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A Elisa el paisaje le parece más hostil. Mira el caserío y comienza a despedirse.

Busca distintas maneras de contárselo a Mariano. Se siente mala por causarle un mal. Se siente fea porque ha llorado mucho. Y se siente ingrata e impotente.

El hueco de la ventana que él ya ha cubierto con vidrio, el pozo que cavó y el retoño de un árbol recién plantado, parecen reprocharle. No es mi culpa, quisiera gritar.

—Misia María sufre por mí. Prometió aumentarme la paga y completarnos el ajuar.

—¿Y qué gano yo con tu partida, Elisa?

—Las cosas que traeré de Buenos Aires, y el dinero, son para los dos.

—Sin nada te quiero, Elisa. ¿No puedes negarte?

—Sabes que no es posible.

Mariano entonces se acerca y la abraza.

Elisa lo conduce hasta el cuarto que Mariano ha comenzado a blanquear. Y en la cama, que tanto tiempo esperaran, sin sábanas todavía, ella aprende con su cuerpo lo que sus palabras se negaron a decir: que pertenece a este hombre sin papeles, sin ceremonia, sin cura. Por eso le quita la ropa mientras él le murmura su deseo. Un viento como el de Malvinas, gime, alborota, arrastra, hunde. Y un vaho caliente sube en el aire frío y los envuelve.