6
EL ESCORPIÓN
Perdone, ¿sigue en el quirófano el inspector Morey? Toda la tensión, el movimiento, la adrenalina y las preocupaciones se han trasladado en distintas ambulancias, coches de policía y furgonetas de prensa de la escena del atentado al hospital. Allí, médicos, enfermeras y asistentes corren de box en box, trotando presurosos de la sala de urgencias a las de curas y quirófanos mientras empujan camillas, cambian bolsas de suero, piden sangre a los donantes e informan a los cirujanos de las heridas del siguiente paciente. Allí, en la calle, se agolpan los medios de comunicación, en contacto permanente con sus estudios, listos para emitir en directo tan pronto un médico haga una declaración, un policía reciba el alta o uno de los testigos quiera declarar sobre su sufrimiento, filtrando siempre los testimonios más duros, comprometidos y cercanos a la audiencia. Allí un hombre se abre paso hasta el control de enfermería, sujetándose una gasa contra la ceja, pero debido al caos que le rodea, aún tiene que repetir su pregunta:
—Perdone. Le pregunto si el inspector Morey sigue en quirófano —insiste Fran.
—Sí, perdone. Se está despertando de la sedación, le subirán pronto. ¿Todavía no le han curado eso?
—No se preocupe. Hay otro compañero en quirófano, llamado Gabriel Belinchón. ¿Sabe cuál es su estado?
—Ahora preguntamos. Pero antes venga conmigo, vamos a darle unos puntos en esa ceja.
Fran sigue al enfermero, y ambos se abren paso entre la corriente de gente, cruzando por delante de un box donde una enfermera le explora el oído a Hakim.
—¡Fran! ¿Has visto a Mati? ¡La he perdido!
—No. No —repite Fran, pues Hakim no parece oír muy bien. Le gira la cabeza para poner el otro oído—. ¿No estaba contigo?
Hakim niega con la cabeza. Justo al lado, Quílez espera sentado en una camilla, ya curado, aunque aún con la ropa y la cara manchadas de betadine y sangre. Quílez trata de calmar a su mujer, Isa:
—Pues, mujer, me tocó, me tocó a mí..., ¿qué quieres que te diga?
—¡Pues que siempre que pasa algo te toca a ti! Siempre ahí, a recibir, en primera fila, el primero.
—Cariño, somos ocho policías heridos y precisamente yo soy el menos grave. ¿Te he dicho que Belinchón está muñéndose?
Tras ellos, sin verles, pasa Fátima, asustada pero firme y serena, acompañada de Asun, su amiga enfermera, que le ha dado paso a Urgencias.
—Creemos que no tiene ningún órgano afectado, pero hay que esperar.
—¿Esperar a qué? ¿Hay algo más?
—Solo a ver cómo evoluciona. Ha perdido el conocimiento por la hemorragia. Fátima, estás temblando. Vamos a tomar un té, anda, que tengo un rato de descanso.
Ambas desaparecen por el pasillo en dirección a la cafetería, cruzándose con Hakim, que aún tapándose un oído por el dolor, recorre los boxes en busca de Mati... Hasta que por fin la encuentra mirando por una ventana, triste.
—Algo habremos hecho, cuando a ti y a mí no viene nadie a vernos. —Hakim gira su oreja más sana hacia ella—. Ahora sí que podrás decirme, con razón, que no te escucho. ¿Estás bien?
—Sí. Yo tengo un golpe en la espalda de la caída, pero no es nada... Gracias por preocuparte por mí.
Tras un segundo de duda cada uno se lanza en los brazos del otro y por fin, tras meses de miradas, bromas, cervezas juntos... Se declaran lo que sienten con un largo beso en los labios.
—Mira, lo están poniendo en la tele.
Todo el mundo en sala se gira hacia la televisión, que emite imágenes de la lonja tras el atentado. Y empiezan a ser conscientes de la suerte que han tenido.
—... un aviso de escape de gas que, se cree, era falso. Aunque estamos a la espera de confirmación oficial, testigos presenciales hablan de un atentado terrorista suicida...
—Para esto sirve un jefe novato —apunta Hakim—. ¿Cómo se le ocurre poner en la calle a un tío que roba explosivos?
—Tío, córtate —le defiende Mati—, que estuvo allí con nosotros echándole huevos y negociando con él hasta el final.
—Sí, pues desde luego, el tipo, negociando... es la bomba.
No lejos de allí, Fran y Quílez observan otra televisión.
—... desde el hospital, nos confirman que ocho de los seis agentes heridos están fuera de peligro. El inspector jefe Javier Morey y el agente Gabriel Belinchón están siendo intervenidos en este momento, aunque repetimos, aún no hay confirmación oficial al respecto.
En ese momento, la cadena emite el plano en que Fátima salta el cordón policial y un agente le impide acercarse. Y en la cafetería, Asun mira la televisión, igualmente incrédula. Fátima desvía la vista de la pantalla, espía a su alrededor, asegurándose de que nadie la reconoce.
—Fátima, tía, que estabas ahí, ¿cómo no me habías dicho nada...?
—De casualidad. Iba a la lonja... mi madre me había mandado a la compra y... me acerqué a ver...
En ese momento suena su móvil. En la pantalla, pone «casa».
—Cógelo, que estarán preocupados...
Fátima duda, pero finalmente responde al teléfono. Asun le hace un gesto para indicarle que han de volver a Urgencias.
—¡Al-Hamdouli-lah, hija mía! ¡Menos mal que me lo has cogido! ¡Que te acabamos de ver en la televisión, justo antes de la explosión, ¿estás bien?
—Sí, mamá..., de verdad, estoy perfectamente. Me pilló cuando iba a por el pescado, y...
Asun la conduce por un área restringida, y la deja a la puerta de una habitación, haciéndole un gesto para que espere. Asun entra, y Fátima se siente morir cuando entrevé a Morey tumbado, con un gotero y un gran apósito cubriéndole el costado; por fortuna parece consciente. Inmediatamente Fran entra en la habitación, donde Asun le cambia el suero y ajusta la cama.
—Jefe, ¿qué tal se encuentra?
—Algo mareado... de la anestesia... pero creo que bien. ¿Usted, bien? ¿Y los demás?
—Todos bien, excepto Belinchón, que parece que se ha llevado la peor parte. ¿Qué quiere que le digamos a la prensa? Nadie de delegación dice nada.
—El comisario lo confirmará en breve, pero la versión oficial es que Karim actuó por su cuenta como lobo solitario. Compró los cartuchos y se inmoló para seguir los pasos de su hermano.
Morey comienza a toser y se duele del costado. Asun se pone seria.
—No debe hablar. Tiene usted que salir de aquí.
—Espere un momento. —Morey no le habla a él, sino directamente a Asun, que asiente a regañadientes, y por fin, sale—. Han tardado en sacarme porque he estado una hora hablando con Madrid. Como se imaginará, hay muchos nervios por lo ocurrido.
Fran apenas puede contener su rabia.
—¡Es lo que pasa cuando se arriesgan soltando a un terrorista para ver adonde les lleva! ¿No trabajan en Inteligencia, joder? Pues mucha, no muestran. ¿Cómo no les va a explotar esto en la cara?
—«Nos» ha explotado, Fran. «Nos», porque esto le incumbe a usted también. —El teléfono de Morey suena—. Cójalo, Fran. Es Serra. Conteste el teléfono.
—No, no. No traten de implicarme en esto, Morey, esto es un tema suyo, y yo...
—¡Cójalo!
Tenso y rabioso, Fran descuelga. Le responde Serra, desde el interior de un almacén, en mangas de camisa y caminando en círculos alrededor de la furgoneta. López está buscando huellas dactilares donde Ismail se apoyó cuando llamó por teléfono.
—¡Querido Fran! Qué poco me alegro de saludarle. En fin, quiero que sepa que hay un segundo terrorista. Estuvo en la lonja hasta el momento de la explosión, pero se nos escapó. Un cojo.
—Me está diciendo usted que la cagaron de nuevo. No valen ni como espías, ni como policías.
—Gracias, Fran. Me alegro de que sugiera que puede hacer las cosas mejor que nosotros. Porque como Javi está postrado, queda usted reclutado voluntariamente. Le mando las huellas del sospechoso, empiece por ver si tienen algo en sus archivos.
—¡Y una mierda! No pienso formar parte de...
Pero Serra ha colgado. Morey intenta incorporarse, aunque el dolor se lo impide.
—Fran, ya no tiene otra opción. A partir de ahora usted trabaja para nosotros, usted solo. No puede contarle nada a sus compañeros. Son todos sospechosos, hasta que me demuestre lo contrario.
—Esto no es trabajar. Es ser víctima de un chantaje. Y creí que estaba claro que el topo era Belinchón.
—No tenemos esa seguridad. Y si termina muriendo, como parece, nunca lo sabremos. Obedezca a Serra y todo irá bien.
Fran resiste la tentación de seguir discutiendo, resopla y simplemente sale de allí, enfurecido. Morey respira hondo unos segundos, para aliviar la tensión. Cómo le fastidia estar clavado en esa cama y no poder seguir él mismo las operaciones... ¿Y si pudiese levantarse de nuevo? Pero cuando lo intenta, la puerta se abre de nuevo. Es Fátima. Él esboza una sonrisa. Por fin puede respirar, dejar caer esa máscara de agresividad y resistencia.
—Deberías llamar a la enfermera —bromea él—, creo que estoy teniendo alucinaciones.
Fátima, por fin, sonríe. Con lo serio que es... y cómo sabe romper la tensión cuando ella lo necesita.
—¿Estás bien?
—No te preocupes. Me han sacado dos o tres trozos de cristal. Duele, pero no es grave. Saldré pronto.
—Javier, lo vi todo. Estaba en el puerto. Fue horrible.
—¿Estabas allí? Gracias a Dios que no te ha pasado nada...
—Fue un atentado suicida, ¿verdad?
—Karim.
Fátima se lleva las manos a la boca. Por un momento las palabras no vuelven a sus labios.
—¿Y ahora cómo vamos a encontrar a Abdú? Era tu única pista...
—Te prometí que cumpliría y le encontraré. Tienes mi palabra. Ven. Ayúdame.
Morey intenta incorporarse de nuevo, esta vez casi lo consigue. Ella trata de ayudarle, le pasa un brazo tras la espalda y otro alrededor del pecho... Y cuando sus ojos se encuentran, sus respiraciones se mezclan y sus pieles se tocan, no pueden hacer otra cosa que besarse fuerte e intensamente, como dos amantes que se creyeron perdidos y separados para siempre... a ambos lados de esa frontera que no se puede cruzar de vuelta.
—Lo retiro —dice ella, con la voz cargada de angustia, al romper del beso.
—¿Qué quieres decir...?
—No quiero dejarte. Sé que no debo decirlo. Que es una locura estar contigo... Pero cuando te vi en el suelo, y creí que habías muerto... No, Javier... Nunca había sentido así nada por nadie.
Se besan de nuevo. Y de nuevo. Y de nuevo...
* * *
Ya es de noche cuando Fran llega a comisaría, cansado, dolorido, afectado y preocupado por su nuevo papel en los hechos. Él, un policía de raza, no siempre limpio o legal, pero sí de los que siempre ha ido a las claras, arreglándoselas para nunca pisar fuera de esa fina línea que lleva del honor a la confianza: un talento imprescindible para poder ser respetado tanto en el mundo de la policía como en el de los criminales, y especialmente en el área donde los dos universos se tocan. Por eso, nadie nunca ha podido decir —y menos sus subordinados— que Francisco Peyón ha traicionado, engañado o apuñalado por la espalda a nadie. Esa es su moral y es de lo poco, quizá lo único, de lo que se puede sentir orgulloso.
Y ahora, trabaja, no, se ve obligado a trabajar, para unos tipos cuyo negocio es la mentira, el engaño y la traición, capaces de dejar en libertad a un terrorista para que les guíe hasta sus jefes, corriendo todos los riesgos que ello implica, y sin pestañear cuando el peor de los escenarios posibles explota.
Por fin, Fran se sienta a su mesa y abre el correo con las huellas dactilares de Ismail, que introduce en el programa de reconocimiento. Pulsa en «Hallar coincidencias», unos minutos después... «Identificación conseguida. Coincidencia 91 por ciento». Fran pulsa en «Mostrar»... Y la ficha de Ismail se abre ante sus ojos. Fran marca el número de Serra.
—Ismail Ben Youssef —confirma Fran—. Ceutí. Tenemos una detención de hace siete años por tráfico de hachís.
—¿Domicilio?
—Aparece uno de entonces.
—Vaya a buscarlo.
—No tengo orden de detención.
—Con nosotros no la necesita. Mientras obedece mis órdenes, usted no es policía. No hable con nadie de esto. Que no le vean los vecinos. Asegúrese de hacerlo cuando esté solo.
Fran niega con la cabeza, se lleva una mano a la frente y se duele cuando toca la herida de la ceja. No puede hacer otra cosa. No le gusta, pero tiene que jugar a este juego.
—Serra, supongo que usted puede avisar antes que yo a los puestos de frontera, al ferry, al helipuerto...
—Déjeme eso. Mándeme la ficha y vaya a buscarle. Y no lo olvide: le necesitamos vivo.
* * *
Ya de noche Asun da un último vistazo por los pasillos y habitaciones de un hospital por fin silencioso, quieto y calmo, como deben ser estos lugares, piensa ella. Sintiendo cómo el cansancio se infiltra poco a poco en su cuerpo, ya al final de este obligado doble turno, Asun solo piensa en su cama, en su cena, en su piso. Ya solo le quedan un par de habitaciones, piensa, entre ellas la de Morey, que debe estar sedado y durmiendo, así que entrará en su habitación, le dará un vistazo rápido y... Entonces, le ve vistiéndose.
—¿Qué hace? ¿Está loco?
Morey fuerza una sonrisa para disimular el dolor que siente.
—Tengo que irme. Lo siento.
—Pero ¡todavía lleva la vía! Y, además, le traigo un calmante.
Morey se saca la vía sin pensarlo dos veces y le arrebata el vaso, engullendo el calmante de un trago.
—¿Ve? Ya estoy bien. Me doy el alta. Y no se preocupe, es bajo mi responsabilidad.
* * *
Aisha sirve la cena a su familia de forma un tanto apresurada y nerviosa, sin el cuidado habitual, ya que quiere acabar para sentarse y seguir la conversación, que como no puede ser de otra manera, hoy gira alrededor de la noticia del día. Porque la protagonista está sentada a la mesa con ellos.
—... y todo el mundo te ha visto en televisión —confirma Aisha—, todos llamando, preocupados, que qué hacías ahí, que si estabas bien... Menuda vergüenza he pasado... Solo espero que tus futuros suegros no te hayan visto.
—Pues si me han visto, se alegrarán de que estoy bien. No he hecho nada malo.
—Lo que no entiendo es por qué querías cruzar el cordón policial... ¿Adónde ibas?
—A... a por el coche. ¿Adónde voy a ir?
—En las noticias han dicho que el inspector Morey está herido. —Sin darse cuenta, Aisha echa leña al fuego—. ¿Sabes algo?
—No, madre. No sé nada.
—Pues para uno que nos ayuda..., espero que esté bien —concluye la madre.
Hassan toma la palabra:
—Yo he hablado con el imán. Dice que el atentado nos lo pone a todos los musulmanes mucho más difícil...
—Normal, padre. Pero nosotros no tenemos nada que ver con esa gente.
—... y que sería mejor que buscáramos nosotros a Abdú, y no confiar tanto en la policía —termina Hassan—. Porque ahora que piensan que está con uno de esos terroristas, si lo detienen, lo meterán en la cárcel.
—Con tal de que aparezca, prefiero verlo en la cárcel antes que... como el chico del puerto —trata de zanjar Aisha.
—Estáis hablando de Abdú como si fuera un terrorista de verdad. —Fátima le defiende—. Pero todavía no sabemos nada.
—Es lo que dijo tu amigo el policía —apunta Leila.
—Me da igual. —Fátima se levanta de la mesa—. No quiero que aceptemos sin más que a Abdú le han comido la cabeza unos terroristas, y que va a suicidarse para matar a gente inocente. Es mi hermano, es un buen chico y tenemos que seguir buscándolo..., cueste lo que cueste. Perdón.
Fátima se levanta de la mesa, dejando un pesado silencio detrás.
* * *
Mientras aguanta por teléfono el rapapolvo de su vida, Serra abre la nevera de Morey con esperanzas de echarse algo a la boca. Pero ¿qué demonios puede esperarse de un tipo como él? Yogur, tofu, bebidas macrobióticas, verdura al vapor y pollo a la plancha. Desilusionado, Serra cierra la nevera.
—Entiendo, sí... Asumo la responsabilidad, señor. Sí. Yo supongo que a Karim le dieron por quemado una vez que pasó por comisaría, y... no, no, señor, tiene usted razón. Por supuesto.
Mientras, en el sofá, mirando al techo, López trata de ordenar sus pensamientos. No es la primera vez que ve la muerte de cerca. Pero en esta ocasión, con la explosión a unos metros de él, solo protegido por la furgoneta blindada, siente que es la vez que más a punto ha estado de morir en años y años de servicio. Y todo por culpa de un tipo que no sabe cumplir una orden cuando se la dan. Todo por culpa de... En ese momento Morey abre la puerta. Se duele un poco del costado, Serra cuelga e informa:
—Ya era hora. —Señala al teléfono—. Era Madrid. No nos han mandado a casa de milagro.
—No me extraña —tercia López, molesto—. Nos envían a evitar atentados y nos estalla uno en las narices, joder.
—Yo estoy infiltrado —se defiende Morey—, no puedo descubrirme delante del resto de policías. Los que debíais evitar que llegase esa situación sois vosotros.
—Cuidadito, eh. Que no podíamos salir de la furgoneta sin comprometer la operación.
—¡Y encima vais y perdéis al segundo hombre! —insiste Morey.
—Claro, porque justo acababa de estallar la bomba que tú tenías que impedir que estallase. ¡Así que no me vengas jodiendo!
Morey se levanta la camisa y enseña su vendaje.
—¡No me jodas tú a mí! ¡Que mira lo que traigo! ¿Qué tienes tú para enseñar, eh?
Por fin, Serra considera que han soltado suficiente tensión y se interpone entre ellos.
—Vale ya. Olvidadlo. Javi, Fran nos manda novedades. El cojo estaba fichado. Ismail. López, danos lo que tienes.
—Le habíamos vigilado hace tiempo —explica, aún mosqueado—, aunque le conocíamos por otro nombre. Voló hace casi un año de Málaga a Hamburgo, a Afganistán. Allí le perdemos la pista, hasta que vuelve a Ceuta hace unos meses... y esta vez, cojo.
—¿Herida de guerra? ¿En Siria?
—O en un campo de entrenamiento, eso da igual. ¿Para qué ha venido?
Suena el móvil de Serra. Descuelga con el altavoz.
—Fran. ¿Lo tiene?
* * *
La casa es modesta, pequeña, sin decoración alguna. Los muebles son viejos y gastados, pero los alimentos de la nevera, las sábanas de la cama y la ropa en los armarios indican que alguien ha vivido allí hasta hace unos días. Y una cosa más:
—Hay gasas, vendas, guantes de látex —explica Fran, cogiendo una bala ensangrentada de un cenicero—. Está herido. Le han sacado una bala aquí mismo.
—Yo no fallo a esa distancia —masculla López.
—La casa está como si hubiese huido después. No hay casi ropa, no hay documentación. Hay muchos medicamentos. Hay sangre, tendrán muestras de ADN si lo necesitan.
—Perfecto. Busque pistas, deduzca, investigue, encuéntrelo. — Serra remata—. Es usted bueno en su trabajo. Hágalo.
En la habitación, Fran cuelga y suspira. Ve el desastre que hay a su alrededor... y su mirada cambia. Se agudiza, atenta, a cualquier detalle, rastro o vestigio. Serra tiene razón en algo: es bueno en su trabajo.
* * *
Dos días después, tras una merecida jornada de descanso para los afectados, la comisaría está a pleno rendimiento, con todos los agentes volviendo al trabajo de calle, poniéndose al día con las labores de despacho, tirando de teléfono para esclarecer cuanto antes las circunstancias relativas al atentado. Todos, incluido...
—Coño, jefe, qué energía. Y nosotros, preocupados. — Quílez no puede evitar mostrar su sorpresa.
Morey en persona cruza la comisaría como si se tratase de un día cualquiera, entre las miradas de admiración de sus subordinados. Entra en su despacho y como esperaba, sin necesidad de llamarle, ya tiene allí a Fran. Prescinden de toda formalidad.
—¿Cuándo tendremos a Ismail? Creo que está claro que es un objetivo absolutamente prioritario.
—Lo sé. Pero tengo un problema: mis hombres no paran de hacerme preguntas. Y merecen una explicación. Les hemos metido en la boca del lobo, ¡han podido morir!
—¿Qué preguntan?
—Como por qué pusimos en libertad a Karim si era un terrorista que había robado explosivos.
—Y usted, ¿qué ha respondido?
—Nada, porque no voy a mentirles. ¿Me da permiso para contarles la verdad?
—No, mientras no sepamos quién es el topo. Y no cambie de tema. ¿Qué tiene sobre Ismail?
—No ha ido a ningún hospital —Fran se incorpora, se cruza de brazos—, pero la herida debe ser seria. En ese barrio hay varios médicos, más bien... curanderos acostumbrados a peleas, navajazos, heridas de bala. Estoy tratando de enterarme si uno en concreto está alojando a Ismail.
—Perfecto. Prosiga por esa línea. ¿Algo más?
—Esto. —Fran saca de una carpeta una bolsa hermética con folletos dentro. Están escritos en árabe, y en la portada destaca la llamativa imagen de un escorpión negro. Fran prosigue—. Es de las pocas cosas que han encontrado dentro del local, la Científica los encontró escondidos en un zulo. ¿Quiere que mande traducirlo?
Pero Morey niega con la cabeza mientras mueve los labios. Fran continúa, sorprendido.
—Joder con James Bond. No me joda que lee árabe.
—«Si el enemigo invade tu casa, la yihad es un derecho —traduce Morey—. Nuestro pueblo jamás renunciará, no descansaremos hasta liberar Al-Ándalus de los invasores y purificar la tierra con la gracia de Alá que nos ilumina el camino». ¿Qué opina de esto?
Fran va a contestar con un sarcasmo, cuando el teléfono de Morey suena. Responde a la llamada y tan solo pone cara de circunstancias. Cuelga, y hace un gesto a Fran para que le siga fuera, a la oficina.
—Por favor. Un momento a todos. Por favor. Malas noticias del hospital. Belinchón ha fallecido.
Fran, Quílez, Mati, Hakim. Todos se miran entre ellos, tratando de asimilar la noticia.
—Los médicos no han podido hacer más por salvar su vida. Lo siento. Estará esta noche en el tanatorio y mañana por la tarde será el entierro. Fede, por favor, ocúpese de la corona y de alterar las guardias para que los que quieran puedan ir. Mi más sentido pésame. —Morey se retira de nuevo.
Fran y los demás hacen un corro, afectados. Hakim expresa el malestar de todos.
—Tuvimos nuestros más y nuestros menos. Pero, joder, era un compañero.
—Voy a llamar a Marina —propone Fran—, le voy a avisar de que iremos a brindar por él. Es lo mínimo. Yo llamaré a su mujer para darle el pésame. Decídselo a todos.
Los agentes se dispersan, intercambiando palabras de apoyo, palmadas, abrazos. Pero Quílez se queda.
—Fran, querías decirme algo antes, ¿no?
—Sí. ¿Tú sabes si Romero ha cambiado de teléfono?
—¿Romero el curandero? No, hablé con él hace poco. ¿Por qué?
—Cosas mías.
* * *
En casa de los Ben Barek Fátima trata de que todo vuelva a la normalidad. Así que ha decidido pasar la tarde en compañía de una de las pocas personas cuya inocencia, bondad y alegría logran que, verdaderamente, pueda volver a sentir buen humor: su hermana Nayat. Juntas repasan los apuntes que le ha prestado una amiga.
—Estos, estos y estos. Si puedes, fotocópialos en color, que si no lo subrayado no sale. Los necesito para mañana, ¿me los puedes sacar en el trabajo?
—Si son solo estos, pediré permiso y los sacaré.
El móvil de Fátima suena. Lo mira rápidamente, esperanzada. Pero no es quien ella hubiese querido. Momentos después sale de su habitación hablando por teléfono, y termina la conversación delante de Hassan y Aisha, como si tuviese que anunciarles algo.
—Claro..., claro que lo entiendo... Me alegro de que no haya sido nada. Gracias por llamar. —Fátima cuelga y anuncia a sus padres, expectantes—: Era Khaled. Ha... ha habido un problema con las obras de la casa. Algo de los cimientos. Esto va... a retrasar un poco la boda.
—¿Te ha dicho si te vio en televisión? —inquiere Aisha.
—Sí, me vio.
—Bueno. ¿Y no te ha dicho nada? ¿Algo como que sus padres han visto la explosión en la tele y no quieren seguir adelante? Como si lo viera...
—Pero, madre, ¿qué tiene que ver una cosa con la otra? ¡Él no me ha dicho nada de eso!
—Es verdad, Aisha. —Hassan se levanta—. Todos estamos ilusionados por la boda, Khaled el primero. No pienses cosas raras, anda...
Madre e hija quedan en silencio hasta que Hassan sale.
—Fátima. Que no hable, no significa que no vea lo que tengo delante de los ojos.
Fátima resopla. Ya sabe lo que viene a continuación.
—Ese inspector no es como nosotros. Es... diferente. Para él, no eres más que un juguete. Y cuando se canse, te cambiará por otro. ¿Entiendes?
—Madre..., no tienes nada de lo que preocuparte. ¿Vale? Nada.
* * *
El apartamento de Morey, aunque genérico en decoración y equipamientos que el inspector no se había molestado en personalizar por falta de tiempo, estaba antes, de acuerdo con su carácter, al menos limpio, recogido y pulcro como un botiquín. Pero hay que decir que desde que López y Serra se han hecho un hueco en él, el piso va poco a poco, o más bien a marchas forzadas, adquiriendo la apariencia de un piso de universitarios, con papeles por todas partes, platos sin fregar y ropa sucia acumulada.
—El escorpión se suicida cuando se ve acorralado, ¿lo sabías?
Serra levanta la vista de los papeles y mira a López por encima de las gafas. Y contesta:
—Los Reyes son los padres, ¿lo sabías? Parece mentira, López, te crees todo lo que pone en Internet. Es una leyenda urbana, joder. Son inmunes a su propio veneno.
—Bueno, oye..., yo qué sé, lo que dice todo el mundo. — López se apresura a cambiar de tema—. Anda, bueno, ¿te has leído ya el folleto entero?
—La misma canción de siempre: el enemigo, la yihad, Al-Ándalus, reconquistar lo reconquistado, etcétera, etcétera, etcétera. Como si lo hubiesen escrito en la Edad Media.
—Y lo del escorpión, ¿entonces?
—No lo sabemos. Puede que el nombre de una célula. Mira, aquí mencionan a Tarek, es reciente: «Nuestro hermano Tarek, que dio la vida en Tánger».
López aún tiene el folleto original en la mano.
—Así que el escorpión... —López repara en algo extraño en la portada. Lo mira cuidadosamente—. Serra, ¿qué es esto? ¿Un error de impresión? ¿Un defecto de la máquina?
Serra observa la portada. Efectivamente, hay un error de imprenta en una de las esquinas, dibujando una peculiar sombra. Con una idea en mente, saca el resto de folletos y los estudia.
—Está en todos.
* * *
Morey cierra las persianas de su despacho, se apoya tras la puerta y, en soledad, se despega el apósito que le cubre el costado, apretando los dientes de dolor. Aún sangra. Como si no fuera la primera vez que hace algo así, Morey se cubre la herida con crema antibiótica. Su piel y músculos se contraen por el dolor, y Morey tiene que resistir para no quejarse. De repente dos toques en la puerta, y como siempre, sin esperar respuesta, esta se abre.
—¿Jefe? —Extrañado, Fran entra en el despacho, cierra tras de sí, y solo cuando se vuelve, ve a Morey apoyado detrás de la puerta, el rostro sudoroso, aquietando la respiración. «Estos tíos están hechos de otra pasta». Fran tan solo continúa—: Jefe, Romero el curandero ha contestado.
—¿Sabe algo sobre Ismail?
—No va a contarme nada por teléfono. Por favor, informe a «nuestros jefes» de que voy a verle. Cuídese.
Fran sale. Morey respira hondo, se pone la chaqueta con dificultad y cruza la comisaría, hacia Fede.
—Me voy a descansar. Cualquier novedad, me llaman. Ténganme informado de todo.
—Pues ahora mismo iba a llamarle. —Fede señala con un gesto de cabeza la sala de espera. Allí Aisha se levanta al verle.
Morey se hace cargo y se acerca a ella, tratando de no mostrar el dolor que le atenaza.
—Buenas, señora Ben Barek, ¿cómo no ha entrado directamente a verme?
—Gracias, pero no quería interrumpirle. Solo... pasaba por aquí... y he pensado en preguntarle si sabe algo más de Abdú.
—No hay noticias, señora. Pero seguimos trabajando. Aisha asiente, nerviosa. Parece que hay algo más que quiere contarle.
—Inspector..., ¿puedo hablarle en confianza? Morey asiente, se acerca más. Ella baja la voz.
—Sé que somos muy insistentes. Y le pido disculpas. Pero póngase en mi lugar. Ya no puedo poner la tele ni la radio. Todo el día hablan de lo mismo. Suena el teléfono y me da miedo responder, por si es otra mala noticia. Y sobre todo, tengo miedo de venir a verle un día y que me diga que Abdú ha sido detenido y que seguiremos sin poder verle ya...
—La entiendo, señora. Perfectamente. Pero lo que ocurra finalmente con Abdú dependerá de lo que haya hecho. Yo solo le prometo que haré lo que pueda por encontrarle.
—Lo sé, lo sé. Es la promesa que le hizo también a mi hija. Pero ya tengo miedo de sus promesas, ¿sabe? Sobre todo —Aisha le mira a los ojos— de esas promesas que le hace a mi hija.
Morey parpadea. Ambos saben bien de qué están hablando.
—Inspector, Fátima está muy nerviosa preparando su matrimonio. Es mejor que la dejemos concentrarse en eso. ¿Hará usted eso por mí?
Aisha espera la respuesta con una sonrisa. Morey solo puede asentir.
* * *
Al día siguiente, la mañana se despierta fresca sobre Ceuta, y los primeros desocupados ya toman posiciones en la plaza para pasar el día buscando trabajo, trapicheos o la compañía de otros en su misma situación. En uno de los bancos, indistinguibles de los demás, Fran deja que Romero hable hasta cansarse. Cuarentón, en chanclas y con una camiseta de una empresa de helados, despeinado, con bigote ralo y dos dientes de oro, Romero habla con una ilusión desconocida.
—... así que no te lo cogía porque paso mucho tiempo en la biblioteca, y claro, ahí lo tengo que apagar. He vuelto a matricularme. ¿Sabes? Voy a terminar la carrera, creo que estoy a tiempo.
—Muy bien, Romero —le ataja Fran—. Seguro que puedes darles un par de lecciones a esos profesores. De cómo coser cejas partidas, navajazos en el costado o golpes de bate de béisbol.
—Yo también salvo vidas, Fran. No estoy titulado, pero si no les atendiese yo, se morirían. No pueden ir a un hospital. Vienen a mí porque...
—Porque también sabes sacar balas. Aunque sea un trabajo tan fino como la pierna de un cojo. Este cojo. ¿Te suena? —Fran le enseña la foto de Ismail.
—No, de nada. No le he visto nunca. Si le veo, te lo digo, claro. Por ti lo que sea, como siempre, Fran, pero ahora me tengo que ir a... —Romero se levanta, pero Fran tira de él y le sienta de nuevo.
—Intenta recordar. Este hijo de puta es un terrorista, Romero. Pone bombas que hacen cosas a la gente que ni siquiera tú puedes curar. Aunque sí pudiste curarle esto. —Fran saca del bolsillo la bolsa con la bala que encontró en casa de Ismail. Romero la observa, la reconoce... Y al final, habla.
—Vale, Fran. Sí, ya me suena. Haberlo dicho antes. Se la saqué yo. Me llamó y fui a su casa. Tenía que ayudarle, hombre, está minusválido y encima le meten un tiro en la pierna mala. Pero ¿de verdad es un puto terrorista? No me jodas.
—¿Te llamó? Enséñame la llamada.
Romero busca en su viejo móvil, le señala un número. Fran se lo arrebata y se lo guarda.
—Pero, Fran... —Romero se calla cuando Fran le pone unos billetes en la mano.
—¿Dónde está?
—¿Cómo cojones quieres que lo sepa? Estará en su casa.
—¿Le estás encubriendo, Romero?
* * *
En el Centro Cívico los profesores se reúnen en su sala, entre clase y clase, e intercambian impresiones mientras toman un refrigerio. Fátima está junto a la fotocopiadora, sacando copias de los apuntes de Nayat. Pilar consulta una noticia de prensa en árabe y lee, preocupada, los comentarios.
—... Hombre, porque ya sabemos que en Internet y con anonimato de por medio, todo el mundo dice cosas que no piensa, pero a veces parece que hay muchos chavales interesados por la yihad...
Omar, pese a tener una filosofía completamente occidentalizada, se da por aludido y siente la necesidad de responder:
—Sí, pero no es así. Son cuatro locos, lo que pasa es que los medios de comunicación hablan siempre de una forma tan alarmista, tan genérica... Que al final parece que todos los musulmanes somos terroristas.
Pilar y Omar se dan entonces cuenta, por su silencio, de que su conversación está afectando a Fátima. Intercambian una mirada de comprensión y se acercan a ella, para arroparla.
—Fátima... No temas por Abdú. Seguro que no tiene nada que ver con esos locos. El día menos pensado aparecerá y estará bien, ya verás.
Llaman a la puerta, y Omar da paso nada menos que a Morey. Fátima se incorpora; no esperaba verle aquí. Pilar es consciente de la tensión entre ellos, pero Omar no.
—¿Podemos hablar fuera?
Fátima le acompaña al pasillo, donde mantienen el tipo mientras los alumnos entran y salen. Es la hora del cambio de clase.
—¿Cómo estás de la herida?
—Duele, pero me dicen que eso es bueno. No tengo mucho tiempo. —Morey saca una foto de Ismail y se la enseña con discreción—. Le estamos buscando, creemos que está relacionado con la explosión. ¿Te suena?
—Pues el caso es que sí. —Morey abre los ojos, sorprendido—. Pero no me acuerdo de cómo se llama.
—Ismail.
—¡Eso! Sí, hace un año o dos él vino por aquí a hacer un curso. De informática, creo. Pilar le debe conocer mejor. ¿Quieres que les enseñe la foto?
Morey lo considera un momento, asiente y la sigue dentro.
—Pilar —se adelanta Fátima—, este chico, Ismail, ¿era amigo de Abdú? Porque le están buscando.
—Huy, sí, Ismail, me acuerdo, dejó el curso a medias. Amigo de Abdú, no creo, porque era mucho mayor.
Omar se asoma para ver la foto, curioso, y suelta un silbido.
—Menuda pieza.
—¿Qué quiere decir? —inquiere Morey.
—Ismail y su familia... Digamos que son muy integristas. Tenía una hermana, Bashira, una chica guapísima. Se enamoró de un chico cristiano.
—Ah, sí —añade Fátima—, se fue a Barcelona con él y tuvieron un hijo, ¿no?
—Sí, esa —continúa Omar—. Pero al poco el tío, que era representante de telefonía, o algo así, bueno, se fue con otra y la dejó colgada en Barcelona. Allí sigue, la pobre, en el Raval, con el crío, y ya no puede volver. La familia la repudió. Pero vamos, ya le digo que es que están un poco «palla».
Omar no se da cuenta, pero Pilar sí: Fátima está mirando al suelo, afectada. Sabe que su amiga piensa que su idilio con Morey podría acabar así... Pilar trata de cortar la historia:
—No me diga que Ismail estaba metido en lo del puerto, porque me da un pasmo...
—No sabemos mucho más. Gracias por su información. Y ahora, si me disculpan...
—Le acompaño fuera, inspector. —Y Fátima cierra la puerta detrás de ellos. De nuevo en el pasillo, tímida, como para aliviar sus angustias con una respuesta que espera positiva, le pregunta—: ¿Te veré luego?
—Sí, claro. —Pero Morey tiene la cabeza en otra parte—. ¿Estás segura de que no conocías a Ismail?
Fátima se siente confusa, parpadea, busca las palabras. ¿La está interrogando?
—No... te estoy diciendo la verdad, siempre te la he dicho. ¿Estás dudando de mí?
—Perdóname. No quiero decir eso. Solo te pido que no me ocultes nada.
Ambos se sostienen la mirada un momento. Observan alrededor: el pasillo está vacío y, por fin, silencioso. Se roban un beso.
* * *
Fran saca su arma. Y avanza lentamente por el garaje comunitario, pistola en alto. Ha vuelto a casa de Ismail, la ha revisado de nuevo, y no ha notado que hubiese vuelto. Cualquier otro pensaría que Ismail ha buscado la ayuda de sus superiores, que le habrían sacado de Ceuta. Pero ese fue el error de Karim: al visitarles, les delató, guiando a la policía hacia ellos. Un error que Ismail no va a cometer, porque sabe bien cuáles serían las consecuencias. Eliminada la opción de volver junto al grupo, Fran sabe que la única opción para un animal herido es volver a su propia madriguera para curarse. Pero si no está en casa... Quizá, solo quizá...
Fran camina unos pasos más dentro del oscuro aparcamiento. No ha encendido las luces para no delatarse. Pero eso quiere decir que si hay alguien vigilándole desde un coche, será un blanco fácil. No puede comprobarlos uno a uno. Así que decide probar lo que tiene en mente. Porque quizá, solo quizá...
Fran saca el móvil de Romero, busca el número de Ismail y marca. Y con el primer tono, dentro de un coche cercano, se enciende la leve luz de una pantalla. Y justo después suenan dos disparos, que pasan junto a su cabeza. Instintivamente Fran se echa al suelo, pero en lugar de tumbarse, aprovecha el movimiento para rodar sobre sí mismo y acercarse al coche. Desde el suelo Fran asoma la pistola por la ventanilla cerrada y provoca una tormenta de cristales rotos cuando la ventana explota con el trueno de su disparo. Decidido a aprovechar la confusión, Fran se levanta y apunta su arma a través de la ventana rota. Tumbado en el asiento de atrás, Ismail, sin fuerzas, deja caer su pistola. Su móvil, en el suelo, sigue sonando.
* * *
Media hora después, Fran mira con cautela desde detrás de la columna al oír la puerta del garaje abrirse. Es tan solo la furgoneta de una empresa de limpiezas... con Serra al volante. Fran sale de su escondite y señala con la cabeza al coche de Ismail, donde se lo puede ver medio desmayado, esposado al volante. Morey se baja de la furgoneta por detrás, y da una palmada en el hombro a Fran.
—Buen trabajo.
Serra abre el coche y empieza a registrarlo. Fran les mira actuar, inseguro.
—¿Le llevamos a comisaría?
—Buena idea —Serra sonríe, bromista—. Incluso puede leerle sus derechos ¡Ah! Que se me había olvidado: que este hijo de puta ya no tiene derechos.
—¿Qué van a hacer con él, entonces? Está detenido.
—Sí, usted lo ha detenido. Para nosotros. Ahora es nuestro.
Fran solo puede contemplar cómo sacan a Ismail del coche y le arrastran hasta la furgoneta.
—Y le recuerdo que usted también es nuestro. Suba a la furgoneta —le indica Serra.
—No. Yo no quiero tener que ver nada con esto.
—Es una orden. ¡Vamos! —Esta vez es Morey quien lo ordena.
* * *
Tras un largo viaje dentro de la parte de atrás de la furgoneta (oscura y con las ventanas tapadas), el vehículo finalmente se detiene. Fran sale mirando a su alrededor para orientarse: están en una especie de trastienda con garaje. Hay varios agentes más con ellos. Uno cierra la puerta con llave, otro controla un panel de cámaras, a otro le dan el móvil de Ismail y empieza a sacar listados de teléfonos y llamadas... López guiña un ojo a Fran como saludo y saca a rastras a Ismail de la furgoneta. Ante su mirada sorprendida, le sienta en una silla y le ata las manos con cinchas. La herida de la pierna sigue sangrando.
—Creo que yo no debería estar aquí —dice Fran a Serra.
—No se preocupe. Así va aprendiendo el oficio.
Fran se queda atrás, mientras observa cómo Morey coloca un trípode con una cámara ante Ismail. Uno de los agentes le da el okey con el dedo: grabando. Ismail permanece con la cabeza baja, musitando una oración. Serra le coge de la cara y le obliga a mirarle:
—Ismail Ben Youssef, tenemos que hablar.
—Tengo... sed.
Serra coge un vaso de agua y se lo tira a la cara. Fran parpadea, incrédulo. Él no es ningún santo... Pero al menos, en comisaría, los detenidos tienen ciertas garantías. ¿Qué va a pasar aquí?
—El resto tienes que ganártelo. La pierna. ¿Dónde te hiciste eso? ¿En Afganistán? ¿En Siria?
Ismail no contesta. No se mueve. Solo sigue murmurando su oración.
—A lo mejor te picó un escorpión.
Y esta vez sí Ismail parpadea. Pero sigue murmurando.
—¿Qué es Akrab? —le pregunta Morey, enseñándole los folletos. Prosigue—: ¿A quién obedecéis? Tarek, Karim, tú... ¿Cuántos más hay en Akrab?
—Somos soldados de Alá —contesta Ismail—. Estamos en guerra y vamos a libertar esta tierra de infieles invasores como vosotros. —Ismail termina la frase escupiendo a Morey.
Este levanta el puño... Y Fran aparta la vista para no verlo. Morey le enseña al maltrecho Ismail una foto de su imagen en el puerto tomada por una cámara de vigilancia junto a la furgoneta, antes de la explosión.
—¿Es esta la imagen de un soldado de Alá, Ismail? A mí me parece que no. Yo creo que es la imagen de un cobarde que manda a niños a la muerte porque él mismo no se atreve a enfrentarse a ella. Ni siquiera tú crees que Alá todopoderoso te quiere en el paraíso.
—¿Qué sabrás tú? —pregunta Ismail, y añade, en árabe—: Perro asqueroso...
Ahora es Serra quien coge a Ismail de la cara y le obliga a mirarle, mientras este trata de seguir rezando.
—¿Quién os apoya en Ceuta? ¿Cuántos sois? Dame un nombre. Uno solo, y te dejamos marchar. Te lo prometo.
Ismail sigue con su rezo, pero calla súbitamente cuando una presión en las costillas le hace reaccionar. Mira hacia abajo y ve el cañón de una pistola hincándosele. Ismail, sin perder la calma, continúa su rezo. Serra se desespera y se aleja de él, frotándose la cara, cansado. Entonces Ismail proclama en árabe:
—¡Nuestro pueblo jamás renunciará! ¡No descansaremos hasta liberar Al-Ándalus de los invasores y puri...!
—¡Y purificarla con la gracia de Alá que nos ilumina el camino! —Para sorpresa de Ismail, es Serra quien acaba la frase, igualmente en árabe—. Cuántas veces lo habré oído...
Morey decide cambiar de estrategia, y se acerca para relevar a Serra:
—Abdessalam Ben Barek. Abdú. ¿Dónde está?
Ismail deja de rezar y sonríe, consciente de que ahora lleva el peso de la conversación:
—Abdú es un soldado más. Vuestro enemigo. Como... Fátima.
Serra y Morey se miran, alarmados. Ismail sigue:
—Sí. Su hermana Fátima también está con nosotros.
—Mientes. Te lo estás inventando —repone Morey, aguantando su ira.
—Sí. Los salafistas mentimos para tener engañados a los kufares como tú. Bebemos alcohol, vestimos como infieles y nuestras mujeres se acuestan con vosotros. Estamos mezclados con vuestro pueblo, como el aire que respiráis y el agua que bebéis. No sabéis quiénes somos y estamos más cerca de lo que creéis. Fátima Ben Barek también te está mintiendo, infiel.
Morey sonríe, no da crédito. Serra toma la iniciativa:
—No te estás ganando el agua, Ismail. ¿Qué quieres, ponernos más nerviosos?
Ismail vuelve a sus rezos, sonriendo. Pero Morey, cargado de intención, decide atacar de otra manera:
—Se me olvidaba. Bashira te manda saludos.
Ismail borra la sonrisa de su cara y detiene sus murmullos. Serra observa su reacción, intrigado. Fran, al fondo, tan solo mira y se pregunta cuánto quiere recordar de todo esto. Morey, viendo que su estrategia funciona, continúa:
—He hablado con ella. Sigue en Barcelona, no te preocupes. Nuestros compañeros la tienen bien atendida.
—Mi hermana murió para mí en el momento en que se fue con un perro cristiano.
—¿Vaya? ¿De verdad? —Morey saca un dosier con extractos bancarios—. ¿Por eso le haces transferencias mensuales? Pues ojalá me repudiaran a mí así...
Morey se acerca poco a poco a Ismail, hasta que le tiene a un centímetro de la cara.
—Te estás saltando muchos preceptos islámicos, Ismail... Como mantener a la furcia de tu hermana... Eres mucho más débil de lo que crees. Cuando Akrab se entere, seguramente serás el siguiente en saltar por los aires... Como un mártir débil e incompetente, como Karim...
Ismail no resiste más la provocación, y clavando los pies en el suelo, se lanza, arrastrando la silla tras de sí, contra Morey, al que logra golpear con el hombro en el costado. Ismail, en su caída, tira la cámara. Morey se palpa el costado: sangra de nuevo. Fran sujeta a Ismail mientras varios agentes se acercan, le atan a la silla con más fuerza. Uno de los agentes vuelve a colocar la cámara sobre el trípode y la acciona de nuevo.
—No quiero ver más de este rollo Guantánamo. Quiero largarme de aquí. Ahora. ¿Dónde coño estamos?
Serra va a negarse, pero Morey asiente. No quiere que Fran vea el resto de lo que van a hacerle.
—Venga conmigo. — Y Morey guía a Fran hacia una puerta. Ambos pasan a través de lo que debió de ser una pequeña tienda de ultramarinos, conectada por detrás a un almacén. Fran sale a la calle y pronto se da cuenta de que están en pleno casco urbano. Antes de irse, Fran le espeta:
—Yo no soy un santo. Pero lo que hacen ustedes es cobarde y repugnante.
Fran se larga, perdiéndose en el gentío. Morey aprovecha para mirar su móvil y se encuentra un mensaje de Fátima. «Quiero verte de nuevo».
* * *
Horas más tarde Morey y Fátima miran el horizonte del mar, juntos, sentados en un paseo cerca de la playa. Ella prosigue:
—No quiero que vuelvas a decirme que te oculto algo. Me estoy jugando demasiado con mi familia, con mi prometido, con toda la vida que me he construido.
Morey suspira. De momento, resiste contra sus pensamientos: no puede evitar pensar en lo que Ismail ha dicho. ¿Trabaja ella realmente para Akrab? ¿Intenta manipularlo? Por el momento solo puede seguirle la corriente...
—Sé que lo estás pasando mal —asiente él—. Aunque cuando veas a Abdú, todo habrá merecido la pena. Pero entonces... —Morey sonríe—. ¿Qué pasará con nosotros? Si ya no me necesitas para encontrarle, te olvidarás de mí...
—No. Me he dado cuenta de que eso es imposible. —Le besa, una, dos, tres veces, dejándose llevar—. Esto es una locura. Y los dos estamos locos.
Entonces el móvil de Morey suena. Mira la pantalla: Serra.
—Tengo que cogerlo.
Ella asiente, con una sonrisa, y camina hacia la playa, hacia el mar. Morey entra de nuevo en el coche, y escucha la voz de Serra.
—Salgo para Madrid hoy mismo. Me llevo a Ismail. Creo que nos vamos a hacer grandes amigos allí.
—¿Ha cantado?
—Mira el vídeo.
Morey comprueba que Fátima sigue lejos, y pulsa en «Aceptar» para que le entre el archivo de vídeo. Cuando comienza, ve el primer plano de Ismail, casi desmayado. Ya no es el de antes. Y no solo por los hematomas y cortes de la cara. Ha perdido la fuerza, el brillo de los ojos, ya no reza más, pues sabe que, ningún dios le puede ayudar.
—Vale. Nada de nombres. —Serra insiste—: Solo dime cuál es vuestro cuartel general. ¿Dónde recibís las órdenes?
—El... El Centro Cívico.
—¿Me estás diciendo que... —prosigue Serra— el cuartel general de Akrab está en el Centro Cívico?
Morey abre los ojos, sacude la cabeza. Entra una nueva llamada de Serra.
—¿Qué te parece? —pregunta Serra.
—¿Y si nos está mintiendo otra vez?
—Puede. Pero ¿y si no? Todos han pasado por allí. Abdú, Tarek, Ismail.
—Es listo. Quiere confundirnos. —Morey piensa en todas las posibilidades.
—Ya, pero espera. Hemos ubicado sus llamadas. Agárrate. Llamó al curandero desde el Centro Cívico.
Mientras escucha a Serra, Morey observa el bolso de Fátima, del que salen las fotocopias que sacó de los apuntes de Nayat. Algo le llama la atención y las coge. Morey se fija en una curiosa mancha, un defecto de impresión en las fotocopias. Es el mismo que el del folleto del escorpión.
—Morey, ¿me estás escuchando?
Morey cuelga cuando ve a Fátima venir de la playa, sonriente. Guarda las fotocopias de nuevo en su bolso.
—¿Nos vamos? Empiezo a tener frío.
Morey sonríe, le abre el seguro del coche para que entre. Fátima se sienta sonriente, a su lado. Morey le devuelve la sonrisa. Pero esta vez, no es una sonrisa sincera.