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Sí, puede recordar la sensación que tuvo cuando los capitanes, hablando en inglés, se fijaron en las nubes que se iban redondeando, consistentes, y rieron.
Pocas ganas de reír tiene María, a menos que la risa la provoquen sus hijos, siempre tan dulces y graciosos. Pero, como dice la risueña doña Mariquita, envuelta en los vahos del pescadero como si se tratara de nardos: “Hay que tomar la vida con alegría”.
Y no escasean los buenos momentos en la isla Soledad. Sólo que los encierros de los hombres en el escritorio, y los conciliábulos comerciales entre los tripulantes de la goleta capturada y algunos colonos, y la mucha provisión de alcohol que va y viene, y las miradas huidizas, y la negra Julia que empeora… Las preocupadas manos que cargan sábanas limpias, infusiones malolientes, jarros de agua fresca, casi no suben comida, apenas un caldo muy gordo para hacerle beber con una lenta cuchara, que las más de las veces se queda a mitad de camino porque la enferma se va en flemas de sangre.
Gregoria le ha dicho que en su delirio, Julia llama a Félix, su padre, un negro cuyo cadáver arrastraron hasta un zanjón de los suburbios de Buenos Aires para que dieran cuenta de él los perros y cerdos sueltos; también invoca a su madre, que hoy sirve en muy buena familia pero que al llegar de África había sido marcada a fuego, igual que otros negros. Si Julia se ha salvado de la carimba, ¿por qué ahora ese hierro candente le parte el pecho en dos? El negro ladrillero con el que noviaba antes de la tos dice que hay que restituirle la energía que el diablo le está robando. Los dioses son atraídos con la demanda del parche, pero la manosanta ha asegurado que nada puede salvar a la negra Julia: y las cartas no se equivocan.
No la curarán con brujerías, protestó el doctor Eustaquio, que trajo raspaduras de tronco de sauce para tisanas y un linimento calmante que se lo untan día y noche, remedio que tiene a las negras montando guardia alternada y durmiendo de pie en los rincones.
La vigilia nocturna se le ha pegado a María, que se arrima a Luis para oírlo respirar y contagiarse de esa rítmica tibieza. Desde que la muerte habita en los altos, hacen el amor con mayor frecuencia, y ella sale de la cama varias veces para tapar a Sofía, alimentar a Malvina, mirar si los grandes tienen un sueño tranquilo y si el fuego de la chimenea no se ha apagado. El ama, sólo una vez, sobresaltada, vio a su señora deambular por el cuarto y se disculpó, pensando que uno de los niños se había desvelado sin que se diese cuenta.
—Duerme, Elisa —le dijo, acariciándole el pelo. Y con ese ademán también acarició a una joven María que pronto iba a casarse con un mozo venido de Hamburgo.
El ama también está por convertirse en esposa; falta poco para que lleguen los muebles del continente, piensa. Y en la silenciosa mañana se abriga y sale para ver la Harriet, prisionera sin grilletes, que se balancea, indiferente, en el aire frío.
Esta vez agradece la cachetada de hielo. Huele a limpio afuera. Y la goleta norteamericana, si no fuese por su persistente bandera, sería igual que cualquier otra que llega para abastecerse.
—No creo que pase de hoy —dijo el médico ayer.
Pero los pasos presurosos en la escalera eran todavía los de la vida.
También el negro Gabino había dicho que el espíritu dañino no daba tregua y que en pocas horas la mataría.
Se está mejor en la playa, entonces. Los pájaros y el agua no dan cuenta de lo que sucede en la habitación de los altos ni hacen caso del barco intruso. Todo sigue igual. Todo.