2. EL CASINO
(Sábado 15 de octubre. 10:30 de la noche)
La famosa casa de juego de Richard Kinkaid, llamada El Casino, situada en la calle 73, cerca de la West End Avenue, eclipsaba por aquellos días las glorias del ya ha largo tiempo desaparecido Canfield’s. Funcionó una breve temporada, pero su recuerdo se conserva aún fresco en muchas imaginaciones, y su fama se esparció por todos los ámbitos del país. Fue como un brillante eslabón en la dorada cadena de los lugares de placer que forman la historia espectacular de la vida nocturna de Nueva York. Un rascacielos con enormes terrazas y rasgados ventanales se eleva ahora donde antes se levantaba el Casino.
Para los no iniciados, el Casino no era otra cosa que una más de esas enormes impresionantes mansiones de piedra gris que fueron en tiempos orgullo del West Side. La casa había sido edificada hacia 1890 y fue la residencia del padre de Richard, Amos Kinkaid (más conocido por el Viejo Amos), uno de los más ricos y avispados jugadores de Bolsa de la ciudad. Esta propiedad fue lo único que había correspondido particularmente a Richard Kinkaid en el testamento del viejo Amos; los otros bienes pasaron en conjunto a poder de sus hijos, Kinkaid y mistress Anthony Llewellyn. En la época de la herencia, mistress Llewellyn era ya viuda con dos niños, Lynn y Amelia, ambos menores de diez años.
Richard Kinkaid vivió solo en la casa de piedra gris durante algún tiempo después de la muerte del viejo Amos. Luego cerró sus puertas, clavó las ventanas y se entregó a su sed de viajes y aventuras por los más apartados lugares de la Tierra. Siempre había sentido una irresistible inclinación por el juego —quizá herencia de su padre—, y en el curso de sus múltiples excursiones visitó los más famosos lugares de Europa donde se rinde culto al azar. Como recordaréis, el relato de sus ganancias y pérdidas espectaculares ocupó con frecuencia las primeras páginas de la Prensa de nuestro país. Cuando sus pérdidas excedieron con mucho a sus ganancias, Kinkaid regresó a América, más pobre, pero también con mucha más experiencia.
Como contaba con influencia política y con poderosas relaciones personales, decidió hacer un esfuerzo para recuperar su capital, abriendo una elegante sala de juego al estilo de algunos famosos garitos de la América de otros tiempos.
«Lo que a mí me ha perdido —había dicho Kinkaid a uno de los amigos que más le apoyaban— es el haber jugado siempre en el “lado malo de la mesa”».
Poseía una casa en la calle 73. La remozó, la decoró de nuevo, la amuebló con un lujo asiático e inauguró su flamante negocio «sentándose en el lado bueno de la mesa». Se rumoreó entonces que estas grandes reformas de la vieja casa habían acabado de agotar los restos de su ya mermado patrimonio. Tituló al nuevo establecimiento Kinkaid’s Casino, quizá en cínico recuerdo del famoso Montecarlo.
Pero llegó a ser tan conocido entre la élite social y financiera, que el prefijo Kinkaid’s se hizo pronto superfluo y no hubo más que un solo Casino en toda la América.
El Casino, a semejanza de tantos otros establecimientos extralegales de su clase y de los infinitos clubs nocturnos que florecieron durante la época de la prohibición, funcionaba como un club privado. Para penetrar en él era indispensable ser socio, y los aspirantes eran sometidos a rigurosas investigaciones sobre su posición social y económica. La cuota de entrada era lo suficientemente alta para desanimar a los elementos indeseables, y el registro de los admitidos a gozar de los privilegios del club era como una compilación de los hombres más eminentes en todas las actividades sociales.
Como primer croupier e inspector de los juegos, Kinkaid eligió a Morgan Bloodgood, joven y culto matemático a quien había conocido en casa de su hermana. Bloodgood había ido al colegio con Lynn Llewellyn, aunque este era tres años más viejo que él. Incidentalmente, fue también Bloodgood el que puso en contacto al joven Llewellyn con Virginia Vale.
Mientras estuvo en el colegio, y durante la época en que explicó matemáticas, Bloodgood se había dedicado a ciertos estudios sobre las leyes de la probabilidad, y aplicó sus descubrimientos a la relación de esas leyes con el juego numérico, dándoles forma en complicados porcentajes sobre todos los entretenimientos de azar conocidos. Sus cálculos de permutaciones, probabilidades de repetición y cambios de orden aplicados a los naipes son hoy oficialmente utilizados en las loterías. En cierta ocasión, Bloodgood estuvo agregado a las oficinas del fiscal del distrito con la misión de demostrar técnicamente el abrumador número de probabilidades en favor de los dueños, con motivo de una campaña contra las máquinas tragaperras de todas clases.
A Kinkaid se le preguntó una vez por qué había elegido al joven Bloodgood con preferencia a un croupier viejo y experimentado, y contestó:
—Yo soy como el anciano Gobseck, de Balzac, que entregó la administración de sus asuntos al más joven de los solicitantes, fundándose en que «se puede confiar en los que no han cumplido treinta años, pero que no hay que fiarse de los que han pasado de esa edad».
Por la misma razón, los croupiers ayudantes y los jefes de mesa del Casino habían sido reclutados entre jóvenes no profesionales, de buenas familias, de agradable aspecto y exquisita educación. Después se los adiestraba cuidadosamente en las complicaciones de su tarea[2].
Aunque parezca algo cínica la filosofía de Kinkaid, lo cierto es que en su aplicación práctica tuvo gran éxito. Su actuación desde «el lado bueno de la mesa» no pudo ser más próspera. Se contentaba con el acostumbrado tanto por ciento de la casa, y los jugadores más desconfiados no pudieron nunca acusarle de la menor irregularidad en el funcionamiento de sus aparatos[3]. En todas las disputas entre jugador y croupier, el jugador era pagado sin discusión. En El Casino se perdieron y ganaron muchas pequeñas fortunas durante su relativamente breve existencia, y la concurrencia era siempre numerosa, especialmente los viernes y los sábados por la noche.
Cuando Vance y yo llegamos al Casino en aquel fatal sábado 15 de octubre, sólo había unos cuantos socios diseminados por los salones. Era demasiado temprano para dos clientes, que por regla general se presentaban allí después de la salida de los teatros.
En el arranque de la amplia escalinata de piedra que partía del patio exterior y terminaba en el pequeño vestíbulo, adornado con grandes espejos y cerrajerías artísticas, fuimos saludados con profunda reverencia por el portero chino, que se mantenía rígido a la izquierda de la entrada. Cierta secreta señal comunicó nuestra identidad a los encargados del interior, y casi simultáneamente con nuestra llegada al vestíbulo, la gran puerta de bronce (traída de Italia por el viejo Amos) giró sobre sus goznes. En el espacioso vestíbulo de recepción, tapizado con ricos brocados y viejas pinturas, y amueblado en lujoso estilo renacimiento italiano, nos fueron tomados abrigos y sombreros, por dos criados de uniforme, ambos extremadamente altos y fuertes[4].
Del fondo del vestíbulo arrancaba una escalera de mármol de dos tramos, que comunicaba por ambos lados, después de converger en una pequeña fuente espejeante, con las salas de juego del piso superior.
En este piso, Kinkaid había reunido el antiguo estrado con el recibidor, para formar un gran salón al que había dado el nombre de Gold Room o Salón Dorado. Ocupaba todo el ancho de la casa y medía unos sesenta pies de largo. El muro de la izquierda estaba abierto para formar un gabinete adornado como una salita de descanso. El salón estaba decorado a estilo románico, modificado con algunos toques de ornamentación bizantina. Las paredes estaban cubiertas de hojas doradas, y las pilastras de mármol liso, que se prolongaban después en grandes cornisas rectangulares, eran de un tono marfil apagado, que formaba contraste con el oro de las paredes y el color cuero de los techos. Los cortinajes de las amplias ventanas eran de seda amarilla con flecos de oro, y la mullida alfombra de un color ocre pálido.
Había tres mesas de ruleta en el centro de la habitación, dos de vingt-et-un a derecha e izquierda, cuatro de póquer (una en cada ángulo) y una complicada mesa de dados, entre las ventanas. Al fondo del Gold Room se abría un saloncito para el juego de naipes, con una hilera de mesitas individuales en las que podían jugarse toda clase de solitarios, con un empleado encargado de pagar o cobrar, según la suerte y destreza del jugador. Contigua a esta habitación, a la derecha, había un bar de paredes de cristal que comunicaba por un amplio pasillo con la sala de juego. En él se servían solamente los más finos vinos y licores. Estas dos habitaciones habían sido en otros tiempos el comedor y cuartito de desayuno de la vieja mansión Kinkaid. La cabina del cajero había sido construida en lo que fue ropero, a la izquierda del bar.
El despacho privado de Richard Kinkaid estaba en uno de los extremos del pasillo. Tenía una puerta que daba al bar y otra al Gold Room. Este despacho medía unos diez pies cuadrados y estaba entarimado de caoba, formando una habitación bellamente íntima y discretamente sombría, con una sola ventana de cristal esmerilado sobre el patio principal.
(Menciono aquí este despacho porque desempañó un papel muy importante en el terrible final de la tragedia que pronto iba a empezar a desarrollarse ante nuestros ojos).
Cuando aquel sábado por la noche llegamos al pequeño vestíbulo del segundo piso, Vance echó un vistazo a las dos salas de juego y después penetró en el bar.
—Yo creo, Van, que tendremos tiempo de sobra para tomar un sorbo de champaña —me dijo con curiosa entonación—. Nuestro joven amigo está sentado en la salita de descanso, absorto, al parecer, en sus cálculos. Lynn es un jugador de sistema; y necesita toda clase de preliminares antes de ponerse a jugar. Si algo funesto ha de sucederle esta noche, él lo ignora completamente o siente una serena indiferencia. Sin embargo, no hay ahora en la habitación nadie a quien pueda interesarle su existencia o su no existencia, de modo que podemos quedarnos aquí un rato.
Pidió una botella de Krug 1904 y se recostó con marcada delectación en el sillón extensible, junto a la mesita en que nos sirvieron el vino. Pero, a pesar de la aparente languidez de sus modales, comprendí que se había apoderado de él una nerviosidad desacostumbrada; me lo reveló la manera lenta y deliberada de quitarse el cigarro de la boca y de sacudir la ceniza en el centro mismo del platillo.
Acabábamos de beber nuestro champaña, cuando Morgan Bloodgood, emergiendo de la puerta del fondo, atravesó el bar hacia el salón principal. Era alto, delgado, de prominentes orejas darvinianas y lóbulos anormalmente grandes y curvados. Su mirada era dura y ardiente, con reflejo de gris verdoso; y tenía los ojos tan hundidos, que parecían orlados de perpetuas ojeras. El cabello era fino y de color terroso; y la tez, cetrina hasta parecer casi exangüe. Sin embargo, era un hombre bastante atractivo. El conjunto de sus facciones revelaba frialdad y calma, y daba la impresión de latente energía y de profundo dominio del pensamiento. Aunque acababa de cumplir treinta años, podía pasar fácilmente por un hombre de cuarenta o más.
Cuando vio a Vance se detuvo y le saludó chanceando discretamente.
—¿A probar suerte esta noche, mister Vance?
—Espero tenerla —contestó Vance, sonriendo de labios afuera. Después añadió—: Ignoro si sabrá usted que tengo un nuevo sistema.
—Mala noticia para la casa —rezongó Bloodgood—. ¿Basado en Laplace o en von Kries?
A mí me pareció notar un ligero tono de sarcasmo en su voz.
—¡Nada de eso, querido! —replicó Vance—. Yo rara vez penetro en el abstruso campo de las matemáticas: dejo esa rama de la ciencia para los entendidos. Prefiero la sencilla máxima de Napoleón: Je m’engage et puis je vois.
—Ese sistema es tan bueno… o tan malo… como cualquier otro —contestó Bloodgood—. Al final todos se reducen a lo mismo.
E inclinándose con cierta rigidez, penetró en el Gold Room.
Por entre las cortinas recogidas le vimos ocupar su puesto en la ruleta del centro.
Vance se quitó el monóculo y, encendiendo negligentemente otro Régie, abandonó perezosamente su asiento.
—Opino que ha llegado la hora de mezclamos con esa gente —murmuró, mientras avanzaba por el pasillo que conducía al Gold Room.
Cuando entrábamos en el salón se abrió la puerta del despacho de Kinkaid y apareció este. Al ver a Vance sonrió comprensivo, y le saludó con un tono de estereotipada jovialidad.
—Buenas noches, señor. Le vemos a usted muy poco por aquí.
—Encantado de que no me hayan olvidado por completo —replicó Vance, cortés—. Especialmente —añadió—, porque uno de los principales objetos de mi venida aquí esta noche era el verlo a usted.
Kinkaid hizo un gesto de disgusto, casi imperceptible.
—Pues ya me está usted viendo —dijo fingiendo un buen humor que desmentía su helada sonrisa.
—Tengo ese placer, en efecto —repuso Vance con no menos afectada cordialidad—. Pero preferiría verle en el apacible ambiente jacobino de su despacho privado.
Kinkaid lanzó a Vance una mirada escrutadora, que este le devolvió a su vez, sin que la sonrisa se borrase de sus labios.
Kinkaid, sin decir palabra, volvió sobre sus pasos y abrió la puerta del despacho, echándose a un lado para dejarnos pasar. Después nos siguió y cerró la puerta tras él.
Vance se llevó el cigarrillo a los labios, aspiró profundamente y lanzó una cinta de humo hacia el techo.
—¿Podemos sentarnos? —preguntó, indiferente.
—No faltaba más…, si es que están ustedes cansados.
Kinkaid hablaba con voz metálica, imperturbable la máscara de su rostro.
—Agradecidísimos.
Vance fingió no darse cuenta de la actitud del otro, y arrellanándose en uno de los sillones de cuero cercanos a la puerta cruzó las piernas con comodidad.
A pesar de los modales hostiles de Kinkaid, me pareció que, en el fondo, no sentía animosidad contra su huésped, sino que, como jugador empedernido, adoptaba una actitud defensiva ante una posible amenaza cuya naturaleza le era desconocida. Sabía, como lo sabían también todos los demás habitantes de la ciudad, que Vance estaba íntimamente asociado, aunque de un modo extraoficial, al fiscal del distrito, y probablemente pensó que Vance venía como delegado con una misión desagradable. Su reacción ante tal sospecha tenía, naturalmente, que traducirse en una actitud agresiva.
Richard Kinkaid, a pesar de su apariencia de jugador profesional, era un hombre culto e inteligente. Había figurado en el cuadro de honor de la universidad y conseguido dos grados académicos. Hablaba varios idiomas a la perfección, y en su juventud se distinguió como arqueólogo notable. Había escrito dos libros sobre sus viajes por Oriente; libros que se encuentran hoy en todas las bibliotecas públicas.
Tenía una gran estatura, y a pesar de su tendencia a la obesidad, se veía que era fuerte y nervudo. Sus cabellos, de un gris acerado, partidos por una raya, le daban aspecto decadente en contraste con la frescura de su tez. Su rostro era ovalado, pero la vulgaridad de sus facciones le daba cierto aspecto de rudeza. Las cejas eran bajas y anchas; la nariz corta, aplastada e irregular; y la boca grande y sensual, con un rictus invariable de crueldad. Los ojos eran el rasgo sobresaliente de su rostro. Eran pequeños, y los párpados se plegaban en las comisuras exteriores como los de un hombre atacado del mal de Bright; lo que hacía parecer a sus pupilas como descentradas, dando a todo el rostro una expresión sardónica y casi siniestra. Se leía en aquella mirada sagacidad, perseverancia, astucia, crueldad y sensación de lejanía.
Estaba ante nosotros con una mano apoyada en el borde de su mesa, y hundida la otra en el bolsillo lateral de su americana; con la mirada fija en Vance, sin mostrar disgusto ni interés. Era la suya una perfecta «cara de póquer».
—El asunto que me impulsaba a verle, mister Kinkaid —dijo Vance al fin—, está relacionado con una carta que he recibido esta mañana. Se me ocurrió que podría interesarle, tanto más cuanto que en ella no se menciona su nombre con demasiado afecto. La carta se refiere también a varios miembros de su familia.
Kinkaid continuaba mirando a Vance sin cambiar de expresión. Ni contestó ni hizo el más ligero movimiento.
Vance contempló un instante la ceniza de su cigarrillo.
—Me parece conveniente que lea la carta por sí mismo —dijo al fin.
Rebuscó en su bolsillo y entregó a Kinkaid las dos páginas escritas a máquina. Kinkaid las tomó indiferente y las desplegó.
Yo le observaba atentamente mientras leía. Ninguna emoción revelaron sus ojos, y sus labios no se movieron; pero el color de su rostro se acentuó perceptiblemente, y cuando llegó al final los músculos de sus mejillas trabajaban espasmódicamente. Unas manchas rojizas cubrieron la piel de su cuello, que rebosaba sobre la camisa.
La mano que sostenía la carta cayó rígida a un costado, como si los músculos del brazo estuvieran en tensión. Kinkaid levantó lentamente la mirada hasta encontrar la de Vance.
—Bien. ¿Y qué pretende usted? —preguntó entre dientes.
Vance movió la mano en ademán de repulsa.
—Ahora no coloco yo las puestas —dijo tranquilamente—. Las admito.
—¿Y si yo no quisiera apostar? —replicó Kinkaid.
—¡Oh, me es indiferente! —sonrió Vance—. Cada uno es dueño de sus actos.
Kinkaid titubeó un momento; después rezongó algo ininteligible y se sentó en el sillón, junto a la mesa, colocando la carta ante sí. Tras un minuto de angustioso silencio, golpeó con los nudillos y se encogió de hombros.
—Diría que esto es obra de un loco —dijo, enfático.
—No, no. Créame que no, mister Kinkaid —protestó Vance suavemente—. Eso no explica nada. Ha elegido usted mal número, por decirlo así, y ha perdido esa ficha. ¿Por qué no elige usted otro?
—Pero ¡a mí qué me importa esto! —estalló Kinkaid. Y haciendo girar su sillón, lanzó a Vance una mirada amenazadora—. Yo no soy ningún maldito detective —prosiguió, sin apenas mover los labios—, ¿qué tengo yo que ver con esa carta?
Vance no contestó, limitándose a sostener la amenazadora mirada de Kinkaid con fría calma…, calma a la vez impersonal y aniquiladora. Yo nunca he envidiado a nadie la tarea de hacer frente a Vance. Cuando quería ejercitarlo, había en su mirada un sutil poder psicológico al que no podían resistir ni las naturalezas más fuertes; poder que era como la proyección de una energía invencible.
Kinkaid, con toda su fuerza de sugestión, había encontrado a su verdadero rival. Se dio cuenta de que la mirada de Vance no podía ser abatida ni desviada; y en el silencioso combate de dos adversarios potentes que se miran mutuamente a los ojos —extraño duelo sin palabras de dos personalidades—, Kinkaid capituló.
—Muy bien —dijo, con afable sonrisa—. Haré otra puesta, si eso le sirve a usted de algo —y leyó de nuevo la carta—. Hay mucho de verdad aquí. Quien la escribió conoce bastante la situación de la familia —dijo al terminar la lectura.
—¿Utiliza usted máquina de escribir? —preguntó Vance.
Kinkaid le miró, asombrado, y después lanzó una forzada risita.
—Y lo hago tan mal como el que escribió esto —dijo, señalando la carta.
Vance le correspondió con un ademán de simpatía.
—Yo tampoco soy un maestro. Fastidiosa invención la de la máquina de escribir. ¿Cree usted que alguien intenta hacer daño al joven Llewellyn?
—No lo sé, pero lo espero —contestó Kinkaid, haciendo una mueca—. Merece que lo maten.
—¿Por qué no lo mata usted mismo? —preguntó Vance, con toda seriedad.
Kinkaid se agitó, intranquilo.
—Más de una vez he pensado en ello. Pero él no vale la pena de correr ese riesgo.
—Sin embargo —murmuró Vance—, usted aparece en público más o menos tolerante con su sobrino.
—Prejuicios de familia —rezongó Kinkaid—. El maldito nepotismo. Mi hermana está ciega por él.
—Malgasta mucho tiempo aquí, en el Casino —insinuó Vance, casi afirmando.
Kinkaid se mostró de acuerdo con un gesto.
—Su madre no es muy liberal con él y trata de redondear sus ingresos con el dinero de Kinkaid. Y yo le animo. ¿Por qué no? Ensaya un sistema. ¡Ojalá jugasen todos así! Los que lo hacen a tontas y a locas son los que nos merman los beneficios.
Vance volvió a hacer caer la conversación sobre el asunto de la carta.
—¿Cree usted —preguntó— que amenaza a su familia una tragedia?
—¿No pende alguna sobre todos? —preguntó Kinkaid a su vez—. Pero si algo tiene que sucederle a Lynn, espero que no será en el Casino.
—De todos modos —replicó Vance—, la carta insiste en que yo venga aquí esta noche y vigile a su sobrino.
—No le concedo a eso ninguna importancia.
—Pues usted acaba de confesar que hay mucho de verdad en ese anónimo.
Kinkaid permaneció inmóvil unos momentos, con los ojos semejantes a dos discos brillantes, fijos en la pared. Al fin se inclinó y miró francamente a Vance.
—Seré franco con usted, mister Vance —dijo atropelladamente—. Me parece que conozco al que ha escrito esa carta. Es un simple caso de manía y de pies fríos… Olvídelo.
—¡Olvidarlo cuando se está poniendo más interesante! —exclamó Vance. Aplastó su cigarrillo en el cenicero, se puso en pie, recogió la carta, la dobló y se la guardó en el bolsillo—. Siento mucho haberle molestado… Voy a mariposear un poco por ahí.
Kinkaid ni se levantó ni dijo una palabra mientras abríamos la puerta para salir al Gold Room.