1. LA CARTA ANÓNIMA

(Sábado 15 de octubre, 10 de la mañana)

Durante el frío otoño que siguió al espectacular caso de El dragón del estanque, Philo Vance tropezó con el más diabólico y sutil problema criminológico de su carrera. A diferencia de los otros casos en que había intervenido, en este misterio desempeñaba un papel principal el veneno. Pero no se trataba de un caso vulgar de envenenamiento; había sido ejecutado con demasiada habilidad técnica, y planeado con demasiada maestría para poder parangonarse con otros crímenes, aun siendo tan famosos como los de Cordelia Botkin, Molineux, Maybrick, Buchana, Bowers y Carlyle Harris.

El título con que lo designaron los periódicos, El asesinato del Casino, era técnicamente impropio, aunque la famosa casa de juego de Kinkaid, situada en la West 73 Street, sonó mucho en él. En efecto, el primer episodio siniestro de este notable crimen ocurrió junto a la mesa de ruleta del Gold Room del Casino; y el acto final de la tragedia tuvo lugar en el lujoso despacho jacobino de Kinkaid, frente al salón principal de juego.

Incidentalmente, puedo decir que aquella terrible escena me perseguirá hasta la hora de mi muerte, y que un frío estremecimiento me recorre la medula cada vez que recuerdo sus aterradores detalles. He experimentado muchas emociones y he atravesado mil situaciones angustiosas con Vance durante el curso de sus experiencias criminológicas, pero nunca presencié ninguna que me impresionase tanto como el terrible y fatal desenlace que sobrevino tan repentina, tan inesperadamente, en el lujoso ambiente de aquella famosa casa de juego.

Y sé que Markham también experimentó una extraña metamorfosis en aquellos angustiosos momentos en que el asesino se irguió triunfal ante nosotros. Aún hoy, la simple mención de tal incidente pone a Markham irritable y nervioso, hecho que, teniendo en cuenta su acostumbrada calma, indica claramente cuán profunda y duradera fue la impresión que le produjo el trágico desenlace.

El asesinato del Casino, aparte de su extraordinario final, no fue tan espectacular en sus detalles como otros muchos casos criminales en que Vance intervino. Desde un punto de vista puramente objetivo, hasta puede considerarse como un caso vulgar, pues en su mecanismo superficial presentaba muchas semejanzas con otros casos bien conocidos de la historia del crimen. Pero lo que distinguía este de sus múltiples predecesores era el inútil procedimiento con el que el asesino pretendió desviar las sospechas y crear nuevas y más complicadas situaciones destinadas a ocultar el motivo real del crimen. No era meramente una rueda dentro de otra rueda; era como una pieza primorosa y complicada de una maquinaria psicológica, cuyo mecanismo conducía a las más desconcertantes y erróneas conclusiones. El primer acto del asesino fue, en efecto, el más ingenioso y refinado de todo su diabólico plan. Fue una carta dirigida a Vance treinta y seis horas antes que el complicado mecanismo del crimen se pusiera en movimiento. Pero, cosa curiosa, fue esta atrevida argucia la que, al final, condujo al descubrimiento del culpable. Quizá fue demasiado audaz; quizá defraudó sus propios propósitos llamando la atención hacia el proceso mental del asesino lo que proporcionó a Vance una pista intelectual que afortunadamente desvió sus esfuerzos de las sendas más lógicas y claras del raciocinio. Sea como fuere, lo cierto es que consiguió su objeto superficial, pues Vance fue realmente un nuevo espectador de la primera arremetida, digámoslo así, del estoque del villano. Y como testigo presencial de este misterioso envenenamiento, Vance se vio directamente envuelto en el asunto; de manera que, en este caso, él fue el que llevó el problema a John F. X. Markham, fiscal del distrito de Nueva York y uno de los más íntimos amigos de Vance, mientras que en otras investigaciones criminales fue Markham el que solicitó la colaboración activa de su amigo.

La carta de que hablo llegó en la mañana del sábado 15 de octubre. Constaba de dos páginas escritas a máquina, y el sobre llevaba el cuño de la estafeta de Closter, Nueva Jersey. La fecha de este sello indicaba que la carta había sido depositada a las doce del día anterior. Vance había estado trabajando hasta muy avanzada la noche del viernes, tabulando y comparando los dibujos de ciertas vasijas sumerias, con objeto de fijar las influencias culturales de esta antigua civilización[1], y no se levantó hasta las diez de la mañana del sábado. Por aquel entonces yo vivía en el departamento de Vance, en East 38 Street; y aunque mi puesto era el de consejero legal y administrador financiero, en los últimos tres años mi empleo había ido convirtiéndose gradualmente en una especie de secretaría general. «Empleo» no es quizá una palabra adecuada, pues Vance y yo éramos íntimos amigos desde nuestros días de la Universidad de Harvard; y fue esta amistad la que me indujo a romper mi relación con la firma comercial de mi padre, Davis y Van Dine, para dedicarme al cuidado de los asuntos de Vance, más conformes con mis gustos.

En aquella desapacible, casi invernal mañana de octubre, yo había, como de costumbre, abierto y clasificado su correo, teniendo cuidado de apartar lo que correspondía a mi jurisdicción, cuando Vance entró en el despacho, y, saludándome con un ademán, tomó asiento en su sillón favorito ante la chimenea.

Vestía aquella mañana una exótica túnica de mandarín y unas sandalias chinas, cosa que me extrañó, pues rara vez tomaba su desayuno (que consistía en una taza de café turco seguida de uno de sus apreciados cigarrillos Régie) en tan complicada vestimenta.

—No pongas esa cara de asombro —me dijo, mientras pulsaba el timbre para llamar a Currie, su viejo mayordomo inglés—. Me sentí deprimido cuando desperté. No había podido identificar los dibujos de algunos de esos cacharros desenterrados en Ur y, por consiguiente, pasé una noche intranquila. Tuve que envolverme en este atavío chino para contrarrestar mis sensaciones, con la esperanza, además, de adquirir, por un proceso de osmosis psíquica, un poco de esa calma de que tanto hablan los sinólogos.

En aquel momento, Currie entró con el café. Vance, después de encender un Régie y de tomar unos sorbos del espeso líquido negro, me miró perezosamente, preguntándome con voz desmayada:

—¿Algo de particular en el correo?

Tanto me había interesado la extraña carta anónima que acababa de llegar (aunque yo no tenía todavía la menor idea de su trágico significado), que se la entregué sin decir una palabra. El la miró enarcando ligeramente las cejas, se detuvo un momento en la enigmática firma, y después, colocando su taza de café en la mesa, comenzó a leer la carta lentamente. Yo le observaba atento y noté una velada expresión en sus ojos, que fue acentuándose hasta convertirse en gravedad desacostumbrada a medida que se acercaba al final de la lectura.

La carta está todavía en los archivos de Vance, y me la sé de memoria, pues Vance encontró en ella una de sus más valiosas pistas…, una pista que, aunque al principio no le condujo directamente al descubrimiento del asesino, le apartó de la lógica línea de investigaciones planeada por el culpable. Como ya he dicho antes, la carta estaba escrita a máquina; pero el trabajo había sido ejecutado de una manera torpe, como si el autor no estuviese familiarizado con su mecanismo. La carta decía así:

«Apreciable Mr. Vance: Acudo a usted en busca de ayuda para mi desgracia. Le solicito también en nombre de la Humanidad y de la Justicia. Le conozco por su reputación… y sé que es usted el único hombre de Nueva York que puede evitar una terrible catástrofe…, o procurar al menos que no quede sin castigo el autor de un crimen inminente. Sobre cierta casa de Nueva York se ciernen horribles nubarrones; se han estado acumulando durante años, y sé que la tormenta está próxima a estallar. Flota en el ambiente el peligro y la tragedia. No me abandone en estas circunstancias, aunque reconozco que soy un extraño para usted.

”No sé exactamente lo que va a suceder. Si lo supiera, podría acudir a la Policía. Pero cualquier injerencia oficial pondría en guardia al criminal, sin conseguir otra cosa que el aplazamiento de la tragedia. Desearía poderle decir más, pero lo desconozco. El asunto es espantosamente vago, como si fuera cuestión de ambiente y no una situación específica. Pero va a suceder algo… Algo va a suceder…, y lo que suceda será engañoso y falso. No permita que las apariencias le engañen. Observe…, obsérvelo todo en busca de la verdad, pero no se detenga en la superficie: llegue hasta la entraña de los hechos. Los que van a suceder son anormales y artificiosos. No los mire con indiferencia: concédales todo su valor.

”Esto es cuanto puedo decirle.

”A usted le ha sido presentado el joven Lynn Llewellyn, y probablemente sabrá que contrajo matrimonio hace tres años con la hermosa estrella de revista Virginia Vale. Ella renunció a su carrera, y los dos han estado viviendo con la familia del joven. Pero el matrimonio fue una terrible equivocación, y durante tres años se ha estado incubando la tragedia. Y ahora las cosas han llegado a su punto culminante. Además de los Llewellyn, hay otras personas que intervienen en el cuadro.

”Hay peligro… Peligro espantoso para alguien. No sé para quién… Y todo sucederá mañana sábado por la noche.

”Lynn Llewellyn debe ser vigilado. Y vigilado cuidadosamente.

”Mañana por la noche se celebrará una comida en el hogar de los Llewellyn, y a ella asistirán todos los principales actores de esta inminente tragedia:

Richard Kinkaid, Morgan l, el joven Lynn y su desdichada esposa; Amelia, hermana de Lynn, y su madre. El cumpleaños de esta última es lo que ha dado pretexto para la fiesta.

”Aunque sé que en esa comida se producirá un incidente de cierta clase, comprendo que usted no puede hacer nada para impedirlo. No importa. La comida será sólo el principio de lo que se prepara. Algo trascendental ocurrirá más tarde. Sé que sucederá. La hora habrá llegado.

»Después de la comida, Lynn Llewellyn irá al Casino de Kinkaid para jugar. Va todos los sábados por la noche. Sé que usted también visita con frecuencia ese Casino. Y lo que tengo que suplicarle es que vaya mañana por la noche. Debe usted ir. Y debe vigilar a Lynn Llewellyn, sin perderle de vista un solo momento. Vigile también a Kinkaid y a Bloodgood.

»Se preguntará usted por qué no intervengo yo mismo en el asunto; pero le aseguro que las circunstancias y la situación en que me encuentro me lo hacen completamente imposible.

»Desearía poder ser más explícito. Pero crea que no tengo más que comunicarle. Usted es el que ha de averiguarlo…».

La firma, también escrita a máquina, era:

«Uno profundamente interesado».

Cuando Vance hubo leído la carta por segunda vez, se arrellanó en su sillón y estiró las piernas perezosamente.

—Extraño documento, Van —murmuró después de dar unas chupadas a su cigarrillo—. Y completamente insincero, además. Un toque literario acá y allá…; un poco de melodrama…; de cuando en cuando, una nota de profundo interés… La firma, aunque vaga, es auténtica… Sí…, sí; eso es evidente. Está más claramente impresa que el resto de la carta…; más presión en las teclas. Pasión en la obra. Y no una pasión apacible: un poco de ansia vengativa mezclada con cierta inquietud… —su voz se extinguió unos momentos—. ¡Inquietud! —continuó como hablando para sí—. Eso es exactamente lo que rezuman estas líneas. Pero inquietud ¿por qué? ¿Por quién?… ¿Por Lynn el jugador? Bien puede ser. Y, sin embargo… —de nuevo su voz se extinguió, y una vez más examinó la carta, ajustándose cuidadosamente el monóculo para escudriñar ambas caras del papel—. Clase comercial corriente —observó—. Fácil de adquirir en cualquier papelería… Y un sobre liso con solapa puntiaguda. Mi intranquilo y gárrulo corresponsal ha tenido buen cuidado de evitar la posibilidad de que demos con él por unas cuantas muestras de retórica vacua… y el comerciante que le surte… Muy triste… Pero yo hubiera deseado que mi comunicante hubiese ido a una academia durante algún tiempo. Escribe a máquina de una manera atroz: malos espacios, letras cambiadas, sentido nulo de la marginación y del interlineado; síntomas todos de muy poca familiaridad con el artilugio que manejan tan bien nuestras mecanógrafas.

Encendió otro cigarrillo y terminó su café. Después se retrepó en el sillón y leyó la carta por tercera vez. Yo nunca le había visto tan interesado.

—¿Por qué todos estos detalles domésticos de los Llewellyn, Van? —dijo al fin—. Cualquiera que lea periódicos conoce la situación de su hogar. La linda actriz rubia que se casa con la protesta de mamá, y que termina por habitar el mismo techo que mamá; Lynn Llewellyn, joven calavera, niño mimado de los clubs nocturnos; una hermanita seria y formal que se aparta de las frivolidades de la vida social para dedicarse al estudio del arte. ¿Quién puede ignorar ninguna de estas cosas? Como también que mamá es una filántropa ruidosa, miembro de todos los comités y juntas sociales y económicas. Y Kinkaid, el hermano de la vieja dama, tampoco es un inconnu. Hay pocas personalidades en la ciudad más populares que la suya, con gran humillación y disgusto de mistress Llewellyn, dicho sea de paso. La riqueza de la familia es otra de las cosas que anda en lenguas de todos… —Vance torció el gesto—. Y, sin embargo, mi corresponsal cree conveniente recordarme todo esto tan sabido. ¿Por qué? ¿Por qué la carta? ¿Por qué se me ha elegido como recipiente? ¿Por qué tan florido lenguaje? ¿Por qué tan abominable escritura? ¿Por qué tal papel y tal misterio? ¿Por qué todo?… ¿Por qué?… ¿Por qué?…

Se levantó y empezó a pasear agitadamente. Yo estaba sorprendido de tanta preocupación; era algo inusitado en él. A mí la carta me había impresionado mucho, aparte de su extravagancia; y mi primera inclinación fue considerarla como la obra de un chiflado o de alguien que tuviera resquemor contra los Llewellyn, y buscase este modo indirecto de ocasionarles algunas molestias. Pero Vance, al parecer, había encontrado en la carta algo que a mí se me había escapado por completo.

De pronto cesó en sus meditabundos paseos y se acercó al teléfono. Unos momentos después hablaba con Markham, fiscal del distrito, para rogarle que pasase por su departamento aquella misma tarde.

—Es realmente muy importante —le dijo, sin la menor traza de la acostumbrada jovialidad que solía emplear para hablar con el policía—. Tengo que enseñarte un documento muy curioso. No dejes de venir…

Después de colgar el receptor, Vance permaneció largo tiempo en silencio. Finalmente, se aproximó a la sección de su biblioteca dedicada al psicoanálisis y a la psicología anormal. Recorrió los índices de algunas obras de Freud, Jung, Stekel y Ferenczi, y marcando varias páginas se sentó para leer los volúmenes. Al cabo de una hora colocó los libros en sus estantes, y empleó otros treinta minutos en hojear algunas obras de consulta, tales como Who’s Who, el New York Social Register y el American Biographical Dictionary. Finalmente, se encogió de hombros, bostezó de un modo salvaje y se sentó ante su mesa de despacho, sobre la que estaban esparcidas numerosas reproducciones de las obras de arte desenterradas en los siete años de excavaciones del doctor Woolley en Ur.

Como el sábado se trabajaba solamente medio día en las oficinas del fiscal del distrito, Markham se presentó en nuestra casa poco después de las dos. Vance, entre tanto, se había vestido y tomado su almuerzo. Recibió a Markham en la biblioteca.

—Vaya un día tristón y gris —se quejó mientras le conducía a un sillón colocado ante la chimenea—. De los más impropios para que un hombre esté solo. La depresión me arruga como a una bruja. Perdí las carreras de Long Island. Preferí quedarme en casa y ver chisporrotear los leños. Quizá sea debido a que me vuelvo viejo y me gusta soñar. Lamentable. Pero te estoy muy agradecido por haber venido. ¿Te agradaría una copita de Napoleón mil ochocientos once para contrarrestar tus pesares otoñales?

—Hoy no tengo pesares, ni otoñales ni de los otros —replicó Markham, observando atentamente a Vance—. Cuando parloteas tanto es que te preocupa alguna cosa. El síntoma es inconfundible. Tomaré el coñac, no obstante. ¿A qué aquel aire de misterio por teléfono?

—Mi querido Markham… ¡Oh, mi querido Markham! ¿De veras que notaste ese aire de misterio? Sin duda la melancolía de los días otoñales…

—Vamos, vamos, Vance —interrumpió Markham, ya algo impaciente—. ¿Dónde está ese interesantísimo papel que querías enseñarme?

—Ah, sí…, muy interesante —Vance se rebuscó el bolsillo y, sacando el anónimo que había recibido aquella mañana, se lo entregó a Markham—. Realmente, no debía haber llegado en un día tan deprimente como este…

Markham leyó la carta de cabo a rabo, y después la arrojó sobre la mesa con ligero ademán de irritación.

—¿Y eso es todo? —preguntó, sin lograr disimular su desencanto—. Espero que no tomarás en serio ese papelucho.

—Ni en serio ni en broma —suspiró Vance—, sino limpio de todo prejuicio. La epístola contiene alguna posibilidad que no negarás…

—¡Por Dios santo, Vance! —protestó Markham—. Nosotros recibimos cartas como esa todos los días. Docenas de ellas. Si fuésemos a dedicarles nuestra atención, no tendríamos tiempo para otra cosa. Los perturbadores profesionales acostumbran escribir cartas… Pero no voy a seguir hablando de esto a un psicólogo tan bueno como tú.

Vance asintió con gesto de inusitada seriedad.

—Sí, sí…, por supuesto. Te refieres al complejo epistolar. Una mezcla de egomanía fútil, cobardía y sadismo… Estoy familiarizado con la fórmula. Pero no estoy convencido de que esta carta en particular caiga de lleno en esa categoría.

Markham le miró intrigado.

—¿Crees que es la expresión honrada de un interés basado en un convencimiento interno?

—¡Oh, no! Por el contrario —contestó Vance contemplando abstraído su cigarrillo—. Va más allá de todo eso. Si fuera una carta sincera tendría menos verbosidad y más precisión. Su verborrea y su altisonante fraseología indican un motivo ulterior; ocultan una intención distinta de la que aparenta. Sugieren deducciones siniestras…, un ambiente de razonamiento anormal…, una nota genuina de crueldad, como si cierto espíritu maligno conspirase y riese entre dientes a través de sus renglones. No me gusta. Markham…, no me gusta nada.

Markham miró a Vance con visible sorpresa. Empezó a decir algo, pero de pronto calló, y recogiendo la carta la leyó de nuevo, con más atención que la primera vez. Cuando hubo terminado, movió la cabeza con gesto pesimista.

—No, Vance —protestó amablemente—. La tristeza del día ha influido en tu imaginación. Esta carta es sencillamente el desahogo de alguna dama irascible a quien el tiempo ha afectado de un modo parecido.

—No niego que hay ciertos toques femeninos en ella —dijo Vance lánguidamente—. Ya me había percatado. Pero el tono general de la carta excluye la sospecha de toda alucinación.

Markham agitó su mano con ademán imperativo, y durante unos momentos aspiró el humo de su cigarrillo en silencio. Al fin preguntó:

—¿Conoces a los Llewellyn personalmente?

—Hablé con Lynn Llewellyn en cierta ocasión. Fue una presentación corriente… Después le he visto muchas veces en el Casino. Es el tipo vulgar del muchacho vicioso y mimado cuya madre retiene los cordones de su bolsa. También conozco a Kinkaid, claro está. Todo el mundo conoce a Richard Kinkaid, excepto la Policía y los agentes del fiscal del distrito. —Vance disparó a Markham una mirada oblicua—. Pero vosotros hacéis bien en fingir que ignoráis su existencia y en resistiros a cerrar aquella guarida dorada del pecado. Al fin y al cabo, se pasa allí maravillosamente, y sólo tienen entrada los que pueden proporcionarse ese lujo. ¡Palabra! ¡Nadie más ingenuo que el que cree que el juego puede evitarse con leyes y redadas!… El Casino es un lugar delicioso, Markham…; muy correcto y muy distinguido. Tú lo pasarías allí maravillosamente. ¡Qué lástima que seas el fiscal del distrito! ¡Qué lástima!

Markham se agitó nervioso en su asiento, y lanzó a Vance una mustia mirada seguida de una indulgente sonrisa.

—No pierdo la esperanza de ir… Quizá después de las próximas elecciones —contestó—. ¿Conoces alguna otra persona de las que menciona la carta?

—Sólo a Morgan Bloodgood. Es el croupier principal de Kinkaid, su mano derecha, como si dijéramos. Pero sólo le conozco profesionalmente, aunque tengo entendido que es amigo de los Llewellyn y conoció a la mujer de Lynn cuando era estrella de revista. Es un hombre de carrera; casi un genio para los números. Kinkaid me dijo una vez que se había graduado en matemáticas en Princeton. Durante varios años desempeñó una cátedra, y la dejó para unir su suerte a la de Kinkaid. Probablemente necesita emociones…, y prefiere cualquier cosa a la teoría del tanto por ciento. Las otras presuntas dramatis personae son desconocidas para mí. Ni siquiera he visto a Virginia Vale. Yo estaba en el extranjero durante sus breves triunfos en la escena. Y en cuanto a la anciana mistress Llewellyn, su sendero nunca se ha cruzado con el mío. Tampoco he tropezado nunca con su hija Amelia, la aspirante a artista.

—¿Qué tal las relaciones entre Kinkaid y mistress Llewellyn? ¿Son las que deben existir entre hermano y hermana?

Vance miró a Markham, pensativo.

—También he examinado el asunto desde ese ángulo —murmuró—. Claro está que la anciana señora se siente avergonzada de su descarriado hermanito… Es verdaderamente fastidioso para una socióloga fanática cobijar bajo su mismo techo a un jugador profesional; y aunque en público se muestran muy afectuosos el uno con el otro, sospecho que existen rozamientos internos, especialmente porque la casa del Park Avenue pertenece a los dos por igual y se ven obligados a vivir juntos. Pero no creo que la vieja lleve su animosidad hasta el extremo de conspirar contra Kinkaid. No, no. Ese camino no nos conduciría a ninguna explicación para la carta.

En aquel momento, Currie entró en el despacho.

—Perdóneme, señor —dijo a Vance con cierta turbación—; pero en el teléfono hay una persona que desea saber si piensa usted ir al Casino esta noche.

—¿Hombre o mujer? —interrumpió Vance.

—Yo…, realmente, señor… —balbució Currie—, no lo puedo decir. La voz era muy débil y confusa; disfrazada, como si dijéramos. La cosa es que esa persona me encargó le comunicara a usted que él, o ella, no pronunciaría una palabra más, pero esperaría su respuesta al otro extremo del hilo.

Vance guardó silencio unos momentos.

—Ya me esperaba yo una cosa parecida —dijo al fin—. Conteste al ambiguo comunicante que estaré allí a las diez en punto.

Markham retiró lentamente el cigarrillo de su boca y miró a Vance con marcada curiosidad.

—Pero ¿es verdad que piensas ir al Casino a causa de esa carta?

—Y tan de veras —afirmó Vance con imponente seriedad.