7. MÁS VENENO

(Domingo 16 de octubre, 3:30 de la madrugada)

Cuando llegamos al piso superior, Heath estaba ya en el vestíbulo y corría hacia la puerta abierta de una habitación en el extremo norte. Le seguimos apresuradamente, pero las anchas espaldas del sargento nos impedían ver el interior, y sólo cuando penetramos realmente en el cuarto pudimos enterarnos de la causa de las perentorias y repentinas llamadas del policía. Esta habitación, como el amplio pasillo, estaba espléndidamente iluminada y constituía, al parecer, el dormitorio de mistress Anthony Llewellyn. Aunque era más grande que el de Virginia, contenía menos muebles, y reinaban en él un orden y una severidad reflejos del carácter y personalidad de la que lo ocupaba.

Mistress Llewellyn estaba en pie, apoyada en la pared, junto a la puerta. Tenía un pañuelo de encaje nerviosamente apretado contra el pálido rostro, y sus ojos se clavaban espantados en el suelo. Se lamentaba temblorosa, y ni siquiera alzó la mirada cuando entramos. Lo que contemplaba parecía tenerla fascinada y muda.

A unos cuantos pasos, fláccido y contraído, yacía sobre la alfombra azul el cuerpo inmóvil de Amelia Llewellyn.

La dama hizo un gran esfuerzo, y con voz temblorosa nos empezó a explicar:

—Acababa yo de entrar en la habitación, y de pronto se tambaleó, se llevó las manos a la cabeza y se desplomó.

De nuevo señaló hacia su hija, como si creyera que no podíamos ver la postrada figura.

Vance estaba ya de rodillas junto a la joven. Le tomó el pulso, escuchó su respiración y le examinó los ojos. Después hizo una seña a Heath, y entre los dos alzaron el cuerpo y lo colocaron atravesado sobre el lecho, con la cabeza colgando.

—Necesito sales —indicó Vance—. Llame al mayordomo, sargento.

Mistress Llewellyn salió de su estupor y, aproximándose a su tocador, sacó un frasquito verde, como el que Kinkaid había dado a Vance, en el Casino, a primera hora de aquella noche.

—Aplíqueselo bajo la nariz, no muy cerca para no quemarla —instruyó la madre.

Apareció el mayordomo en la puerta. Su cansancio parecía haberse desvanecido; se mostraba nervioso y preocupado.

—Llame por teléfono si doctor Kane —ordenó Vance, perentorio.

El hombre se acercó apresuradamente al aparato y empezó a marcar un número.

Kinkaid permanecía junto a la puerta, observando todo con gesto adusto. Sólo sus ojos se movían, como tratando de apreciar cada aspecto de la situación. Su mirada se dirigió hacia el lecho, pero no se detuvo en el inmóvil cuerpo de su sobrina, sino que se clavó fríamente en el rostro de su hermana.

—¿Cuál es su opinión, mister Vance? —preguntó.

—Veneno —contestó Vance, encendiendo un cigarrillo—. Exactamente lo mismo que Lynn Llewellyn. Mal asunto este. ¿Le sorprende a usted? —preguntó de pronto.

La mirada de Kinkaid resbaló sobre él amenazadora.

—¿Qué diablos quiere; usted decir con esa pregunta?

Pero el doctor Kane estaba ya al teléfono, y Vance se dirigió a hablarle.

—Amelia Llewellyn se encuentra enferma. Venga inmediatamente. Y tráigase inyecciones de cafeína, digitales y adrenalina. ¿Comprende? Muy bien —colgó el receptor y volvió a la estancia—. Kane está levantado todavía, afortunadamente. Estará aquí dentro de breves minutos; —se ajustó el monóculo y observó a Kinkaid—. ¿Qué responde usted a mi pregunta? —insistió.

Al parecer, Kinkaid lo había pensado mejor, y empezó a gallear.

—¡Sí! —exclamó, sosteniendo impávido la mirada de Vance—. Estoy tan sorprendido como usted.

—Se quedaría usted asombrado si supiese lo lejos que estoy yo de sentirme sorprendido —murmuró Vance, y se aproximó a las dos mujeres. Tomó el frasco de sales de las manos de mistress Llewellyn, y comprobó una vez más el pulso de la joven. Después se sentó al borde del lecho, y con la mano indicó a la madre que se apartase.

—¿Qué más detalles puede usted darnos? —le preguntó con cierta amabilidad—. Comuníquenoslos usted antes que venga el doctor.

La dama se sentó en una silla, arreglándose los pliegues de su traje. Después empezó a hablar con perfecto dominio de sus nervios.

—Amelia vino a mi habitación y me comunicó que usted deseaba verme. Se sentó en esta misma silla que ahora ocupo. Me dijo que me esperaría aquí, pues deseaba hablarme.

—¿Es eso todo? —preguntó Vance—. Pues usted no bajó inmediatamente. Entre tanto, yo me entretuve escribiendo un poco a máquina.

Mistress Llewellyn se mordió los labios. Y añadió con ironía:

—Si le interesa a usted mucho, le diré que me puse polvos en la cara y me arreglé el pelo en esa mesita-tocador. También empleé algunos minutos en serenarme. Sabía que iba a pasar un mal rato.

—¿Y durante esta preparación espiritual, qué hizo su hija?

—No dijo nada. Encendió un cigarrillo y se puso a fumar.

—¿Nada más? ¿Ningún otro síntoma de actividad?

—Quizá cruzase las piernas o se frotase las manos. No me di cuenta —la dama hablaba con acentuado sarcasmo; después añadió—: ¡Ah, sí! Se acercó a la mesilla de noche y se sirvió un vaso de agua de la jarra.

Vance inclinó la cabeza.

—Impulso natural. Alteración de nervios. Demasiados cigarrillos. Garganta seca. Sí. Todo muy natural.

Se levantó y examinó el juego de agua colocado sobre la mesa, entre el lecho y la silla en que mistress Llewellyn estaba sentada.

—Vacía —murmuró—. Mucha sed. Sí. O quizá… —volvió a sentarse en el borde de la cama y pareció meditar—. Vacía —repitió, pensativo—. Muy extraño. Todas las jarras de agua están vacías esta noche. En el Casino. En la habitación de mistress Virginia Llewellyn. Y ahora aquí. Gran escasez de agua.

—¿Dónde está, mistress Llewellyn, la entrada de la habitación de su hija? —preguntó de pronto.

—Es la puerta situada al final del pequeño corredor que comunica el vestíbulo con la escalera.

La dama miraba a Vance con curioso interés mezclado con patente antagonismo.

Vance se dirigió a Heath.

—Sargento, eche un vistazo al servicio de agua de la habitación de miss Llewellyn.

Heath salió con presteza. Unos minutos después regresaba.

—Está vacío —informó, con cómico asombro.

Vance se puso en pie, y acercándose al cenicero colocado sobre la mesa del teléfono, arrojó en él su cigarrillo.

—Sí, sí. Naturalmente —murmuró como ensimismado—. Así tenía que ser. Sequía por todas partes. Nada de agua; pero muchas gotas para beber —levantó la cabeza y se encaró con mistress Llewellyn de nuevo—. ¿Quién llena las jarras?

—La doncella, naturalmente.

—¿Cuándo?

—Después de cenar, cuando arregla las camas.

—¿Dejó de hacerlo alguna vez?

—Nunca. Annie es muy cuidadosa, y de toda confianza.

—Bien, bien. Hablaremos a Annie mañana. Un mero trámite. Entre tanto, mistress Llewellyn, tenga la bondad de continuar. Quedamos en que su hija encendió un cigarrillo, se echó un vaso de agua, y usted acudió amablemente a nuestra llamada. ¿Qué sucedió cuando usted volvió?

—Amelia estaba todavía sentada en esta silla. Continuaba fumando. Pero se quejaba de un fuerte dolor de cabeza, y tenía el rostro sofocado. Decía que se le partía la frente, y que le zumbaban los oídos. También se quejaba de vértigos y debilidad. Yo no le di ninguna importancia a todo ello; lo atribuía a excitación nerviosa, y le aconsejé que se acostase. Ella me dijo unas cuantas incoherencias acerca de Virginia y se puso en pie. Se apretaba las sienes con las manos, y se encaminó hacia la puerta. Llegaba casi a ella, cuando la vi tambalearse y caer al suelo. Corrí a levantarla, sin dejar de sacudirla y hablarle. Después me parece que grité. Sucedían cosas horribles esta noche y me sentí como enloquecida. Este caballero —la dama señaló a Heath— vino en mi auxilio, y luego los llamó a ustedes. Esto es todo lo que puedo decirles.

—Es bastante —murmuró Vance—. Muchas gracias. Nos ha aclarado usted muchas cosas. La descripción del colapso de miss Amelia puede servir también para el de su hijo. Han sido idénticos. Con la única diferencia de que él cayó en la parte oeste de la ciudad, y ella en la este. El caso de él fue más grave. Respiración poco profunda, pulso acelerado… Pero los mismos síntomas. Su hijo ha mejorado rápidamente. Su hija escapará mejor, una vez haya recibido asistencia médica.

Sacó lentamente su pitillera, y eligió cuidadosamente un Régie. Cuando lo hubo encendido, lanzó al techo un anillo de humo perfectamente azul.

—Me gustaría saber a quién le disgustará su restablecimiento. Interesante situación. Interesante, pero trágica. Muy trágica.

Y Vance se sumió en sombríos pensamientos.

Kinkaid había entrado en la habitación y se sentó negligente en el borde de la maciza mesa de roble del centro.

—¿Está usted seguro de que ha sido un envenenamiento? —preguntó, con su mirada fría fija en Vance.

—Sí, sí. Veneno. Presenta síntomas de excitación, pero no importa. El colapso o el desmayo, debidos a causas naturales, ceden ante las sales o la inversión de la cabeza. Esto es diferente. Es el mismo caso que el de su sobrino. Existe una diferencia, sin embargo. Lynn ingirió una dosis mucho mayor.

El rostro de Kinkaid era como una máscara, y cuando hablaba apenas movía los labios.

—¡Y yo que cometí la imprudencia de darle de beber de mi botella! —murmuró.

—Sí. Ya me di cuenta. Grave error por su parte, hablando ex post jacto.

El mayordomo apareció de nuevo en la puerta.

—Perdóneme, señor —dijo, dirigiéndose directamente a Vance—. Confío en que usted no me creerá un presuntuoso. Oí su observación respecto a los jarros de agua, y me he permitido despertar a Annie para interrogarla. Me ha asegurado que los llenó todos anoche, como de costumbre, cuando arregló las habitaciones un poco después de la cena.

Vance miró al flaco y pálido mayordomo con franca admiración.

—¡Excelente, Smith! —exclamó—. Le quedamos a usted muy agradecidos.

—Gracias, señor.

El sonido de un timbre llegó hasta nosotros. El mayordomo se apresuró a acudir, y unos momentos después el doctor Kane, todavía en traje de noche y con un pequeño maletín en la mano, hizo su aparición. Estaba aún más pálido que la última vez que le vi, y profundas ojeras orlaban sus ojos. Avanzó directamente hacia el lecho en que Amelia Llewellyn yacía sin conocimiento. En el rostro del doctor Kane había un gesto de angustia que me llamó la atención.

—Síntomas de colapso —le dijo Vance, poniéndose a su lado—. Pulso agitado y débil, respiración poco profunda, palidez, etcétera. Están indicados los estimulantes enérgicos. Primero, cafeína, dieciocho centigramos; después, digitales. Quizá sea necesaria la adrenalina. No haga preguntas, doctor. Actúe con rapidez. Bajo mi responsabilidad. Ya he presenciado este caso una vez esta noche.

Kane siguió las instrucciones de Vance. Yo sentía cierta compasión por él, aunque no acertaba a explicarme la causa. Me hacía el efecto de un carácter patético y débil dominado por la personalidad más fuerte de Vance.

Mientras Kane estaba en el cuarto de baño montando la aguja hipodérmica, Vance se dedicó a preparar el brazo de Amelia Llewellyn para la inyección. Una vez que la cafeína quedó administrada, Vance se reunió con nosotros.

—Mejor sería que esperásemos abajo —dijo.

—¿Me incluye usted a mí? —preguntó mistress Llewellyn, ofendida.

—Sería lo más conveniente —insistió Vance.

La dama cedió de mala gana, precediéndonos hasta la puerta.

Poco después, el doctor Kane se nos reunió en el gabinete.

—Reacciona —dijo a Vance, con voz algo trémula por la emoción—. El pulso mejora y el color es más normal. Se agita un poco y trata de hablar.

Vance se puso en pie.

—Perfectamente. Puede usted acostarla, mistress Llewellyn. Y usted, doctor, quédese por aquí un rato esperando los acontecimientos —se dirigió a la puerta—. Volveremos por la mañana —añadió.

Cuando salíamos, llegaba la ambulancia para retirar el cuerpo de Virginia Llewellyn. La lluvia había cesado, pero la noche era húmeda y fría.

—Lastimoso caso —comentaba Vance con Markham, mientras ponía en marcha el motor de su coche—. Parece obra de un genio del mal. Tres personas envenenadas. Una de ellas, muerta; las otras dos, graves. ¿Quién caerá después? ¿Por qué estamos aquí, Markham? ¿Qué sucede? Angustioso pensamiento. Todo son tinieblas —suspiró—. No puedo encontrar mi camino. Está lleno de obstáculos que impiden avanzar Mentiras y realidades…, apariencias y cosas verdaderas…, y una sola senda, mezclada con otras mil que conduce al más abominable de los crímenes.

—No sé lo que quieres decir —murmuró Markham seriamente preocupado—. Claro que yo también presiento una influencia siniestra.

—¡Oh, mucho peor que eso! —interrumpió Vance—. Lo que yo quería decir es que este caso es como un crimen dentro de otro crimen, en el que se cuenta con que nosotros cometamos el error final. El último acorde de esta macabra sinfonía será nuestra acusación contra una persona inocente. Toda la trama está basada en una decepción colosal. Se supone que vamos a seguir la verdad especiosa y aparente, y esa no será la verdad, sino la peor y más diabólica de las mentiras que constituyen la armazón de este tenebroso asunto.

—Lo estás tomando demasiado en serio —dijo Markham, esforzándose por parecer positivista—. Después de todo, tanto Lynn Llewellyn como su hermana se están reponiendo.

—Sí, sí —Vance hizo un gesto de pesimismo, sin apartar la mirada del brillante macadam del camino—. Ha habido un error de cálculo. Lo que contribuye a que todo sea afín más difícil.

—Sucede, sin embargo… —empezó a decir Markham, pero Vance le interrumpió, impaciente.

—¡Mi querido amigo! Esa es precisamente la parte horrible del asunto. «¡Sucede!». Todo «sucede». No aparece un designio fijo. El caos por todas partes. «Sucede» que Kane prescribió tabletas de rinitis, que contenían la droga capaz de producir los síntomas que presentó la horrible muerte de Virginia Llewellyn. «Sucede» que miss Amelia estaba en el ropero en el momento preciso para poder oír los gritos de Virginia y presenciar su agonía. «Sucede» que Lynn Llewellyn y su esposa fueron envenenados a la misma hora, aunque en diferentes lugares. «Sucede» que Amelia bebió el agua de la jarra de su madre. «Sucede» que todos estuvieron en la casa esta noche a la hora de la cena, y que todos tuvieron acceso a los cuartos de baño y a los servicios de noche. «Sucede» que no había agua en ninguno de ellos cuando nosotros los examinamos. «Sucede» que Kinkaid dio de beber a Lynn de su propia jarra diez minutos antes que el muchacho se desplomase. «Sucede» que yo recibí una carta y que fui testigo de lo que le ocurrió a Lynn. «Sucede» que el doctor Kane fue invitado a cenar en el último momento. «Sucede» que estábamos en la casa cuando Amelia cayó envenenada. «Sucede» que Kinkaid llegó en aquel preciso momento. «Sucede» que la carta que recibí fue depositada en Closter, Nueva Jersey. «Sucede»…

—Un momento, Vance. ¿Qué significa tu última observación acerca de Closter?

—Sencillamente, que Kinkaid tiene arrendado un pabellón de caza en las cercanías de Closter, y que pasa allí mucho tiempo, aunque creo que su temporada favorita es septiembre.

—¡Por favor, Vance! —interrumpió Markham, mirándole con ansiedad—. No querrás insinuar…

—Yo no insinúo nada, mi querido amigo —reprochó Vance—. Me limito a arrastrarme lánguidamente por lo que los psicoanalistas llaman libre asociación. Lo único que me interesa hacer constar es que la vida es algo serio y real, y que no hay seriedad ni realidad en este caso. Es trágico, diabólicamente trágico; pero es un drama de muñecos; y todos son manipulados en una escena cuidadosamente preparada, con el solo fin de engañar.

—Es la obra del mismísimo demonio —gruñó Markham, desalentado.

—Tú lo has dicho. Es un caso patente de culpabilidad luciferina. La idea es consoladora, pero completamente inútil.

—Por lo menos —arguyo Markham— podemos eliminar del complot a Lynn Llewellyn y a su esposa. Su suicidio…

—¡Nada de eso! —interrumpió Vance—. Su muerte es el hecho más artero y sutil de toda la trama. No pudo haber suicidio, y tú lo sabes, Markham. Ninguna mujer, en tales circunstancias, se quita la vida de ese modo. Ella era actriz y vanidosa. Amelia nos lo dijo en términos que no dejaban duda. ¿Iba a ataviarse de modo tan ridículo, con una redecilla en los cabellos y una generosa aplicación de crema en la cara, para su última gran escena dramática sobre la Tierra? ¡Oh, no, Markham! No. Virginia se disponía a acostarse del modo más convencional y vulgar, pensando en el día siguiente, por muy triste que se anunciara. ¿Por qué, si no, pidió auxilio cuando el veneno empezó a surtir su efecto?

—Pero la nota que dejó es lo suficientemente significativa —protestó Markham.

—Esa nota hubiera sido más convincente —contestó Vance— si hubiera estado más a la vista. Pero estaba escondida, por decirlo así, doblada y colocada bajo el teléfono. Se supuso que nosotros la encontraríamos. Pero ella debía morir sin conocer su existencia.

Markham guardó silencio, y Vance continuó, tras una pausa:

—Pero todo estaba dispuesto para que nosotros creyésemos en esa nota. Esto es lo inaudito del asunto. Se quiere que sospechemos su falsedad, que busquemos la persona que la escribió y la puso allí para nosotros.

—¡Por Dios, Vance! —la voz de Markham era apenas audible entre el zumbido del motor—. ¡Qué extraña idea!

—¿No lo comprendes, Markham? —Vance había frenado bruscamente el coche frente a la casa del fiscal—. Esta nota y la carta que recibí fueron escritas por la misma inexperta mano… y, evidentemente, por la misma persona. Hasta la puntuación y la marginación son iguales. ¿Concibes que una persona desesperada, a punto de suicidarse, me habría enviado la carta que recibí? Por cierto que eso me recuerda…

Rebuscó en su bolsillo, y sacando la carta, la nota y la hoja de papel en que había escrito aquellas líneas en la máquina de los Llewellyn, se las entregó a Markham.

—¿Quieres preocuparte de cotejar esto? Haz que uno de tus ilustres peritos ejercite aquí sus lentes de aumento y sus dotes científicas. Me gustaría tener la comprobación oficial de que todo esto se ha escrito en la misma máquina.

Markham cogió los papeles.

—Será cosa muy sencilla —dijo, mirando a Vance con incertidumbre. Después saltó del coche, y permaneció un momento sobre la acera—. ¿Tienes algún proyecto para mañana? —preguntó.

—¡Oh, sí! —suspiró Vance—. La vida tiene un movimiento de vaivén, todo se va, y todo vuelve. Desaparece una generación, y el sol sigue brillando. Todo es vanidad de vanidades.

—Deja el Eclesiastés por un momento —suplicó Markham—. ¿Qué tienes que hacer mañana?

—Te vendré a buscar a las diez y te llevaré a la casa de los Llewellyn. Debes estar allí. Tu misión es sagrada. Se trata de la salud del pueblo. Es triste, pero… —hablaba bromeando, pero la expresión de su rostro delataba su preocupación. Markham debió también de comprenderlo así—. Yo intentaré ponerme en comunicación con Lynn y Amelia en cuanto se hayan repuesto. Un poco de investigación no estará mal. Los dos son supervivientes, como si dijéramos. Heroicamente rescatados por su amicus curiae. Quiero decir por mí.

—Muy bien —convino Markham, con marcado desaliento—. A las diez, entonces. Pero no veo adonde puede conducirte el interrogatorio de Lynn y Amelia.

—Quizá muy lejos…

—Bien, bien —gruñó Markham—. Tu piedad augura siempre males para alguien. Buenas noches.

—Que sueñes con odaliscas.

El coche se alejó, con peligrosa velocidad, por las resbaladizas calles hacia la Sexta Avenida.