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—Nadie es totalmente malo —dice María.
—Ni totalmente bueno —responde Vernet—. Porque los buenos también suelen alterar su conducta. Acuérdate de aquella vez que las familias alemanas dieron baile a los criollos y uno de esos pasajeros alegres que traía la Betsie buscó pelea. Borracho y con arma cargada, ¿recuerdas?
—Como para olvidarlo. Amenazaba con matar al que se le pusiese delante. Hacía buen tiempo a pesar de ser agosto, y nadie faltó.
—A mí se me hace que llovía. Será por el disgusto. A poco de llegados y con un reo sujeto y amarrado. A pesar de que Brisbane dio fe de que era decente, hubo que inaugurar cárcel, después tomar declaraciones…
—Cuando las declaraciones fue que llovió, no para el baile.
—Mujer —ríe Vernet—. ¡Llevas el parte del tiempo!
Elisa, muy seria, hace coronas de flores para Sofía y Luisita. A Luis Emilio se le ha dado por correr a un conejo que, al cruzarse, casi hace caer a María.
El sol crea otro sol en la nuca del ama, que se empeña en mantener los ojos concentrados en su tarea. Cuando con una mano levanta los mechones húmedos que se le han soltado del rodete, María aprovecha para aproximarse y consolarla.
Las súplicas del peón de la estancia que les ha salido al paso, apenas dejaron las casas, no significa que ella deba aceptar; él sólo buscaba que Vernet intercediera…
—¿Y si mi padre consintiese en que me hiciera su esposa?
—¿Amas a algún otro, Elisa?
—No lo sé. Pero sé que no amo a este mozo.
—Por lo que conozco de tu padre, lo dejará a tu arbitrio.
—Dios quiera. No me gustaría ofenderlo.
—¿Al mozo?
—No. A mi padre.
Es tiempo ganado aquel que le permite avanzar en sus proyectos. Vernet contempla el paraje en el que levantará almacenes. No sólo ellos sino también los Bruks en tránsito podrán surtirse allí.
Caminando, llega al sitio donde los españoles sacaban la turba para quemar. Es importante este combustible sólido, piensa. No sólo la pesca y el punto estratégico harán que los extranjeros miren a Malvinas con codicia.
Recuerda cuando se asoció con Jorge Pacheco, que tenía una concesión para explotar el ganado lanar alzado de las islas. No imaginó entonces que, seis años más tarde, se afincaría allí con su familia. Primero armaron una expedición al mando de Pablo Areguati, capitán de milicias. Y en 1826, la base de Puerto Soledad estaba reinstalada.
—Padre, papá, ¿si lo atrapo me lo puedo llevar a las casas? —exclama Emilito casi sin aliento.
—Sal de ahí, este terreno no es seguro. Y los conejos gustan de vivir sueltos. Vuelve con tus hermanas.
Ve a su hijo correr y se ve a sí mismo en Hamburgo, haciendo bolas de nieve con Emilio y arrojándoselas a sus vecinos. Aquella niñez de frío tal vez presagiaba su presente. Abarca con su mirada el paisaje. Aunque desde donde está no se divisan las viviendas, saberlas ahí, con sus chimeneas y sus huertas, lo conforta.
¡Qué distintas estas Malvinas de aquellas sin mujer ni familia! Duras idas y venidas en largos seis años. Y llegar por la noche a un galpón frío que olía a rancio, a tabaco, sudor y oveja. Y charlas donde el alcohol soltaba la lengua y alentaba riñas e historias turbias. Hubo que explorar, trazar mapas, estudiar las posibilidades de explotación y establecimiento de pobladores, desmalezar y sembrar los campos para el pastoreo. Y finalmente, ya gobernador, traer maderas desde Statenland, para, con Emilio y Loreto, levantar las casas que hoy se disfrutan. Pero lo preocupa María, próxima a parir. Cuánto la admira, debería decírselo. Y decirle, también, que su amor y devoción se acrecientan con los años. Cuando ella aceptó su pedido de mano, muchos lo envidiaron: un joven venido de la Europa y sin gran fortuna personal no podía aspirar más alto. Bella. Inteligente. Sencilla. El lustre de la vida social no había logrado distraerla del mundo del esfuerzo. Su muchacha espléndida y callada sabía, ¡vaya si sabía!, cómo acompañar a un hombre. Y hasta había recorrido por él, para acompañarlo, los temibles mares del sur. Y con un hijo creciéndole en el vientre. Recuerda el mal sueño que lo ha desvelado, y levanta su mirada en una plegaria muda: traer niños al mundo en el continente no es lo mismo que en esas soledades.
En sus primeros viajes a Malvinas, él mismo y sus socios costeaban las expediciones. Desde un comienzo supo cuánto había en Malvinas y cuánto desaprovechado. Hasta que Dorrego, a comienzos del veintiocho, les concede a él y a Pacheco parcelas de tierras fiscales. Dos años han pasado de ese hecho y seis meses de su nombramiento efectivo. Y, en tan corto lapso, mucho se ha progresado. Ojalá el nuevo gobierno de Buenos Aires enviara buques para vigilar las costas patagónicas y malvineras y alejar a los depredadores. Ojalá Loreto tenga suerte en su entrevista con Anchorena y Brisbane en la suya con Parish.
El regreso lo hacen por el camino real que habían formado las carretillas de los españoles cuando iban en busca de turba.
Emilito, de la mano de su padre, sigue mirando el suelo en busca del conejo.
El ama carga a Sofía, dormida sobre su hombro. Luisita, adornada con la guirnalda de flores que le tejiera su madre, camina muy erguida.
Vernet detiene el paso y espera a María que, lenta, viene detrás.
—¿La has visto, Luis? —pregunta ella señalando a Luisita.
—Sí, se diría que su corona es de verdad. Nos ha nacido con porte de reina.