21

Afuera, el paisaje tragado por la niebla.

Se adivinan los velámenes y los mástiles de las goletas ancladas en la bahía.

Un humo compacto y estático, detrás de los vidrios, oculta la realidad y crea otra.

—Los ingleses somos proclives a imaginar mundos en la niebla, ¿no lo cree capitán Perrins? —Miss Nims apoya el libro de poemas sobre la falda y fija su mirada en la ventana.

—En especial los marinos.

—¿No ha sentido a veces que su barco podría ser la goleta aquella de la Balada del Anciano Marinero de Coleridge, que se acercaba con una sola pasajera?

—¿Quizá la Muerte? Yo también la vi desde este cuarto. En la fiebre viven los demonios. A veces nos llevan, a veces deciden dejarnos.

—Esos demonios de los que usted habla, no sólo están en la enfermedad. Más de una vez, y en salud, los despertamos.

—¿A qué se refiere?

—Los demonios que yo veo también viajan en goleta y también va la muerte con ellos: son la codicia, el engaño, la violencia…

—¿He sido yo o Coleridge el culpable de sus visiones oscuras?

—¡Ambos!

—¿Puede saberse por qué?

—Porque temo que este último y apartado rincón del continente sea un cofre de riquezas que muchos deseen abrir.

—¿Y me incluye a mí, un capitán como tantos?

—Usted me simpatiza, pero los países son fríos cuando se trata de intereses. Y los hombres a sus órdenes…

—Mi trabajo no es codiciar tierras ajenas sino comerciar con ellas. ¿Y usted, señora mía, qué hace en estas tierras?

—Acompaño a mi marido.

—Un reconocido naturalista que ha trabajado con D’Orbigny, por lo que se dice. Esperemos que no le suceda como a Amado Bonpland, que fue confundido y puesto preso.

—No hay cuidado. El gobernador Vernet y Buenos Aires lo protegen.

—Ha tenido suerte, Doris. En mis muchos viajes pocas personas he visto tan generosas y cultas como éstas.

Sobre un hornillo hierve el agua en la pava de peltre que siempre acompaña a miss Nims. Perteneció a su madre, y era la única posesión que sus tíos le habían reconocido. Ese objeto familiar, ese hombre y el idioma en común, crean una atmósfera íntima que la hacen agradecer ese momento mágico.

Están solos. El gobernador y sus ayudantes se ocupan de construir un cercado con madera de Statenland para hacer un jardín delante de la casa, sobre la barranca que cae al mar. María ha ido con el ama y los niños a que Iutta la instruyera en la repostería alemana. Y Loreto y Emilio están en la Estancia.

—Los ingleses, además de nuestra fama de piratas —sonríe miss Nims—, también somos famosos por nuestra adicción al té.

—Antes que el mate, esa costumbre bárbara que viene de los indios y no de la España, prefiero cualquier infusión…

—Hasta el lucen, ¿no? Para mí es tan amargo que sólo lo tolero con miel.

—Así me lo ha dado misia María y no lo hallé amargo. Será porque en alta mar a veces escasea el azúcar… O porque conozco otras amarguras.

A miss Nims se le han redondeado las facciones, y una sonrisa le tiembla en los labios cuando pregunta:

—¿Será indiscreto saber cuáles?

—Mi mujer ha muerto de parto, y a los niños los cría la abuela.

Ella alarga la taza de té con expresión compungida.

—Lo siento… No quería…

—No se aflija. Me hace bien hablar con usted.

—Al tomar la taza él le roza la mano.

¿Ese roce, como la niebla, escondería todo un mundo detrás? Miss Nims da un sorbo y lo mira.

—Debe de haber sido duro.

—Sin mujer la vida es navegar sin puerto.

—¿Para usted eso es la mujer?

—Y una brújula y un faro, para usar términos marinos…

—Yo no sé qué haría si me quedara sola.

—Usted está sola.

—¿Lo cree? Mi marido explora a sólo un día de aquí. Con mandarlo llamar…

—Pero usted no lo hace.

—Respeto mucho su trabajo.

—Como una madre el trabajo de su hijo. —Pone la taza sobre la bandeja y le sujeta ambas manos—. No se ofenda, pero usted no merece envejecer en soledad.

¿Por qué la perturba tanto el beso cortés que él ha dejado en su palma? ¿Por qué ansia que no vuelvan los demás? Miss Nims no ignora la respuesta. Le acomoda las almohadas para sentirlo más cerca, le estira las cobijas para que sus manos recorran las formas del hombre. Ese olor a tabaco y sal que emana de él despeja la niebla y le permite ver el otro lado de ella misma.