas de fichas amarillas, respiró angustiosamente y se recostó trémulo en su silla. Yo calculé a bulto que llevaba ganados unos diez mil dólares. El rumor de su buena suerte llegó pronto a los otros jugadores, y hubo gran afluencia de curiosos hacia la mesa de Bloodgood.

Miré a mi alrededor y observé las varias expresiones de los espectadores: unas eran cínicas; otras, envidiosas; algunas, meramente interesadas. Bloodgood no mostraba la menor emoción, ni por el gesto de su rostro ni por la entonación de su voz. Era el autómata que cumple sus deberes con absoluta precisión mecánica.

Cuando Llewellyn se recostó en su asiento después de su jugada cumbre, levantó la vista, y al ver a Vance le saludó distraídamente con una ligera inclinación de cabeza. Continuó luego ocupado en sus cálculos y cómputos, anotando cada bolada y registrando en su libreta los números que iban saliendo. Tenía el rostro congestionado, y sus labios se movían nerviosos mientras anotaba las cifras. Las manos le temblaban de un modo perceptible, y a cada momento respiraba profundamente, como si tratara de calmar sus nervios. Una o dos veces advertí que avanzaba su hombro izquierdo e inclinaba la cabeza hacia el mismo lado, como un hombre con una angina de pecho que tratara de aliviarse.

Al cabo de unas seis jugadas, Llewellyn se incorporó y continuó ensayando su complicado sistema. Esta vez noté que había introducido algunas variaciones en su método. Practicaba lo que se llama «cubrir la postura», jugando, para salvar el pleno, al color opuesto al del número elegido, y a la «primera», «segunda» o «tercera» docena contra el grupo particular de doce en que figuraba este pleno, utilizando de la misma manera «pares» o «impares» y «pasa» o «falta».

—Esa jugada —murmuró Vance a mi oído— no está en los libros. Va perdiendo la serenidad y ya mezcla los sistemas de D’Alembert y de Montand. Pero eso es lo de menos. Si está de suerte, ganará de todos modos, y perderá, también de todos modos, si no lo está. Los sistemas se han hecho para optimistas y soñadores. El hecho inmutable es que la casa paga treinta y cinco por uno contra treinta y seis posibilidades, más un número adicional para el banquero. Es el Destino, que nadie puede vencer.

Pero la suerte de Llewellyn a la ruleta se inclinaba evidentemente a su favor aquella noche, pues no pasó mucho tiempo sin que volviese a ganar una gran cantidad. Cuando recogió las fichas temblaban sus manos tan violentamente, que derribó una pila y mostró gran torpeza para reunirlas. De nuevo se recostó en su silla y dejó pasar las siguientes jugadas. Estaba más congestionado que nunca; sus ojos brillaban de un modo extraño, y los músculos de su rostro empezaban a contraerse. Miró como aturdido a su alrededor y no se percató del número que acababa de marcar la ruleta, de modo que tuvo que preguntárselo a Bloodgood para poder anotarlo en su cuaderno.

La tensión parecía haberse comunicado a todos los espectadores. Un extraño silencio sucedió a la conversación general. Todos parecían pendientes del resultado de este eterno conflicto entre el hombre y las leyes inescrutables de la probabilidad. Llewellyn tenía ante sí una verdadera fortuna apilada en fichas amarillas. Unos cuantos miles más y la banca podría «saltar», pues Kinkaid había destinado un capital de cuarenta mil dólares para aquella mesa.

Durante el magnético silencio que había invadido repentinamente el salón, interrumpido solamente por los choques de la bolita, el chasquido de las fichas y la gangosa voz de Bloodgood, Kinkaid surgió de su despacho y se aproximó a la mesa. Se situó junto a Vance, y durante un rato presenció el juego, indiferente.

—No hay duda de que esta es la noche de Lynn —murmuró.

—Sí, sí…, es su noche —dijo Vance, sin apartar la mirada de la temblorosa figura de Llewellyn.

En aquel momento, Llewellyn volvió a acertar un pleno, pero sólo tenía una ficha sobre el número. Sin embargo, marcaba el fin de cierto ciclo matemático, con arreglo a su confuso sistema; y retirando sus fichas, se recostó una vez más. Respiraba trabajosamente, como si no penetrase aire suficiente en sus pulmones, y otra vez hizo avanzar su hombro izquierdo.

Un japonés pasó por su lado, y Llewellyn le llamó con un gesto.

Scotch —le ordenó, y, con aparente esfuerzo, anotó en la libreta el número que acababa de salir.

—¿Ha bebido mucho esta noche? —preguntó Kinkaid a Vance.

—Hace un rato pidió una bebida, pero no la tomó —contestó este—. Este será su primer vaso, que yo sepa.

A los pocos minutos, el camarero colocó junto a Llewellyn una bandeja de plata con un vaso de whisky, otro para agua y una pequeña botella con agua mineral. Bloodgood acababa de hacer girar la rueda y contemplaba la bandeja.

—¡Mori! —llamó el muchacho—. Míster Llewellyn toma agua corriente.

El japonés volvió, colocó el whisky sobre la mesa, delante de Llewellyn y, cogiendo la bandeja con el agua mineral, se retiró. Cuando pasaba por el otro extremo de la mesa, Kinkaid le hizo una seña.

—Puedes coger el agua de la jarra de mi despacho —le indicó.

El camarero se inclinó y siguió su camino.

—Lynn necesita beber en seguida algo —explicó Kinkaid a Vance—. Tardarían mucho en traerle el agua con la gente que hay en el bar… ¡Qué estúpido! No tendrá un dólar cuando regrese a casa esta noche.

Y como para justificar la profecía, Llewellyn hizo una gran postura y perdió. Consultaba el cuaderno para la jugada siguiente cuando volvió el muchacho con un vaso de agua clara y lo colocó a su lado. Llewellyn bebió su whisky de un trago, y detrás el agua. Y apartando los dos vasos vacíos, reanudó el juego.

Perdió de nuevo. Dobló la postura en la próxima bolada, y volvió a perder. Redobló y perdió una vez más. Jugaba al 2 negro y al 5 rojo, y en la jugada siguiente dividió la acostumbrada postura entre el 21 encarnado y el 4 negro. Salió el 11. Distribuyó ahora las fichas entre el 17, 18, 20 y 21, por un lado, y al 4, 5, 7 y 8, por otro. Se repitió el 11.

Cuando Bloodgood hubo recogido las fichas, Llewellyn se quedó mirando el paño verde sin hacer el más ligero movimiento. Transcurrieron así cinco minutos, dejando pasar las jugadas sin dedicarles la menor atención. Una o dos veces se pasó la mano por los ojos y movió la cabeza violentamente, como si le invadiera cierta confusión mental.

Vance había avanzado un paso y le observaba atentamente. Kinkaid parecía también profundamente intrigado por la extraña conducta de Llewellyn. Bloodgood le miraba de cuando en cuando, pero sin revelar gran interés.

El rostro de Llewellyn había adquirido un color escarlata. Con las palmas de sus manos se apretaba las sienes, respirando profundamente, como un hombre atacado de un terrible dolor de cabeza con síntomas de ahogo.

De repente, como si realizara un gran esfuerzo, se puso en pie, derribando la silla, y se apartó de la mesa. Sus brazos colgaban desmayados a sus costados. Dio tres o cuatro pasos, se tambaleó, y se desplomó sobre el suelo.

Siguió un ligero barullo, y algunas de las personas que estaban al lado de Llewellyn corrieron a auxiliarle. Pero los dos hombres uniformados de la entrada acudieron presurosos y abriéndose paso a codazos entre los espectadores, levantaron a Llewellyn y le condujeron al despacho de Kinkaid. Este estaba ya en la puerta, manteniéndola abierta para dejarlos pasar. Vance y yo penetramos tras el grupo antes que Kinkaid tuviera tiempo de cerrar la puerta.

—¿Qué hacen ustedes aquí? —nos preguntó, iracundo.

—Voy a quedarme un rato —contestó Vance, con voz firme—. Atribúyalo a curiosidad juvenil…, si necesita usted una razón.

Kinkaid rezongó y despidió con un gesto a los criados.

—Ven aquí, Van —me requirió Vance—. Ayúdame a colocar al muchacho sobre ese sofá.

Levantamos a Llewellyn, y Vance colocó el cuerpo de manera que la cabeza colgase entre sus rodillas. Noté que el rostro de Llewellyn había perdido su color, y tenía una palidez de muerte. Vance le tomó el pulso y después se volvió a Kinkaid, que permanecía rígido junto a su mesa, con una cínica mueca en los labios.

—¿Tiene usted sales? —le preguntó.

Kinkaid tiró de uno de los cajones de la mesa y entregó a Vance un frasco verde, cuadrado, que este colocó bajo la nariz de Llewellyn.

En aquel momento, Bloodgood abrió la puerta y penetró, cerrándola rápidamente tras él.

—¿Qué sucede? —preguntó a Kinkaid, alarmado.

—Vuelva a su mesa —le ordenó Kinkaid, irritado—. No sucede nada… ¿No puede desmayarse un hombre?

Bloodgood titubeó, lanzó una mirada interrogadora a Vance, se encogió de hombros y salió.

Vance tomó de nuevo el pulso a Llewellyn, le echó hacia atrás la cabeza, y, levantándole uno de los párpados, le examinó el ojo. Después colocó a Llewellyn sobre el suelo y le puso uno de los almohadones de cuero bajo la cabeza.

—No se ha desmayado, Kinkaid —dijo Vance, mirando al otro severamente—. Le han envenenado…

—¡Gran Dios! —exclamó Kinkaid, aterrado.

—¿Conoce usted algún médico en la vecindad? —preguntó Vance, con significativa calma.

Kinkaid resopló, angustiado.

—Hay uno en la casa de al lado. Pero…

—¡Tráigale! —ordenó Vance—. ¡Y de prisa!

Kinkaid le miró desafiador un momento; después se dirigió al teléfono de la mesa y marcó un número. Tras una pausa se aclaró la garganta, y habló con voz nerviosa.

—¿Doctor Rogers?… Soy Kinkaid. Ha ocurrido un accidente aquí. Venga inmediatamente. Gracias…

Colgó el receptor y se volvió a Vance, ahogando un juramento.

—¡Bonita situación! —clamó, furioso.

Se aproximó a un pequeño estante junto a la mesa, en el que se veía un servicio de plata para agua, y, cogiendo la jarra, la volcó sobre uno de los vasos de cristal. La jarra estaba vacía.

—¡Maldita sea! —rugió. Pulsó un botón colocado en uno de los paneles de nogal de la izquierda—. Voy a pedir coñac. ¿Decía usted algo? —preguntó a Vance, dirigiéndole una agria mirada.

—Muchísimas gracias —murmuró Vance.

Se abrió la puerta que comunicaba con el bar y apareció un camarero.

Curvoisier —ordenó Kinkaid—. Y llene esta botella —añadió, señalando el servicio del agua.

El hombre cogió la jarra y volvió al bar. (Se había estremecido ligeramente a la vista del cuerpo de Llewellyn tendido en el suelo; pero ninguna otra señal reveló que había observado algo extraordinario. Evidentemente, Kinkaid sabía elegir su personal con maravillosa sagacidad).

Cuando le trajeron el coñac, Kinkaid lo bebió de un trago. Vance estaba todavía paladeando el suyo, cuando uno de los hombres uniformados del vestíbulo llamó con los nudillos y dejó pasar al doctor Rogers, hombre voluminoso, de rostro ingenuo, casi infantil.

—He aquí su paciente —masculló Kinkaid, señalando con el pulgar hacia Llewellyn—. ¿Qué opina usted?

El doctor Rogers se arrodilló junto al cuerpo tendido, murmurando mientras lo hacía:

—Suerte que me han encontrado… Tenía una consulta…

Hizo un rápido examen; miró las pupilas de Llewellyn; le tomó el pulso, le aplicó el estetoscopio al corazón, y le tacto las muñecas y la parte posterior del cuello. Mientras actuaba, iba haciendo diversas preguntas sobre lo que había precedido al estado de Llewellyn. Fue Vance quien contestó a todas ellas, describiendo la nerviosidad del joven en la ruleta, su color arrebatado y su repentina postración.

—Parece un caso de envenenamiento —dijo el doctor Rogers a Kinkaid, abriendo su botiquín y preparando una inyección hipodérmica—. Todavía no puedo afirmarlo. Está en un colapso. Pulso débil y acelerado; respiración rápida y poco profunda; pupilas dilatadas…; todos los síntomas de una intoxicación aguda. Lo que ustedes me han dicho de la congestión, de los temblores y del colapso, y ahora la palidez…, indican claramente un envenenamiento… Voy a aplicarle una inyección de cafeína. Es todo lo que puedo hacer aquí… —se levantó trabajosamente y volvió la jeringuilla a su estuche—. Deben llevarle inmediatamente a un hospital…; necesita un tratamiento heroico. Avisaré una ambulancia…

Y se dirigió al teléfono.

Kinkaid avanzó un paso; volvía a ser el jugador frío, de «cara de póquer».

—Que le lleven al hospital más próximo…, al mejor que usted conozca —dijo, con voz de hombre de negocios—. Yo me cuidaré de todo.

El doctor Rogers mostró su conformidad con un gesto.

—El Park End está muy cerca.

Y empezó a marcar un número.

Vance se dirigió a la puerta. ¡Su misión había terminado!

—Voy a retirarme —dijo, lanzando a Kinkaid una significativa mirada—. Interesante carta la que recibí…, ¿verdad, querido?

Unos minutos después estábamos de nuevo en la calle. Era una noche muy desapacible, y empezaba a caer una lluvia menuda.

El coche de Vance había quedado a unos cien metros de la entrada del Casino, y cuando nos dirigíamos hacia él, los agentes Snitkin y Hennessey se destacaron del quicio de una puerta próxima.

—¿Sin novedad, mister Vance? —preguntó Snitkin, con voz baja y sepulcral.

—¡Diablos! —exclamó Vance—. ¿Qué hacen aquí tan bravos sabuesos en una noche como esta?

—El sargento Heath ordenó que viniéramos y rondásemos el Casino por si usted nos necesitaba —explicó Snitkin—. El sargento dijo que usted esperaba que sucediera algo aquí.

—¿Dijo eso? —preguntó Vance, intrigado—. ¡Gran muchacho el sargento!… Se cuida de todo. Les estoy muy agradecido por haber venido, pero no hay motivo para que se molesten más. Me voy corriendo a la cama.

Pero en lugar de marchar a su domicilio, se dirigió al departamento de Markham, en West II Street.

Markham, con gran sorpresa mía, estaba todavía levantado, y nos recibió cordialmente en su gabinete. Cuando nos acomodamos ante la chimenea. Vance le lanzó una mirada interrogadora.

—Snitkin y Hennessey estaban guardándome esta noche como buenos muchachos —dijo—. ¿Sabes, por casualidad, la razón de tan cariñosa solicitud?

Markham sonrió, un poco avergonzado.

—La verdad es, Vance —explicó, disculpándose—, que cuando abandoné tu casa esta tarde empecé a pensar que, después de todo, bien podría haber algo de cierto en aquella carta, y llamé al sargento Heath para comunicarle…, tan fielmente como pude, lo que en ella se decía. También le dije que habías decidido ir al Casino esta noche para vigilar a Llewellyn. Supongo que él creyó conveniente enviar un par de muchachos allá para que estuvieran a mano en caso de que resultase verdad lo de la carta.

—Eso lo explica todo —convino Vance—. No había necesidad, sin embargo, de tal escolta. Pero la carta resultó sencillamente profética.

—¿Qué me dices? —exclamó Markham, dando media vuelta en su sillón.

—Lo que oyes. Una epístola completamente profética —insistió Vance, dando una larga chupada a su cigarrillo—. Lynn Llewellyn fue envenenado ante mis ojos.

Markham se puso bruscamente en pie y miró asombrado a Vance.

—¿Muerto?

—No lo estaba cuando le dejé. No podía detenerme más —Vance quedó pensativo—. Estaba muy grave —continuó—. Se encuentra al cuidado del doctor Rogers, en el Park End Hospital… ¡Extraña situación! Estoy desconcertado —Vance se puso también en pie—. Espera un momento.

Penetró en el despacho y le oí hablar por teléfono.

A los pocos minutos volvía.

—Acabo de hablar con el regordete Esculapio del hospital —nos informó—. Llewellyn sigue lo mismo…, excepto que su respiración es más lenta y menos profunda. El pulso se debilita, y tiene algunas convulsiones… Están haciendo todo lo posible…: adrenalina, cafeína, digitales, lavados gástricos por vía nasal… Ningún diagnóstico es posible todavía. Es un caso raro, Markham…

En aquel preciso momento sonó el timbre del teléfono, y Markham contestó. Un minuto después volvía a nuestro lado. Venía pálido, y su frente mostraba profundos pliegues. Se apoyó en la mesa del centro como un hombre abrumado.

—¡Gran Dios, Vance! —exclamó—. Sucede algo espantoso. Era Heath, que me ha llamado desde la Jefatura. Se le ha ocurrido hacerlo…, recordando lo de la carta…

Markham hizo una pausa, con la mirada perdida en el espacio, y Vance le observó lleno de curiosidad.

—Y ¿qué dice el apreciable sargento, si se puede saber?

Markham, haciendo un esfuerzo, volvió los ojos a Vance.

—¡La joven esposa de Llewellyn ha muerto… envenenada!